Autobiografía de Ana Catalina Emmerick – Capítulo 1

AUTOBIOGRAFÍA

Capítulo I
SU INFANCIA, SUS DONES EXTRAORDINARIOS

INTRODUCCIÓN
Conforme al plan con que ha sido concebida esta obra,
publicamos las palabras de la venerable sierva de Dios, Ana Cata-
lina Emmerick, copiadas principalmente por Clemente Brentano.

Comenzamos con la declaración hecha por Ana Catalina al
revelar las razones por las cuales el Señor le concede estas vi-
siones: le son dadas para ser consignadas y publicadas, a fin de
que se descubran muchas cosas ignoradas, para mayor gloria
de Dios y edificación de los fieles.
Ana Catalina cuenta su bautismo, celebrado el mismo día
de su nacimiento, por gracia especial coincidente con la nativi-
dad de la Virgen Santísima. Relata diversos cuadros de su in-
fancia, con sencillez y lucidez encantadoras; todo lo que veía y
hacía; cómo se le manifestaba el don de las visiones extáticas;
los casos de bilocación y otras gracias extraordinarias recibidas
de modo sobrenatural.

1. El Señor le manda comunicar sus visiones.
El 1º de enero de 1821, dijo la venerable sierva de Dios,
Sor Ana Catalina Emmerick:
Ayer he pedido fervorosamente a Dios que dejase de con-
cederme estas visiones, para verme libre de la responsabilidad
de referirlas. Pero el Señor no quiso escucharme; antes bien,
he entendido, igual que otras veces, que debo referir todo lo
que veo, aunque se burlen de mí y no comprenda yo ahora el
provecho que resulte de esto. También he sabido que nadie ha
visto nunca estas cosas en el grado y medida en que yo las veo,
y he entendido que no son cosas mías, sino de la Iglesia.
“Yo te doy esta visión, me dijo el Señor, no para tí, sino
para que sea consignada: debes, pues, comunicarla. Ahora no es
tiempo de obrar maravillas exteriores. Te doy estas visiones y
te las he dado siempre, para mostrar que estoy con mi Iglesia
hasta la consumación de los siglos. Pero las visiones, por sí
solas, a nadie hacen bienaventurado: has de ejercitar, pues, la
caridad, la paciencia y todas las virtudes».
Las admirables visiones sobre el Antiguo Testamento y
las numerosas visiones sobre la vida de los santos, me fueron
comunicadas por la bondad de Dios, no sólo para mi instrucción,
sino para que las publicara, e hiciera conocer tantas cosas es-
condidas e ignoradas. Muchas veces me fue inculcado este
mandato.
Hace mucho que yo hube de haber muerto. He conocido
en una visión que hace tiempo yo hubiera muerto, si no fuera
porque debía hacer conocer estas cosas por medio del Peregri-
no (*). Él debe escribirlo todo. A mí me corresponde única-
mente comunicar mis visiones.
Cuando el Peregrino lo haya ordenado todo y todo esté
terminado, morirá él también.

(*) Así llama al escritor y poeta Clemente Brentano, a quien había visto
ya anteriormente en visión, destinado por Dios para recoger sus revelaciones.

2. Habla del carácter de sus propias visiones.
He visto infinitas cosas que no se pueden expresar con pa-
labras. ¿Y quién puede expresar con palabras cosas que se ven,
no con los ojos, sino de otro modo? Yo no veo las cosas con los
ojos, sino más bien me parece que las viese con el corazón, aquí
en medio del pecho. Esto me ocasiona, también en este
lugar, como una efusión de sudor. Veo al mismo tiempo con los
ojos los objetos y las personas que me rodean, pero no atiendo a
ellas; no sé lo que son ni quienes son. También ahora, mientras
hablo, soy vidente.

Desde algunos días estoy continuamente entre una visión
sensible y otra sobrenatural. Tengo que hacerme mucha violencia
porque en medio de la conversación con otros, veo delante de
mí, al mismo tiempo, diversas cosas y toda clase de imágenes y
oigo mi propia palabra y la de los demás, como si viniese ronca
y tosca de un recipiente vacio. Me encuentro además como em-
briagada y a punto de caer. Mis palabras de respuesta a las
personas que me hablan salen tranquilas de mis labios y a veces
mas vivaces que de costumbre, sin que yo sepa después lo que
he hablado momentos antes; no obstante, hablo ordenadamente
y con pleno sentido. Siento una gran pena al verme en este
doble estado. Con los ojos veo cuanto me rodea de un modo in-
cierto y velado, como vería uno las cosas cuando está por dor-
mirse y empezara a soñar.
La segunda facultad de ver, la sobrenatural, me quiere
arrebatar con fuerza y es mucho más luminosa y clara que Ia
vista natural de los ojos; no obra esta manera de ver por medio
de los ojos corporales. Estoy durante todo un día entre el volar
lejano y el ver. A veces veo al Peregrino y a veces no lo veo, y
esto me pasa continuamente. ¿No siente él cómo cantan ahora?
Me parece encontrarme sobre una amena pradera y como si
sobre mi los árboles se entrelazasen y formasen arco. Siento can-
tar con tan maravillosa dulzura como si procediese de suaves
voces de niños.
Lo próximo y el contorno de las cosas, me parecen como
un sueño; todo lo veo turbio, impenetrable y desconectado, se-
mejante a un confuso sueño, a través del cual veo un mundo
luminoso, sucesivamente comprensible, y hasta en su íntimo
origen y concatenación con todas sus manifestaciones inteligi-
bles. En el seno de esta vista, cuanto hay de bueno y de santo
deleita más profundamente, porque se reconoce su derivación
de Dios y su retorno a Dios. En cambio, cuanto hay de malo y
de impío perturba profundamente, porque se reconoce el camino
que trae desde el diablo y lleva a él, siempre contrario a Dios
y a su criatura. La vida en este mundo sobrenatural, donde no
existe impedimento alguno, ni tiempo, ni espacio, ni cuerpo, ni
secretos, donde todo habla y resplandece, es tan perfecta y libre,
que en su comparación la ciega, torcida, balbuciente vida real y
actual parece un sueño vacío.
Durante estas vìgilias veo siempre resplandecientes las re-
liquias que tengo conmigo, y a veces veo como escuadrones de
pequeñas y lejanas figuras humanas, en medio de nubecillas,
que están sobre mi, en dirección de las reliquias. Cuando me
recojo en mí misma, aquellas imágenes se aproximan nueva-
mente a las pequeñas arcas y relicarios donde reposan los huesos
luminosos.
He tenido una bellísima enseñanza de cómo la vista, por
medio de los ojos, no es verdadera vista, sino que hay otra mi-
rada interna. Esta última es muy clara y luminosa. Cuando
debo permanecer mucho tiempo privada de la comunión coti-
diana y no puedo rezar con ardor y decaigo en el recogimiento
de la piedad, entonces una nube espesa se extiende sobre mi clara
vista interna. Entonces olvido cosas importantes, avisos o exhorta-
ciones y veo y experimento la opresión aniquilante del externo
y falso modo de que son las cosas. Tengo un hambre del Santísi-
mo Sacramento que me roe y me atormenta, y muchas veces
cuando miro hacia una iglesia, el corazón parece que se me qui-
siera salir del pecho y volar hacia el Salvador.

3. Ve su don de visión en forma de rostro.
Cuando vi que nació tanto malhumor porque, según orden de
mi guía celeste, no dí consentimiento para ser trasladada a otra
habitación, supliqué al Señor se dignase dirigirme. Había surgido
mucho descontento; sin embargo, yo veía tantos cuadros e imá-
genes santas, y no podía por lo demás hacer cosa alguna.
Después de esta oración me tranquilicé y vi como un rostro
que se aproximaba a mi y penetraba en mi pecho y pareció como
si dentro de mi se deshiciese (*). Me pareció que mi alma, al uni-
ficarse con aquel rostro, se retrajese en sí misma y se hiciese siem-
pre más pequeña, mientras mi cuerpo se me aparecía como un ser
grosero y pesado, grande como una casa. El rostro, que me pare-
ció triple, era infinitamente rico y multiforme y no obstante era
uno y único. Se dilataba en sus rayos y en sus miradas en todos
los coros separados de los ángeles y de los santos. Recibí conso-
lación y gozo y pensé: “¿Podría esto provenir del espiritu malig-
no?» Mientras así pensaba todas esas imágenes claras y distintas
me atravesaron otra vez el alma, como una serie de luminosas
nubecillas y sentí que estaban fuera de mí, a mi lado, en un
circulo luminoso. Sentí entonces de nuevo haber crecido y mi
cuerpo no me parecía ya tan grosero ni macizo. Entonces había
fuera de mi y en torno mío como un mundo en el cual yo podía
mirar adentro por medio de una abertura luminosa. Y se me
acercó una virgen, que me explicó ese mundo de luz y me dijo
que mirase unas veces en un punto y otras veces en otro. Aña-
dió que pertenecía a la viña de aquel santo Obispo en la cual yo
debía por entonces trabajar.

4. Ve otro mundo de impiedad.
(11 de agosto de 1821)
He visto también a mi izquierda un segundo mundo lleno
de deformes y torcidas figuras, de cuadros de perversidad, de
calumnias, de sarcasmo y de burla. Todo este mundo avanzaba
como un enjambre cuya punta se dirigía hacia mi.
De todo el circulo que avanzaba no pude reconocer nada de
bueno ni recibirlo, puesto que lo justo y lo bueno se hallaba sólo
en el círculo puro y luminoso que estaba a mi derecha. Entre
estos dos círculos, yo, pobre y abandonada, estaba suspendida
de un brazo como entre cielo y tierra, y permanecí mucho tiem-
po entre graves dolores; a pesar de ello, no perdí la paciencia.
Al fin, saliendo de aquel círculo luminoso se aproximó nue-
vamente Santa Susana (era el día de la Santa) juntamente con
Liborio,  en cuya viña debía yo trabajar. Me pareció que me
libraban y fui llevada de nuevo a la viña que se había puesto
silvestre y llena de pujantes y superfluas ramas y hojas. Tuve
que limpiar aquellas vides de las ramas silvestres y demasiadas
hojas para que el sol pudiese calentar los brotes. Con gran tra-
bajo recompuse y cerré una abertura del parral. Eché las hojas
juntamente con los racimos podridos en un montón; otros man-
chados los tuve que limpiar con un pañito y como no tenía a la
mano otra cosa, tomé mi pañuelo de la cabeza. Por todo esto me
sentí tan cansada que a la mañana me encontré en mi lecho,
llena de dolores, como si hubiese sido destrozada en una rueda:
no sentía en mi hueso alguno sano. Los brazos todavía me
duelen.

