XV
Jesús en el templo de los Reyes Magos
Cuando Jesús visitó por primera vez el templo de los Reyes
Magos, era de día. Vinieron a buscarlo solemnemente los sacer-
dotes. Traían una especie de mitra; de un hombro colgábanles
escudos de plata y del brazo derecho largos manípulos. El ca-
mino estaba cubierto de tapices. Jesús iba descalzo. En los alre-
dedores del templo habíanse apostado algunas mujeres deseosas
de ver a Jesús: llevaban una especie de sombrilla para defen-
derse contra los rayos del sol. Cuando Jesús pasó, se levantaron
y se inclinaron hasta el suelo. En medio del templo había una
columna de donde partían cuatro cabos a los ángulos de la sala,
y en el centro colgaba una gran rueda con estrellas y esferas
que iluminaban las fiestas cuando celebraban sus cultos. Mos-
traron a Jesús un pesebre de nacimiento que habían hecho al
volver de Belén y según lo habían visto en visión en la estrella.
Toda la escena estaba circundada de estrellas de oro. El Niño,
también de oro, estaba en un pesebre, como el de Belén, sobre
una tela colorada: tenía las manos cruzadas sobre el pecho y
estaba fajado desde el pecho hasta los pies. Veíase también la
paja del pesebre. Detrás de la cabeza del Niño habían puesto
una corona blanca. No se veían en el templo otras figuras. De
las paredes colgaba una especie de pizarra que contenía su es-
critura sagrada. Más que letras parecían figuras. Entre la co-
lumna y el pesebre había un pequeño altar con aberturas a los
lados. Usaban como agua bendita para rociar en torno del altar.
Tenían una rama sagrada con la cual hacían varias ceremonias,
unos panes redondos pequeños, un cáliz y carne de sacrificio
sobre un plato. Cuando mostraron todas estas cosas a Jesús, Él
les enseñó y corrigió lo errado y falso.
Condujeron a Jesús a las criptas del difunto rey Saír y de
su familia, en pórticos cerrados alrededor de la pirámide, como
excavados en las paredes. Las momias yacían con largos ves-
tidos blancos: hermosos tapices colgaban sobre sus sepulcros.
He visto sus rostros semicubiertos y sus manos blancas como
la nieve. No se si eran los huesos 0 los músculos resecos; sólo
pude ver profundos surcos entre los dedos. En estas criptas se
podía permanecer con agrado: había asientos al lado de cada
uno. Los sacerdotes trajeron fuego y quemaron incienso y aro-
mas. Lloraron como niños, especialmente el anciano rey Men-
sor. Jesús se acercó al cadáver y habló de la muerte. Teokeno
había contado a Jesús que veian con frecuencia a una paloma
posarse sobre la rama que, según su costumbre, ponen a la
entrada de cada tumba; y preguntaba qué significado podría
tener eso. Jesús preguntó cuáles eran las creencias de Saír.
Teoceno dijo: «Señor, sus creencias eran como las mías. Desde
que hemos adorado al Rey de los Judíos, siempre y en todas
las cosas, hasta su muerte, en lo que hacía y decía, pedía que
no se hiciera en él sino lo que fuera voluntad del Rey de los
Judíos”. Jesús declaró que la paloma sobre la rama significaba
que Saír había sido bautizado con el bautismo del deseo. Jesús
dibujó sobre una tabla al Cordero que está con una banderita
sobre los hombros, que suele dibujarse en la portada del libro
de los siete sellos, y les dijo que hicieran una imagen como
esa y la pusieran sobre la columna frente al pesebre.
Desde que habían vuelto de Belén, los Reyes festejaban
durante tres días, cada año, el aniversario de aquel día en que,
quince años antes del nacimiento de Cristo, habían visto por
primera vez la estrella con la figura de la Virgen, que tenía
en una mano el cetro y en la otra la balanza con trigo y uvas.
