XVIII
Jesús sana a dos mujeres idólatras
Mientras Jesús celebraba el Sábado con sus discípulos en
una choza abierta, la mujer de Azarías, que estaba enferma,
rogaba ante un ídolo para obtener la salud. Tenía muchos hijos
y había allí otras mujeres o sirvientas. Detrás del hogar, sobre
una mesa sostenida por columnas, había un idolo en forma de
perro con cabeza grande: parecía sentado sobre un libro con
hojas y tenía levantada una pata como indicando el libro. Sobre
él había otro más deforme, con muchos brazos. He visto que
unos sacerdotes traían fuego del recipiente del templo y lo po-
nían debajo del ídolo hueco, de modo que salían fuego y humo
de la boca y narices del ídolo y brillaban los ojos. Dos mujeres
llevaron a la mujer de Azarías, que padecía de flujo de sangre,
y la sentaron sobre almohadones y alfombras. El mismo Azarías
estaba presente. Los sacerdotes oraban, ofrecían incienso y sa-
crificios delante del ídolo; pero nada aprovechaba. Salían lla-
mas del deforme ídolo y con el humo se formaban horribles
figuras de perros, que luego se desvanecían. La enferma estaba
muy deprimida; cayó en desmayo, como muerta, exclamando:
“¡Estos ídolos no me pueden valer! No deben permanecer más
tiempo aquí; huyen delante del Profeta, del Rey de los Judíos,
que está entre nosotros. Hemos visto su estrella y le hemos
seguido. ¡Sólo ese Profeta me puede sanar!»
Después de estas palabras cayó como muerta y todos se
atemorizaron. También ellos habían pensado que Jesús sólo era
un enviado del Rey de los Judíos. Ahora, llenos de reverencia,
fueron a la choza donde estaba con sus discípulos celebrando
el Sábado; le pidieron quisiera ver a la enferma, que había
dicho que sólo Jesús podía sanarla, pues que los ídolos habían
perdido toda su fuerza y nada podían. Jesús y sus discípulos
estaban aún con sus vestidos de Sábado cuando fueron adonde
estaba la enferma tendida como muerta. Jesús les reprochó su
idolatría con vehemencia, diciéndoles que estaban sirviendo a
Satanás y que todo ese culto de ídolos era vano. En particular
reprochó a Azarías, porque habiendo ido cuando joven a Belén,
volvía al culto de estos ídolos abominables. Les dijo que si
aceptaban su doctrina, cumplían sus mandamientos y se bauti-
zaban, sanaría a la mujer y después les mandaría a uno de sus
apóstoles. Preguntada la mujer si creía, contestó que sí, como
asimismo todos los presentes. Habían quitado los tabiques mo-
vibles y se habían reunido muchos. Jesús pidió un vaso de agua
común, no de lo que llamaban su pozo sagrado. No quiso tam-
poco el hisopo de ellos: le trajeron una ramita nueva, con hojitas
pequeñas. Les mandó cubrir sus ídolos, cosa que hicieron con
ricas telas bordadas de oro. Puso el agua sobre la mesa del altar.
Los discípulos estaban uno a cada lado y otro detrás. Le alcan-
zaron una cajita redonda de metal que llevaban consigo. Estas
cajitas estaban sobrepuestas con aceite, algodón, y en el que
le dieron había algo como sal. Jesús puso algo de ello en el
agua, se inclinó sobre ella, oró y lo bendijo con la mano; luego
roció con la ramita a todos los presentes, extendiendo su mano
hacia la mujer indicándole que se levantase. Ella se levantó al
punto, sana, se echó a los pies de Jesús, queriendo abrazar sus
rodillas; Jesús, empero, no permitió que lo tocase.
Después de esta curación dijo Jesús que había allí otra
mujer mucho más enferma que la presente, que adora a un
hombre y ni siquiera pide ser sanada de su locura. Esta mujer
se llamaba Ratimiris: estaba casada y su enfermedad consistía
en que a la vista, al nombre y aún al recuerdo de un joven,
caía en una fiebre que parecía hacerla morir. El joven no sabia
absolutamente nada de esto. Esta mujer se acercó, llena de ver-
güenza. Jesús la tomó aparte, le dijo cuál era su estado y sus
pecados, y ella lo reconoció todo. El joven era un servidor del
templo, y así, cuando éste recibía los dones para el sacrificio,
la mujer caía en fiebre. Jesús la llevó delante de la multitud
y preguntó si creía en su palabra y se haría bautizar cuando
mandase a su enviado. Como ella, llena de arrepentimiento,
dijese que si a todo y que creía, Jesús echó al demonio de ella,
y se vio salir como un vapor negro de su boca.
