XXXVII
San Hipólito
He visto representaciones de su vida. Sus padres eran sumamente pobres. El padre
murió muy joven. La madre era una mujer intratable y con ser ella misma pobre y de
humilde condición, se mostrabra dura y orgullosa con los otros pobres. Vi muchos actos
de Hipólito cuando todavía era niño y se me mostró que aquellos actos eran la raíz de la
futura gracia que había de obtener de hacerse cristiano y alcanzar la palma del martirio.
Me fue mostrado que aún en los paganos están unidas muchas gracias a las buenas obras
que practican. Vi a su madre en discordia con otra pobre mujer, a la cual trató
injustamente y la echó con soberbia de su casa. Lo cual sintio mucho Hipólito y
tomando secretamente una prenda de su ropa interior se la llevó a aquella mujer,
dándole a entender que se la enviaba su madre en señal de reconciliación. No se lo dijo
con palabras; pero ella no pudo creer otra cosa. Volvió de nuevo a la madre de
Hipólito, la cual la recibió blandamente, porque se quedó admirada de que habiéndola
tratado antes con tanta dureza, volviera ahora con señales de amistad.
Otras obras de caridad vi hacer al joven Hipólito. Siendo soldado iba a ser castigado
severamente uno de sus compañeros por haber cometido cierta falta, cuando él se
presento al capitán acusándose de haber sido culpable. En gracia de esta voluntaria
acusación fue mitigado el castigo que padeció por el otro. Agradecido a este favor, el
compañero se unió tan estrechamente con él, que ambos se hicieron cristianos y
recibieron juntos el martirio. En lo cual vi yo interiormente que las obras de amor y las
obras buenas que nacen de él, no son desatendidas por el Señor, sino que convierten a
los que las practican en vasos de futuras gracias. Vi que a Hipólito le fue confiada la
custodia de Lorenzo y que se sintió interiormente movido cuando éste presentó los
pobres al Emperador, diciendo que eran los tesoros de la iglesia. Hipólito no era malo.
Era pagano, de la misma manera que Pablo había sido judío. Vi que se convirtió en la
cárcel y que después del martirio de San Lorenzo permaneció tres días y tres noches
llorando y orando con otros muchos fieles en su sepulcro.
Sobre este sepulcro Justino celebraba la Misa y daba la sagrada comunión, que no todos
podían recibir; pero aún sobre los que no la recibían vi una ardiente llama de deseo. El
sacerdote roció a todos con agua bendita. El sepulcro estaba del otro lado de una colina
y no podía ser observado. No tardó Hipólito en ser encarcelado con muchos otros fieles.
Su martirio, que consistía en ser arrastrado por el suelo, se verificó en un lugar desierto,
no lejos del sepulcro de San Lorenzo. Los caballos se resistieron a moverse del lugar.
Azotáronlos los verdugos y los punzaron en las carnes y los abrasaron con teas. El santo
mártir fue arrastrado en sacudidas reiteradas. Había allí lugares preparados con piedras y
con agujeros y espinas para desgarrar sus miembros. Con él fueron martirizados otros
veinte cristianos, entre ellos su compañero. Él llevaba la túnica blanca del bautismo.
XXXVIII
Santa Catalina de Alejandría
Llamábase su padre Costa. Catalina era hija única. Como su madre, tenía los cabellos
rubios, era muy viva y animosa y siempre debía padecer o combatir. Fuéle dada un aya
y desde muy joven le pusieron maestros que le enseñasen. Vile hacer juguetes con
cortezas, que regalaba a los niños pobres. Cuando creció, escribió mucho en tablas y
pergaminos y daba los escritos a otras jóvenes. Con todo, su corazón anhelaba por el
Salvador de los hombres y porque se dignase conmoverla a ella también, y tuvo muchas
visiones e ilustraciones. Desde entonces concibió un odio mortal a los ídolos y derribó,
enterró e hizo pedazos todos los idolillos que pudo hallar; por lo cual y por
extraordinarios y profundos discursos contra los ídolos tuvo que estar en la cárcel de su
padre. Fue instruida en todas las ciencias y vi como paseando dibujaba en la arena y en
los muros del castillo y que sus compañeras imitaban sus dibujos. Cuando tuvo ocho
años, la llevó su padre consigo a Alejandría donde conoció al que debía ser su esposo.
Catalina recibió en el bautismo una sabiduría inefable. Hablaba cosas admirables, pero
guardó secreto, como los demás cristianos, acerca de su religión. No pudiendo su padre
soportar durante mas tiempo la aversión al paganismo de Catalina, ni sus palabras y
profecías, la hizo encarcelar, pues creía que así no podía tener trato ninguno con los que
pensaban como ella. Por otra parte la amaba mucho porque era hermosa y discreta. Los
siervos y criadas que le servían eran remudados con frecuencia, porque entre ellos solía
haber algún cristiano. Ya antes se le había aparecido Jesucristo como Esposo celestial y
su imagen no se apartaba nunca de su alma; así que ella no quería oír hablar siquiera de
ningun hombre.