5.Visiones de su bautismo.
(8 de septiembre de 1821)
Hoy, día de mi aniversario, he visto en éxtasis mi nacimiento
y mi bautismo. Estaba yo presente con un sentimiento singular.
Me sentía como un niño recién nacido en brazos de las mujeres
que me llevaban a Coesfeld para ser bautizada. Me causaba ver-
güenza verme tan pequeña y tan necesitada de ayuda, a pesar
de ser ya vieja; pues, todo lo que sentía entonces, como niña re-
cién nacida, lo veía y lo conocía de nuevo en esta hora, mezclado
con las impresiones presentes. Entonces era yo débil y no podía
valerme. Las tres mujeres ancianas que me llevaban a la iglesia,
me eran antipáticas, y también la partera; pero mi madre, no;
yo tomaba su pecho. Veía todo lo que me rodeaba: la antigua
granja donde vivíamos y todo lo que allí había, tal como después
no lo he vuelto a ver, porque muchas cosas han cambiado.
Veía con claridad el camino que conduce desde nuestra ca-
baña de Flamske hasta la parroquia de Santiago de Coesfeld, y
sentía y conocía lo que pasaba a mi alrededor. Vi todas las san-
tas ceremonias de mi bautismo, y mis ojos y mi corazón se
abrieron de un modo maravilloso. Vi que cuando fuí bautizada
estaban allí presentes el Angel de mi Guarda y mis santas pa-
tronas Santa Ana y Santa Catalina. Vi a la Madre de Dios con
el Niño Jesús y fui desposada con Él mediante la entrega de
un anillo.
Entendía yo todas las cosas santas y benditas y todo lo que
se refiere a la Iglesia, tan claramente, como después no he
vuelto a entenderlo. Veía imágenes admirables de la iglesia.
Sentí la presencia de Dios en el Santísimo Sacramento. Vi brillar
en la iglesia los huesos de los santos, que resplandecían sobre
ellos.
Vi a todos mis predecesores, hasta el primero que de ellos
fue bautizado y conocí, en una larga serie de símbolos, todos
los peligros de mi vida futura. En medio de todo esto sentía la
impresión singular que me causaban mis padrinos y parientes
que estaban allí y las tres mujeres que me eran siempre anti-
páticas. Vi a mis antepasados en una serie de imágenes que se
extendía por muchas comarcas, hasta el primero, que fue bauti-
zado en el siglo séptimo u octavo y que edificó una iglesia. Entre
ellos había varias monjas, de las que dos fueron estigmatizadas,
pero no conocidas, y un solitario, que había sido hombre im-
portante, había tenido hijos y finalmente se había retirado del
mundo y vivido santamente.
Cuando al volver a casa desde la iglesia pasé por el cemen-
terio, experimenté un vivo sentimiento del estado de las almas
cuyos cuerpos reposan allí, esperando la resurrección. Entre ellos
observé con respeto algunos cuerpos que brillaban y resplande-
cían magníficamente.

6. El Señor le muestra las bellezas creadas.
Siendo todavía niña estaba yo una noche arrodillada en la
nieve del campo y le decía al Señor, alegrándome de ver las
hermosas estrellas: “Tú eres mi Padre, y ya que tienes en tu
casa cosas tan hermosas, debes enseñármelas”. Él me mostraba
todas las cosas; me tomaba de la mano y me conducía por to-
das partes. Era muy natural; yo lo contemplaba todo con ale-
gría y no miraba ninguna otra cosa.

7. Cuando tenía uno y tres años.
Mi padre se preocupaba mucho por mí. Me enseñó a rezar
y a hacerme la señal de la cruz. Me tenía sobre sus rodillas,
encerraba mis manecitas en su puño y me enseñaba a hacer la
pequeña señal de la cruz con el pulgar. Luego abría su mano y
me guiaba para hacer la señal de la cruz mayor. Cuando llegué
a rezar hasta la mitad del Padrenuestro, o quizás menos de la
mitad, yo lo recitaba tantas veces hasta que me parecía que
formaba el tiempo de un Padrenuestro entero.
Me refiero ahora al primer año de mi vida. Siendo de un
año de edad, caí al suelo. Mi madre había ido a la iglesia de
Koesfeld, pero parecía que tuviera un presentimiento de que
algo me había acontecido puesto que en grande ansia volvió a
casa. Por mucho tiempo no pude caminar; recién al tercer año
de mi vida curé enteramente de mi mal; el muslo me fue esti-
rado bien, pero ligado tan estrechamente con fajas, que perma-
neció delgado.
A los tres años solía exclamar con todo mi corazón: “¡Oh
Señor y Dios mío, haz que yo muera; porque los que crecen y
se hacen grandes, te ofenden con muchos pecados».
Cuando salía de casa me decía; “¡Oh, si cayeses tú muerta
aquí, delante de esta puerta, no ofenderías más a Dios!”

8. Dolor y compasión por el prójimo.
Cuando me sentaba a la mesa para comer, dejaba lo que
más me gustaba o alguna parte, y decía: “Esto te lo doy a Ti,
Señor, con todo mi corazón, para que Tú lo des a aquellos
pobres que más lo necesitan».
Cuando veía algún niño enfermo, decía: “Si un pobre no
pide y no suplica, no recibe limosna. Así Tú, Señor, no ayudas
a los que no quieren rezar y sufrir. Mira, Señor, yo clamo y
ruego por aquéllos que no lo hacen por si mismos».

Cuando más tarde preguntaban a Ana Catalina quién le
había enseñado estas oraciones, contestó:
No sabría decir quién me las enseñó: el germen de todo esto
está en la compasión. He sentido siempre, íntimamente, que
todos nosotros formamos un solo cuerpo en nuestro Señor Je-
sucristo: el mal del prójimo me duele de tal modo como si su-
cediera con el dedo de mi mano.
Desde mi infancia siempre he rogado para que las dolencias
ajenas viniesen sobre mí. Haciendo esto yo pensaba que Dios
no manda ningún sufrimiento sin tener una especial razón y
que con ese sufrimiento se debe descontar algo. El porqué
sucede que a veces un mal oprime poderosamente a alguno,
yo pensaba que era porque ninguno quiere tomar sobre sus
espaldas el mal de otro. Por esto yo rogaba al Señor que se
dignase dejarme descontar y expiar por mi prójimo y suplicaba
al Niño Jesús que me ayudase; muchas veces tenía por esto
mismo bastantes dolores.

9. El Niño Jesús le enseña diversos trabajos
Cuando yo era niña, el Niño Jesús trabajaba conmigo.
Recuerdo que desde los seis años yo hacía lo que hago ahora
(confeccionaba ropa para los pobres). Sabía que tendría un
hermanito; cómo lo supe no lo podría decir. Quería entonces
darle a mi madre algunas cosas para el niño recién nacido,
pero no sabía aún coser. El Niño Jesús vino a mi y me enseñó
y me ayudó a hacer un gorrito y otras prendas para niño. Mi
madre se admiró mucho de cómo yo hubiese podido hacer estos
trabajos. Recibió lo que le ofrecí y se sirvió de esas prendas.
Cuando comencé a guardar las vacas, vino un Niñito hacia
mi e hizo que las vacas se guardasen ellas mismas. Nosotros ha-
blábamos juntos de cosas buenas, cómo queríamos servir a Dios
y amar al Niño Jesús, y cómo Dios lo ve todo. Yo me encon-
traba a menudo con ese Niñito y nos entendíamos perfectamente.
Se cosía, se hacían gorritas y medias para los niños pobres. Yo
me encontraba capaz de hacer todos los trabajos que quería y
además tenía todo lo que necesitaba para esos trabajos. A veces
venían también algunas monjas a unirse con nosotros y siempre
eran del convento de las Anunciatas. Lo más admirable en esto
era que yo disponía y creía hacerlo por mi misma, cuando en
realidad era aquel Niñito quien lo hacía todo.
“Nosotros queremos, decía yo a mis compañeritos, repre-
sentar el cielo sobre la tierra; queremos hacerlo todo en el nom-
bre de Jesús y pensar siempre que el Niño Jesús está entre nos-
otros. No queremos hacer cosa alguna que sea mala; antes bien,
queremos impedirla en cuanto sea posible. Donde encontremos
lazos para liebres y trampas para los pájaros, preparadas por
los muchachos, las sacaremos para que no vuelvan a semejantes
pasatiempos. Queremos poco a poco empezar un mundo nuevo
para que la tierra se convierta en un paraíso».
Recordando visiones de viajes a Tierra Santa, reproducía
en la arena lugares y cosas sagradas.
Si hubiese tenido ocasión, desde niña, de relatar, sería
capaz de reproducir con mi narración la mayor parte de los
caminos y lugares de Tierra Santa, puesto que los tenía tan
vivamente siempre ante los ojos que ningún otro lugar me era
tan conocido como los de Palestina.
Cuando estaba en el campo o jugaba con otros niños en la
arena húmeda o sobre un terreno arcilloso, en seguida erguía
allí un monte Calvario, el Santo Sepulcro con su jardín, un
riachuelo con su puente y cabañas. Recuerdo que hice de barro
muchas casitas vacías cuadrangulares y las aberturas de las
puertas y ventanas con astillas. Otra vez, hasta quise hacer la
imagen del Señor, de los dos ladrones y de María Santísima al
pie de la cruz; pero me abstuve de hacerlo por parecerme una
profanación el intentarlo.
Una vez estaba con dos niños jugando en un campo. Que-
ríamos tener una cruz en la pequeña capilla que habíamos le-
vantado con arcilla, para rezar delante de ella nuestras oracio-
nes. Queríamos una cruz verdaderamente buena, y no sabiendo
cómo conseguirla, dije: “Ya sé cómo la haremos. Tenemos que
hacerla primero de madera; después la imprimiremos en la ar-
cilla. Tengo una cobertera vieja de estaño; la haremos derretir
sobre los carbones, la derramaremos como si fuera de arcilla y
obtendremos una cruz de relieve”. Corrí a casa; tomé la cober-
tera y los carbones. Mientras estábamos en la obra, sobrevino
mi madre y fui castigada.