El joven se llama Caisar y tiene algo de Juan el Evange-
lista: era puro e inocente, descendiente de Ketura y pariente
de Eremenzear, que había nacido en este lugar, y a quien por
eso Jesús le dió el ramito de la paz cuando llegaron. Caisar
hablaba con los discípulos porque tenía ya una idea de la me-
sianidad. Les contó algunos sueños: como él había llevado, en
sueños, a muchos hombres a través del agua. Los otros pensaron
que quizás más tarde convertiría y bautizaría a muchos. He
visto que salió de aquí con Jesús. Tres años después de la muerte
de Jesús, cuando vino el apóstol Tomás a evangelizar y a bau-
tiaar, llegó también este joven con el apóstol Tadeo. Más tarde
fue enviado como obispo por Tomás a un lugar donde fue cru-
cificado, como malhechor, sufriendo muerte inocente con gran
alegría de su alma.
Jesús enseñó hasta que amaneció y apagaron las lámparas.
Les mandó destruir sus abominables ídolos; les reprochó, di-
ciéndoles que adoraban al ídolo de una mujer, y a sus propias
mujeres las trataban peor que a los perros, a los cuales pres-
taban culto idolátrico. A la mañana volvió Jesús de nuevo a
su choza con los discípulos para terminar el Sábado.
Me fue dicho por qué Jesús hizo este viaje tan ocultamente.
Recuerdo que Jesús les dijo a sus apóstoles que quería desapa-
recer por algún tiempo y que nada sabrían de su viaje. Jesús
tomó a esos jóvenes consigo, que no reparaban ni se escandali-
zaban de que tratase con paganos y pecadores. Les había pro-
hibido hablar de este su viaje, y uno de ellos, con sencillez
infantil, dijo: “El hombre ciego a quien diste la vista y le man-
daste no decir nada y lo publicó todo, no fue castigado”. Jesús
le contestó: “Aquello redundó en bien: esto no traería más que
escándalo entre los judíos». Creo que los judíos en general y
aún los mismos apóstoles se hubiesen escandalizado de que
Jesús hubiese ido a visitar a los gentiles y paganos.
Después del Sábado Jesús reunió de nuevo a todo el pueblo
y enseñó. Les bendijo agua, pidiéndole preparasen un cáliz como
en la ciudad de Mensor. Les bendijo panes y el líquido colorado.
En el cáliz donde Eremenzear metió la ramita, había una sus-
tancia verdosa clara, jugo de una planta que tomaban como cosa
sagrada. Jesús enseñó toda la noche del Sábado, y al día si-
guiente, delante del templo. Él mismo ayudó a destruir sus
ídolos mandando que repartiesen el valor del metal a los ne-
cesitados. Puso luego sus manos sobre los hombros de los sa-
cerdotes, les enseñó a repartir el pan bendecido y preparó aquí
como allá la bebida; sólo que aquí el cáliz era más grande. He
visto que más tarde Azarías llegó a ser cristiano, sacerdote y
mártir. Las dos mujeres sanadas aquí y Cuppes también fueron
mártires.
Jesús habló aquí contra la poligamia y enseñó acerca de
la santidad del matrimonio. Como la mujer de Azarías y Rati-
miris pidieran en seguida ser bautizadas, Jesús les dijo que Él
podría hacerlo, pero no convenía por ahora: que primero debía
volver a su Padre celestial y mandar al Consolador, y después
vendrían sus apóstoles a bautizarlos. Añadió que entretanto vi-
viesen con el deseo, que este deseo de ser bautizados podía
servir de bautismo a los que morían antes de esa fecha. En
efecto, he visto que Ratimiris fue bautizada por Tomás, y lla-
mada Emilia, cuando vino, tres años después de la Ascensión
de Jesús, con Tadeo y Caisar, a bautizar a los Reyes y al pueblo.
XIX
Jesús en Sikdor, Mozián y Ur
Salió Jesús de Atom y se encaminó primero hacia el Sur,
y luego hacia el Este, a través de una comarca fértil atravesada
por ríos y canales, donde había muchos frutales, especialmente
melocotones. Oí los nombres: Eufrates, Tigris, Chaldar. Creo
que el país de Abraham, Ur, no estaba lejos de aquí, como tam-
bién el lugar donde el apóstol Judas Tadeo fue martirizado.
