De la Natividad de la Virgen a la muerte del patriarca San José – Sección 5

XX
La ciudad de Jerusalén
Hoy al mediodía he visto llegar la comitiva que acompañaba a María al
templo de Jerusalén. Jerusalén es una ciudad extraña. No hay que pensar
que sea como una de nuestras ciudades, con tanta gente en las calles. Muchas
calles bajas y altas corren alrededor de los muros de la ciudad y no tienen salida
ni puertas. Las casas de las alturas, detrás de las murallas, están orientadas hacia
el otro lado, pues se han edificado barrios distintos y se han formado nuevas
crestas de colinas y los antiguos muros quedaron allí. Muchas veces se ven las
calles de los valles sobreedificadas con sólidas bóvedas. Las casas tienen sus
patios y piezas orientadas hacia el interior; hacia la calle sólo hay puertas y terrazas
sobre los muros. Generalmente las casas son cerradas. Cuando la gente
no va a las plazas o mercados o al templo está generalmente entretenida en el in·
terior de sus casas. Hay silencio en las calles, fuera de los lugares de mercado o
de ciertos palacios, donde se ve ir y venir a soldados y viajeros. En ciertos días
en que están casi todos en el templo, las calles parecen como muertas. A causa
de las calles solitarias, de los profundos valles y de la costumbre de permanecer
las gentes en sus casas, es que Jesús podía ir y venir con sus discípulos sin ser
molestado. Por lo general falta agua en la ciudad: frecuentemente se ven edifi·
cios altos adonde es llevada y torres hacia las cuales es bombeada el agua. En el
templo se tiene mucho cuidado con el agua porque hay que purificar muchos
vasos y lavar las ropas sacerdotales. Se ven grandes maquinarias y artefactos
para bombear el agua a los lugares elevados. Hay muchos mercaderes y vendedores
en la ciudad: están casi siempre en los mercados o en lugares abiertos,
bajo tiendas de campaña. Veo, por ejemplo, no lejos de la Puerta de las Ovejas,
a mucha gente que negocia con alhajas, oro, objetos brillantes y piedras precio·
sas. Las casitas que habitan son muy livianas, pero sólidas, de color pardo, como
si estuviesen cubiertas con pez o betún. Adentro hacen sus negocios; entre
una tienda y otra están extendidas lonas, debajo de las cuales muestran sus mercaderías.
Hay, sin embargo, otras partes de la ciudad donde hay mayor movimiento
y se ven gentes que van y vienen cerca de ciertos palacios.
Comparada Jerusalén con la Roma antigua, que he visto, esta ciudad era mucho
más bulliciosa en las calles; tenia aspecto más agradable y no era tan desigual ni
empinada. La montaña sobre la cual se halla el templo está rodeada, por el lado
en que la pendiente es más suave, de casas que forman varias calles detrás de
espesos muros. Estas casas están construidas sobre terrazas colocadas unas sobre
otras. Allí viven los sacerdotes y los servidores subalternos del templo, que
hacen trabajos más rudos, como la limpieza de los fosos, donde se echan los desperdicios
provenientes de los sacrificios de animales. Hay un costado norte, creo,
donde la montaña del templo es muy escarpada. En todo lo alto, alrededor de la
cumbre, se halla una zona verde formada por pequeños jardines pertenecientes a
los sacerdotes. Aun en tiempos de Jesucristo se trabajaba siempre en alguna par·
te del templo. Este trabajo no cesaba nunca. En la montaña del templo había mucho
mineral, que se fue sacando y empleando en la construcción del mismo edificio.
Debajo del templo hay fosos y lugares donde funden el metal. No pude encontrar
en este gran templo un lugar donde poder rezar a gusto. Todo el edificio es
admirablemente macizo, alto y sólido. Los numerosos patios son estrechos y
sombríos, llenos de andamios y de asientos. Cuando hay mucha gente causa
miedo encontrarse apretado entre los espesos muros y las gruesas columnas.
Tampoco me gustan los continuos sacrificios y la sangre derramada en abundancia,
a pesar de que esto se hace con orden e increíble limpieza. Hacía mucho
tiempo que no había visto con tanta claridad, como hoy, los edificios, los caminos
y los pasajes. Pero son tantas las cosas que hay aquí que me es imposible
describirlas con detalles.
