De la Natividad de la Virgen a la muerte del patriarca San José – Sección 6

XXIII
El nacimiento de Juán es anunciado a Zacarías
He visto a Zacarías hablando con Isabel, confiándole la pena que le
causaba tener que ir a cumplir su servicio en el Templo de Jerusalén,
debido al desprecio con que se le trataba por la esterilidad de su matrimonio.
Zacarías estaba de servicio dos veces por año: No vivían en Hebrón mismo,
sino a una legua de allí, en Juta. Entre Juta y Hebrón subsistían muchos antiguos
muros; quizás en otros tiempos aquellos dos lugares habían estado
unidos. Al otro lado de Hebrón se veían muchos edificios diseminados, como
restos de la antigua ciudad que fue en otros tiempos tan grande como
Jerusalén. Los sacerdotes que habitaban en Hebrón eran menos elevados en
dignidad que los que vivían en Juta. Zacarías era así como jefe de estos últimos
y gozaba, lo mismo que Isabel, del mayor respeto a causa de su virtud
y de la pureza de su linaje de Aarón, su antepasado. He visto a Zacarías visitar,
con varios sacerdotes del país, una pequeña propiedad suya en las cercanías
de Juta. Era un huerto con árboles frutales y una casita. Zacarías oró
allí con sus compañeros, dándoles luego instrucciones y preparándolos para
el servicio del Templo que les iba a tocar. También le oí hablar de su aflicción
y del presentimiento de algo que habría de sucederle. Marchó Zacarías
con aquellos sacerdotes a Jerusalén, donde esperó cuatro días hasta que le
llegó el tumo de ofrecer sacrificio. Durante este tiempo oraba contínuamente
en el Templo. Cuando le tocó presentar el incienso, lo vi entrar en el Santuario,
donde se hallaba el altar de los perfumes delante de la entrada del
Santo de los Santos. Encima de él el techo estaba abierto, de modo que podía
verse el cielo. El sacerdote no era visible desde el exterior. En el momento
de entrar, otro sacerdote le dijo algo, retirándose de inmediato.
Cuando Zacarías estuvo solo, vi que levantaba una cortina y entraba en un
lugar oscuro. Tomó algo que colocó sobre el altar, encendiendo el incienso.
En aquel momento pude ver, a la derecha del altar, una luz que bajaba hacia
él y una forma brillante que se acercaba. Asustado, arrebatado en éxtasis, le
vi caer hacia el altar. El ángel lo levantó, le habló durante largo tiempo, y
Zacarías respondía. Por encima de su cabeza el cielo estaba abierto y dos
ángeles subían y bajaban como por una escala. El cinturón de Zacarías estaba
desprendido, quedando sus ropas entreabiertas; vi que uno de los ángeles
parecía retirar algo de su cuerpo mientras el otro le colocaba en el flanco un
objeto luminoso. Todo esto se asemejaba a lo que había sucedido cuando
Joaquín recibió la bendición del ángel para la concepción de la Virgen Santísima.
Los sacerdotes tenían por costumbre salir del Santuario inmediatamente
después de haber encendido el incienso. Como Zacarias tardara mucho en
salir, el pueblo, que oraba afuera, esperando, empezó a inquietarse; pero Zacarías,
al salir, estaba mudo y vi que escribió algo sobre una tablilla. Cuando
salió al vestíbulo muchas personas se agruparon a su alrededor preguntándole
la razón de su tardanza; mas él no podía hablar, y haciendo signos con la
mano, mostraba su boca. La tablilla escrita, que mandó a Juta en seguida a
casa de Isabel, anunciaba que Dios le había hecho una promesa y al mismo
tiempo le decía que había perdido el uso de la palabra. Al cabo del tiempo
se volvió a su casa. También Isabel había recibido una revelación, que ahora
no recuerdo cómo. Zacarías era un hombre de estatura elevada, grande y de
porte majestuoso.