Hacia la tarde llegó a una población de caldeos, donde había
casas de techos con azoteas. Oí el nombre de Sikdor. Tenía una
escuela para niños y otra para niñas, dirigidas por sacerdotes.
La gente no vestía como en el pais de los Reyes Magos: era
buena y tan humilde que estaba persuadida de que sólo los
judíos estaban destinados a salvarse. Tenían en una montaña
edificada una pirámide con galerías y asientos, y arriba se veían
largos tubos para mirar las estrellas. Observaban las estrellas,
predecían, adivinaban por el correr de los animales y explica-
ban los sueños. Su templo era ovalado con vestíbulo y pozo y
estaba en el centro de la comarca. Adentro había una multitud
de figuras de metal muy hermosamente trabajadas.
El punto principal era una columna de tres caras con un
ídolo en cada una. El primero tenía muchos pies y brazos: los
pies eran como de animales; en las manos tenía una esfera, un
anillo, una manzana con su tallo y un manojo de hierbas; la
cara era como un sol y su nombre sonaba como Mytor o Mitras.
El segundo ídolo era como el unicornio y se llamaba Asphas 0
Aspa. Este ídolo luchaba con su cuerno contra el ídolo de bestia
mala en la otra cara de la columna. Este último tenía la cabeza
de buho, pico torcido, cuatro patas con garras, dos alas y una
cola terminada como el aguijón del escorpión. Encima de este
ídolo y del unicornio había en la columna una figura que era
como la madre de los dioses, llamada, me parece, Alpha. Era
como la madre de todos y quien pedía algo a alguno de los
dioses, debía pedirlo por ella. La llamaban con un nombre que
significaba como zaranda de granos. De la figura nacía un ma-
nojo de trigo que sostenía con ambas manos. En la cabeza in-
clinada hacia adelante tenía un recipiente de vino. Sobre la
figura había una corona y sobre ésta, en la columna, dos letras
parecidas a O y W. En su enseñanza entendí que el trigo tenía
que hacerse pan y con el vino se alegrarian y confortarían todos.
Había en el templo un altar de bronce con una jaula, cercada
por un jardincito y la figura de una Virgen con una especie de
sombrilla movible. En medio del jardincito, bajo techumbre,
había un pozo con varias bacías cerradas. unas sobre otras; de-
lante del pozo, una vid con uvas coloradas que colgaba hacia
un lagar que en la forma me recordaba la cruz. En la parte
superior de un tallo hueco había un saco en forma de embudo,
con dos brazos movibles, con los cuales la uva que colgaba podía
ser exprimida y salir por la parte baja del tallo hueco. Este
jardincito era de cinco a seis pies de largo y de ancho. Adentro
había arbustos finos y arbolitos verdes, que parecian naturales,
como también la vid y las uvas. Habían hecho esto por haberlo
visto en sus observaciones en los astros, y tenían otras repre-
sentaciones y figuras de la Virgen Madre de Dios. Ofrecían aves
en sacrificio y tenían horror a la sangre, que dejaban correr por
tierra. Tenían, como las gentes de Atom, el fuego, el agua, el
cáliz con el jugo de las plantas y los pequeños panes.
Jesús les reprochó su culto idolátrico: que mezclaban las
señales celestiales y figuras de la verdad con ritos satánicos.
Les dijo que en sus ceremonias había algo de verdad, pero todo
pervertido por influencias satánicas. Les explicó la figura del
huerto cerrado; que Él era la vid y que con su sangre derramada
debía salvarse el mundo; que Él era el grano de trigo que debía
ser puesto en la tierra para que brotase. Habló de su Persona
más claramente que entre los judíos, pues aquí recibían su en-
señanza con humildad. Los consoló diciendo que había venido
para todos los hombres. Mando destruir los ídolos y distribuir
entre los pobres el valor de los metales. Cuando trató de de-
jarlos, estaban tan conmovidos, que se echaban delante de Él
en el camino, para que no los abandonara.
He visto a Jesús, ahora con cuatro discípulos, bajo un árbol
grande y coposo, con cerco, delante de una casa. Descansaron
del viaje, y comieron miel y panes que trajeron de esa casa.