Los viajeros llegaron con la pequeña María, por el norte, a Jerusalén: con todo,
no entraron por ese lado, sino que dieron vuelta alrededor de la ciudad hasta el
muro oriental, siguiendo una parte del valle de Josafat. Dejando a la izquierda el
Monte de los Olivos y el camino de Betania, entraron en la ciudad por la Puerta
de las Ovejas, que conducía al mercado de las bestias. No lejos de esta puerta
hay un estanque donde se lava por primera vez a las ovejas destinadas al sacrificio.
No es ésta la piscina de Bethseda.
La comitiva, después de haber entrado en la ciudad, torció de nuevo a la derecha
y entró en otra barriada siguiendo un largo valle interno dominado de un lado
por las altas murallas de una zona más elevada de la ciudad, llegando a la parte
occidental en los alrededores del mercado de los peces, donde se halla la casa
paterna de Zacarías de Hebrón. Se encontraba allí un hombre de avanzada edad:
creo que el hermano de su padre. Zacarías solía volver a la casa después de
haber cumplido su servicio en el templo. En esos días se encontraba en la ciudad
y habiendo acabado su tiempo de servicio, quería quedarse sólo unos días en
Jerusalén para asistir a la entrada de María al templo. Al llegar la comitiva , Zacarías
no se encontraba allí. En la casa se hallaban presentes otros parientes de
los contornos de Belén y de Hebrón, entre ellos, dos hijas de la hermana de Isabel.
Isabel tampoco se encontraba allí en ese momento. Estas personas se habían
adelantado para recibir a los caminantes hasta un cuarto de legua por el camino
del valle. Varias jóvenes los acompañaban llevando guirnaldas y ramas de árboles.
Los caminantes fueron recibidos con demostraciones de contento y conducidos
hasta la casa de Zacarías, donde se festejó la llegada. Se les ofreció refrescos
y todos se prepararon para llevarlos a una posada contigua al templo, donde
los forasteros se hospedan los días de fiesta. Los animales que Joaquín había
destinado para el sacrificio habían sido conducidos ya desde los alrededores de
la plaza del ganado a los establos situados cerca de esta casa. Zacarías acudió
también para guiar a la comitiva desde la casa paterna hasta la posada. Pusieron
a la pequeña María su segundo vestidito de ceremonias con el peplo celeste.
Todos se pusieron en marcha formando una ordenada procesión. Zacarías iba
adelante con Joaquín y Ana; luego la niña María rodeada de cuatro niñas vestidas
de blanco, y las otras chicas con sus padres cerraban la marcha. Anduvieron
por varias calles y pasaron delante del palacio de Herodes y de la casa donde
más tarde habitó Pilatos. Se dirigieron hacia el ángulo Noreste del templo, dejando
atrás la fortaleza Antonia, edificio muy alto, situado al Noroeste. Subieron
por unos escalones abiertos en una muralla alta. La pequeña María subió sola ,
con alegre prisa, sin permitir que nadie la ayudara. Todos la miraban con asombro.
La casa donde se alojaron era una posada para días de fiesta situada a corta
distancia del mercado del ganado. Había varias posadas de este género alrededor
del templo, y Zacarías había alquilado una. Era un gran edificio con cuatro
galerías en torno de un patio extenso. En las galerías se hallaban los dormitorios,
así como largas mesas muy bajas. Había una sala espaciosa y un hogar para
la cocina. El patio para los animales enviados por Zacarias estaba muy cerca. A
ambos lados del edificio habitaban los servidores del templo que se ocupaban de
los sacrificios. Al entrar los forasteros se les lavaron los pies, como se hacía con
los caminantes; los de los hombres fueron lavados por hombres; y las mujeres
hicieron este servicio con las mujeres. Entraron luego en una sala en medio de la
cual se hallaba suspendida una gran lámpara de varios brazos sobre un depósito
de bronce lleno de agua, donde se lavaron la cara y las manos. Cuando hubieron
quitado la carga al asno de Joaquín, un sirviente lo llevó a la cuadra. Joaquín
había dicho que sacrificaría y siguió a los servidores del templo hasta el sitio
donde se hallaban los animales, a los cuales examinaron.