XXIV
Noticias acerca de San José
José, cuyo padre se llamaba Jacob, era el tercero entre seis hermanos. Sus
padres habitaban un gran edificio situado poco antes de llegar a Belén,
que había sido en otro tiempo la casa patema de David, cuyo padre, Jessé,
era el dueño. En la época de José casi no quedaban más que los anchos muros
de aquella antigua construcción. Creo que conozco mejor esta casa que
nuestra aldea de Flamske. Delante de la casa había un patio anterior rodeado
de galerías abiertas como al frente de las casas de la Roma antigua. En sus
galerías pude ver figuras semejantes a cabezas de antiguos personajes. Hacia
un lado del patio, había una fuente debajo de un pequeño edificio de piedra,
donde el agua salía de la boca de animales. La casa no tenía ventanas en el
piso bajo, pero sí aberturas redondas arriba. He visto una puerta de entrada.
Alrededor de la casa corría una amplia galería, en cuyos rincones había cuatro
torrecillas parecidas a gruesas columnas terminadas cada una en una especie
de cúpula, donde sobresalían pequeños banderines. Por las aberturas
de esas cupulitas, a las que se llegaba mediante escaleras abiertas en las torrecillas,
podía verse a lo lejos, sin ser visto. Torrecillas, semejantes a éstas
había en el palacio de David, en Jerusalén; fue desde la cúpula de una de
ellas desde donde pudo mirar a Bersabé mientras tomaba el baño. En lo alto
de la casa, la galería corría alrededor de un piso poco elevado, cuyo techo
plano soportaba una construcción terminada en otra torre pequeña, José y
sus hermanos habitaban en la parte alta con un viejo judío, su preceptor.
Dormían alrededor de una habitación colocada en el centro, que dominaba
la galería. Sus lechos consistían en colchas arrolladas contra el muro durante
el día, separadas entre sí por esteras movibles. Los he visto jugando en su
pieza. También vi a los padres, los cuales se relacionaban poco con sus
hijos. Me parecieron ni buenos ni malos. José tendría ocho años más o menos.
De natural muy distinto a sus hermanos, era muy inteligente, y aprendía
todo muy fácilmente, a pesar de ser sencillo, apacible, piadoso y sin ambiciones.
Sus hermanos lo hacían víctima de toda clase de travesuras y a veces
lo maltrataban.
Aquellos muchachos poseían pequeños jardines divididos en compartimentos:
vi en ellos muchas plantas y arbustos. He visto que a menudo iban los
hermanos de José a escondidas y le causaban destrozos en sus parcelas,
haciéndole sufrir mucho. Lo he visto con frecuencia bajo la galería del patio,
de rodillas, rezando con los brazos extendidos. Sucedía entonces que sus
hermanos se deslizaban detrás de él y le golpeaban. Estando de rodillas una
vez uno de ellos le golpeó por detrás, y como José parecía no advertirlo,
volvió aquél a golpearlo con tal insistencia, que el pobre José cayó hacia
delante sobre las losas del piso. Comprendí por esto que José debía estar
arrebatado en éxtasis durante la oración. Cuando volvió en sí, no dio muestras
de alterarse, ni pensó en vengarse: buscó otro rincón aislado para continuar
su plegaria.