Su padre quería casarla con un joven de Alejandría, llamado Maximino, el cual procedía
de estirpe regia y era sobrino del gobernador de Alejandría, que no teniendo hijos le
había instituido heredero. Mas Catalina no quiso saber nada de él. Vi que intentaron
seducirla; pero ella se mostró animosa y rechazó, burlándose, aquellas tentativas. En
esto se condujo con tal discreción y prudencia, que los más, teniéndola por necia, se
ablandaban y la dejaban. Antes de estas tentativas, cuando tenía doce años, su madre
murió en sus brazos. Al ver que iba a morir ésta, Catalina le dijo que era cristiana y la
instruyó y la decidió a recibir el bautismo. Vi que Catalina roció con un ramo agua de
una copa de oro sobre la cabeza, la frente, la boca y el pecho de su madre. El padre de
Catalina la envió a Alejandría a casa de un pariente, esperando que allí aceptaría al que
le había designado por esposo. Este salió al encuentro de Catalina en un barco y yo la oí
decir cosas admirables y muy profundas y cristianas y contrarias a los ídolos. El
prometido alguna vez le tapó la boca, entre irritado y en broma; pero ella se sonreía y
seguía hablando con viveza e inspiración. Desembarcaron en un lugar en el cual la
condujo el futuro esposo a una casa, que era mansión de placeres mundanos, con el
intento de hacerla mudar de opinión; pero ella siguió en su propósito sin dejar su aire
afable y lleno de gracia y dignidad. Entonces sólo tenía trece años. En Alejandría vivía
en casa del padre de su pretendiente, en un gran palacio con muchos departamentos. Allí
moraba también el joven, pero separadamente, loco de amor y poseído de inquietud.
Pero ella siempre hablaba de su otro Esposo, por lo cual se intentó seducirla y obligarla
a que mudara de opinión y le fueron enviados sabios para que la apartaran de la fe; pero
ella los confundió a todos.
Por entonces se hallaba en Alejandría el patriarca Teonás, quien con su grandísima
mansedumbre había conseguido que los paganos no persiguieran a los cristianos. Estos
vivían muy oprimidos y tenían que proceder con la mayor cautela y guardarse de hablar
contra los ídolos. De aquí surgió una tolerancia muy peligrosa respecto de los paganos y
tibieza en los cristianos, por lo cual dispuso Dios que Catalina, con su luz interior e
inflamado celo, reanimase a muchos. Vi a Catalina en casa de Teonás. Él le dió el
Sacramento para que se lo llevara a su casa. Ella lo llevó en un vaso de oro sobre su
pecho. La sacratísima Sangre no la recibió. Vi entonces a muchos fieles que parecían
solitarios, prisioneros y atormentados duramente en trabajos de construcción, en sacar
piedras y transportarlas. Llevaban hábitos cenicientos, tejidos de malla, del grueso de un
dedo aproximadamente y en la cabeza una banda que les caía sobre la espalda. Vi que a
éstos les fue dada secretamente la comunión.
Catalina fue obligada por sus parientes a ir al templo de los ídolos; pero no sólo no fue
posible reducirla a ofrecerles sacrificios, sino que cuando la solemnidad era mayor,
Catalina, arrebatada de santo entusiasmo, se acercó a los sacerdotes y derribó el altar de
los perfumes y echó por tierra los vasos, clamando contra las abominaciones de la
idolatría. Levantose entonces un gran tumulto; apoderáronse de ella, la tuvieron por loca
furiosa y la condujeron al peristilo del templo para interrogarla. Ella seguía clamando
con mayor violencia. Fue conducida a la cárcel y en el camino llamó a todos los
confesores de Cristo invitándolos a unirse con ella para derramar su sangre por Aquél
que nos ha redimido con la suya. Fue encarcelada, azotada con escorpiones y arrojada a
las bestias feroces. Yo pensaba que no es lícito ocasionar tan de intento el martirio: pero
se dan excepciones y hay instrumentos elegidos por Dios. Catalina era instada y
violentada a que sacrificase a los ídolos y a que aceptase aquel matrimonio que ella
tanto aborrecía. Anteriormente, después de la muerte de su madre, la había llevado
muchas veces su padre a las escandalosas fiestas de Venus; pero ella siempre había
estado allí con los ojos cerrados.