Los tres días los dedicaban a Jesús, a María y a José, a quien
honraban de un modo especial porque los había recibido con
tanta amabilidad. El tiempo de esta fiesta había llegado de
nuevo; pero por humildad no se atrevían ahora a celebrar esos
cultos y pedían a Jesús quisiera emplear esos días en enseñar-
les. Jesús les dijo que celebrasen las fiestas para no dar que
hablar a la gente, ya acostumbrada. He visto en esta ocasión tres
figuras de animales en torno del templo: un dragón de boca
grande; un perro de cabeza grande; y un pájaro de patas largas
con cuello como cigüeña y pico algo encorvado. No parece que
tuvieran como dioses a estos animales, sino como representa-
ción de ciertas virtudes y enseñanzas. El dragón representa la
mala naturaleza que hay que mortificar; el perro, con relación
a una constelación, significa la fidelidad, la gratitud y la vigi-
lancia, y el pájaro, el amor a los padres. Les daban otras signi-
ficaciones que ahora no puedo reproducir: sé, con seguridad,
que no había en su culto idolatría ni abominación, sino mucha
sabiduría, humildad y admiración de las maravillas de Dios.
Estos animales no eran de oro, sino oscuros, como hechos de la
escoria al fundir el oro en el crisol. Debajo de la figura del
dragón leí cinco letras: A.A.S.C.C. ó A.S.C.A.S. Al perro
lo llamaban Sur. No recuerdo ya el nombre del pájaro.
Los cuatro sacerdotes enseñaban en cuatro distintos lugares
alrededor del templo: a los hombres, a las mujeres, a los jó-
venes y a las doncellas. He visto que abrían las fauces del
dragón y decían: “Si él estuviera vivo, tan feo y espantoso, y
nos quisiera tragar ¿quién nos podría salvar, sino el Dios Om-
nipotente?” A Dios lo llamaban con una palabra que no puedo
recordar. Bajaban la rueda, la ponían sobre una mesa y uno
de ellos la hacía girar. Las esferas de oro eran huecas y pro-
ducían un sonido al girar. Cantaban, mientras tanto, al poder
de Dios, preguntándose qué sucedería si Dios no guiase en su
camino a las estrellas. Después ofrecían incienso al Niño que
tenían en el pesebre, imitando al de Belén. Jesús les mandó
que en adelante apartasen a esos animales y enseñasen la bon-
dad de Dios, el amor al prójimo y la Redención. Les enseñó que
reconociesen a Dios y lo alabasen en sus criaturas, le diesen
gracias y lo adorasen a Él solo.
La tarde del primero de los tres días festivos comenzaba para
Jesús el Sábado: por eso se apartó con sus tres acompañantes
en una sala del palacio para celebrarlo. Se revistieron de ves-
tiduras blancas, fajas con letras y una especie de estola cruzada
sobre el pecho. Sobre una mesa cubierta de colorado y blanco
pusieron un candelero con siete velas. Durante la oración Jesús
estaba en medio de dos jóvenes, y el tercero detrás. No estuvo
presente ningún pagano en esta fiesta. Durante todo el Sábado
estuvieron los paganos en torno de su templo. Hombres, mu-
jeres, doncellas y jóvenes tenían sus asientos en diversos gra-
dos. Terminado el Sábado, Jesús volvió con ellos y entonces vi
una notable maravilla.