Luego anduvieron toda la noche. Los he visto caminar por esa
llanura; a veces sobre campos arenosos con piedrecillas blan-
cas; otras, a través de verdes praderas con flores blancas. Había
muchos árboles de melocotones. A veces se detenía el Señor y,
señalando algo alrededor, hablaba con los discípulos. Veo en
este país bastantes ríos y canales. Jesús anduvo mucho en estos
días; a veces veinte horas sin interrupción, de día y de noche.
El camino de vuelta a Judea describirá un arco bastante extenso.
Creo siempre que Eremenzear escribió estos viajes y que
su escrito fue en parte quemado; pero quedó algo de él. La
tarde del segundo día, después de su salida de Sikdor, vi a
Jesús con los suyos en una ciudad, con jardines redondos, con
el pozo en el medio y hermosos árboles. El camino se dirigía
al Sur. Babilonia quedaba al Norte. Parecía que el camino a
Babilonia iba descendiendo. La ciudad está a la orilla del Tigris,
que lo atraviesa. Jesús entró en ella sin que nadie le dijese
nada: ya era de tarde. Se veían pocos habitantes. Pronto vi a
varios hombres con largas vestiduras, como Abraham, y una
especie de turbante en la cabeza, que le salían al encuentro,
y se inclinaban ante Él. Uno de ellos le presentó un bastoncito,
una caña, que me recordó la que pusieron a Jesús cuando se
burlaron de Él: lo llaman la caña de la paz. Los otros extendían
a través de la calle una alfombra larga, y cuando había pasado
por una, ponían delante otra. De este modo llegaron a un patio
sobre cuya baranda había unos ídolos y un estandarte con un
hombre dibujado que tenía en la mano una caña como la que
dieron a Jesús. Era la bandera de la paz. Lo llevaron a una
casa donde había una baranda con otra bandera. Parecía su
templo. En el interior había ídolos cubiertos y en el medio otro
velado. El género que los envolvía terminaba en una corona.
El Señor no se detuvo aquí. Caminaron por un corredor donde
había, a ambos lados, divisiones para descansar y dormir. Lle-
garon a un pozo rodeado de hermosas plantas, donde descansó
el Señor con los discípulos. Los servidores de los ídolos trajeron
el agua que pidió Jesús: se lavaron los pies los unos a los otros,
y echaron el agua sobrante en el pozo. Jesús bendijo antes el
agua que estaría consagrada a los ídolos. Después los sacerdotes
llevaron a Jesús a un salón abierto donde tenían preparada una
comida consistente en manzanas amarillas, otras frutas, panal
de miel, panes como tortas y bocaditos, todo puesto sobre una
mesa muy baja. Comieron de pie. Del lugar anterior habían
mandado mensajeros a los sacerdotes de aquí anunciando la lle-
gada de Jesús; por eso fue recibido en forma solemne. Habían
esperado casi todo el día su llegada. He visto que Abraham tam-
bién tenía un bastoncito de la paz como el que le dieron a Jesús.
Esta ciudad se llamaba Mozín o Mozián, y era ciudad sa-
cerdotal: ejercían un culto idolátrico muy intenso. Jesús no
entró en su templo: lo he visto enseñando a mucha gente junto
a un pozo que estaba delante. Les reprochó severamente de
que hubiesen caído en la idolatría peor que sus vecinos. Les
reprochó todo su culto y de que hubiesen dejado la ley. Les
recordó la destrucción del templo que habían efectuado sus
antepasados y habló de Nabucodonosor y de Daniel. Les dijo
que se separasen los creyentes de los que estaban ciegos, porque
había entre ellos algunos buenos: a éstos les indicó adonde de-
bían retirarse. Muchos eran obstinados. Tocó un punto que ellos
no querían entender: el abandono de la poligamia. Las mujeres
vivían separadas en una calle apartada de la ciudad donde ha-
bía una alameda. Eran muy despreciadas y las doncellas no
podían dejarse ver sino hasta cierta edad: por eso ninguna mujer
apareció delante de Jesús. Sólo vinieron niños. Jesús dijo a esta
gente palabras muy severas: que estaban tan ciegos, que cuando
les enviase al apóstol no estarían dispuestos ni siquiera a bau-
tizarse. Jesús no quiso permanecer más tiempo aquí. Cuando
salía de la ciudad le salió al encuentro un grupo de doncellas.
Llevaban vestidos largos, tenían collares en el cuello y flores
en las manos y le cantaron una alabanza.