En Alejandría estaba adormecido el celo de los cristianos. Halagaba mucho a los
paganos que Teonás consolase a los esclavos cristianos maltratados por sus crueles
amos y que los exhortase a servirlos con fidelidad, con lo que se mostraban los paganos
tan aficionados a él que muchos cristianos débiles sacaban de aquí la consecuencia que
no sería cosa tan mala el paganismo. Por esta razón suscitó Dios a aquella esforzada,
animosa e inspirada doncella, para que con sus palabras, con su ejemplo y su glorioso
martirio convirtiera a muchos que de otro modo no se habrían salvado. Era tan poco el
cuidado que tenía en ocultar su fe, que iba por las plazas públicas buscando a los
esclavos y trabajadores cristianos para consolarlos y exhortarlos a mantenerse firmes en
la fe. Conocía que muchos se habían entibiado y apostataban a causa de aquella
tolerancia. Había visto a tales apostatas tomar parte en el sacrificio del templo, por lo
cual sentía vivo dolor y santa indignación. Las bestias, a las cuales había sido arrojada
después de azotada, le lamieron las heridas y ella se vio repentinamente curada en la
cárcel. Su prometido quiso hacerle allí violencia, pero tuvo que salir confundido y
anonadado. Vino su padre y la sacó de la cárcel, conduciéndola de nuevo a casa del
joven, donde fueron empleados todos los medios imaginables para inducirla a la
apostasía. A las doncellas paganas que habían sido enviadas a ella para que la
convencieran, ella las ganó para Cristo; los filósofos que disputaron con ella, se dieron
por vencidos. El padre se puso fuera de sí y atribuyó todo esto a encantamiento, por lo
cual mandó azotar y encarcelar de nuevo a su hija. La mujer del tirano, que había ido a
visitarla, se convirtió y con ella un oficial. Cuando ésta vino a la cárcel, se apareció un
ángel que tenía una corona suspendida sobre la cabeza de Catalina y otro con una palma
delante de ella. No sé si los vio la mujer del tirano.
Conducida Catalina al circo fué puesta en un lugar elevado entre dos anchas ruedas
guarnecidas de puntas agudas de hierro y de dientes. Cuando empezaron a dar vuelta las
ruedas, cayó un rayo e hizo pedazos la maquinaria, lanzando los pedazos en diferentes
direcciones e hiriendo y matando a unos treinta paganos. Siguióse luego una gran
tempestad de viento y granizo, pero ella estaba sentada muy tranquila entre los restos de
las ruedas con los brazos extendidos. Fue de nuevo conducida a la cárcel y oprimida
durante muchos días. Varios hombres quisieron apoderarse de ella; pero los rechazaba
con la mano y ellos se quedaban como estatuas sin movimiento. Llegábanse otros y ella
con sólo mostrarles con la mano a los que se habían quedado petrificados, los
rechazaba. Todo se atribuyó a arte mágica y Catalina fue conducida de nuevo al lugar de
las ejecuciones. Arrodillóse en el tajo, con la cabeza vuelta hacia un lado y fue
decapitada. Saltó de la herida extraordinaria cantidad de sangre; la cabeza se desprendió
por completo del cuerpo. Arrojaron el cuerpo en un horno encendido; pero las llamas se
revolvieron contra los verdugos, mientras una nube de humo cubría su cuerpo.
Sacáronlo de allí y lo arrojaron a bestias hambrientas para que lo despedazasen; pero no
lo tocaron. Al día siguiente los verdugos llevaron el cuerpo a una cueva llena de
inmundicia, entre césped de sauco. Por la noche vi en aquel lugar a dos ángeles con
vestiduras sacerdotales que cubrieron el cuerpo con cortezas de arbol y se lo llevaron.