La figura del dragón estaba en medio de los asientos de
las mujeres, que vestían, según su condición social, de diversas
formas. Las pobres tenían, bajo sus largos mantos, vestidos sen-
cillos y cortos. Las ricas vestian como una que ahora se ade-
lantaba ante la imagen del dragón: era una mujer noble, de
unos treinta años. Bajo el largo manto, que dejaba a un lado
al sentarse, llevaba un rico vestido con adornos y cadenas, y
en las orejas, varias alhajas que colgaban hasta el pecho. Antes
que el sacerdote empezara su lección acercóse esta mujer, como
lo hacían otras, ante el dragón, se echó y besó el suelo, con
devota ansiedad. Entonces Jesús se adelantó y le preguntó por
qué hacía eso. Ella dijo que todas las mañanas era despertada
por el dragón, que se levantaba al punto, iba adonde estaba el
dragón y lo adoraba. Jesús le preguntó: “¿Por qué te postras
ante Satanás? Tu creencia es obra de Satanás. Es verdad que
eres despertada; pero no lo serás ya por Satanás, sino por tu
santo ángel. ¡Mira ahora a quién adoras!”. De pronto apareció
delante de ella y de todos los presentes un abominable espectro
rojo, con cara de zorro. La mujer se espantó a esta vista y Jesús
le dijo: “Éste es el que te despertaba. Pero cada persona tiene
también su ángel bueno que lo guarda. Delante de él debes
inclínarte y seguir sus avisos». En ese momento todos pudieron
ver a un hermoso ángel junto a esa mujer, la cual, al verlo, se
echó, llena de admiración, con el rostro en el suelo. Mientras
Satanás permanecía junto a ella, el ángel estaba detrás; cuando
Satanás desapareció, el ángel bueno se puso al lado de la mujer.
Ésta, muy conmovida, volvió a ocupar su sitio. Se llamaba
Cuppes, y más tarde, bautizada por el apóstol Tomás, se llamó
Serena. Fue martirizada durante las persecuciones y venerada
como santa.
Delante del pájaro el Señor enseñó a las doncellas y a los
jóvenes la justa medida en el amor al hombre y a los animales.
Había algunos que exageraban el amor a sus padres, hasta casi
la adoración, y otros que estimaban más a sus animales que a
sus semejantes. El último día de la fiesta quiso Jesús enseñar
en el templo a todos: a los sacerdotes, a los reyes y al pueblo.
Para que el enfermo Teokeno pudiera participar, dirigióse Jesús
con Mensor adonde yacía el rey, y le mandó levantarse y se-
guirle. Diciéndole esto, lo tomó de la mano, lo levantó y Teo-
ceno, lleno de fe, se incorporó de su lecho y comenzó a caminar.
Jesús lo acompañó al templo y después pudo caminar sin im-
pedimento alguno. Jesús mandó abrir las puertas del templo,
para que todos lo vieran y pudieran oirle.
Enseñó a todos; después, separadamente, a los hombres, a
las mujeres, a los jóvenes, a las doncellas y a los niños. Dijo
muchas de las parábolas que ya había contado en la Judea.
Permitía que le preguntasen: antes bien, les había pedido que
lo hicieran. A veces nombraba a alguno y le mandaba decir en
voz alta la duda que tenía, manifestando así que conocía los
pensamientos de cada uno. Algunos preguntaron por qué Él
no resucitaba a algún muerto y sanaba a los enfermos, ya que
el Rey de los Judíos lo había hecho en la Palestina. Les con-
testó que no hacía esto entre los infieles; pero que les mandaría
a uno que haría esos prodigios y les daría el bautismo para
purificarlos de sus pecados. Añadió que creyeran en sus pa-
labras.
Delante de los sacerdotes y de los reyes dijo que su doc-
trina contenía alguna apariencia de verdad; que lo demás era
mentira y engaño; que el diablo trata de presentar formas
vacías como si estuvieran llenas de verdad. Que recordaran que
no bien se aleja el Ángel custodio de un hombre, ocupa su
puesto Satanás, gastando el culto bueno y poniendo de lo suyo.
Les dijo que habían venerado en parte lo que habían visto en
Belén, pero que desde la vuelta ya habían mezclado lo falso.
Les mandó que los animales los sacaran de allí, los fundieran
y les indicó a quienes debían repartir el valor de lo fundido.
Todo su culto y su saber no era nada: que debían, sin figuras,
enseñar el amor, la misericordia y la gratitud al Padre celes-
tial, que misericordiosamente los había llamado a la Verdad.