Joaquin y Ana se dirigieron luego con María a la habitación de los sacerdotes,
situada más arriba. Aquí la niña María, como elevada por el espíritu interior, subió
ligerísimamente los escalones con un impulso extraordinario. Los dos sacerdotes
que se hallaban en la casa los recibieron con grandes muestras de amistad:
uno era anciano y el otro más joven. Los dos habían asistido al examen de la niña
en Nazaret y esperaban su llegada. Después de haber conversado del viaje y
de la próxima ceremonia de la presentación, hicieron llamar a una de las mujeres
del Templo. Era ésta una viuda anciana que debía encargarse de velar por la niña.
Habitaba en la vecindad con otras personas de su misma condición, haciendo
toda clase de labores femeniles y educando a las niñas. Su habitación se encontraba
más apartada del templo que las salas adyacentes, donde habían sido dispuestos,
para las mujeres y las jóvenes consagradas al servicio del Templo, pequeños
oratorios desde los cuales podían ver el santuario sin ser vistas por los
demás. La matrona que acababa de llegar estaba tan bien envuelta en su ropaje
que apenas podía vérsele la cara. Los sacerdotes y los padres de María se la presentaron,
confiándola a sus cuidados. Ella estuvo dignamente afectuosa, sin perder
su gravedad. La niña María se mostró humilde y respetuosa. La instruyeron
en todo lo que se relacionaba con la niña y su entrada solemne en el templo.
Aquella mujer bajó con ellos a la posada, tomó el ajuar que pertenecía a la niña y
se lo llevó a fin de prepararlo todo en la habitación que le estaba destinada. La
gente que había acompañado a la comitiva desde la casa de Zacarias, regresó a
su domicilio, quedando en la posada solamente los parientes. Las mujeres se instalaron
allí y prepararon la fiesta que debía tener lugar al día siguiente.
Joaquín y algunos hombres condujeron las víctimas al Templo al despuntar el
nuevo día y los sacerdotes las revisaron nuevamente. Algunos animales fueron
desechados y llevados en seguida a la plaza del ganado. Los aceptados fueron
conducidos al patio donde habrían de ser inmolados. Vi allí muchas cosas que
ya no es posible decirlas en orden. Recuerdo que antes de inmolar, Joaquín
colocaba su mano sobre la cabeza de la víctima, debiendo recibir la sangre en
un vaso y también algunas partes del animal. Había varías columnas, mesas y
vasos. Se cortaba, se repartía y ordenaba todo. Se quitaba la espuma de la
sangre y se ponía aparte la grasa, el hígado, el bazo, salándose todo esto. Se
limpiaban los intestinos de los corderos, rellenándolos con algo y volviéndolos
a poner dentro del cuerpo, de modo que el animal parecía entero, y se ataban
las patas en forma de cruz. Luego, una gran parte de la carne era llevada al
patio donde las jóvenes del Templo debían hacer algo con ella: quizás prepararla
para alimento de los sacerdotes o ellas mismas. Todo esto se hacía con
un orden increíble. Los sacerdotes y levitas iban y venían, siempre de dos en
dos. Este trabajo complicado y penoso se hacía fácilmente, como si se efectuase
por sí solo. Los trozos destinados al sacrificio quedaban impregnados en
sal hasta él día siguiente, en que debían ser ofrecidos sobre el altar.
Hubo hoy una gran fiesta en la posada, seguida de una comida solemne.
Habría unas cien personas, contados los niños. Estaban presentes unas veinti-
cuatro niñas de diversas edades, entre ellas Serapia, que fue llamada Verónica
después de la muerte de Jesús: era bastante crecida, como de unos diez o doce
años. Se tejieron coronas y guirnaldas de flores para María y sus compañeras,
adornándose también siete candelabros en forma de cetro sin pedestal. En
cuanto a la llama que brillaba en su extremidad no sé si estaba alimentada con
aceite, cera u otra materia. Durante la fiesta entraron y salieron numerosos
sacerdotes y levitas. Tomaron parte en el banquete, y al expresar su asombro
por la gran cantidad de víctimas ofrecidas para el sacrificio, Joaquín les dijo
que en recuerdo de la afrenta recibida en el templo, al ser rechazado su sacrificio,
y a causa de la misericordia de Dios que había escuchado su oración,
había querido demostrar su gratitud de acuerdo con sus medios. Hoy pude ver
a la pequeña María paseando con las otras jóvenes en torno de su casa. Otros
detalles los he olvidado completamente.

XXI
Presentación de María en el Templo
Esta mañana fueron al Templo: Zacarías, Joaquín y otros hombres. Más tarde
fue llevada María por su madre en medio de un acompañamiento solemne.