Catalina fue martirizada en el año 299, a la edad de dieciséis años. Entre las muchas
doncellas que la acompañaron, llorando, al lugar del suplicio, algunas fueron después
infieles; pero la mujer del tirano y el oficial padecieron valerosamente y murieron por
Cristo. Los ángeles llevaron el cuerpo de esta santa virgen a una cumbre inaccesible del
monte Sinaí. Vi la superficie de esa cumbre, que tendría extensión suficiente no mas que
para una casa pequeña. Estaba construída esta casa con ladrillos colorados impresos con
plantas y flores. Colocaron el cuerpo y la cabeza vueltos hacia la piedra, que parecía
blanda como cera, puesto que aquel sagrado cuerpo quedo impreso dentro como una
forma. Las manos quedaron claramente impresas en aquella piedra. Los ángeles
colocaron encima de la piedra, ligeramente levantada sobre el nivel del suelo, una tapa
que resplandecía. El cuerpo quedo allí por muchos siglos completamente escondido,
hasta que fue mostrado en visión por Dios a un ermitaño del monte Horeb. Allí vivían
solitarios bajo la obediencia de un abad. El ermitaño contó su visión repetidas veces a
su abad, y supo que otro de los solitarios había tenido la misma visión. El abad les
mandó, por santa obediencia, ir en busca del sagrado cuerpo; esto no era posible de
modo natural, puesto que el lugar era inaccesible, prominente, sobre un abismo de
rocas. Los he visto recorrer toda esa comarca, en una sola noche, lo que naturalmente
hubiese exigido muchos días de camino; estaban como en estado sobrenatural. Mientras
era todo oscuridad y tinieblas, en torno de ellos había claridad. He visto que cada uno de
ellos era llevado sobre aquella inaccesible cumbre en los brazos de un ángel y he visto a
los ángeles abrir también el sepulcro. Uno de los ermitaños se llevó la cabeza; el otro el
resto del cuerpo, que se había disecado y vuelto ligero y pequeño, y así sostenidos por
los ángeles descendieron de aquella altura. He visto al pie del monte Sinaí la capilla
donde reposa el santo cuerpo. Esta capilla esta sostenida por doce columnas. Los
monjes que allí habitan me parecen griegos. Llevan un vestido de género ordinario que
confeccionan ellos mismos. He visto los huesos de Santa Catalina reposando en un
pequeño sarcófago. No había allí más que la calavera blanquísima y un brazo derecho;
otra cosa no he visto. Todo en este monasterio esta en decadencia. He visto junto a la
sacristía una pequena gruta cavada en la roca: sus paredes encierran sagradas reliquias.
Están envueltas en lanas y sedas, bien conservadas. Hay entre estas reliquias algunas de
los profetas que vivieron en otro tiempo en este monte y que los esenios veneraban
cuando vivían en sus cavernas; He visto reliquias de Jacob, de José y de su familia,
cosas que los israelitas habían traído consigo desde Egipto. Estas santas reliquias
parecían cosas desconocidas por la mayoría: sólo eran honradas por algunos monjes
piadosos. Toda la iglesia del monasterio ha sido constrúida sobre el monte, en la parte
que mira hacia la Arabia; pero esta hecha de modo que se puede pasear en torno hacia la
parte posterior del monte.
XXXIX
Santa Clara
Tuve a la vista una reliquia de Santa Clara y vi episodios de su vida. Su piadosa madre
rezaba delante del Santísimo Sacramento con la mayor devoción para obtener que su
parto fuese bendecido, y tuvo un interno aviso que daría a luz una hija que sería más
clara que el sol. Por eso la niña fue llamada Clara. Conocí que la madre había
peregrinado a Jerusalén, a Roma y a otros lugares santos. Sus padres eran personas de
distinción, muy piadosas. Clara era atraída desde sus primeros años por todo lo que era
santo y puro. Si la llevaban a la iglesia en seguida extendía sus manecitas hacia el
Santísimo Sacramento. Todas las demás cosas que le presentaban, aunque fuesen muy
bien pintadas y atrayentes, y aún las imágenes de la iglesia, no le llamaban la atención.
La madre enseñaba a rezar a la niña, que se ejercitaba desde entonces en la
mortificación. La devoción del Rosario debía estar ya en uso, porque los padres de
Clara, con todos los de la familia, recitaban por la tarde cierto numero de Padrenuestros
y de Avemarías. Vi que Clara buscaba ciertas piedrecitas lisas de diferente tamaño y las
llevaba en un bolsillo doble de cuero, y que luego, rezando, iba poniéndolas a derecha e
izquierda. Otras veces vi que disponía aquellas piedrecitas en líneas y en círculos, y
después de haber dispuesto cierto número se quedaba reflexionando y contemplando en
silencio. Si veía que había rezado sin mucha atención se imponía a si misma una
penitencia. Entrelazaba con arte pequeñas cruces con pajas. Tendría apenas unos seis
años cuando la vi en el patio de su casa, donde habían matado unos cerdos, recoger las
cerdas, cortarlas y llevarlas escondidas debajo de los vestidos, en torno al cuello y nuca,
para hacer penitencia. Mas tarde su piedad fue más conocida.
San Francisco recibió un aviso interior de visitar a los padres de Clara. He visto esta
visita, y cómo hicieron llamar a Clara. Francisco habló con ella, que se sintió
enteramente conmovida por las palabras del santo. Vi que se presentó un joven a los
padres para pedirla en matrimonio y que los padres no eran ajenos a esta intención,
aunque no hubiesen hablado a Clara. Ella tuvo aviso interno de las intenciones de sus
padres y corrió a su pieza donde, delante de un pequeño altar, hizo voto de virginidad.