Continuó Jesús su camino a través de un gran campo, hacia
una población de pastores. Se sentó junto al pozo y los disci-
pulos le lavaron los pies. Se acercaron algunos hombres con
una ramita, saludando respetuosamente. Usaban, como en tiem-
pos de Abraham, vestiduras largas, eran observadores de los
astros y tenían una pirámide. No he visto entre ellos ídolos:
parecían observadores de los astros más puros que los anterio-
res. Pertenecían a las tribus que habían ido a Belén. Parecía
un lugar de pastores, porque sólo el jefe tenía casa, donde Jesús
comió un poco de pan y frutas y tomó algún líquido. Enseñó
luego junto a un pozo, y como vieron que iba a proseguir viaje,
se echaron a sus pies rogándole se quedara con ellos. Caminó
Jesús toda la noche y el siguiente día. Una vez lo vi con sus
discípulos descansar junto a un pozo con grandes árboles de
sombra, comer pan y beber agua de la fuente.
La ciudad a la cual se dirige Jesús está como a treinta
horas de camino, al Sur de Mozián, junto al Tigris. Se llama
Ur o Uhri. Jesús llegó por la tarde, antes de la entrada del
Sábado. Abraham era de este lugar. Jesús se dirigió hacia un
pozo rodeado de frondosos árboles, con asientos alrededor. La-
varon los pies a Jesús, lo hicieron luego entre ellos, se arre-
glaron los vestidos que tenían recogidos para caminar y entra-
ron en la ciudad, que me pareció edificada muy diversamente
de las anteriores. Las gentes vestían de distinto modo y las
mujeres no estaban tan separadas de los hombres. Tenían mu-
chas torres con galerías, escaleras por dentro y por fuera y
tubos para observar los astros. Conocían por los astros la venida
del Señor y lo esperaban; habían estado mirando a cada extran-
jero, pensando en el Señor. Apenas fue visto por algunos al
entrar, corrieron a un edificio con terraza y miraban a una gran
plaza, para desde allí anunciar su llegada. De esta casa, que
parecía ser una escuela superior, salieron varios hombres de
largas vestiduras al encuentro de Jesús. Tenían una faja con
correas y una gorra de género y plumas, transparente, a través
de la cual se veían los cabellos. En la punta de esa gorra lle-
vaban una especie de banderita. Estos hombres se postraron de-
lante de Jesús y lo llevaron a una gran sala, donde se reunieron
muchos hombres.
Jesús habló desde un alto sitial con gradas. Luego lo lle-
varon a otra sala donde estaba preparada la comida. Jesús tomó
de pie algún bocado y se retiró con los suyos a una pieza para
celebrar el Sábado. Al día siguiente enseñó desde un sitial al
pueblo reunido cerca del pozo. Las mujeres estaban presentes:
vestían tan estrechamente que apenas podían caminar y lleva-
ban gorras como capucha, de la que pendían colgajos. Jesús les
habló de Abraham y les reprochó su culto idolátrico. Se veían
templos de ídolos, pero los ídolos estaban todos tapados. Jesús
no entró en ningún templo. Cuando más tarde vino Tomás, no
pudo bautizar a ninguno en su primera visita.
Cuando Jesús dejó la ciudad de Ur la gente echaba ramas
y palmas a su paso. Se dirigió al Oeste, a través de hermosas
praderas; más adelante el camino se hizo arenoso; después an-
duvieron a través de arbustos; y llegaron al mediodía junto a
un pozo. El resto del camino lo hicieron a través de bosques y
campos cultivados, llegando por la tarde a un edificio grande,
redondo, con un patio y rodeado de un canal. Se veían casas
chatas con techos planos. Sobre el gran edificio había plantas
y en los muros gruesos vivía gente pobre que había cavado allí
sus habitaciones. En el patio y junto a un pozo, Jesús y los
discípulos se lavaron los pies unos a otros. Salieron de la casa
dos hombres de largas vestiduras con muchos nudos y una gorra
de plumas y acercáronse al Señor. El más anciano traía una
ramita y un arbusto con bayas, que entregó a Jesús, el cual
con sus acompañantes entró en el edificio redondo. En medio
había una sala que recibía luz desde arriba y tenía un hogar.