Les repitió que les mandaría a uno que les enseñaría mejor
todo lo que debían hacer, y que entretanto quitaran también
la rueda con lo demás. Esta rueda era grande, como la de un
enorme carro, con siete llantas, en las cuales estaban las esfe-
ras, unas más altas que otras, para ser iluminadas. El punto
medio era una esfera mayor que representaba la tierra, y alre-
dedor había doce estrellas y doce figuras diferentes artística-
mente colocadas. Vi, por ejemplo, la imagen de una Virgen con
ojos brillantes y con diamantes en la boca y sobre la frente.
Vi otra figura de animal con algo brillante en la boca. No pude
ver más distintamente porque la rueda giraba de continuo.
Algunas de las figuras quedaban a veces veladas, mientras bri-
llaban otras. Jesús les quiso dejar pan y vino bendecido por
Él. Los sacerdotes prepararon panecillos blancos, como tortas,
y trajeron una jarra de vino. Jesús les dijo cómo debían con-
servar estas cosas y la forma del recipiente. Tenía la forma de
un almirez con asas y cubierta, y en el interior dos comparti-
mentos: en la parte superior pusieron los panes y en la inferior,
con su puerta, el vino. El recipiente brillaba en el exterior como
mercurio y el interior era amarillo. Jesús puso los panes y el
vino sobre el altar, oró y los bendijo. Los dos reyes y los sa-
cerdotes estaban de rodillas, a los lados de Jesús, con las manos
cruzadas sobre el pecho.
Jesús oró sobre ellos, les puso sus manos sobre los hombros
y les enseñó cómo debían renovar el pan, y les dijo las palabras
con que debían bendecirlo, al mismo tiempo que partió el pan
en forma de cruz. Ese pan y ese vino debía ser para ellos como
un recuerdo de lo que sería luego la santa Eucaristía. Los reyes
conocían el sacrificio de Melquisedec y habían preguntado mu-
cho sobre ello a Jesús. Mientras Él bendecía el pan les habló
de sus padecimientos y de su última Cena. Les dijo que usaran
del pan y vino bendecidos al ocurrir el primer aniversario de
su viaje a Belén, y luego lo hicieran tres veces al año, 0 cada
tres meses: esto no puedo ahora recordarlo bien.
Unos días después enseñó de nuevo en el templo. Salía y
entraba y hacía entrar un grupo después de otro. Hizo venir a
las mujeres y a los niños; a las madres les enseñó cómo debían
enseñar a rezar. Es la primera vez que veo aquí a todos los
niños reunidos: éstos llevaban un vestido muy corto, y las niñas
tenían unos mantitos encima. Vi también a los niños de la
mujer convertida; su esposo era un hombre de gran estatura,
que servía al rey Mensor: tenían diez hijos. Jesús bendijo a
éstos y a otros niños poniéndoles las manos sobre el hombro,
mientras a los niños judíos las ponía sobre la cabeza. Habló
de su misión y de su próximo fin: que era un secreto para los
judíos que Él se encontrase ahora aquí, entre ellos, en lugar
de estar en la Judea. Dijo que se hizo acompañar de estos jo-
vencitos, que no se escandalizaban de su proceder: los judíos
le habrían dado muerte ya, si no se hubiese ocultado de ellos.
Añadió que había venido hasta aquí, porque sabía que lo de-
seaban, habían creído en Él, esperado en Él y le habían amado.
Les dijo que debían dar gracias a Dios porque no había querido
dejarlos en su culto idolátrico: que debían ser fieles creyentes
y observar sus mandamientos. Me parece que les anunció tam-
bién el tiempo de su vuelta al Padre y cuando vendría un en-
viado suyo para ayudarles. Dijo que pensaba ir antes a Egipto,
donde había estado con su Madre, porque allá había algunos
buenos que le habían conocido desde niño. Dijo que su viaje
a Egipto lo haría de incógnito, porque allá había judíos que
podían apresarlo, pero que su tiempo aún no había llegado.