Sus padres la presentaron después delante de aquel joven y ella declaró solemnemente
el voto que había pronunciado. Los padres quedaron maravillados y no la obligaron al
matrimonio. Luego la he visto ejercitar toda clase de buenas obras, especialmente con
los pobres, a los cuales llevaba secretamente, siempre que podía hacerlo, los alimentos
preparados para ella misma. La he visto visitar a Francisco en el convento de la
Porciúncula, siempre más decidida en su propósito de consagrarse a Dios. En la
festividad del Domingo de Ramos fue a la iglesia adornada con sus mejores atavíos. El
Obispo distribuía, a los que se acercaban al altar, ramos de palmas. Clara estaba retirada
en la parte interior de la iglesia. El Obispo vio que un rayo de luz se posaba sobre ella y
se encaminó hacia alla para darle aquellos ramos. Ese rayo de luz se esparcía sobre
varias personas que estaban en la iglesia. Durante la noche la vi salir de la casa de sus
padres e irse a la iglesia de la Porciúncula, donde Francisco y sus hermanos la
recibieron con velas encendidas cantando el Veni Creator. La vi recibir allí un hábito de
penitencia y cortarse los cabellos. Luego San Francisco la condujo al monasterio situado
dentro de la ciudad. Antes de este tiempo ella llevaba un cinturón hecho de crines de
caballo con trece nudos y después otro con cerdas de porcinos vueltas al interior. Vi en
aquel convento a una monja que la odiaba mucho y que no quería reconciliarse con ella.
Aquella monja languidecía postrada en el lecho mientras Clara estaba también
moribunda. Clara le rogó y la exhortó a la reconciliación, pero la religiosa no lo quiso
hacer. Entonces Clara oró con mayor fervor y dijo a algunas monjas que llevasen junto a
su lecho a la enferma. Estas obedecieron: llevaron a la enferma, la cual sanó de pronto.
Con esto se sintió tan conmovida, que rogó a la santa le perdonase todo lo pasado; la
santa, a su vez, le rogaba la perdonase como si hubiese sido suya la culpa. En su muerte,
he visto presente a la Santísima Virgen con un coro de santas vírgenes.
XL
Cuadros de la juventud de San Agustín
El Peregrino había mezclado, por error, reliquias de San Agustín y de San Francisco
de Sales, anotando equivocadamente los nombres sobre el relicario. Ana Catalina dijo
lo siguiente:
He visto a un santo Obispo y a una santa dama junto a mí. Las reliquias de ambos deben
encontrarse aquí, puesto que la aparición se efectuó muy cerca de mi y desapareció aquí
mismo. Todas las veces que veo la aparicion de un santo, cuya reliquia se encuentra
cerca de mi, la luz que sale de la reliquia se aleja de mi lado y se junta a una que viene
de lo alto y se reúne con ella y dentro de esta mezcla de las dos luces veo la aparición
del santo. Cuando, en cambio, no tengo la reliquia conmigo y se aparece un santo, la luz
y la aparición vienen ambas de lo alto del cielo.
El Peregrino, creyendo poner a su lado la reliquia de San Francisco, oyó a la vidente:
Tengo en mi presencia a mi querido padre Agustín. Vuelta del éxtasis, continuó:
He visto al santo revestido con sus ornamentos episcopales y, debajo de él, su nombre
escrito con letras angulares. Esto me maravillaba; al principio me pareció ver sus
sagrados huesos escondidos curiosamente en un objeto extraño, como el caparazón del
caracol; no podía saber qué cosa fuera. De pronto se transformó el objeto y tomó una
forma más bella: era liso como una piedra y en la cavidad interna tenía la reliquia del
santo. Conocí que estaba dentro de una cápsula de madreperla. He visto al santo cuando
era niño, en casa de sus padres, situada no lejos de una ciudad de mediana grandeza.
Estaba fabricada a la moda romana, con peristilo y columnata; alrededor se veían
edificios con campos y jardines. Me pareció una villa. El padre era hombre fuerte y de
alta estatura; tenía aire severo y me pareció que debía estar investido de alguna
autoridad, puesto que lo vi hablar con gran seriedad con otras personas que parecían
inferiores a él. He visto también a otras personas hincar las rodillas delante de él, como
si implorasen alguna gracia; quizás eran siervos o campesinos. He visto que el padre, en
presencia del niño Agustín, hablaba y trataba más amigablemente y largamente con su
mujer Mónica, como si tuviese predilección hacia el niño. Por lo demás, poco se
ocupaba de él.