Ana y su hija Maria Helí, con la pequeña María Cleofás, marchaban delante;
iba luego la santa niña María con su vestidito y su manto azul celeste, los
brazos y el cuello adornados con guirnaldas: llevaba en la mano un cirio ceñido
de flores. A su lado caminaban tres niñitas con cirios semejantes. Tenían vestidos
blancos, bordados de oro y peplos celestes, como María, y estaban rodeadas
de guirnaldas de flores; llevaban otras pequeñas guirnaldas alrededor del cuello
y de los brazos. Iban en seguida las otras jóvenes y niñas vestidas de fiesta, aunque
no uniformemente. Todas llevaban pequeños mantos. Cerraban el cortejo
las demás mujeres. Como no se podía ir en línea recta desde la posada al Templo,
tuvieron que dar una vuelta pasando por varias calles. Todo el mundo se
admiraba de ver el hermoso cortejo y en las puertas de varias casas rendían
honores. En María se notaba algo de santo y de conmovedor. A la llegada de la
comitiva he visto a varios servidores del Templo empeñados en abrir con grande
esfuerzo una puerta muy alta y muy pesada, que brillaba como oro y que tenía
grabadas varias figuras: cabezas, racimos de uvas y gavillas de trigo. Era la
Puerta Dorada. La comitiva entró por esa puerta. Para llegar a ella era preciso
subir cincuenta escalones; creo que había entre ellos algunos descansos. Quisieron
llevar a María de la mano; pero ella no lo permitió: subió los escalones rápidamente,
sin tropiezos, llena de alegre entusiasmo. Todos se hallaban profundamente
conmovidos.
Bajo la Puerta Dorada fue recibida María por Zacarías, Joaquín y algunos sacerdotes
que la llevaron hacía la derecha, bajo la amplia arca da de la puerta, a las
altas salas donde se había preparado una comida en honor de alguien. Aquí se
separaron las personas de la comitiva. La mayoría de las mujeres y de las niñas
se dirigieron al sitio del Templo que les estaba reservado para orar. Joaquín y
Zacarías fueron al lugar del sacrificio. Los sacerdotes hicieron todavía algunas
preguntas a María en una sala y cuando se hubieron retirado, asombrados de la
sabiduría de la niña, Ana vistió a su hija con el tercer traje de fiesta, que era de
color azul violáceo y le puso el manto, el velo y la corona ya descritos por mí
al relatar la ceremonia que tuvo lugar en la casa de Ana.
Entre tanto Joaquín había ido al sacrificio con los sacerdotes. Luego de recibir
un poco de fuego tomado de un lugar determinado, se colocó entre dos sacerdotes
cerca del altar. Estoy demasiada enferma y distraída para dar la explicación
del sacrificio en el orden necesario. Recuerdo lo siguiente: no se podía
llegar al altar más que por tres lados. Los trozos preparados para el holocausto
no estaban todos en el mismo lugar, sino puestos alrededor, en distintos sitios.
En los cuatro extremos del altar había cuatro columnas de metal, huecas, sobre
las cuales descansaban cosas que parecían caños de chimenea. Eran anchos
embudos de cobre terminados en tubos en forma de cuemos, de modo que el
humo podía salir pasando por sobre la cabeza de los sacerdotes que ofrecían el
sacrificio. Mientras se consumía sobre el altar la ofrenda de Joaquín, Ana fue,
con Maria y las jóvenes que la acompañaban, al vestíbulo reservado a las mujeres.
Este lugar estaba separado del altar del sacrificio por un muro que tenninaba
en lo alto en una reja. En medio de este muro había una puerta. El atrio
de las mujeres, a partir del muro de separación, iba subiendo de manera que
por lo menos las que se hallaban más alejadas podían ver hasta cierto punto el
altar del sacrificio. Cuando la puerta del muro estaba abierta, algunas mujeres
podían ver el altar. Maria y las otras jóvenes se hallaban de pie, delante de
Ana, y las demás parientas estaban a poca distancia de la puerta. En sitio aparte
había un grupo de niños del Templo, vestidos de blanco, que tañían flautas y
arpas.