De aquí se pasaba a otros cuartos irregulares, de fondo redon-
deado y tapizado con colgadurasz detrás se guardaban en cavi-
dades diversos objetos. El piso estaba tapizado con gruesas al-
fombras. Comieron y bebieron líquidos que no conocían. El jefe
llevaba a Jesús por todas partes. El edificio estaba lleno de
artísticos ídolos: grandes y pequeños, con cabezas de perros y de
bueyes y cuerpos de serpientes. Había un ídolo con muchos
brazos y cabezas: dentro de sus fauces echaban cosas. Vi tam-
bién figuras como de niños fajados. En el patio había figuras
de animales. Un pájaro miraba hacia arriba, otros animales es-
taban alrededor de él, bajo los árboles. Ofrecían animales a sus
ídolos; pero tenían horror a la sangre, que dejaban correr y
perderse en la tierra. Acostumbran repartir panes, de los cuales
los más distinguidos recibían una porción mayor.
Jesús habló junto al pozo y reprochó severamente todo ese
culto diabólico. No lo escucharon de buena gana: he visto al
jefe, tan ciego e irritado, que se atrevió a contradecir a Jesús.
Oí entonces a Jesús que les dijo: “Para verdad de lo que les
he dicho, en la noche en que la estrella fue vista por los Magos,
se romperán los ídolos, los bueyes mugirán, los perros ladrarán
y los pájaros graznarán». Oyeron esto de mala voluntad, con
incredulidad. Jesús les dijo lo que ya había dicho en su viaje
a los países paganos. Tuve la visión de su viaje desde la ciudad
pagana de Kedar hasta la ciudad de los Magos, y desde allí
hasta este templo de los ídolos, y he visto que en todas partes
los ídolos se partían y los animales y los pájaros gritaban cada
uno a su modo. Vi a los Reyes Magos en oración en su templo.
Tenían muchas luces delante del Pesebre y me parece que es-
taba también la figura del asno. Los Reyes ya no veneraban a
estos animales, que gritaron y mugieron en señal de que Jesús
había dicho verdad, y que era Aquél esperado que indicaba la
estrella. Esto confirmó a algunos que aún dudaban de Jesús.
XX
Jesús se encamina a Egipto y enseña en Heliópolis
El viaje de Jesús siguió en dirección al Occidente. Caminó
muy ligero y no se detuvo con sus acompañantes en ninguna
parte. Anduvo al principio a través de un desierto de arena,
luego en una subida, más tarde en una región verde con arbus-
tos pequeños, parecidos al enebro, que se juntaban arriba for-
mando una galería. Llegaron a una región pedregosa llena de
musgo, hiedras, árboles y praderas, y luego, por la noche, a un
río que pasaron en balsa. E1 río parecía hondo. Esa misma noche
entraron en una ciudad que estaba a ambos lados del río o,
por lo menos, en un canal del mismo.
Era la primera ciudad egipcia. Aquí, sin ser notados por
nadie, se refugiaron en el pórtico de un templo que tenía sitios
para los viajeros. La ciudad me pareció muy ruinosa. He visto
gruesas paredes y casitas bajas habitadas por gente pobre. Me
parece que Jesús entró precisamente por donde habían andado
los israelitas. Cuando a la mañana Jesús y los suyos partían,
salieron los niños de las casas, gritando: “Estos son hombres
santos». La gente andaba bastante alborotada, pues muchos ído-
los habían caído y varios hijos de personas piadosas habían
tenido sueños con representaciones y decían cosas misteriosas.
Jesús y los discípulos se alejaron prontamente, encaminán-
dose por un sendero de arena. Por la noche los vi, no lejos de
una ciudad, descansando junto a un riacho, lavarse los pies y
comer algo. Junto al río estaba, sobre una gran piedra redonda,
un ídolo con cuerpo de perro y cabeza de persona, que miraba
amigablemente. Tenía una especie de gorra con colgaduras ri-
zadas y era grande como un buey. Delante de la ciudad había
otro ídolo bajo un árbol, con cabeza de buey, muchos brazos
y agujeros en el cuerpo. De la puerta partían cinco caminos a
la ciudad. Jesús tomó la primera calle, a la derecha, a lo largo
de los muros de la ciudad, que eran anchos, con cercos de
plantas y un camino. Abajo, en los muros, había habitaciones
de gente pobre, con puertas livianas de mimbres entretejidos.
Caminaron de noche, sin ser notados. Se veían templos de ído-
los y ruinas de antiguas murallas donde habitaba gente pobre.