Agustín pasaba su tiempo con otros dos hombres y su madre. Mónica era de baja
estatura: caminaba algo encorvada; era avanzada en años y de color bastante oscuro;
muy temerosa de Dios, dulce de carácter y estaba en inquietud y en cuidados continuos
por su hijo Agustín. Lo seguía por todas partes, ya que he visto que Agustín era inquieto
y lleno de pequeñas malicias. Lo vi subirse de modo peligroso y aun correr sobre el
borde del techo liso y plano de la casa paterna. De los dos hombres que he visto en casa,
el uno parecía preceptor, el otro siervo. Uno iba con el niño a la vecina villa a una
escuela donde había muchos niños y lo traía de nuevo a casa. Fuera de la clase, lo he
visto poner por obra toda clase de travesuras y astucias infantiles. Pegaba y tiraba
cascotes a los animales y se peleaba a puñetazos con sus companeros. Hurtaba en casa
en todos los armarios y comía toda golosina que encontraba; con todo, he visto que
había mucho de bueno en él; daba fácilmente cuanto tenía y a veces simplemente lo
tiraba. Vi también en esa casa una mujer, que era mucama o aya.
Más tarde fue llevado a otra escuela, en una ciudad más grande y más lejana. Lo veía ir
allá en un coche con ruedas pequeñas y muy anchas, tirado por dos caballos: dos
personas lo acompañaban. Lo vi en la escuela con muchos niños. Dormía en una gran
sala; había entre una cama y otra un tabique de cañas o cortezas de árboles. La escuela
tenía lugar en una gran sala. Los alumnos estaban sentados circularmente, en torno al
muro, sobre bancos de piedra y escribían, sobre las rodillas, en pequeñas tablitas
oscuras. Tenían también volúmenes y lápices. El maestro estaba sobre una tarima de dos
gradas y tenía una pequeña catedra; detrás había una tabla grande, sobre la cual a veces
diseñaba figuras.
El maestro llamaba a uno que otro al medio de la sala. Estaban frecuentemente uno
frente a otro, teniendo en la mano rótulos o volúmenes, en los cuales leían, y haciendo
esto movían las manos y gesticulaban como si estuviesen predicando. Parecía como si
disputasen; pero más a menudo como si predicasen. He visto que Agustín estaba en la
escuela con buen comportamiento y que más tarde se hizo el primero de la clase.
Cuando salía de allí con sus compañeros se entregaba a toda clase de travesuras, haciendo
daño y destruyendo animales o cosas. Lo he visto, por ejemplo, matar por gusto, con
golpes y pedradas a ciertos volátiles de cuello largo, que allí son animales domésticos;
luego lo veía llevarlos a un lado y llorar por compasión. He visto a compañeros correr y
luchar en un jardín redondo, donde había caminos cubiertos; hacían mucho daño,
rompían, robaban e imprecaban. De allí lo he visto volver a casa y entregarse a toda
clase de pillerías y desórdenes. Lo he visto una noche salir con varios compañeros y
robar frutas. Lo vi sacudir su manto, todo lleno de no se qué cosas robadas. Mónica, su
madre, lo amonestaba, rezaba mucho por él, se afligía y lloraba por causa de su hijo.
Lo he visto después ponerse en viaje hacia aquella gran ciudad donde Perpetua había
sido martirizada. Para llegar, debía pasar por un ancho río, sobre el cual había un
puente. Reconocí en seguida esa ciudad. De un lado se veían escollos, que descendían
hacia el mar, cubiertos de muros y de torres. Había muchas naves y una ciudad más
pequeña se levantaba allí cerca. Había muchos grandes edificios, como en Roma
antigua, y también una gran iglesia cristiana. Vi muchos episodios de las locuras que
hacía Agustín con sus compañeros. Habitaba en una casa él sólo y disputaba con otros
compañeros. Vi que visitaba a una mujer; pero no se quedaba mucho con ella, pues
estaba siempre en movimiento febril. Lo vi intervenir en públicos espectáculos, que me
parecían verdaderamente diabólicos. Vi un edificio muy vasto y redondo: de un lado
lleno de asientos de gradas; debajo muchas entradas, de donde se subía a lo alto de las
gradas y se podía circular por todos esos asientos. El edificio no tenía techo: sólo se veía
extendida una gran tela, como una tienda. Los asientos estaban llenos de espectadores;
en el frente se representaban espectáculos que me infundían horror y abominación. En el
fondo, detrás de aquel plano, se veían representados toda clase de objetos y de lugares, y
de pronto parecía que aquellos objetos y lugares se hundiesen en la tierra. Ponían un
muro fingido o tocaban algún resorte secreto y volvía a aparecer algo nuevo. Una vez vi
que se extendía súbitamente y aparecía ante los ojos una plaza hermosa dentro de una
ciudad. Parecía que todo sucedía en aquella pequeña plaza. De pronto aparecieron allí
hombres y mujeres en parejas, que discurrían y hacían toda clase de locuras. Todo esto
era horroroso y abominable. Vi también que aquellos que representaban algún personaje
en la escena llevaban feas máscaras con largas bocas deformes. En los pies tenían unos
zuecos, agudos en la parte superior y anchos debajo, pintados de colores rojo. amarillo y
varios. Vi que otra turba, más abajo que el tablado, hablaba y cantaba con los de arriba.