10. San Juan Bautista niño acude a jugar con ella.
Cuando custodiaba las vacas, solía llamarlo de este modo:
“Juancito, el de la piel de camello, ven aquí conmigo”. Él venía
y se entretenía conmigo. Tuve la más clara visión de su vida
en el desierto. En conversaciones familiares era amaestrada que
imitase en todas sus acciones la inefable pureza y simplicidad
con que tanto había complacido al Señor. Yo celebraba con la
más viva realidad muchos maravillosos acontecimientos de su
sagrada infancia en la casa paterna del Bautista y en medio de
su santa parentela. Tenía de todas esas personas un sentimiento
tan vivo y real, que con admirable familiaridad me sentía mo-
vida de vivo afecto hacia esas personas y las trataba con mayor
confianza que a las de mi casa.
Siempre, desde pequeña, cada año, en todo el tiempo de
Adviento, yo acompañaba paso a paso en viaje a José y María
desde Nazaret hasta Belén, y hasta ahora todos los años lo he
hecho siempre en la misma forma. La inquietud que yo tenía
por la Virgen Santísima durante aquel viaje era tan grande y
mi compasión por todas las dificultades del camino tan afectiva
y tan viva, cual podía serlo cualquier caso real o aventura que
me sucediera en mi juventud. Antes bien, yo tomaba más parte
y me sentía más conmovida por estas cosas que por cualquier
otra que me pudiese suceder; porque para mi María era la
Madre de Dios y de mi Señor y María llevaba en su seno al
que debía ser mi salud y mi salvación.
Todo lo que se celebraba en una solemnidad de la iglesia
no era para mi solamente una conmemoración o una atenta con-
templación, sino que mi alma era introducida dentro, por de-
cirlo así, en la fiesta, de modo que la celebraba como si los
acontecimientos y los misterios se realizasen ante mis ojos: en
todo veía y sentía como si actualmente sucediese y yo estuviese
presente.
Dios, que es extremadamente bueno, debe haberse compla-
cido de mi buena voluntad infantil, porque Él, desde mi niñez
hasta ahora, en el tiempo de Adviento, me deja ver todo en la
misma forma que ha sucedido. Yo me coloco en un pequeño
rinconcito y desde allí veo todo. Cuando niña, me sentía más
libre y confiada con todos. Cuando monja, fui más reservada
y más tímida. Cuando se lo pedía con íntimo ardor a la Virgen,
ella a menudo ponía al Niño Jesús en mis brazos.

11. Espera ver a Adán y a Eva en la iglesia.
Recuerdo que siendo de cuatro años mis padres me lleva-
ron a la iglesia. Yo tenía la persuasión de que allí vería a Dios
y encontraría a los hombres muy distintos de lo que eran; creía
que serían luminosos y bellos como había visto a Adán y Eva.
Cuando entré, miré por todas partes y no vi nada de lo que
me había imaginado. Yo creía que el sacerdote en el altar fuese
el mismo Dios. Buscaba a María y creía que todo lo que había
visto estaría allí dentro; tal era mi deseo más ardiente. Pero no
hallé allí lo que pensaba encontrar. Más tarde tuve estos pen-
samientos y miraba a algunas mujercitas buenas que llevaban
pañuelos en la cabeza y estaban muy compuestas: pensaba que
ellas podrían ser las personas que yo buscaba; pero no lo eran.
Pensaba que María debía llevar un manto azul celeste, un velo
blanco y un vestido sencillo y blanco.
Cuando más tarde tuve la visión del Paraiso terrenal, bus-
caba en la iglesia a Adán y a Eva, tan bellos como eran antes
de la caída. Después pensé: “Cuando te hayas confesado, en-
tonces los encontrarás». No los encontré tampoco entonces. Fí-
nalmente ví en la iglesia a una familia de antigua nobleza, muy
piadosa; las hijas estaban vestidas de blanco. Entonces pensé
que éstas se asemejaban algo a lo que buscaba y tuve para con
ellas grande veneración; pero tampoco eran ellas lo que yo
quería. Tenía la sensación de que todo lo que ahora veía era
feo e impuro. Estaba tan penetrada de estos pensamientos que
muchas veces me olvidaba de comer y de beber, y mis padres
decían: “¿Qué tiene esta niña? ¿Que le ha sucedido a nuestra
Catalinita?”
Muchas veces, cuando yo era niña, disputaba con la mayor
confianza con Dios y le decía por qué había hecho tal cosa así
o aquella otra. .. No podía concebir cómo Dios hubiese dejado
nacer el pecado, desde que Él lo tiene todo en sus manos. Sobre
todo, la eternidad de las penas infernales me parecía dura sobre
todo posible entendimiento. Entonces me sobrevinieron visiones
que me instruyeron de tal manera y me amonestaron, que bien
pronto estuve convencida de cuán infinitamente justo y amo-
roso era Dios y también estuve convencida de que si me hubiese
sido posible hacer por mi misma alguna cosa, lo hubiese hecho
indeciblemente mal en todos los casos.

12. Cómo rezaba con su hermano.
Cuando era muy pequeña, mi hermano mayor dormía en la
misma pieza. Era piadoso y muy a menudo rezábamos junto a
nuestros lechos, por la noche, con los brazos abiertos. Yo veía
frecuentemente a la cámara iluminarse. Cuando había rezado
largo tiempo, me sentía como levantada en alto y una voz me
decía: “Vete a tu lecho”. Mi hermano a veces se asustaba, pero
yo continuaba rezando mucho tiempo. También mi hermano era
molestado frecuentemente y asustado por el enemigo infernal.
Una vez mis padres lo encontraron de rodillas, con los brazos
abiertos y aterido de frío.

13. Sentimiento de repulsión ante las tumbas de paganos.
Yo sentía siempre, sin que me hubiese sido narrado antes
cosa alguna, repulsión por aquellos lugares que habían sido tum-
bas de paganos en otros tiempos. Así hay un lugar cerca de
nuestra casa, que es una llanura y montecillo de arena, donde
de mala gana guardaba las vacas en el pastoreo, porque veía
siempre salir de allí un negro y repugnante vapor, como si fue-
se ocasionado por trastos quemados, que se extendía sobre la
tierra sin poder elevarse. Observé a menudo una especial
oscuridad y vi figuras oscuras que originaban aquella negrura
y vagaban de un lado a otro, bajo tierra, y luego se desvanecían.
Pensaba entonces como una niña: “Está muy bien que tengáis
sobre la cabeza esta tierra encima, pesada y profunda; así no
podéis hacer ningún mal.»
Más tarde he visto que cuando en estos lugares se alzan
edificios, salía una especie de maldición de aquellos negros hue-
sos de los muertos, si los habitantes de esas casas no eran per-
sonas piadosas y no estuvieran por la fe ligados y hechos par-
tícipes de las bendiciones de la Iglesia, y si con este medio no
ahuyentaban el mal influjo que nacía de aquellos huesos mal-
ditos. Cuando por lo contrario querían los moradores alejar el
mal por medios no eclesiásticos o por medios supersticiosos, en-
tonces, sin sospecharlo siquiera, venían a ponerse en relación
con las potencias infernales, y el maligno espíritu adquiría aún
mayor influjo sobre ellos.
Me es sumamente difícil hacer comprender estas cosas a los
demás, porque veo todas estas cosas delante de mis ojos, pero
los otros se las deben imaginar pensando y reflexionando. Me
parece también más difícil comprender cómo para tantos todo
se confunde y se hace indiferente, lo sagrado y lo no sagrado,
el creyente y el incrédulo, lo redimido y lo no redimido, y cómo
todos ellos no ven en las cosas sino la apariencia externa, es
decir, el color, si se puede comer o no comer, sacar ganancia o
no, o cosas semejantes. Yo veo y siento todas estas cosas de
muy distinta manera. Todo lo santo y bendecido lo veo lumi-
noso, multiplicándose, reflejando luz y difundiendo salud y ayu-
da; al contrario, todo lo profano, todo lo maldecido, lo veo siem-
pre oscuro, difundiendo tinieblas y ocasionando perdición. Veo
la luz y las tinieblas saliendo, según su naturaleza, del bien o
del mal, obrar con mucha vivacidad en sentido de luz o de ti-
nieblas. Es en esta forma como todo me es mostrado.

14. La dirección que da Dios a los hombres.
No puedo decir de qué modo las visiones en estos cuadros
se juntaban, según su significación, con mis ocupaciones exter-
nas. pero es cierto que yo hacia una cosa o evitaba otra sin
descuidar nada de lo que me era impuesto y debía hacer en la
vida externa. Esto lo he entendido muy distintamente, aunque
yo no tenía a nadie que pudiese comprender mis declaraciones a
este propósito. Pienso que esto mismo sucede a toda persona
que desde la juventud trabaja con celo para llegar a su fin, que
es la felicidad eterna. Esta dirección que Dios le concede es
para esa persona invisible. Otros, en cambio, que son ilumina-
dos de lo alto, pueden ver esta dirección durante todo su curso,
como yo misma la he visto en mi misma y en otras personas.
También aquella persona que no descubre esa dirección obrará
según ella y recogerá todas las bendiciones, siempre que siga los
impulsos, insinuaciones y amonestaciones que Dios le hace lle-
gar por medio del Angel Custodio o de la plegaria, del confesor,
de los superiores, del sacerdocio, de la Iglesia o por medio de
los acontecimientos y de las disposiciones diarias.
La vida ordinaria, donde quiera que yo mirase, no hacía
más que mostrarme la imposibilidad de que yo pudiese entrar
en un convento; las visiones, en cambio, siempre, y con seguri-
dad, me conducían, y yo recibía un interno convencimiento de
que Dios lo puede todo y que El me conduciría hasta la meta.
Esto me daba firme confianza.

15. Su manera de vestir y de adornarse.
Preguntado por el Padre Overberg acerca de su modo de
vestir, Ana Catalina respondió:
Yo era siempre muy ordenada y limpia en el vestir, no por
causa de los hombres, sino por respeto y consideración a Dios.
Mi madre a menudo no me vestía siempre como yo deseaba;
entonces me iba a mirar en el agua o en el espejo y volvía a
ordenar mi vestimenta. El vestirse con orden y limpieza hace
bien al alma. Cuando en las oscuras mañanas del invierno iba
a tomar la santa Comunión, me vestía con tanto cuidado como
en los días serenos, porque esto lo hacía para honrar a Dios y
de ninguna manera por el mundo.