Ellos no podían entender esto, respecto de la naturaleza hu-
mana: cómo era posible que fuera perseguido, maltratado y
muerto, siendo Dios. Lloraban como niños de pura compasión.
Les explicó también que era verdadero Hombre, y que su Padre
celestial le había enviado a la tierra para juntar a los dispersos:
que como Hombre podía padecer y ser muerto por los hombres,
cumplida ya su misión; y porque era verdadero Hombre, era
posible que ellos le viesen, conversasen y estuviesen con Él
familiarmente. Los exhortó nuevamente a dejar toda idolatría,
a amarse unos a otros; y como hablase de su futura Pasión,
refirióse a la verdadera compasión: que dejasen de ocuparse
tanto de los animales que enfermaban y diesen su compasión
y su amor al hombre, compuesto de alma y cuerpo; y que, si
no había entre ellos necesitados, socorriesen a los que vivían
lejos de allí, y orasen unos por otros. Les dijo que lo que hacían
con los necesitados, Él lo tenía como hecho a Sí mismo. Añadió,
por otra parte, que no maltratasen tampoco a los animales. Dijo
esto porque tenían tiendas llenas de animales enfermos, algunos
en camillas, a los cuales cuidaban. Había, sobre todo, perros:
de éstos he visto muchas clases, algunos de grandes cabezas.
XVI
Llegada de un jefe extranjero
Jesús ya había enseñado bastante, cuando llegó una cara-
vana de camellos, que acampó a cierta distancia. Desmontó el
anciano jefe y se acercó acompañado de un criado a quien mu-
cho apreciaba. Ninguno se preocupó de ellos hasta que concluyó
la enseñanza de Jesús. Éste y sus jóvenes discípulos se retira-
ron a la tienda para tomar algún alimento. Entonces el rey
Mensor recibió al extranjero y le señaló una tienda. El jefe
encaminóse con su siervo adonde estaban los sacerdotes y les
expresó sus dudas, pareciéndole imposible que Jesús fuera el
prometido Rey de los Judíos, porque los judíos, dijo, tenían un
Arca, donde estaba su Dios, y que nadie se atrevía a acercarse
a ella ni tocarla. Al ver ahora cómo Jesús trataba tan familiar-
mente con ellos, le parecía imposible que pudiera ser un Dios.
El siervo también dijo algo desfavorable de María, su Madre.
Esto no lo decían por malos, sino por ignorancia y porque lo
habían oído a otros. Este reyezuelo había visto también la es-
trella, pero no había querido seguirla. Habló luego con encomio
de sus dioses, que le eran favorables, y le habían ayudado en
todas las cosas hasta el presente. Habló de una guerra que ha-
bía tenido, donde sus dioses le ayudaron y que su siervo fiel
le había traído una noticia. Este rey era de rostro más blanco
que Mensor, y sus vestidos y turbante algo diferentes. Tenía
mucha estima de sus llamados dioses y llevaba uno consigo, con
muchos agujeros en el cuerpo, donde ponía las ofrendas.
En la caravana había varias mujeres y entre todos eran
unas treinta personas. Por lo demás era un hombre sencillo y
tenía veneración por su siervo, a quien honraba como a un pro-
feta. Lo había hecho venir hasta aquí, para que él le presentase
al mayor de los dioses (pensando en Jesús), pero al llegar y
ver que Jesús andaba en medio de las gentes, no le pareció
que fuera un Dios. Lo que oyó decir a Jesús sobre la compa-
sión le gustó mucho, porque él era compasivo y consideraba un
crimen olvidar a los hombres para atender a los animales. Se
le preparó una comida en la cual no estuvo Jesús: no he visto
que Jesús hablase con él. Su nombre suena como Acicus. Su
criado era observador de los astros. Vestía como un profeta,
ropa larga y banda con muchos nudos, turbante del cual col-
gaban bandas blancas y usaba larga barba blanca. Desean per-
manecer algún tiempo en esta comarca. Las mujeres y el resto
de la comitiva estaban acampados bastante lejos. Venían de una
distancia de varios días de camino. No vi que Jesús les hablase;
pero le oí decir que serían iluminados y alababa la compasión
del rey con sus semejantes necesitados. Oí los nombres de Or-
musd y Zoroast.