He visto que niños de ocho a doce años tocaban flautas, unas derechas y otras en torcidas
y otros instrumentos de cuerda. Vi a esos niños precipitarse desde lo alto abajo con las
piernas abiertas y con la cabeza abajo: creo que estarían atados con cuerdas y sostenidos
de alguna manera: el espectáculo causaba horror. Después he visto a dos hombres luchar
entre sí; uno de ellos habia recibido dos heridas en el rostro y sangraba; vino un médico
que lo curó y vendó las heridas. No puedo describir la abominación y la fealdad de todo
aquello. Las mujeres que allí recitaban y representaban eran hombres también, aunque
usaban vestidos de mujeres. He visto que Agustín se presentó al público, pero no en
ninguna de las representaciones dichas. Lo vi metido en todo género de vanos
entretenimientos y pecados; siempre, en todo, él era el primero, y esto me pareció que
era por pura vanidad, pues siempre lo veía triste y pensativo e inquieto, no bien se
encontraba luego a solas. Aquella mujer con la cual vivía le trajo a casa una criatura, de
la cual no se conturbó mayormente. Lo más del tiempo lo veía en las salas y pórticos,
disputando, o departiendo con otros u oyendo hablar, y a veces sacaba rótulos o
volúmenes, y leía en ellos en sus discusiones. Su madre lo vino a ver a Cartago, y le
habló con mucho calor, y lloró mucho por él. Mientras ella estuvo en esa ciudad, no
habitó en la misma casa.
En la casa de su madre no he visto ni cruz ni imagen de santos: había allí estatuas según
la moda pagana: pero ni ella ni su marido tenían en cuenta a las estatuas. La madre se
retiraba siempre a un ángulo de la casa o al jardín para rezar: allí permanecía sentada
inclinada sobre si misma, y rezaba y lloraba. A pesar de esto, no la he visto exenta de
todo defecto; mientras se lamentaba de los hurtos de su hijo, en materia de glotonería, y
lloraba, también ella comía golosamente, y conocí que Agustín había heredado de ella
ese defecto. Vi, por ejemplo, que cuando iba a la cantina para sacar el vino para el
marido, bebía algun tanto en las anforas y que comía con gusto alguna golosina. He
visto como de ello se arrepentía y luchaba contra esta avidez y vicio de la gula. Vi
muchas costumbres de Mónica, que eran las de aquella época. Ella, como otras, llevaba
en cierto tiempo canastos de pan y otros alimentos al cementerio. Este cementerio
estaba rodeado de sólidos muros y las fosas cubiertas de sarcófagos y de construcciones
de piedra. Colocaba estas viandas allí con piadosa intención y luego los pobres las
recogían para alimentarse. Otra vez la vi , cuando su hijo era adulto, viajar a pie con un
bulto, que llevaba su siervo, y llegarse a un obispo, que le habló bastante a propósito del
hijo. Lloró mucho en esta ocasión y el obispo le dijo algo que la consoló. He visto luego
a Agustín volver de Cartago a su casa. Su padre había muerto ya. Lo vi en su pequeña
ciudad enseñando y amaestrando a otros, siempre lleno de disipación y de inquietud
espiritual. Lo vi junto a un amigo que fue bautizado poco antes de morir. Agustín se
mofaba de este bautismo, pero quedó muy afectado por la muerte. Más tarde lo vi de
nuevo en Cartago en todo el desenfreno de su vida disipada.
XLI
San Francisco de Sales y Santa Juana Francisca de Chantal
(29 de Mayo de 1820)
Al ser preguntada Ana Catalina por el Peregrino, por qué las reliquias de San Francisco
de Sales y de Santa Juana Francisca de Chantal estaban con otras pertenecientes a
mártires romanos, contestó: Estas reliquias hace tiempo se encontraban en la iglesia de
Uberwasser, Münster. Fueron sacadas de los altares y de los armarios, y se mezclaron
las unas con las otras. He visto un distinguido eclesiástico que hizo el bien
maravillosamente en un país montañoso, situado entre Francia e Italia, y lo acompañé
en muchos de sus viajes. Lo he visto en su juventud estudiar con mucho celo y hacer
huir a una mujerzuela con un tizón encendido. He visto cuadros simbólicos de su celo.