Después del sacrificio se preparó bajo la puerta de separación un altar portátil
cubierto, con algunos escalones para subir. Zacarías y Joaquín fueron con un
sacerdote desde el patio hasta este altar, delante del cual estaba otro sacerdote
y dos levitas con rollos y todo lo necesario para escribir. Un poco atrás se
hallaban las doncellas que habían acompañado a María. María se arrodilló sobre
los escalones; Joaquín y Ana extendieron las manos sobre su cabeza. El
sacerdote cortó un poco de sus cabellos, quemándolos luego sobre un bracero.
Los padres pronunciaron algunas palabras, ofreciendo a su hija, y los levitas
las escribieron. Entretanto las niñas cantaban el salmo 44: Eructavit cor meum
verbum bonum, y los sacerdotes el salmo 49: Deus deorum Dominus locutus est,
mientras los niños tocaban sus instrumentos. Observé entonces que dos sacerdotes
tomaron a María de la mano y la llevaron por unos escalones hacia un
lugar elevado del muro, que separaba el vestíbulo del Santuario. Colocaron a la
niña en una especie de nicho en el centro de aquel muro, de manera que ella pudiera
ver el sitio donde se bailaban, puestos en fila, varios hombres que me parecieron
consagrados al Templo. Dos sacerdotes estaban a su lado; había otros
dos en los escalones, recitando en alta voz oraciones escritas en rollos. Del otro
lado del muro se hallaba de pie un anciano príncipe de los sacerdotes, cerca del
altar, en un sitio bastante elevado que permitía vérsele el busto. Yo lo vi presentando
el incienso, cuyo humo se esparció alrededor de María.
Durante esta ceremonia vi en torno de María un cuadro simbólico que pronto
llenó el Templo y lo oscureció. Vi una gloria luminosa debajo del corazón de
María y comprendí que ella encerraba la promesa de la sacrosanta bendición de
Dios. Esta gloria aparecía rodeada por el arca de Noé, de manera que la cabeza
de María se alzaba por encima y el arca tomaba a su vez la forma del Arca de la
Alianza, viendo luego a ésta como encerrada en el Templo. Luego vi que todas
estas formas desaparecían mientras el cáliz de la santa Cena se mostraba fuera
de la gloria, delante del pecho de María, y más arriba, ante la boca de la Virgen,
aparecía un pan marcado con una cruz. A los lados brillaban rayos de cuyas extremidades
surgían figuras con símbolos místicos de la Santísima Virgen, como
todos los nombres de las Letanías que le dirige la Iglesia. Subían, cruzándose
desde sus hombros, dos ramas de olivo y de ciprés, o de cedro y de ciprés, por
encima de una hermosa palmera junto con un pequeño ramo que vi aparecer detrás
de ella. En los espacios de las ramas pude ver todos los instrumentos de la
pasión de Jesucristo. El Espíritu Santo, representado por una figura alada que
parecía más forma humana que paloma, se hallaba suspendido sobre el cuadro,
por encima del cual vi el cielo abierto, el centro de la celestial Jerusalén, la ciudad
de Dios, con todos sus palacios, jardines y lugares de los futuros santos.
Todo estaba lleno de ángeles, y la gloria, que ahora rodeaba a la Virgen Santísima,
lo estaba con cabezas de estos espíritus. ¡Ah, quién pudiera describir estas
cosas con palabras humanas! … Se veía todo bajo formas tan diversas y tan multiformes,
derivando unas de las otras en tan continuada transformación, que he
olvidado la mayor parte de ellas. Todo lo que se relaciona con la Santísima Virgen
en la antigua y en la nueva Alianza y hasta en la eternidad, se hallaba allí
representado. Sólo puedo comparar esta visión a otra menor que tuve hace poco,
en la cual vi en toda su magnificencia el significado del santo Rosario. Muchas
personas, que se creen sabias, comprenden esto menos que los pobres y humildes
que lo recitan con simplicidad, pues éstos acrecientan el esplendor con su
obediencia, su piedad y su sencilla confianza en la Iglesia, que recomienda esta
oración. Cuando vi todo esto, las bellezas y magnificencias del Templo, con los
muros elegantemente adornados, me parecían opacos y ennegrecidos detrás de la
Virgen Santísima, El Templo mismo parecía esfumarse y desaparecer: sólo María
y la gloria que la rodeaba lo llenaba todo. Mientras estas visiones pasaban
delante de mis ojos, dejé de ver a la Virgen Santísima bajo forma de niña: me
pareció entonces grande y como suspendida en el aire. Con todo veía también, a
través de María , a los sacerdotes, al sacrificio del incienso y a todo lo demás de
la ceremonia. Parecía que el sacerdote estaba detrás de ella, anunciando el porvenir
e invitando al pueblo a agradecer y a orar a Dios, porque de esta niña
habría de salir algo muy grandioso. Todos los que estaban en el Templo, aunque
no veían lo que yo veía, estaban recogidos y profundamente conmovidos. Este
cuadro se desvaneció gradualmente de la misma manera que lo había visto aparecer.