Los padres no le mostraban tampoco mayor cariño. Hubieran deseado que
empleara su talento en conquistarse una posición en el mundo; pero José no
aspiraba a nada de esto. Los padres encontraban a José demasiado simple y
rutinario; les parecía mal que amara tanto la oración y el trabajo manual. En
otra época en que podría tener doce años lo vi a menudo huir de las molestias
de sus hermanos, yendo al otro lado de Belén, no muy lejos de lo que
fue más tarde la gruta del pesebre, y detenerse allí algún tiempo aliado de
unas piadosas mujeres pertenecientes a la comunidad de los esenios. Habitaban
estas mujeres cerca de una cantera abierta en la colina, encima de la
cual se hallaba Belén, en cuevas cavadas en la misma roca. Cultivaban pequeñas
huertas contiguas e instruían a otros niños de los esenios. Frecuentemente
veía al pequeño José, mientras recitaban oraciones escritas en un
rollo a la luz de la lámpara suspendida en la pared de la roca, buscar refugio
cerca de ellas para librarse de las persecuciones de sus hermanos. También
lo vi detenerse en las grutas, una de las cuales habría de ser más tarde el lugar
de nacimiento del Redentor. Oraba solo allí o se ocupaba en fabricar pequeños
objetos de madera. Un viejo carpintero tenía su taller en la vecindad
de los esenios. José iba allí a menudo y aprendía poco a poco ese oficio, en
el cual progresaba fácilmente por haber estudiado algo de geometría y dibujo
bajo su preceptor. Finalmente las molestias de sus hermanos le hicieron
imposible la convivencia en la casa patema. Un amigo que habitaba cerca de
Belén, en una casa separada de la de sus padres por un pequel1o arroyo, le
dio ropa con la cual pudo disfrazarse y abandonar la casa paterna, por la noche,
para ir a ganarse la vida en otra parte con su oficio de carpintero. Tendría
entonces de diez y ocho a veinte años de edad. Primero lo vi trabajando
en casa de un carpintero de Libona, donde puede decirse que aprendió el
oficio. La casa de su patrón estaba construida contra unos muros que conducían
hasta un castillo en ruinas, a todo lo largo de una cresta montañosa. En
aquella muralla habían hecho sus viviendas muchos pobres del lugar. Allí he
visto a José trabajando largos trozos de madera, encerrado entre grandes
muros, donde la luz penetraba por las aberturas superiores. Aquellos trozos
formaban marcos en los cuales debían entrar tabiques de zarzos. Su patrón
era un hombre pobre que no hacia sino trabajos rústicos, de poco valor. José
era piadoso, sencillo y bueno; todos lo querían. Lo he visto siempre, con
perfecta humildad, prestar toda clase de servicios a su patrón, recoger las
virutas, juntar trozos de madera y llevarlos sobre sus hombros. Más tarde
pasó una vez por estos lugares en compañia de María y creo que visitó con
ella su antiguo taller.
Mientras tanto sus padres creían que José hubiese sido robado por bandidos.
Luego vi que sus hermanos descubrieron donde se hallaba y le hicieron vivos
reproches, pues tenían mucha vergüenza de la baja condición en que se
había colocado. José quiso quedarse en esa condición, por humildad; pero
dejó aquel sitio y se fue a trabajar a Taanac, cerca de Megido, al borde de un
pequeño río, el Kisón, que desemboca en el mar. Este lugar no está lejos de
Afeké, ciudad natal del apóstol Santo Tomás. Allí vivió en casa de un patrón
bastante rico, donde se hacían trabajos más delicados. Después lo vi trabajando
en Tiberíades para otro patrón, viviendo solo en una casa al borde del
lago. Tendría entonces unos treinta años. Sus padres habían muerto en Belén,
donde aún habitaban dos de sus hermanos. Los otros se habían dispersado.
La casa paterna ya no era propiedad de la familia, totalmente arruinada.
José era muy piadoso y oraba por la pronta venida del Mesías. Estando
un día ocupado en arreglar un oratorio, cerca de su habitación, para poder
rezar en completa soledad, se le apareció un ángel, dándole orden de suspender
el trabajo: que así como en otro tiempo Dios había confiado al patriarca
José la administración de los graneros de Egipto, ahora el granero
que encerraba la cosecha de la Salvación habría de ser confiado a su guardia
patemal. José, en su humildad, no comprendió estas palabras y continuó rezando
con mucho fervor hasta que se le ordenó ir al Templo de Jerusalén
para convertirse, en virtud de una orden venida de lo alto, en el esposo de la
Virgen Santísima. Antes de esto nunca lo he visto casado, pues vivía muy
retraído y evitaba la compañía de las mujeres.