16. El “Via crucis» de Koesíeld.
Una vez fui con una amiga, a las tres de la mañana, a reco-
rrer el Vía crucis de Koesfeld. Teníamos que pasar los muros
ruinosos de la ciudad. Cuando al volver rezábamos delante de
la iglesia, vi la cruz, con todos sus ex-votos y dones que pen-
dían de ella, salir de la iglesia y venir hacia nosotras. La he
visto clara y distintamente. Mi compañera no la vió, pero oyó
el rumor de todas aquellas cosas que pendían de la cruz. Mu-
chas veces solía ponerme detrás del altar mayor y rezar delante
de la cruz milagrosa; allí me sucedió a menudo que el Salvador
crucificado se inclinaba hacia mí. Yo experimentaba entonces
una sensación maravillosamente extraña.

17. Compasión por los enfermos y los pecadores.
Desde niña oraba yo menos por mí misma que por los de-
más para que no cometieran pecado y no se perdiera ningún
alma. Todo se lo pedía a Dios y cuanto más Dios me concedía,
más le pedía y nunca me cansaba de pedirle. Era yo muy atre-
vida en su presencia, pues estaba persuadida de que siendo
Señor de todas las cosas, mira con buenos ojos que le pidamos
con recta intención.
Siendo niña, todavía muy pequeña, tenía que vendar las
heridas a los vecinos, porque yo lo hacía más suavemente y con
más cuidado. Cuando veía alguna llaga, decía para mí: “Si la
oprimo, dolerá mucho; pero debe salir». Y tuve la idea de chupar
las llagas, y se curaban. Nadie me ha enseñado esto; me lo su-
girió el deseo que tenía de que se curasen. En el primer momento
sentía asco; pero este mismo asco me movió a vencerlo, porque
es falsa compasión. Cuando vencía pronto el asco, experimentaba
viva alegría; acordábame entonces de Nuestro Señor Jesucristo,
que así obró por la salud de todos.
El médico del monasterio, que era un tanto recio de carác-
ter, había increpado duramente a una pobre señora que tenía
un dedo inflamado, muy maltrecho y aún el brazo ya negro por
haber descuidado el mal de su dedo. Le había dicho hasta que
debía cortarle ese dedo. Muy espantada vino la pobre señora
a lamentarse conmigo y a contarme el caso, implorando ayuda.
Rogué por ella y al momento me vino al pensamiento el modo
de curarla. Se lo conté a la Reverenda Madre y ella me per-
mitió curar el dedo de esa señora en la estancia del abate Lam-
bert. Tomé de la planta savia, mirra y yerba Santa María (bal-
samita suaveolens) y las hice cocer en agua con un poco de vino;
luego añadí agua bendita e hice un emplasto en torno del brazo
de la enferma. Dios debe habérmelo inspirado, porque al día
siguiente el brazo estaba deshinchado, y el dedo, que estaba
aún muy malo, lo hice meter en una lejía caliente con óleo; poco
después se abrió y extraje de él una gruesa espina. Muy pronto
aquella mujer se encontró perfectamente sana.
Yo no puedo tener compasión por una persona que sufre
pacientemente, como por un niño que padece con paciencia, por-
que el padecer con paciencia es el estado más increíble para
este cuerpo revestido de pecados. Raras veces nuestra compa-
sión es del todo pura: muchas veces se mezcla repugnancia
propia hacia el dolor y un cierto afeminado temor de la turba-
ción que sentimos en nuestro bienestar al ver los padecimien-
tos ajenos. La sola compasión pura fue la de Nuestro Señor
hacia los hombres: ninguna compasión humana puede ser pura,
si no está en estrecha unión con la compasión del Señor. Tengo
sólo compasión hacia los pecadores, hacia los ciegos de espíritu,
hacia los entregados a la desesperación. Y ¡ay! hacia mi mis-
ma tengo con frecuencia demasiada compasión.
Una campesina estaba sujeta a graves penas y a peligro
de muerte en cada parto. Ella me quería mucho y se desaho-
gaba con frecuencia conmigo a causa de sus miserias, y yo ro-
gaba de corazón por ella. Mientras yo estaba en oración, recibí
un trozo de pergamino en el cual había algo escrito. Tuve tam-
bién el aviso de que esa pobre mujer llevase sobre el cuerpo
aquel fragmento de pergamino. Ella lo usó como yo le había
indicado y desde entonces tuvo partos felices. Cuando años más
tarde murió, según la costumbre de nuestros países, llevó con-
sigo a la tumba aquel pergamino.

18. Pide al Señor un director espiritual.
Yo clamaba a menudo al Señor que se dignase mandarme
un sacerdote con el cual pudiera abrir enteramente mi corazón.
No pocas veces me encontraba en la mayor angustia, temiendo
que cuanto pasaba por mi fuera obra del maligno. Caí en las
dudas y por temor de ilusiones rechazaba todo lo que tenía ante
los ojos, lo que sufría, todo aquello de que vivía y que, por otra
parte, me servía de consolación y fuerza. Es verdad que el
abate Lambert trataba de tranquilizarme; pero como yo me
encontraba fuera de toda posibilidad de mostrarle con claridad
los acontecimientos de mi modo de vivir, y él conocía poco el
alemán, mis angustias se repetían frecuentemente.
Todo lo que me sucedía y me era confiado a mi, pobre cam-
pesina ignorante, me era incomprensible, aunque, por haberlo
recibido desde la infancia, no debía parecerme extraño ni ma-
ravillarme. Durante los últimos cuatro años de claustro yo vivía
en una visión continua y me sucedían de continuo cosas seme-
jantes. Viviendo en este estado, no podía comunicarlas a otras
personas, las cuales, no habiendo probado ni imaginado cosas
semejantes, las tenían sencillamente por imposibles. En este
interno abandono en que me encontraba, rogué al Señor una
vez en la iglesia solitaria, y he aquí que entendí clara y distin-
tamente estas palabras, que me llenaron de profunda emoción:
“¿No soy Yo, acaso, suficiente para ti?”

19. Da cuenta del carácter de sus éxtasis.
Cuando se me hizo imposible esconder mis sufrimientos y
caía en éxtasis delante de las demás hermanas, me encontré una
vez en el coro y sin participar en el canto común, me puse como
rígida y petrificada, de modo que caí al suelo. Las hermanas
acudieron y me transportaron, mientras yo veía una monja va-
gar por los techos de la iglesia hasta el más alto caballete donde
no era posible llegar. Después me fue dicho que esa monja era
Santa Magdalena de Pani, que en vida tenía los estigmas del
Señor. Otra vez la vi correr por la cornisa del coro; otra, subir
sobre el altar y aferrar la mano del sacerdote. De todas estas
manifestaciones peligrosas fui enseñada sobre mi propio estado
y me puse atenta para no caer en estas mismas cosas cuanto
fuera posible. Al principio mis hermanas, que nada compren-
dían de esto, me reprochaban que yo me echase a veces en la
iglesia de boca al suelo con los brazos abiertos.
Esto me pasaba sin que yo lo pudiese impedir. Por eso yo
buscaba siempre lugares escondidos donde no pudiese ser fácil-
mente observada. Pero unas veces en un lugar, otras veces en
otro, yo era arrebatada en éxtasis. quedaba inmóvil y postrada
en el suelo o de rodillas, con los brazos abiertos, y en tal posi-
ción me encontraba el sacerdote del monasterio.
Tenía muchos deseos de ver a Santa Teresa, porque había
oído decir que ella había sufrido muchas angustias por causa
de sus confesores. Y la he visto muchas veces débil y enferma
escribiendo sobre una mesita o postrada en su lecho. Me parece
que existe una íntima manifestación de que Magdalena de Pazzi
había sido muy acepta a Dios por causa de su ardiente amor y
simplicidad.
En mis ocupaciones de sacristana me sentía muchas veces
arrebatada de improviso y subía, caminaba y vagaba por los
lugares altos de la iglesia, sobre las ventanas, sobre los ador-
nos, sobre las comisas. A lugares donde parecía imposible llegar
humanamente, yo llegaba para limpiar y para adornar. Me sen-
tía elevada, sostenida en el aire, sin espantarme por ello, porque
desde la infancia estaba acostumbrada a probar la ayuda de mi
Angel Custodio. Muchas veces, volviendo del éxtasis, me encon-
traba sentada sobre un armario donde conservaba los objetos de
la sacristía; otras veces volvía en mi en un ángulo, detrás del
altar, donde no podía ser vista ni del que pasara delante. No
puedo pensar como podía llegar hasta allí sin desgarrarme los
vestidos, ya que era difícil el acceso. A menudo, al volver en mi
misma, me encontraba sentada sobre los caballetes principales
del techo. Esto me sucedía generalmente cuando me escondía
para llorar. He visto a Magdalena de Pazzi vagar de este modo
de un lado a otro y de modo extraño correr por los tirantes,
sobre caballetes y aún sobre los altares.
El Padre Overberg preguntó a Ana Catalina cómo distin-
guía el éxtasis de los desmayos de debilidad, y ella contestó:
En los desvanecimientos por debilidad me siento mal y su-
fro tan fuertemente en el cuerpo que me parece estar a punto
de morir. En los éxtasis no siento nada corporal: a veces estoy
alegre, a veces melancólica. Me alegro de la gran misericordia
de Dios hacia los pecadores, que Él busca para retraerlos del
mal y a los que tan amorosamente recibe.
La tristeza la siento pensando en los pecados con los cuales
es Dios tan horrendamente ofendido. A menudo, durante las
meditaciones, me parece ver el cielo y a Dios en el cielo. Cuando
me encuentro en amargura, me parece que camino por un sen-
dero tan angosto, apenas ancho como un dedo; a los dos lados
veo negros abismos, inmensamente profundos. Sobre mi cabeza
todo es bello y verde, y un niño luminoso me da la mano y me
guía por aquella vía tan estrecha. Cuando me encontraba en
medio de la angustia y la aridez, el Señor me decía: “Te basta
mi gracia.» Esto me lo decía al oído de un modo sumamente
dulce.