El marido de Cuppes era hijo del hermano de Mensor y
cuando joven había estado en Belén con los Reyes Magos. Él
y Cuppes eran de color amarillo oscuro y descendían de Job.
Jesús enseñó todavía por la noche en el templo y en los alre-
dedores. Todo estaba iluminado en el templo, donde estaban
reunidos los habitantes del lugar de toda edad y condición. A
la primera palabra de Jesús habían retirado los ídolos del tem-
plo. He visto arriba, en la techumbre del templo, un cielo es-
trellado, y entre las estrellas, jardines pequeños, árboles, arro-
yuelos, espejándose entre luces y reflejos ordenados con mucho
arte. Era una representación muy hermosa y no pude tener
idea clara del modo que lo habían hecho.
XVII
Jesús deja la ciudad de los Magos. Azarías de Atom
Al clarear la aurora, cuando aún ardían las lámparas, Jesús
dejó la ciudad de los Magos. Le habían preparado un acompa-
ñamiento solemne como a la venida. Jesús no quiso, empero,
que lo hicieran, ni recibió tampoco el camello que le daban para
continuar su viaje. Los jóvenes discípulos sólo llevaron algunos
panes y cierta cantidad de bálsamo para mezclar con agua. El
anciano Mensor rogó mucho a Jesús para que se quedase con
ellos. Tomó la corona que traía y con ella puso a los pies de
Jesús todo lo que tenía. Sus tesoros estaban debajo, en un
sótano cerrado con rejas de hierro: eran barras, placas y mon-
tones de granos de oro. Mensor lloraba como un niño. Las lá-
grimas corrían como perlas por sus mejillas. Job, de quien des-
cendía Mensor, era de una tez amarillo-oscura, un amarillo
brillante, no tan oscuro como veo en las gentes del Ganges.
Con el rey, todos los habitantes lloraban en la despedida de
Jesús. Éste tomó por el lado del templo, llegando así a la es-
pléndida casa de Cuppes, la cual le salió al encuentro con sus
hijos. Jesús acercó a las criaturas y habló con la madre, que se
echó a sus pies. Mensor, los sacerdotes y muchos otros, le acom-
pañaban, estando siempre dos a los lados de Jesús, que llevaba
un bastón de viaje igual que sus tres discípulos.
Cuando Mensor y los sacerdotes volvieron, ya había oscu-
recido y se encendían las lámparas. Todo el pueblo estaba en
el templo o alrededor, rezando, unos de rodillas, otros con el
rostro pegado a la tierra. Mensor declaró que todo el que no
estaba dispuesto a vivir según las enseñanzas de Jesús y no
creyera su doctrina, abandonara el país que él gobernaba. Ha-
bía algunas tribus de color más oscuro que las gentes de Mensor.
Esta ciudad de tiendas y su templo, con la sepultura de sus
reyes, era como el centro del reino de estas tribus dedicadas al
culto y estudio de los astros. En los alrededores, a varias horas
de camino, vivían otras tribus y poblaciones. Jesús tomó un
camino hacia el Sur. Su primera parada, para pasar la noche, a
once horas de la capital de Mensor, fue un lugar de pastores
que obedecían a Mensor. Pernoctó con sus discípulos en una
tienda redonda con varias divisiones. A la mañana abandonó
el lugar antes que despertaran sus moradores. Vi que llegó a
un río y que se dirigió al Norte donde era posible vadearlo.