XXV
Desposorio de la Virgen Maria con San José
Maria vivía entre tanto en el Templo con otras muchas jóvenes bajo la
custodia de las piadosas matronas, ocupadas en bordar, en tejer y en
labores para las colgaduras del Templo y las vestiduras sacerdotales. También
limpiaban las vestiduras y otros objetos destinados al culto divino.
Cuando llegaban a la mayoría de edad se las casaba. Sus padres las habían
entregado totalmente a Dios y entre los israelitas más piadosos existía el
presentimiento de que de uno de esos matrimonios se produciría el advenimiento
del Mesías. Cuando María tenía catorce años y debía salir pronto del
Templo para casarse, junto con otras siete jóvenes, vi a Santa Ana visitarla
en el Templo. Al anunciar a María que debía abandonar el Templo para casarse,
la vi profundamente conmovida, declarando al sacerdote que no deseaba
abandonar el Templo, pues se había consagrado sólo a Dios y no tenía
inclinación por el matrimonio. A todo esto le fue respondido que debía
aceptar algún esposo.
La vi luego en su oratorio, rezando a Dios con mucho
fervor. Recuerdo que, teniendo mucha sed, bajó con su pequeño cántaro
para recoger agua de una fuente o depósito, y que allí, sin aparición visible,
escuchó una voz que la consoló, haciéndole saber al mismo tiempo que era
necesario aceptar ese casamiento. Aquello no era la Anunciación, que me
fue dado ver más tarde en Nazaret. Creí, sin embargo, haber visto esta vez la
aparición de un ángel. En mi juventud confundí a veces este hecho con la
Anunciación, creyendo que había tenido lugar en el Templo.
Vi a un sacerdote muy anciano, que no podía caminar: debía ser el Sumo
Pontífice. Fue llevado por otros sacerdotes hasta el Santo de los Santos y
mientras encendía un sacrificio de incienso leía las oraciones en un rollo de
pergamino colocado sobre una especie de atril. Hallándose arrebatado en
éxtasis tuvo una aparición y su dedo fue llevado sobre el pergamino al siguiente
pasaje de lsaías: «Un retoño saldrá de la raíz de Jessé y una flor ascenderá
de esa raíz». Cuando el anciano volvió en sí leyó este pasaje y tuvo
conocimiento de algo al respecto.
Luego se enviaron mensajeros a todas las regiones del país convocando al
Templo a todos los hombres de la raza de David que no estaban casados.
Cuando varios de ellos se encontraron reunidos en el Templo, en traje de
fiesta, les fue presentada María. Entre ellos vi a un joven muy piadoso de
Belén, que había pedido a Dios, con gran fervor, el cumplimiento de la
promesa: en su corazón vi un gran deseo de ser elegido por esposo de María.
En cuanto a ésta, volvió a su celda y derramó muchas lágrimas, sin poder
imaginar siquiera que habría de permanecer siempre virgen.
Después de esto vi al Sumo Sacerdote, obedeciendo a un impulso interior,
presentar unas ramas a los asistentes, ordenando que cada uno de ellos marcara
una con su nombre y la tuviera en la mano durante la oración y el sacrificio.
Cuando hubieron hecho esto, las ramas fueron tomadas nuevamente
de sus manos y colocadas en un altar delante del Santo de los Santos, siéndoles
anunciado que aquél de entre ellos cuya rama floreciere sería el designado
por el Señor para ser el esposo de María de Nazaret. Mientras las ramas
se hallaban delante del Santo de los Santos siguió celebrándose el sacrificio
y continuó la oración. Durante este tiempo vi al joven, cuyo nombre
quizás recuerde, invocar a Dios en una sala del Templo, con los brazos extendidos,
y derramar ardientes lágrimas, cuando después del tiempo marcado
les fueron devueltas las ramas anunciándoles que ninguno de ellos había
sido designado por Dios para ser esposo de aquella Virgen. Volvieron los
hombres a sus casas y el joven se retiró al monte Carmelo, junto con los sacerdotes
que vivían allí desde el tiempo de Elías, quedándose con ellos y
orando continuamente por el cumplimiento de la Promesa.