20. Varios casos de bilocación.
A menudo, mientras me hallaba ocupada en un trabajo o
postrada en el lecho, enferma, me encontraba al mismo tiempo
presente en espíritu en medio de mis hermanas, viendo y oyen-
do lo que ellas hacían o decían; o en la iglesia, delante del San-
tísimo, cuando en realidad no había dejado mi celda. Como su-
cedía esto, no lo puedo explicar. La primera vez que me ocu-
rrió lo tuve por sueño. Esto me sucedió al tener quince años de
edad, demorada fuera de mi casa paterna, mientras me sentía
movida a rezar mucho por una joven que necesitaba ser preser-
vada de la seducción. Una vez, en efecto, durante la noche, he
visto que esta joven era insidiada. En la angustia que sentía por
ella, corrí a su cámara, eché al servidor de la casa y encontré a
la joven, que era una criada, en el mayor espanto, el cual se
aumentó al verme entrar en su pieza. En realidad, yo no había
abandonado mi lecho, y por eso consideré el caso como un sueño.
Al día siguiente apareció aquella sirvienta muy tímida y aver-
gonzada delante de mí, sin atreverse a mirarme a la cara. Más
tarde, empero, me contó todo el caso, con las acciones de gracias
más cordiales. Me dijo que yo había echado al tentador: cómo
había yo entrado en su pieza y la había librado de la seducción.
Entonces tuve que pensar que lo sucedido había sido muy otra
cosa que un simple sueño.
En otras épocas de mi vida me sucedieron frecuentemente
casos semejantes. Cierta vez una dama extranjera, a quien ja-
más había visto con mis ojos corporales, se me acercó, y cuando
pudo hablarme a solas, prorrumpió en llanto y me contó, con
grande arrepentimiento, su culpa y su conversión. Recién en-
tonces conocí a esta dama y su historia como una de aquellas
obras de oración que me imponía Dios desde mucho tiempo
atrás.
No sólo fui mandada en espíritu a tales personas, sino algu-
nas veces corporalmente. En las construcciones anexas al con-
vento habitaban las personas seglares de servicio. Mientras me
encontraba tendida en el lecho, gravemente enferma, he visto
a dos de esas personas juntas, conversando sobre asuntos pia-
dosos en palabras, mientras en sus corazones se agitaban inten-
ciones perversas. Me levanté en visión y atravesé el convento
hasta llegar a la casa anexa para alejar a esas personas, una de
otra. Cuando me vieron, huyeron espantadas; pero me dejaron,
aún después de aquel momento, mala impresión de lo aconte-
cido. Durante el retorno, volví en mi misma, y me encontré en
mitad de la escalera del monasterio; sólo con grande fatiga, a
causa de mi debilidad, pude llegar hasta mi celda.
Sucedió también que una hermana pretendió haberme vist0
en la cocina, junto al fogón, comiendo algo sacado furtivamente
de la olla, o comiendo frutas en el jardín. La hermana corrió
como un relámpago hasta la superiora para descubrirle lo que
llamaba un engaño; pero fui encontrada en mi celda, gravemen-
te enferma. Estas cosas eran causa de que mi estado fuera des-
agradable a mis hermanas, pues no sabían qué concepto for-
marse de mí.

21. La oración y la buena voluntad de orar bien.
Me encontraba en la iglesia, precisamente en el lugar donde
me solía hincar para rezar. En torno mío todo era claro y lu-
minoso. He visto que dos mujeres hermosamente vestidas esta-
ban hincadas al pie del altar mayor, con la cara vuelta al taber-
náculo y me pareció que oraban con mucho recogimiento y pie-
dad. Mientras las miraba rezar con tanta devoción aparecieron
dos coronas de oro muy resplandecientes como pendientes de un
hilo sobre las cabezas de las dos mujeres. Me acerqué más y vi
que una de las coronas se posó sobre la cabeza de una de las
mujeres que oraban; la otra corona permaneció suspendida so-
bre la cabeza de la otra mujer. Finalmente se levantaron ambas
y yo les dije que habían orado con mucha devoción. «Sí, replicó
una, hace tiempo que no había rezado tan devotamente y con
tanto sentimiento como hoy.” La otra, empero, sobre la cual se
había posado la corona, se lamentó diciendo que hubiera que-
rido haber rezado con recogimiento y piedad, pero que se sintió
turbada por toda clase de distracciones cuando quería recogerse;
durante todo el tiempo de la oración, dijo, había tenido que lu-
char contra estas distracciones. Entonces comprendí claramente
cómo el buen Dios mira sólo al corazón de los que rezan.

22. Le es mostrada la acción del Angel Custodio.
Debiendo cruzar un puente muy estrecho, miraba con gran
temor lo profundo de las aguas que corrían debajo; pero mi An-
gel Custodio me guió felizmente a través del puente. En la
orilla había una trampa armada y en torno de ella saltaba un
ratoncillo; de pronto se sintió tentado de morder el bocado que
veía y quedó preso en la trampa. “¡Oh desventurada bestiezue-
la, dije yo, que por un bocado gustoso sacrificas la libertad y la
vida!» “He aquí, me dijo mi Angel Custodio, ¿obran los hom-
bres racionalmente cuando por un corto placer ponen en peli-
gro el alma y la salud eterna?»

23. Sufre por sus padres y los sana.
Recuerdo que mi madre estaba en cama con la cara hin-
chada, muy encendida. Yo me hallaba sola con ella y sentía
mucha pena. De rodillas en un rincón oré fervorosamente y
despues le até un paño alrededor de la cabeza y volví a rezar.
De pronto sentí un agudo dolor de muelas y se me hinchó la
cara. Cuando llegaron los demás de casa, mi madre estaba ya
restablecida. Yo mejoré después.
Algunos años después sentí dolores casi insoportables. Mis
padres se hallaban gravemente enfermos. Yo estaba junto a su
cama, de rodillas, pidiendo a Dios por ellos. Entonces vi mis
manos juntas sobre ellos: me sentia movida a ponérselas enci-
ma mientras oraba, para que sanaran.

24. Compadece a los judíos.
Mi padre me llevaba algunas veces consigo, siendo yo niña,
cuando tenía que ir a Koesfeld a comprar alguna cosa, a la
tienda de un judío. Me daba tanta lástima ver a este desdichado,
que yo lloraba con frecuencia amargamente porque los de su
raza tienen tan duro el corazón y no quieren hallar la salud.
¡Cuán dignos son de compasión! Los actuales judíos no proceden
de aquellos que antiguamente fueron santos, sino de ascendien-
tes corrompidos y farisaicos. Siempre estuve profundamente
convencida de la miseria y ceguedad de los judíos; sin embargo,
a menudo hallé que se puede hablar muy bien con ellos de Dios.
¡Pobres judios!. . . Poseyeron un dia el germen de la salud; pero
no conocieron los frutos; antes bien, los rechazaron. ¡Y ahora
ni siquiera lo buscan!.

25. Ve la muerte de Luis XVI.
Ana Catalina estuvo presente en espiritu en numerosas
ejecuciones, prestando consuelo a los moribundos. Al comemplar
al rey Luis XVI, exclamó:
Cuando vi a este rey y a otros muchos padecer la muerte
con tanta resignación, no pude menos de decir: «¡Ah! ¡qué di-
cha la suya, verse libre muy pronto de tan cruel tortura!». Pero
si refería estas cosas a mis padres, no me creían y me tenían
por loca.
Muchas veces lloraba yo y oraba de rodillas pidiendo a
Dios que se dignara salvar a aquellos e quienes veía en peligro.
He visto y experimentado que por la oración confiada se con-
juran peligros inminentes y aun remotos.

26. Recibe las participaciones de las almas.
Siendo todavía niña fui conducida por una persona, a la
cual no conocía, a un lugar que me pareció el Purgatorio. Vi
muchas almas allí que sufrían vivos dolores y que me suplica-
ban que rogara por ellas. Parecíame haber sido conducida a un
profundo abismo donde había un amplio espacio que me causó
impresión de espanto y conmoción. Vi allí a hombres muy si-
lenciosos y muy tristes, en cuyo rostro se conocía, a pesar de
todo, que en su corazón se alegraban, como si pensaran en la
misericordia de Dios. Fuego no vi ninguno; pero conocí que
aquellas pobres almas padecían interiormente grandes penas.
Cuando oraba con gran fervor por las benditas almas, oía
muchas veces voces que me decían al oído: “¡Gracias, gracias!»
Una vez había perdido, yendo a la iglesia, una pequeña medalla
que mi madre me había dado, lo cual me causó mucha pena.
Tuve por pecado no haber mirado mejor por aquel objeto y con
esto me olvidé de rezar aquella tarde por las benditas almas
que más amaban a Dios. Pero cuando fui al cobertizo por leña,
se me apareció una figura blanca, con manchas negras, que me
dijo: “¿Te olvidas de mi?» Tuve mucho miedo y al punto hice la
oración que había olvidado, La medalla la encontré al día si-
guiente bajo la nieve, cuando fui a hacer oración.
Siendo mayor iba a misa temprano a Koesfeld. Para orar
mejor por las ánimas benditas tomaba un camino solitario. S1
todavía no había amanecido, las veía de dos en dos oscilar de-
lante de mí como brillantes perlas en medio de pálida llama.
El camino se me hacía muy claro y yo me alegraba de que las
almas estuvieran en torno mío, porque las conocía y las amaba
mucho. También por la noche venían a mi y me pedían alivio.
El modo como se reciben las participaciones de los espíri-
tus, es difícil de explicar. Todo lo que se recibe es extremada-
mente breve. Entiendo más en este caso de una sola palabra
que comúnmente de treinta. Se entiende el pensamiento de aquel
que habla, pero no se ve con los ojos y todo esto es, sin embargo,
más claro y distinto de lo que puedo decir. Esto se recibe con
una sensación de gozo, como quien en un día de caluroso verano
recibiera una brisa fresca. No se puede expresar mejor con palabras.
Todo lo que aquella pobre alma me dijo era muy breve,
como sucede en todas las comunicaciones de esta índole; con
todo esto, la inteligencia de las comunicaciones de las almas del
Purgatorio es de mayor dificultad; sus voces tienen algo de so-
focado y de ronco, como si pasasen por medio de un instrumen-
to, que rompe la armonía del tono, o como si uno hablase desde
lo profundo de un pozo o del fondo de un tonel. Asimismo el
sentido de sus palabras es más difícil de entender y debo poner
más atención a estas voces que cuando me habla mi guía o el
Señor o un santo. En estos últimos casos parece que las palabras
surgiesen y penetrasen en nuestro interior como un límpido to-
rrente aéreo y en seguida se sabe y comprende cuánto dicen.
Una sola palabra expresa más el interés del alma que un dis-
curso entero que se pronuncia comúnmente hablando.