A la tarde llegó a una choza redonda, de barro y paja, donde
había un pozo cercado de plantas. Se lavaron los pies y per-
noctaron en una choza terminada en punta, con un cerco, y
otro más lejos de tejidos, hecho contra las fieras del desierto. La
región era bastante fértil.
He visto hermosas praderas con avenidas de árboles de
sombra y bajo los árboles las chozas de techo puntiagudo. Eran
gentes brónceadas por el sol, aunque no tan apuestas como las
de Mensor. Sus vestidos eran semejantes a los primeros que
encontró Jesús antes de entrar a la comarca de los Magos. Las
mujeres tenían calzones amplios y mantas. Parece que se ocu-
paban en tejer o hilar, porque había telas extendidas de un
árbol a otro y muchas trabajaban. Los árboles estaban recor-
tados con arte y en las ramas más bajas había asientos para
descansar. En las primeras horas de la mañana, cuando aún
lucían las estrellas en el cielo, vinieron algunos a la choza, y
al ver a Jesús y a sus discípulos, se echaron sobre sus rostros
en tierra, llenos de reverencia. Habían recibido, de un mensa-
jero enviado por Mensor, la noticia de la llegada de Jesús y
no sospechaban que ya estuviese entre ellos.
Jesús se levantó, se ciñó su amplia túnica, y se puso el
manto que en los viajes solía llevar como un bulto enrollado.
Se lavaron los pies, y rezaron. Jesús salió afuera, y al ver que
estaban todavía echados en el suelo, les dijo que no debían te-
mer su presencia. Luego se encaminó con ellos hacia el edificio
que parecía un templo: un edificio redondo, bastante amplio,
con una terraza donde se podía caminar. Esta azotea tenia pa-
rapetos con tubos que miraban hacia el cielo. Delante del tem-
plo había un pozo cerrado y un depósito de fuego que conside-
raban sagrado. Estaba bastante elevado del suelo, de modo que
se podía ver a través por debajo de ese brasero. Alrededor del
templo había asientos para el pueblo, con divisiones. Los sacer-
dotes llevaban vestiduras largas y blancas, con cintas de colores
para cerrar las túnicas y una faja ancha con adornos de piedras
brillantes y letras. Desde los hombros caíanles cueros con escu-
ditos y emblemas. Cuando Jesús se acercó, llamó a un sacerdote
que miraba en la terraza hacia los astros. El jefe de los pastores
era hijo de un hermano del rey Mensor. Vino desde el templo
al encuentro de Jesús y le dio el ramo de la paz, que Jesús
entregó a Eremenzear, éste a Silas y Silas a Eliud. Eremenzear
lo recibió de nuevo y lo llevó al templo, adonde se dirigió Jesús
con los demás. Aquí había un altar redondo y pequeño; sobre
él, un cáliz sin pie y dentro un jugo amarillento, donde Ere-
menzear metió el ramo de la paz. El ramo estaba seco, con hojas
a ambos lados; pero parecía artificial y me parece que Jesús
mandó que brotase y se volviese verde. Las figuras del templo
estaban ocultas por un velo, un género muy liviano. Alrededor
del templo se preparó un sitial para que Jesús enseñase. Tam-
bién aquí hacia preguntas como un maestro a sus alumnos. Las
mujeres oían desde cierta distancia. La gente recibía la ense-
ñanza con sencillez infantil. Jesús pasóse el día enseñando y
de noche se hospedó en la casa del jefe de los pastores. La vi-
vienda tenía varios pisos con escaleras exteriores y era redonda.
Sobre la puerta había un escudo oval de metal brillante con
esta inscripción: Azarías de Atom.
Azarías no podía estar de acuerdo con Mensor y se divi-
dieron los campos de pastoreo. Después de la visita de Jesús
cambió completamente. El interior de la casa estaba adornado
con colgaduras y tapices; un largo corredor techado conducía
a las habitaciones de su mujer. Al acercarse el Sábado Jesús
se retiró con sus discípulos para celebrarlo como había hecho
en la ciudad de Mensor.