Luego vi a los sacerdotes del Templo buscando nuevamente en los registros
de las familias si quedaba algún descendiente de la familia de David que no
hubiese sido llamado. Hallaron la indicación de seis hermanos que habitaban
en Belén, uno de los cuales era desconocido y andaba ausente desde
hacía tiempo. Buscaron el domicilio de José, descubriéndolo a poca distancia
de Samaria, en un lugar situado cerca de un riachuelo. Habitaba a la orilla
del río y trabajaba bajo las órdenes de un carpintero. Obedeciendo a las
órdenes del Sumo Sacerdote, acudió José a Jerusalén y se presentó en el
Templo. Mientras oraban y ofrecían sacrificio pusiéronle también en las
manos una vara, y en el momento en que él se disponía a dejarla sobre el
altar, delante del Santo de los Santos, brotó de la vara una flor blanca, semejante
a una azucena; y pude ver una aparición luminosa bajar sobre él: era
como si en ese momento José hubiese recibido al Espíritu Santo. Así se supo
que éste era el hombre designado por Dios para ser prometido de María
Santísima, y los sacerdotes lo presentaron a María, en presencia de su madre.
María, resignada a la voluntad de Dios, lo aceptó humildemente, sabiendo
que Dios todo lo podía, puesto que Él había recibido su voto de pertenecer
sólo a Él.
Las bodas de María y José, que duraron de seis a siete días, fueron celebradas
en Jerusalén en una casa situada cerca de la montaña de Sión que se alquilaba
a menudo para ocasiones semejantes. Además de las maestras y
compañeras de María de la escuela del Templo, asistieron muchos parientes
de Joaquín y de Ana, entre otros un matrimonio de Gofna con dos hijas. Las
bodas fueron solemnes y suntuosas, y se ofrecieron e inmolaron muchos
corderos como sacrificio en el Templo.
He podido ver muy bien a María con su vestido nupcial. Llevaba una túnica
muy amplia abierta por delante, con anchas mangas. Era de fondo azul, con
grandes rosas coloradas, blancas y amarillas, mezcladas de hojas verdes, a
modo de las ricas casullas de los tiempos antiguos. El borde inferior estaba
adornado con flecos y borlas. Encima del traje llevaba un peplo celeste parecido
a un gran pai’io. Además de este manto, las mujeres judías solían llevar
en ciertas ocasiones algo así como un abrigo de duelo con mangas. El
manto de María caíale sobre los hombros volviendo hacia adelante por ambos
lados y terminando en una cola. Llevaba en la mano izquierda una pequeña
corona de rosas blancas y rojas de seda; en la derecha tenía, a modo
de cetro, un hermoso candelero de oro sin pie, con una pequeña bandeja sobrepuesta,
en el que ardía algo que producía una llama blanquecina.
Las jóvenes del Templo arreglaron el cabello de María, terminando el tocado
en muy breve tiempo. Ana había traído el vestido de boda, y María, en su
humildad, no quería ponérselo después de los esponsales. Sus cabellos fueron
ajustados en tomo a la cabeza, de la cual colgaba un velo blanco que
caía por debajo de los hombros. Sobre esté velo le fue puesta una corona. La
cabellera de María era abundante, de color rubio de oro, cejas negras y altas,
grandes ojos de párpados habitualmente entornados con largas pestañas negras,
nariz de bella forma un poco alargada, boca noble y graciosa, y fino
mentón. Su estatura era mediana. Vestida con su hermoso traje, era su andar
lleno de gracia, de decencia y de gravedad. Vistióse luego para la boda con
otro atavío menos adornado, del cual poseo un pequeño trozo que guardo
entre mis reliquias. Llevó este traje listado en Cana y en otras ocasiones solemnes.
A veces volvía a ponerse su vestido de bodas cuando iba al Templo.