27. Ve los diversos misterios de la fe.
Teniendo yo de cinco a seis años, y considerando el primer
artículo de la fe católica: “Creo en Dios Padre Todopoderoso,
Creador del cielo y de la tierra», se representaba en mi alma
toda suerte de imágenes de la creación del cielo y de la tierra.
Veía la caida de los ángeles, la creación de la tierra. del paraíso
terrenal y de Adán y Eva y su pecado. Creía yo que todos veían
estas cosas lo mismo, y hablaba de ellas sin reparo a mis padres,
a mis hermanos y a otros niños. . . hasta que noté que se bur~
laban de mi y me preguntaban si tenia yo algún libro en que
estuvieran escritas. Entonces empecé a guardar silencio, cre-
yendo que no convenía hablar de ellas; pero no pensé especial-
mente sobre esto.
Estas visiones se me representaban ya de noche, ya de día,
en el campo, en casa, andando, trabajando y en cualquier otra
ocupación. Una vez, estando en la escuela, hablé inocentemente
de la resurrección de distinto modo del que nos habían ense-
ñado, con seguridad, y creyendo sinceramente que los demás
sabían lo mismo que yo, sin sospechar que el conocimiento que
yo tenía fuese un privilegio personal. Los demás niños se admi-
raron y se burlaron de mí y el maestro me amonestó severa-
mente para que no me imaginara tales cosas. Pero yo seguía
en silencio con estas visiones, como un niño que contempla una
estampa y se la explica a su manera, sin preguntar qué signi-
fica esto o aquello. Porque así como veía en las estampas de la
historia sagrada representarse el mismo objeto ya de una ma-
nera ya de otra, sin que esta diversidad causara mudanza alguna
en mi fe, así pensaba yo que las visiones que tenía, eran mi
libro de estampas y las contemplaba en paz y siempre con esta
intención: todo para mayor gloria de Dios.
Tratándose de cosas espirituales nunca he creído sino lo que
Dios ha revelado y propone a nuestra fe, mediante la Iglesia
Católica, haya sido o no escrito. Pero nunca he creído lo que he
visto en visiones con la misma fuerza que lo que propone la
Iglesia creer.
Contemplaba las visiones, así como en diferentes lugares
miraba devotamente los pesebres del Niño Jesús, considerán-
dolos piadosamente, sin sentirme turbada por la diversidad que
advertía en unos y otros: en cada uno de los pesebres adoraba
al mismo Niño Jesús. Lo mismo me sucedía en las visiones de la
creación del cielo y de la tierra.
De los Evangelios y del Antiguo Testamento nunca he rete-
nido precisamente cosa alguna, pues todo lo he visto, durante
toda mi vida, todos los años, con claridad y puntualmente, con
las mismas circunstancias, aunque a veces variando la escena.
Frecuentemente ocupaba yo el mismo lugar y posición que
los demás espectadores y estaba presente tomando parte en
los hechos y variando de lugar; pero no siempre estaba en la
misma posición, pues muchas veces me hallaba levantada so-
bre la escena y la miraba desde arriba.
Otras cosas, especialmente en lo que tenían de misterioso.
las veía yo interior e intuitivamente y algunas veces las veía en
imágenes, fuera de la respectiva escena. Siempre veía yo a tra-
vés de los objetos, de suerte que ninguno me impedía ver lo
que había detrás de él, sin confusión alguna.
Cuando era niña, antes de entrar en el convento, tenía mu-
chas visiones relativas al Antiguo Testamento; pero después se
hicieron más raras cada vez y más frecuentes las que se refe-
rían a la vida del Señor. Conozco la vida de Jesús y de María
desde su más tierna infancia; y he considerado a la Santísima
Virgen muchas veces en su niñez y lo que hacía cuando estaba
sola en su habitación y sé también los vestidos que usaba. En
tiempos de Jesucristo veía yo a los hombres mucho más malos
y depravados que ahora; pero, en cambio, había otros mucho
más piadosos y sencillos, que se diferenciaban de aquéllos como
el tigre del cordero. Ahora reina por doquiera la tibieza y la
indiferencia. Entonces la persecución de los justos consistía en
ejecuciones y suplicios; ahora en burlas. desprecios. sátiras. ten-
taciones prolongadas y esfuerzos para corromperlos. El martirio
es ahora un suplicio perpetuo.

28.Absorta en Dios.
En mi niñez yo estaba siempre absorta en Dios. Todas las
cosas las hacía con interior desasimiento de ellas y siempre es-
taba en contemplación. Aunque fuera con mis padres al campo
a trabajar, nunca permanecía en la tierra. Aqui todo era como
un sueño oscuro y confuso; pero lo otro era claridad y verdad
celestial.
Representémonos el cielo y la tierra y hagamos todas las
cosas en nombre de Jesús, acordándonos siempre que el Niño
Jesús está entre nosotros. No hagamos nunca cosa mala. Cuando
podamos impedir el mal, impidámoslo; donde veamos lazos y
piedras puestas por los muchachos para atrapar liebres y aves,
quitémoslos para que no logren su intento ruin. Demos principio
poco a poco a un mundo enteramente diferente de éste, para
que la tierra se convierta en cielo.

29. Acompaña a Jesús y a María en sus viajes.
Desde mi infancia he acompañado paso a paso, durante
todo el Adviento, a Jesús y María en su viaje desde Nazaret a
Belén y todos los años hasta ahora los he acompañado de la
misma manera. La solicitud que yo tenía cuando niña por la
Madre de Dios, durante sus viajes, era tan grande y sentía con
ella las penalidades del camino tan real y vivamente como cual-
quier otro suceso exterior que me hubiese ocurrido en mi ju-
ventud. Verdaderamente esto me llegaba hasta el alma, más
que otras cosas y en esto tomaba mucho más parte que en todo
lo que pudiera sucederme, pues María era para mi la Madre de
mi Dios y Señor y en su seno llevaba mi salud. Todo lo que se
celebra en las festividades de la Iglesia era para mí, no ya un
recuerdo o motivo de atenta consideración, sino mucho más,
pues mi alma era movida y como impulsada a celebrarlas cual
si sus misterios sucediesen y los sucesos se verificasen en mi
presencia. Yo lo veía y lo sentia todo como si realmente suce-
diera delante de mi.

30. Amante de las plantas y animales.
Nunca he podido admirarme de que Juan (el Bautista)
aprendiese tanto de las flores y de los animales en el desierto,
pues siendo yo niña, todas las hojas y florecillas eran para mi
como un libro en el cual sabía leer. Conocía la sigmficacion y
belleza de sus colores y sus formas; pero si hubiese hablado de
esto se habrían reido de mí. Cuando salía al campo, solía con-
versar con todas las criaturas, pues Dios me había dado conoci-
miento de todo esto y yo me elevaba a la vista de las flores y
de los animalillos. ¡Qué suave era todo eso!
Aun era yo muy joven cuando me dió una fiebre, mas no
guardaba cama. Mis padres creían que yo moriría pronto. En-
tonces se llegó a mí un hermoso niño y me mostró unas hierbas
que yo debía elegir y comer para ponerme buena. Todavía co-
nozco estas plantas. Entre ellas había enredaderas. Comí de las
hierbas y, sentándome, chupé del jugo de las campanillas de las
enredaderas, y luego me sané. La planta de la manzanilla me
gustaba de un modo especial. No sé qué de suave y misterioso
tiene para mi este nombre. La buscaba siendo todavía muy niña
y la tenia preparada para los pobres enfermos que me buscaban
y me mostraban sus llagas o alguna herida, preguntándome qué
me parecía. Entonces se me ocurrían multitud de inocentes re-
medios, con los cuales recobraban la salud.

31. El sonido de las campanas y su eficacia.
Cuando era niña percibía yo, como si fueran rayos de ben-
dición, los sonidos de las campanas benditas, las cuales tan pron-
to como eran tañidas, quitaban el mal causado por el enemigo
del género humano. Creo ciertamente que las campanas benditas
ahuyentan a Satanás. Cuando en mi juventud oraba yo en el
campo durante la noche, veía a los demonios muchas veces en
torno de mí; pero tan pronto como las campanas de Koesfeld
tocaban a maitines, advertia que huían. Siempre creí que mien-
tras la lengua de los sacerdotes resonara tan lejos. como en los
primeros tiempos de la Iglesia, no habría necesidad de las cam-
panas; pero ahora es necesario que llamen las lenguas de bronce.
Todas las cosas deben servir a Dios nuestro Señor. contribuyen-
do a la salud y asegurándola contra el enemigo de las almas.
Jesús ha otorgado su bendición a los sacerdotes para que
esta bendición llegue a todas las cosas, penetrando y obrando en
ellas de cerca y de lejos para su servicio. Allí donde el espíritu
se ha apartado de los sacerdotes y las campanas son las únicas
que derraman bendiciones y ahuyentan a las potestades infer-
nales, sucede como en el árbol cuya copa florece: que recibe
aún la savia por la corteza, a pesar de que el interior esta
muerto.
El sonido de las campanas benditas es para mi el más san-
to, más alegre, más vigoroso y suave que todos los demás soni-
dos, los cuales me parecen turbios y confusos en comparación
con aquél. Ni siquiera el sonido del órgano de la iglesia puede
compararse con el de las campanas benditas.
Nunca he conocido diferencia alguna en el lenguaje de las
ceremonias sagradas, porque siempre he entendido no sólo las
palabras sino la cosas mismas. Cuando niña, el Evangelio de
San Juan era para mí como luz y fortaleza, como bandera. En
todas las necesidades y peligros decía yo con firme confianza:
“El Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros». Nunca pude
comprender, aunque después lo oí de labios de sacerdotes, que
esto no pueda entenderse.