Al fin sólo quedó la gloria bajo el corazón de María y la bendición de la
promesa brillando en su interior. Luego desapareció también y sólo vi a la niña
María adornada entre los sacerdotes.
Los sacerdotes tomaron las guirnaldas que estaban alrededor de sus brazos y la
antorcha que llevaba en la mano, y se las dieron a las compañeras. Le pusieron
en la cabeza un velo pardo y la hicieron descender las gradas, llevándola a una
sala vecina, donde seis vírgenes del Templo, de mayor edad, salieron a su encuentro
arrojando flores ante ella. Detrás iban sus maestras, Noemí, hermana de
la madre de Lázaro, la profetisa Ana y otra mujer. Los sacerdotes recibieron a la
pequeña María, retirándose luego. Los padres de la Niña, así como sus parientes
más cercanos, se encontraban allí. Una vez terminados los cantos sagrados, des-
pidióse María de sus padres. Joaquín, que estaba profundamente conmovido,
tomó a María entre sus brazos y apretándola contra su corazón, dijo en medio de
las lágrimas: «Acuérdate de mi alma ante Dios». María se dirigió luego con las
maestras y varias otras jóvenes a las habitaciones de las mujeres, al Norte del
Templo. Estas habitaban salas abiertas en los espesos muros del Templo y podí·
an, a través de pasajes y escaleras, subir a los pequefios oratorios colocados cerca
del Santuario y del Santo de los Santos. Los deudos de María volvieron a la sala
contigua a la Puerta Dorada, donde antes se habían detenido quedándose a comer
en compañía de los sacerdotes. Las mujeres comían en sala aparte.
He olvidado, entre otras muchas cosas, por qué la fiesta había sido tan brillante y
solemne. Sin embargo, sé que fue a consecuencia de una revelación de la volun·
tad de Dios. Los padres de María eran personas de condición acomodada y si
vivían pobremente era por espíritu de mortificación y para poder dar más limos·
nas a los pobres. Así es cómo Ana, no sé por cuánto tiempo, sólo comió alimen·
tos fríos. A pesar de esto trataban a la servidumbre con generosidad y la dotaban.
He visto a muchas personas orando en el Templo. Otras habían seguido a la co·
mitiva hasta la puerta misma. Algunos de los presentes debieron tener cierto pre·
sentimiento de los destinos de la Niña, pues recuerdo unas palabras que Santa
Ana en un momento de entusiasmo jubiloso dirigió a las mujeres, cuyo sentido
era: «He aquí el Arca de la Alianza, el vaso de la Promesa, que entra ahora en el
Templo». Los padres de María y demás parientes regresaron hoy a Bet-Horon.

XXII
María en el Templo
He visto una fiesta en las habitaciones de las vírgenes del Templo. María
pidió a las maestras y a cada doncella en particular si querían admitirla
entre ellas, pues esta era la costumbre que se practicaba. Hubo una comida y una
pequeña fiesta en la que algunas niñas tocaron instrumentos de música. Por la
noche vi a Noemi, una de las maestras, que conducía a la niña María hasta la pequeña
habitación que le estaba reservada y desde la cual podía ver el interior del
Templo. Había en ella una mesa pequeña, un escabel y algunos estantes en los
ángulos. Delante de esta habitación había lugar para la alcoba, el guardarropa y
el aposento de Noemí. María habló a Noemí de su deseo de levantarse varias veces
durante la noche, pero ésta no se lo permitió. Las mujeres del Templo llevaban
largas y amplias vestiduras blancas, ceñidas con fajas y mangas muy anchas,
que recogían para trabajar. Iban veladas.
No recuerdo haber visto nunca a Herodes que haya hecho reconstruir de nuevo
la totalidad del Templo. Sólo vi que durante su reinado se hicieron diversos
cambios. Cuando María entró en el Templo, once años antes del nacimiento
del Salvador, no se hacían trabajos propiamente dichos; pero, como siempre,
se trabajaba en las construcciones exteriores: esto no dejó de hacerse nunca.