A poca distancia, el camino llevaba a un puente de piedra sobre
un brazo del río (Nilo). Es el río mayor que yo haya visto en
mi vida. Corre de Sur a Norte y se divide en muchos brazos en
diversas direcciones. La comarca era llana; a distancia se veían
pirámides como en el país de los Magos: eran de piedra y mu-
cho más altas. El país es fértil sólo en las riberas del río.
Como a una hora antes de aquella ciudad donde Jesús vivió
cuando niño (Heliópolis) tomó Jesús el mismo camino que an-
duvo con María y con José. Estaba en el primer brazo del Nilo
que corre mirando a la Judea. En el camino vi a trabajadores
recortando las plantas de los cercos, cepillando maderas o tra-
bajando en fosos y excavaciones. Ya era de tarde cuando Jesús
llegó ante la ciudad. Jesús y sus discípulos se soltaron los ves-
tidos que tenían recogidos para caminar. Algunos trabajadores
se adelantaron al ver a Jesús, le ofrecieron una ramita y se
postraron en el suelo. Cuando la hubo tenido un poco en la
mano, la plantaban a lo largo del camino. No sé cómo pudieron
conocer a Jesús: quizás en el modo de vestir vieron que era
judío. Lo esperaban y tenían la idea de que venía a liberarlos.
He visto otras personas que se irritaban y corrían a la ciudad.
Unos veinte hombres acompañaron a Jesús al interior, donde
había muchos árboles. Antes de entrar aguardó Jesús bajo un
árbol caído a la vera del camino. Al caer, sus raíces habían
abierto un foso, que se había llenado de agua estancada. Sobre
este foso había una verja de hierro tan cerrada que no se podía
meter la mano. Aquí se había hundido un ídolo cuando pasó
María con José y el Niño en su viaje a Egipto. También el árbol,
que sombreaba al ídolo, se había derrumbado.
La gente llevó a Jesús a la ciudad: delante de ella había
una gran piedra cuadrada, en la cual, entre otras letras con
nombres, había uno que terminaba en polis, que se relacionaba
con la ciudad. En la ciudad he visto un gran templo con dos
patios en torno y muchas columnas, arriba más puntiagudas,
adornadas con figuras y estatuas de grandes perros con cabezas
de hombres. La ciudad aparecía más bien ruinosa. La gente
llevó a Jesús junto a una gruesa muralla, frente al templo, y
llamaron a otras personas. Vinieron muchos judíos, ancianos
con largas barbas y gente joven. Entre las mujeres me llamó
la atención una alta y esbelta. Todos saludaron reverentemente
a Jesús: eran amigos de la Sagrada Familia, cuando vivían aquí.
En las paredes gruesas había una habitación, que ahora estaba
adornada: era la que José había arreglado para vivir con María
y el Niño. Lo llevaron allí los hombres que entonces siendo
niños habían jugado con Él. Adentro ardían muchas lámparas.
Por la tarde Jesús fue llevado por un anciano judío a la escuela,
bien arreglada. Las mujeres estaban detrás de una verja y te-
nían una lámpara para ellas. Jesús oró y enseñó. Le dejaron
respetuosamente la presidencia del acto. Al día siguiente lo vi
de nuevo enseñando en la sinagoga. Los habitantes llevaban
cintas blancas alrededor de la cabeza y túnicas cortas. Se cu-
brían sólo una parte de los hombros y el pecho. Los edificios
son de paredes muy gruesas. Se ven muchas piedras grandes
con figuras grabadas. He visto enormes bloques tallados con
figuras diversas, que sostenían grandes piedras sobre la cabeza
o las espaldas. Reina aqui una espantosa idolatría. En todas
partos se ven ídolos en forma de buey y perros agachados con
cara de hombres.
Cuando Jesús dejó a Heliópolis, con acompañamiento de
muchas personas, tomó a un discípulo más: se llamaba Deodato
y su madre Mira. Era aquella esbelta mujer que había visto la
primera tarde que vino Jesús. Cuando estuvo la Virgen aquí
esta mujer no tenía hijos y por los ruegos de María, Dios le dio
este hijo y ahora ella se lo regalaba a Jesús. Era un joven alto
y esbelto, que me pareció como de dieciocho años. Cuando los
acompañantes volvieron a la ciudad, vi a Jesús en compañía de
sus cinco discípulos atravesando lugares desiertos. Tomó un ca-
mino más hacia el Oriente del que había tomado la Sagrada
Familia en su huida a Egipto. La ciudad se llamaba Heliópolis.