32. Lugares infestados por demonios.
No lejos de nuestra casa hay un lugar completamente es-
téril en medio de otras tierras que producen frutos. Cuando
siendo niña pasaba por aquel lugar, siempre sentía espanto y
me parecía que era lanzada de allí; varias veces caí al suelo
sin saber como había sucedido. Veía como dos sombras negras
que andaban vagando y que los caballos solían espantarse cuan-
do se acercaban. Habiendo experimentado muchas veces cuan
temeroso era aquel lugar, pregunté la causa y me respondieron
las gentes que habían visto allí cosas extrañas. Esto no era con-
forme a la verdad. Más tarde me dijo mi padre que durante la
guerra de los siete años había sido fusilado alli un soldado de
Hanóver, que era inocente, el cual había padecido por culpa de
otros dos. Cuando oí esto, ya había yo recibido la primera co-
munión.
Durante la noche hice oración con los brazos en cruz en el
referido sitio. La primera vez esto me costó gran violencia; la
segunda, vino una figura como la de un perro que puso su cabeza
sobre mi espalda. Yo le miré y vi sus ojos encendidos y su ho-
cico. Temí, pero no me desconcerté, sino que dije: “¡Oh, Señor,
Tú que hiciste oración en el Huerto de los Olivos en medio de
las mayores angustias, Tú estás conmigo. El demonio nada pue-
de contra mí”. Comencé, pues, a orar de nuevo y el enemigo se
alejó.
Cuando volví a orar en aquel paraje, fui arrebatada y como
lanzada a una cueva que había allí cerca. Pero tuve firme con-
fianza en Dios y dije: “¡Nada puedes contra mí, Satanásl” y el
demonio huyó. Seguí orando fervorosamente, y desde entonces
no he vuelto a ver las sombras y todo ha quedado tranquilo.

33. Defectos naturales.
En juventud era bastante vehemente y caprichosa, por
lo cual padres me castigaban con frecuencia. El mortificar
mi propio juicio me costaba mucho trabajo. Como mis padres me
reprendían tantas veces y nunca me alababan, y, por otra parte.
yo oía a otros padres alabar a sus hijos, me tenía por la hija más
desgraciada del mundo y me entristecía pensando si acaso sería
mala en la presencia de Dios. Pero cuando veía que otros niños
disgustaban a sus padres, me afligía; mas luego cobraba ánimo
considerando que podía confiar en Dios, pues eso no era yo ca-
paz de hacerlo.

34. Los templarios.
En mi niñez, cuando veía por primera vez que los soldados
atravesaban nuestro país, creía siempre que vendrían de aque-
llos que yo había visto en espíritu. Es por eso que los buscaba
sin cesar, si no veía entre los soldados que había también religio-
sos. Llevaban vestidos blancos con varias cruces y un cinturón
del cual pendía una espada. Los vi habitar lejos, entre los turcos;
tenían prácticas secretas a la manera de los masones y, como
éstos, hicieron perecer a muchas personas. Me asombraba no
ver jamás soldados como ellos entre las tropas que pasaban; pero
después supe que no existían más, desde hacía tiempo y que
eran los caballeros templarios.

35. Las lecciones de su madre.
Las primeras lecciones de catecismo las aprendí de mi madre.
Su dicho favorito era: «Señor, hágase tu voluntad y no la mía».
y éste: «Señor, dame paciencia y aflígeme después». Estas pa-
labras siempre las he conservado en mi memoria.
Cuando jugaba con otros niños, decía mi madre: “Siempre
que los niños juegan con modestia unos con otros, los ángeles o el
Niño Jesús están con ellos». Esto lo creía yo al pie de la letra y no
me causaba admiración; así que miraba con frecuencia al cielo
para ver si venían pronto y otras veces creía que estaban con nos-
otros. Para que no se fuesen de nuestro lado, siempre jugába-
mos juegos moderados y edificantes.
Cuando tenía yo que ir a la iglesia en compañía de otros ni-
ños, iba delante o detrás de todos, para no oír ni ver durante el
camino ninguna cosa mala. Mi madre me había recomendado esto
y exhortado a que, entretanto, rezara unas u otras oraciones.
Cuando me hacía la señal de la cruz en la frente, en la boca y en
el pecho, decía yo interiormente: “Estas cruces son las llaves
para que no entre ninguna cosa mala en el pensamiento, ni en
la boca, ni en el corazón. Sólo el Niño Jesús debe tener la llave;
y si sólo Él la tiene, todo irá bien».

36. La conducta de su padre.
Mi padre era sumamente recto y piadoso, de carácter severo
y franco al mismo tiempo. La pobreza le hacía afanarse y trabajar
mucho; pero no se inquietaba de cómo mantener a su familia,
pues todas las cosas las ponía con filial confianza en las manos de
Dios y hacía su dura labor como un criado fiel, sin angustia y sin
codicia.
Una vez nos refirió que había un hombre muy grande lla-
mado Hün que iba por el aire. Yo soñaba que veía por encima
de la tierra a ese hombre, el cual con una pala arrojaba tierra
buena en unas partes y tierra mala en otras. Como mi padre
trabajaba mucho, me acostumbró desde niña al trabajo. En in-
vierno y en verano al despuntar el día yo salía al campo a bus-
car el caballo. Era una mala bestia que daba coces y mordía
y muchas veces huía de mi mismo padre; pero se dejaba sujetar
en seguida por mí y aún venía corriendo a mi encuentro. A ve-
ces daba yo un salto desde una piedra u otro lugar elevado para
subir sobre él y asi me llevaba a casa. Solía entonces volver la
cabeza para morderme; pero yo lo castigaba y ya no era menes-
ter más. También debía conducir con él frutos y estiércol. Ahora
no acierto a comprender cómo, siendo yo a la sazón tan débil
niña, podía manejarlo.
Mi padre me llevaba muchas veces consigo al campo muy
de mañana. Cuando salía el sol se quitaba el sombrero y rezaba
y hablaba de Dios, que hace salir el sol tan hermoso sobre nos-
otros. También solía decir que es muy funesto y censurable
permanecer en la cama dejando que salga el sol y nos halle dur-
miendo; pues de aquí proviene que las casas, los campos y las
personas perezcan. Una vez le dije: “A mi no me puede suceder
esto, pues el sol no da en mi cama». Mi padre repuso: “Aunque
tú no veas el sol cuando sale, él ve todas las cosas y brilla sobre
todas ellas». Yo meditaba estas palabras.
Cuando salíamos juntos, antes de amanecer, me decía mi
padre: “Mira, todavía no ha pasado ningún hombre por aquí;
nosotros somos los primeros. Si tú rezas con devoción, bendeci-
remos el país y los campos. Es muy hermoso salir cuando toda-
vía nadie ha pisado el rocío; aún está en el campo la bendición
de Dios; porque aún no se ha cometido en él ningún pecado, ni
se ha dicho en él ninguna palabra mala. Cuando uno sale al
campo y encuentra hollado el rocío, no parece sino que lo ve
todo manchado y corrompido».
Aunque yo era muy pequeña y débil, trabajaba con mis pa-
dres o con mis parientes en las rudas faenas del campo. Siempre
acertaba a tomar parte en los trabajos más penosos. Recuerdo
que una vez puse en el carro, sin descansar, unos veinte haces
de mies más pronto de lo que el trabajador más robusto pudie~
ra haberlo hecho. También trabajaba mucho segando y atando
las mieses.
Debía salir al campo con mi padre y llevar caballo, condu-
cir la rastra y hacer todo género de faenas. Cuando dábamos al-
guna vuelta o nos parábamos, decía: “¡Qué hermoso es esto!
Mira, de aquí podemos divisar la iglesia de Koesfeld y contem-
plar al Santísimo Sacramento y adorar a Nuestro Señor y Nues-
tro Dios. Desde allí nos está viendo y bendiciendo nuestro tra-
bajo». Cuando tocaban a misa, se quitaba el sombrero y hacía
oración, diciendo: ‘¡Oigamos ahora misa!” Mientras trabajaba,
decia: “Ahora está el sacerdote en el Gloria; ahora llega al Sanc-
tus; y ahora debemos pedir con él esto o aquello y recibir la
bendición”. Después cantaba o repetía alguna tonada.
Cuando yo levantaba las mieses, decía: “Se espantan las
gentes al oir la palabra milagro, y he aquí que vivimos de puro
milagro y gracia de Dios. Mira el grano en la tierra: ahi está
y de él sale un tallo que produce ciento por uno. ¿No es ésto
un gran milagro?» El domingo, después de comer, nos refería el
sermón y lo explicaba de un modo muy edificante. También nos
leía la explicación del Evangelio.

37. Ve a sus antepasados.
He visto el cuadro de mi vida antes de mi nacimiento,  es
decir, la de mis antepasados, no como árbol genealógico, sino
como una cosa que se dilataba sobre la tierra en toda clase de
lugares y condiciones. He visto salir rayos de uno al otro y lue-
go reunirse en nudos y derramarse en mil maneras de uno al
otro. He visto muchísimas personas piadosas entre ellos y per-
sonas de importancia y otras pobrísimas. He visto también una
rama entera de mi familia establecerse en una isla. Eran gente
rica, que poseía grandes barcos, pero ignoro dónde estuviesen.
Vi en este cuadro muchísimas cosas y saqué mucha enseñanza
en cuanto a transmitir el todo siempre puro a nuestros suce-
sores y de conservar puro o de purificar en nosotros aquello que
nos viene de nuestros antepasados. Esto lo reconocí tanto en
sucesión y descendencia carnal, como espiritual. He visto tam-
bién a los progenitores de mi padre; su madre era una Rensing,
hija de un rico comerciante. Era avara y en la guerra de los
siete años sepultó su dinero cerca de nuestra casa. Conozco más
o menos el lugar. Sé también que mucho tiempo después de mi
muerte, cuando otra familia poseerá la casa, ese dinero será
encontrado. Esto lo sabía yo ya desde niña.