He visto hoy la habitación de María en el Templo. En el costado Norte, frente
al Santuario, se hallaban en la parte alta varias salas que comunicaban con las
habitaciones de las mujeres. El dormitorio de María era uno de los más retirados,
frente al Santo de los Santos. Desde el corredor, levantando una cortina,
se pasaba a una sala anterior separada del dormitorio por un tabique de forma
convexa o terminada en ángulo. En los ángulos de la derecha e izquierda estaban
las divisiones para guardar la ropa y los objetos de uso; frente a la puerta
abierta de este tabique, algunos escalones llevaban arriba hasta una abertura,
delante de la cual había un tapiz, pudiéndose ver desde allí el interior del
Templo. A izquierda, contra el muro de la habitación, había una alfombra
arrollada, que cuando estaba extendida formaba el lecho sobre el cual reposaba
la niña María. En un nicho de la muralla estaba colocada una lámpara, cerca de
la cual vi a la niña de pie, sobre un escabel, leyendo oraciones en un rollo de
pergamino. Llevaba un vestido de listas blancas y azules, sembrado de flores
amarillas. Había en la habitación una mesa baja y redonda. Vi entrar en la
habitación a la profetisa Ana, que colocó sobre la mesa una fuente con frutas
del grosor de un haba y una anforita. María tenía una destreza superior a su
edad: desde entonces la vi trabajar en pequeños pedazos de tela blanca para el
servicio del Templo. Las paredes de su pieza estaban sobrepuestas con piedras
triangulares de varios colores. A menudo oía yo a la niña decir a Ana: «¡Ah,
pronto el Niño prometido nacerá! ¡Oh, si yo pudiera ver al niño Redentor!» …
Ana le respondía; «Yo soy ya anciana y debí esperar mucho a ese Niño. ¡Tú,
en cambio, eres tan pequeña!» … María lloraba a menudo por el ansia de ver al
niño Redentor. Las niñas que se educaban en el Templo se ocupaban de bordar,
adornar, lavar y ordenar las vestiduras sacerdotales y limpiar los utensilios sagrados
del Templo.
En sus habitaciones, desde donde podían ver el Templo, oraban y meditaban.
Estaban consagradas al Señor por medio de la entrega que hacían sus padres en
el Templo. Cuando llegaban a la edad conveniente, eran casadas, pues había entre
los israelitas piadosos la silenciosa esperanza de que de una de estas vírgenes
consagradas al Señor debía nacer el Mesías.
Cuan ciegos y duros de corazón eran los fariseos y los sacerdotes del Templo se
puede conocer por el poco interés y desconocimiento que manifestaron con las
santas personas con las cuales trataron. Primeramente desecharon sin motivo el
sacrificio de Joaquín. Sólo después de algunos meses, por orden de Dios, fue
aceptado el sacrificio de Joaquín y de Ana. Joaquín llega a las cercanías del Santuario
y se encuentra con Ana, sin saberlo de antemano, conducidos por los pasajes
debajo del Templo por los mismos sacerdotes. Aquí se encuentran ambos esposos
y María es concebida. Otros sacerdotes los esperan en la salida del Templo.
Todo esto sucedía por orden e inspiración de Dios. He visto algunas veces
que las estériles eran llevadas allí por orden de Dios. Maria llega al Templo teniendo
algo menos de cuatro años: en toda su presentación hay signos extra-
ordinarios y desusados. La hermana de la madre de Lázaro viene a ser la
maestra de María, la cual aparece en el Templo con tales señales no comunes
que algunos sacerdotes ancianos escribían en grandes libros acerca de esta niña
extraordinaria. Creo que estos escritos existen aún entre otros escritos, ocultos
por ahora. Más tarde suceden otros prodigios, como el florecimiento de la vara
en el casamiento con José. Luego la extraña historia de la venida de los tres Reyes
Magos, de los pastores, por medio del llamado de los ángeles. Después, en la
presentación de Jesús en el Templo, el testimonio de Símeón y de Ana; y el
hecho admirable de Jesús entre los doctores del Templo a los doce años. Todo
este conjunto de cosas extraordinarias las despreciaron los fariseos y las desatendieron.
Tenían las cabezas llenas de otras ideas y asuntos profanos y de gobierno.