Personas acomodadas mudaban tres o cuatro veces sus vestidos en las bodas.
En ese traje de gala María me recordaba a ciertas mujeres ilustres de
otras épocas, por ejemplo a Santa Elena y a Santa Cunegunda, aunque distinguiéndose
de ellas por el manto con que se envolvían las mujeres judías,
más parecido al de las damas romanas. Había en Sión, en la vecindad del
Cenáculo, algunas mujeres que preparaban hermosas telas de todas clases,
según pude ver a propósito de sus vestidos. José llevaba un traje largo, muy
amplio, de color azul con mangas anchas y sujetas al costado por cordones.
En tomo al cuello tenía una esclavina parda o más bien una ancha estola, y
en el pecho colgábanle dos tiras blancas.
He visto todos los pormenores de los esponsales de María y José: la comida
de boda y las demás solemnidades; pero he visto al mismo tiempo otras tantas
cosas. Me encuentro tan enferma, tan molesta de mil diversas formas,
que no me atrevo a decir más para no introducir confusión en estos relatos.

XXVI
El anillo nupcial de María
He visto que el anillo nupcial de Maria no es de oro ni de plata ni de
otro metal. Tiene un color sombrío con reflejos cambiantes. No es
tampoco un pequeño círculo delgado, sino bastante grueso como un dedo de
ancho. Lo vi todo liso, aunque llevaba incrustados pequeños triángulos regulares
en los cuales había letras. Vi que estaba bien guardado bajo muchas
cerraduras en una hermosa iglesia. Hay personas piadosas que antes de celebrar
sus bodas tocan esta reliquia preciosa con sus alianzas matrimoniales.
En estos últimos días he sabido muchos detalles relativos a la historia del
anillo nupcial de María; pero no puedo relatarlo en el orden debido.
He visto una fiesta en una ciudad de Italia donde se conserva este anillo. Estaba
expuesto en una especie de viril, encima del tabernáculo. Había allí un
gran altar embellecido con adornos de plata. Mucha gente llevaba sus anillos
para hacerlos tocar en la custodia. Durante esta fiesta he visto aparecer
de ambos lados del altar del anillo, a María y a José con sus trajes de bodas.
Me pareció que José colocaba el anillo en el dedo de María. En aquel momento
vi el anillo todo luminoso, como en movimiento. A la izquierda y a la
derecha del altar, vi otros dos altares, los cuales probablemente no se hallaban
en la misma iglesia; pero me fueron mostrados allí en esta visión.
Sobre el altar de la derecha se hallaba una imagen del Ecce Homo, que un piadoso
magistrado romano, amigo de San Pedro, había recibido milagrosamente.
Sobre el altar de la izquierda estaba una de las mortajas de Nuestro
Señor.
Terminadas las bodas, se volvió Ana a Nazaret, y María partió también en
compañía de varias vírgenes que habían dejado el Templo al mismo tiempo
que ella. No sé hasta dónde acompañaron a María: sólo recuerdo que el primer
sitio donde se detuvieron para pasar la noche fue la escuela de Levitas
de Bet-Horon. María hacía el viaje a pie. Después de las bodas, José había
ido a Belén para ordenar algunos asuntos de familia. Más tarde se trasladó a
Nazaret.

XXVII
La casa de Nazaret
He visto una fiesta en la casa de Santa Ana. Vi allí a seis huéspedes sin
contar a los familiares de la casa y a algunos niños reunidos con José
y María en torno de una mesa, sobre la cual había vasos. La Virgen tenía un
manto con flores coloradas, azules y blancas, como se ve en las antiguas casullas.
Llevaba un velo transparente y por encima otro negro. Esta parecía
una continuación de la fiesta de bodas. Mi guía me llevó a la casa de Santa
Ana, que reconocí en seguida con todos sus detalles. No encontré allí a José
ni a María. Vi que Santa Ana se disponía a ir a Nazaret, donde habitaba ahora
la Sagrada Familia. Llevaba bajo el brazo un envoltorio para María. Para
ir a Nazaret tuvo que atravesar una llanura y luego un bosquecillo, delante
de una altura. Yo seguí el mismo camino. La casa de José no estaba muy
lejos de la puerta de la ciudad y no era tan grande como la de Santa Ana.