La E estaba al revés, junto con la L, cosa que yo no había visto
en otras partes: por eso yo había pensado que había adentro
una X. (Habia visto HL).
Jesús llegó hacia la tarde a una pequeña población en el
desierto, donde vivían tres clases de personas: los judíos, en
viviendas sólidas; los árabes, en tiendas de campaña, y otras
tribus. Estos judíos habían huido hasta aquí cuando Antíoco
devastó a Jerusalén. He visto, en esta ocasión, cómo un anciano
israelita, un piadoso sacerdote (Matatías, I Mac. 2, 23-25) mató
a otro israelita que ofrecía incienso a los ídolos, y cómo, lleno
de celo, derribó el altar, y reunió en torno suyo a los buenos.
Luego un valiente caudillo (Judas Macabeo) restableció el orden
y el culto de Dios. He visto también la comarca donde habían
vivido antes. Los árabes se habían unido a estos judíos y fueron
con ellos desterrados. Más tarde estos árabes cayeron de nuevo
en la idolatría.
El Señor, según su costumbre, se dirigió hacia el pozo. Allí
lo saludaron los hombres que acudieron y lo llevaron a una casa
donde enseñó, pues esta gente no tenía ningún edificio para
escuela. Habló de la próxima vuelta a su Padre y de cómo ha-
bían de tratarlo los judíos, cosa que Él predecía en todas partes
cuando hablaba a los judíos. Esta gente sencilla no podía creerlo
y deseaba grandemente que se quedase con ellos. Cuando Jesús
se alejó le siguieron otros dos nuevos discípulos, descendientes
de Matatías. El viaje continuó con mucha prisa a través del de-
sierto. Caminaban día y noche con breves ratos de descanso. He
visto a Jesús y a sus discípulos descansar junto a aquella her-
mosa fuente de agua que brotó a los ruegos de María en su
huida a Egipto y donde descansó la Sagrada Familia y María
bañó al Niño. Ahora está rodeada de un hermoso cerco de bal-
sameros. Aquí cruzó Jesús el camino que había hecho la Sagrada
Familia. María y José habían ido por el Oeste haciendo un arco
y Jesús sale yendo al Oriente en línea más recta. En el viaje
desde Arabia a Egipto se veía el monte Sinaí a distancia, a la
derecha.
Al llegar Jesús a Bersabea entró en la sinagoga, donde habló
claramente de su mesianidad y su próximo fin. De aquí también
se llevó consigo a algunos discípulos jóvenes. Desde Bersabea
restaban todavía cuatro días de viaje hasta el pozo de Jacob,
junto a Sichar, donde debían reunirse con Él sus apóstoles y dis-
cípulos. Antes de comenzar el Sábado llegó al valle de Mambre,
donde celebró el Sábado, enseñando en la sinagoga. Pasó por
varias casas y sanó a los enfermos. Hasta el pozo de Jacob habría
desde aquí unas veinte horas de camino. Jesús continuó durante
la noche para no levantar conmoción en la Judea con su ines-
perada reaparición.
A través del valle de los pastores, cerca de Jericó, se dirigió
al pozo de Jacob, adonde llegó al caer la tarde. Llegó con dieciséis
discípulos, pues en el valle de Mambre se le juntaron otros jó-
venes. Junto al pozo de Jacob había un albergue preparado para
descansar. El hombre que lo cuidaba, encargábase también de
abrir y cerrar el pozo. Desde Jericó a Samaría el paisaje es so-
bremanera agradable. Los caminos están sombreados de árboles,
los campos llenos de verdor y los arroyos corren plácidamente.
Esperaban aquí a Jesús los apóstoles Pedro, Andrés, Juan, San-
tiago y Felipe. Lloraban de consuelo al volver a ver a Jesús. Le
lavaron los pies a Él y a sus acompañantes. Jesús se mostraba
serio. Habló de la cercanía de su Pasión, de la ingratitud de los
judíos y del juicio y castigo que caería sobre ellos. Todavía fal-
tan tres meses para su Pasión y Muerte. He visto siempre caer
la Pascua a su debido tiempo, cuando en nuestro calendario cae
más tarde. Jesús encaminóse luego con sus dieciséis discípulos
jóvenes a las casas de Eliud, Silas y Eremenzear, que vivían en
el valle de los pastores. A los apóstoles les dijo que volvieran
el Sábado a Sichar.