Porque la Santa Familia vivió en pobreza voluntaría fue relegada al olvido,
como el común del pueblo. Los pocos iluminados, como Simeón, Ana y otros,
tuvieron que callar y reservarse delante de ellos.
Cuando Jesús comenzó su vida pública y Juan dio testimonio de El, lo contradijeron
con tanta obstinación en sus enseñanzas, que los hechos extraordinarios de
su juventud, si es que no los habían olvidado, no tenían interés ninguno en darlos
a conocer a los demás. El gobierno de Herodes y el yugo de los romanos, bajo
el cual cayeron, los enredó de tal manera en las intrigas palaciegas y en los
negocios humanos, que todo espíritu huyó de ellos. Despreciaron el testimonio
de Juan y olvidaron al decapitado. Despreciaron los milagros y la predicación
de Jesús. Tenían ideas erróneas sobre el Mesías y los profetas: así pudieron
maltratarlo tan bárbaramente, darle muerte y negar luego su resurrección y las
señales milagrosas sucedidas, como también el cumplimiento de las profecías
en la destrucción de Jerusalén. Pero si su ceguera fue grande al no reconocer las
señales de la venida del Mesías, mayor es su obstinación después que obró
milagros y escucharon su predicación. Si su obstinación no fuese tan grande-
mente extraordinaria, ¿cómo podría esta ceguera continuar hasta nuestros días?
Cuando voy por las calles de la presente Jerusalén para hacer el Vía Crucis
veo a menudo, debajo de un ruinoso edificio, una gran arcada en parte derruida
y en, parte con agua que entró. El agua llega, al presente hasta la tabla de la
mesa, del medio de la cual se levanta una columna, en torno de la que cuelgan
cajas llenas de rollos escritos. Debajo de la mesa hay también rollos dentro del
agua. Estos subterráneos deben ser sepulcros: se extienden hasta el monte Cal·
vario. Creo que es la casa que habitó Pilatos. Ese tesoro de escritos será a su
tiempo descubierto.
He visto a la Santísima Virgen en el Templo, unas veces en la habitación de
las mujeres con las demás niñas, otras veces en su pequeño dormitorio, cre·
ciendo en medio del estudio, de la oración y del trabajo, mientras hilaba y tejía
para el servicio del Templo. María lavaba la ropa y limpiaba los vasos sagra·
dos. Como todos los santos, sólo comía para el propio sustento, sin probar jamás
otros alimentos que aquéllos a los que había prometido limitarse. Pude
verla a menudo entregada a la oración y a la meditación. Además de las oraciones
vocales prescritas en el Templo, la vida de María era una aspiración incesante
hacia la redención, una plegaria interior continua. Hacía todo esto con
gran serenidad y en secreto, levantándose de su lecho e invocando al Señor
cuando todos dormían. A veces la vi llorando, resplandeciente, durante la oración.
Maria rezaba con el rostro velado. También se cubría cuando hablaba
con los sacerdotes o bajaba a una habitación vecina para recibir su trabajo o
entregar el que había terminado. En tres lados del Templo estaban estas habi·
taciones, que parecían semejantes a nuestras sacristías. Se guardaban en ellas
los objetos que las mujeres encargadas debían cuidar o confeccionar.
He visto a María en estado de éxtasis continuo y de oración interior. Su alma
no parecía hallarse en la tierra y recibía a menudo consuelos celestiales.
Suspiraba continuamente por el cumplimiento de la promesa y en su humildad
apenas podía formular el deseo de ser la última entre las criadas de la
Madre del Redentor.
La maestra que la cuidaba era Noemí, hermana de la madre de Lázaro. Tenía
cincuenta años y pertenecía a la sociedad de los esenios, así como las
mujeres agregadas al servicio del Templo. María aprendió a trabajar a su
lado, acompañándola cuando limpiaba las ropas y los vasos manchados con
la sangre de los sacrificios; repartía y preparaba porciones de carne de las
víctimas reservadas para los sacerdotes y las mujeres. Más tarde se ocupó
con mayor actividad de los quehaceres domésticos. Cuando Zacarías se
hallaba en el Templo, de turno, la visitaba a menudo; Simeón también la
conocía. Los destinos para los cuales estaba llamada María no podían ser
completamente desconocidos por los sacerdotes. Su manera de ser, su porte,
su gracia infinita, su sabiduría extraordinaria, eran tan notables que ni aún
su extrema humildad lograba ocultar.