Había en la vecindad un pozo cuadrangular al cual se bajaba por algunas
gradas; delante de la casa había un pequeño patio cuadrado. He visto a Ana
visitando a María y entregarle lo que había traído para ella, volviéndose luego
a su casa. María lloró mucho y acompañó a su santa madre un trozo de
camino. Vi a San José frente a la casa en un sitio algo apartado.
La casita de Nazaret, que Ana había preparado para María y José, pertenecía
a Santa Ana. Ella podía desde su casa llegar allí sin ser observada, por caminos
extraviados, en media hora de camino. La casita no estaba lejos de la
puerta de la ciudad. Tenía delante un patiecito. Estaba sobre una colinita, no
edificada ni cavada, sino que estaba separada de la colina por la parte de
atrás, y a la cual conducía un sendero angosto abierto en la misma roca. En
la parte posterior tenía una abertura por arriba, en forma de ventana, que miraba
a lo alto de la colina. Había bastante oscuridad detrás de la casa. La
parte posterior de la casita era triangular y era más elevada que la anterior.
La parte baja estaba cavada en la piedra; la parte alta era de materiales livianos.
En la parte posterior estaba el dormitorio de María: allí tuvo lugar la
Anunciación del Ángel. Esta pieza tenía forma semicircular debido a los tabiques
de juncos entretejidos groseramente, que cubrían las paredes posteriores
en lugar de los biombos livianos que se usaban. Los tabiques que cubrían
las paredes tenían dibujos de varias formas y colores. El lecho de María
estaba en el lado derecho; detrás de un tabique entretejido. En la parte
izquierda estaba el armario y la pequeña mesa con el escabel: era éste el lugar
de oración de María. La parte posterior de la casa estaba separada del
resto por el hogar, que era una pared en medio de la cual se levantaba una
chimenea hasta el techo. Por la abertura del techo salía la chimenea, terminada
en un pequeño techito. Más tarde he visto al final de esta chimenea dos
pequeñas campanas colgadas. A derecha e izquierda había dos puertas con
tres escalones que iban a la pieza de María. En las paredes del hogar había
varios huecos abiertos con el menaje y otros objetos que aún veo en la casa
de Loreto, Detrás de la chimenea había un tirante de cedro, al cual estaba
adherida la pared del hogar con la chimenea. Desde este tirante plantado
verticalmente salia otro a través a la mitad de la pared posterior, donde estaban
metidos otros por ambos lados. El color de estos maderos era azulado
con adornos amarillos. A través de ellos se veía el techo, revestido interiormente
de hojas y de esteras; en los ángulos había adornos de estrellas. La
estrella del ángulo del medio era grande y parecía representar el lucero de la
mañana. Más tarde he visto allí más número de estrellas. Sobre el tirante
horizontal que salia de la chimenea e iba a la pared posterior por una abertura
exterior, colgaba la lámpara. Debajo de la chimenea se veía otro tirante.
El techo exterior no era en punta, sino plano, de modo que se podía caminar
sobre él, pues estaba resguardado por un parapeto en tomo de esa azotea.
Cuando la Virgen Santísima, después de la muerte de San José, dejó la casita
de Nazaret y fue a vivir en las cercanías de Cafarnaúm, se empezó a adornar
la casa, conservándola como un lugar sagrado de oración. María peregrinaba
a menudo desde Cafarnaúm hasta allá, para visitar el lugar de la Encamación
y entregarse a la oración.
Pedro y Juan, cuando iban a Palestina, solían visitar la casita para consagrar
en ella, pues se había instalado un altar en el lugar donde había estado el
hogar. El armarito que María había usado lo pusieron sobre la mesa del altar
como a manera de tabernáculo.