38. Trato familiar con el Angel de la Guarda.
El Angel me llama y me guía, ya a un lugar, ya a otro. Con
frecuencia voy en su compañía. Me conduce adonde hay per-
sonas a quienes no conozco o he visto alguna vez, y otras veces
adonde hay otras a quienes no conozco. Me lleva sobre el mar
con la rapidez del pensamiento y entonces voy muy lejos, muy
lejos. El fue quien me llevó a la prisión donde estaba la reina
de Francia. Cuando se acerca a mi para acompañarme a alguna
parte, las más de las veces veo un resplandor y después surge
de repente su figura de la oscuridad de la noche, como un fuego
artificial que súbitamente se enciende.
Mientras viajamos, es de noche por encima de nosotros;
pero en la tierra hay vislumbres. Vamos desde aquí, a través
de comarcas conocidas, a otras cada vez más lejanas, y creo
haber recorrido distancias extraordinarias; ya vamos sobre ca-
lles o caminos rectos, ya torcemos por campos, montañas o ríos
y mares. Tengo que recorrer a pie todos los caminos y trepar
muchas veces escarpadas montañas; las rodillas me flaquean
doloridas y los pies me arden, pues siempre voy descalza. Mi
guía vuela, unas veces delante de mi y otras a mi lado, siempre
muy silencioso y reposado. Acompaña sus breves respuestas con
movimientos de mano o con inclinaciones de cabeza. Es bri-
llante y transparente, a veces severo, a veces amable. Sus cabe-
llos son lisos, sueltos y despiden reflejos; lleva la cabeza descu-
bierta y viste un largo traje, resplandeciente como el oro. Ha-
blo confiadamente con él; pero nunca puedo verle el rostro, pues
estoy muy humillada en su presencia.
Él me da instrucciones y yo me avergüenzo de preguntarle
muchas cosas, pues me lo impide la alegría celestial que expe-
rimento cuando estoy en su compañía. Es siempre muy parco
en palabras. Lo veo también cuando estoy despierta. Cuando
hago oración por otros y él no está conmigo, le invoco para que
vaya con el ángel de aquellos. Si está conmigo, digo muchas ve-
ces: “Ahora me quedaré sola aquí; vete tú allá y consuela a esa
gente». Luego lo veo desaparecer. Cuando llegamos al mar y
no sé cómo pasar a la orilla opuesta, de repente me veo del otro
lado y miro maravillada hacia atrás.
Paso con frecuencia sobre las ciudades. Cada vez que en el
oscuro invierno salía ya tarde de la iglesia de los Jesuitas de
Koesfeld e iba a nuestra casa de Flamske, a través de nubes de
agua y nieve, y sentía miedo, acudía yo a Dios. Entonces veía
oscilar delante de mi el resplandor como llama, que tomaba la
forma de mi guía. Al punto se secaba el piso por donde iba;
veía con lágrimas lo que estaba en torno mio; dejaba de llover
y nevar sobre mi, y llegaba a casa sin mojarme.
Estaba yo con mi guía en el Purgatorio  veía la gran
aflicción de aquellas pobres almas, porque no podían valerse
a sí mismas y cuán poco las socorren los hombres de nuestro
tiempo. Indecible es su necesidad. Comprendiendo esto vine a ha-
llarme separada de mi guía por una montaña y experimenté
tan vivo anhelo y afán de volver a su lado, quc casi perdí el
conocimiento. Le veía a través de la montaña. pero no podía ir
hacia él. Entonces me dijo el ángel: “Ese mismo deseo que tu
sientes lo sienten esas almas para que se les socorra».
Llevâbame muchas veces a las cárceles y cavernas para que
hiciera oración. A la vista de aquellos lugares lloraba yo de ro-
dillas y clamaba a Dios con los brazos abiertos hasta que Él se
compadecía.
El ángel me exhortaba a ofrecer todas mis privaciones y
mortificaciones para las almas benditas, las cuales no pueden
valerse por sí mismas y son cruelmente olvidadas y abandona-
das por los hombres. Yo enviaba muchas veces a mi ángel cus-
todio al ángel de aquéllos a quienes veía padecer, para que él
los moviese a ofrecer sus dolores por las benditas ánimas. Lo
que hacemos por ellas, oraciones u otras buenas obras, al punto
se convierte en consuelo y alivio para ellas. ¡Se alegran tanto,
son tan dichosas con esto y son tan agradecidas! Cuando yo
ofrezco por ellas mis trabajos, ellas ruegan por mi. Lléname de
espanto el horrible abandono y el desperdicio que se hace de las
gracias de la Iglesia que en tal abundancia son ofrecidas a los
hombres y que éstos tan poco aprecian, mientras las pobres
almas las anhelan y desfallecen a causa del deseo que tienen
de ellas.

39. La voz de la obediencia.
Cuando me veo conducida durante una visión o estoy ocu-
pada en alguna obra espiritual que me ha sido impuesta, me
siento de repente llamada a este mundo oscuro como por un
poder lejano, respetable y santo, al cual no puedo resistir. Oigo
la voz “¡Obediencia!», que resuena en mí dolorosamente, es ver-
dad; pero la obediencia es la vida y la raíz de donde procede el
árbol de la contemplación.

40. Visión del efecto de la Confirmación.
Nos dirigimos a Koesfeld los que íbamos a ser confirmados.
Antes de acercarnos al obispo estaba yo con mis compañeras a
la puerta de la iglesia. Tenía un vivo sentimiento de la solemni-
dad que se estaba celebrando y veía a los que salían de la iglesia
transformados interiormente, aunque en diferentes grados, y se-
ñalados exteriormente con el carácter indeleble del Sacramento.
Cuando entré en la iglesia, vi al obispo que resplandecía
vivamente. Había en torno suyo como un ejército de poderes
celestiales. Brillaba el óleo de la unción y de la frente de los
confirmados salía luz.
Cuando fui ungida, sentí un fuego que penetraba por mi
frente y me llegaba al corazón y me sentí fortalecida. Después
he visto varias veces al obispo, pero apenas lo he conocido.
Desde que fui confirmada nunca pudo mi corazón dejar de
pedir a Dios que castigara en mí todas las culpas que Él me mos-
trase o que yo misma descubriese.

41. Las asechanzas del demonio.
Siendo niña y aún después, me he visto muchas veces en pe-
ligro de perder la vida; pero con el auxilio de Dios siempre he
salido bien. Sobre este punto me ha sido dada con frecuencia
luz interior, con la cual conocía que tales peligros no nacían de
la ciega casualidad. sino que procedían, por permisión de Di0s,
de las asechanzas del enemigo y surgían en los momentos en
que me hallaba descuidada; cuando no estaba en la presencia
de Dios o cuando consentía, por imprevisión, en alguna falta.
Por esta razón no he podido creer nunca que pueda darse
mera casualidad. Dios es siempre nuestro amparo y auxiliar. Si
nosotros no nos separamos de Él, Su ángel está siempre a nues-
tro lado; pero nosotros debemos hacernos dignos de su auxilio
con nuestra voluntad y con nuestras obras. Debemos acudir a Él
como hijos agradecidos y no separarnos de Él, pues el enemigo
de nuestra salvación anda acechándonos y procura de todos mo-
dos perdernos.
Tenía yo a la sazón pocos años; mis padres estaban fuera de
casa; me hallaba sola. Habíame mandado mi madre que cuidara
la casa y no saliera. Vino una mujer anciana y acaso por curio-
sear 0 por hacer algo que yo no viera, me dijo: “Ve a mi peral
y saca peras; ven pronto, antes que tu madre vuelva». Cai en
la tentación; olvidé lo que mi madre me había mandado y corri
al huerto de aquella mujer tan apresuradamente que me di un
golpe en el pecho con un arado que estaba oculto entre pajas y
caí al suelo sin sentido. Así me halló mi madre y me hizo volver
en mi por medio de un castigo sensible. El dolor del golpe lo
sentí durante largo tiempo. Más tarde supe que el demonio se
habia servido de la mala voluntad de aquella mujer para tentar
mi obediencia por medio del apetito desordenado y que habiendo
caído en la tentación, puse en peligro mi vida. Esto me hizo ser
muy precavida contra la gula y reconocer cuán necesario es al
hombre mortificarse y vencerse a si mismo.
Cierta vez iba yo de noche a la iglesia, cuando se me pre-
sentó una figura semejante a un perro. Puse la mano delante y
recibí tan fuerte golpe en el rostro que me echó fuera del ca-
mino. En la iglesia se me hinchó la cara y las manos se me lle-
naron de ampollas. Hasta que volví a casa estuve desconocida.
Me lavé con agua bendita. Camino de la iglesia había un cerco
que era preciso salvar sobre una tabla. Cuando llegué allí una
vez muy de mañana, en la fiesta de San Francisco, vi una gran
figura negra que intentaba detenerme. Luché con ella hasta que
pasé, sin sentir angustias ni temor al enemigo. Siempre me sale
al encuentro en el camino y quiere que yo dé un rodeo; pero
no lo consigue.
La discordia que reinaba en una familia de Koesfeld me
afligía mucho. Rogué por aquellos infelices e hice el Via Crucis
el Viernes Santo, en la iglesia, a las nueve de la noche. Apa-
recióseme el demonio en figura humana, en una calle estrecha,
y quiso matarme. Llamé a Dios con todo mi corazón y Satanás
huyó. El jefe de aquella familia se portó desde entonces me-
jor con su mujer.
Yendo yo muy temprano, antes de amanecer, juntamente
con una amiga mia, por el campo a hacer oración, en un lugar
por donde debíamos pasar, se nos apareció el demonio en figura
de un enorme perro, tan alto como yo, intentando impedirnos
el paso. Tan pronto como hice la señal de la cruz, se retiró un
tanto, y de nuevo se detuvo. Esta aparición nos retardó un cuar-
to de hora. Mi amiga estaba tan asustada que se puso detrás de
mí, temblando, y se abrazó a mi. Por último me dirigí al demonio
diciéndole: “En nombre de Jesucristo, ¡vamos! Somos enviados
por Dios y queremos hacer las cosas por Dios. Si tú fueras de
Dios, no intentarias impedirnos el paso. Sigue tu camino, que
nosotras seguiremos el nuestro”. Al oír estas palabras desapare-
ció el monstruo. Mi amiga al ver esto se repuso y dijo: “¿Por qué
no le has hablado asi desde el principio?» A lo cual respondí:
“Tienes razón; no se me había ocurrido antes». Y continuamos
tranquilamente nuestro camino.
Un día había yo hecho una oración con mucho fervor delante
del Santísimo Sacramento, cuando Satanás se lanzó junto a mí,
sobre un reclinatorio, con tanta violencia, que éste crujía con
gran ruido. Aunque sentí escalofríos, no logró turbarme. Prose-
guí mi oración con mayor celo que antes y entonces desapareció.