Con una tea en la mano corría de un lado a otro de los pueblos y villas, incendiándolos y
las llamas se dilataban de una villa a otra. El fuego penetró en una gran ciudad que está
a la orilla de un lago. Cuando había cesado, cayó una lluvia mansa y por el suelo se
veían esparcidos objetos semejantes a brillantes piedrecitas y perlas que fueron
recogidas y llevadas a las casas: adonde llegaban estas perlas todo crecía y se volvía
más luminoso. Lo he visto mostrarse inefablemente dulce, obrar con gran celo y seguir
adelante en su obra. Lo vi yendo en persona por todas partes, subiendo a lo alto, sobre
las nieves. Lo vi junto al rey y junto al Papa y luego en una corte situada entre estos dos
soberanos. De día y de noche recorría a pie muchos lugares, ayudando y enseñando. A
menudo durante la noche se refugiaba en un bosque.
Por medio de San Francisco conocí a la ilustre dama Juana Francisca de Chantal, la cual
recorrió conmigo todos los caminos de Francisco y me mostró su vida y todo lo que
había hecho. He viajado con ella y hemos hablado sobre muchas cosas. Era viuda y
tenía hijos. Una vez la vi en medio de sus hijos. Oí una historia de ella que le causó
mucho dolor y vi cuadros relativos a este episodio. Una dama del mundo, pequeña de
estatura, de condicion ilustre, de costumbres ligeras, se demostró penitente y por medio
de Santa Juana Francisca se presentó al santo obispo; pero siempre recaía en sus malas
pasiones. Francisca me dijo que por causa de ella se había encontrado en graves
dificultades y daños, tanta era la influencia que había ejercido aquella dama.
Luego he visto que el obispo, junto con Juana Francisca de Chantal, edificó un
convento. Aquella dama mundana parecía convertida y hacía penitencia en una pequeña
habitación, cerca del convento. Juana Francisca me mostró el estado de esa persona, que
se encontraba en un lugar oscuro. He visto al obispo San Francisco decir la Misa en un
lugar donde muchas personas dudaban de la real presencia de Cristo en el Santisimo
Sacramento. Tuvo durante la Misa una visión, en la cual supo que una mujer, alli
presente, había ido a la Misa sólo por complacer al marido; pero no creía en la
transubstanciación, y que había llevado consigo un pedazo de pan escondido en el
bolsillo. Francisco subió al pulpito y predicando dijo que el Señor podía efectuar la
transubstanciación tan fácilmente como podía cambiar en piedra el pan que una persona
incrédula tuviera en el bolsillo. Vi a esa persona salir de la iglesia y halló que su pan se
había convertido en piedra.
He visto al santo obispo vestido siempre con gran limpieza y decencia. Lo he visto en
un lugar lleno de enemigos insidiosos, de noche, en una cabaña adonde acudieron unas
veinte personas, a las cuales amaestró en la fe. He visto cómo lo acechaban para quitarle
la vida, le armaban emboscadas, y lo persiguieron en un selva donde se había refugiado.
Estuve luego con aquella dama (Santa Juana Francisca) caminando por una gran ciudad
donde me mostró como ella había luchado contra un hereje que andaba siempre por
caminos extraviados, próximo a la verdad. Ella no lo perdía de vista y andaba siempre
en pos de él por caminos transversales y éste no se quiso dejar salvar y conducir a la
verdad. En esta ciudad tuvimos que andar la santa y yo sobre una gran plaza llena de
ciudadanos y campesinos, que eran ejercitados en carreras de tropas de asalto. Yo sentía
gran temor de ser arrollada, y más cuando la dama me dijo que le era imposible seguir
andando, pues tenía tanta hambre que estaba a punto de desmayarse. Vi entonces a uno
de aquella gente que comía pan y carne. Le rogué me concediera un bocado, y medió
pan y carne de pollo. Cuando la dama lo hubo comido, pudo llegar hasta su convento.
En estos cuadros, en los cuales en estado de visión ejercitó un acto de caridad hacia la
persona aparecida, he tenido desde la infancia el conocimiento interno de que éstas son
obras que los santos desean de nosotros para hacerlas recaer en beneficio de alguna otra
persona necesitada. Son obras buenas que ellos dejan hacer por otros a favor suyo
aparentemente, para hacer sentir el beneficio de ellas en otras personas necesitadas.
Quiero decir que como nosotros rendimos a Dios lo que hacemos en realidad para el
prójimo, así en este caso volvemos al prójimo lo que realmente hacemos a los santos.
Entré en el convento que la santa dama había fundado junto con el obispo y visité todos
sus locales. Es un edificio antiguo y maravilloso. En aquellas estancias había gran
cantidad de provisiones, toda clase de frutas y forrajes, muchos objetos de vestuario y
gorras muy curiosas. Esas monjas deben haber ejercido mucha beneficencia hacia los
pobres. Puse en orden todo lo que estaba disperso. Pero en estos trabajos se me ponía
delante una maliciosa monjita, que me reprochaba toda clase de faltas y trataba de
difamarme, como si yo intentase robar. Me dijo todas mis faltas: que yo era avara,
porque decía siempre que el dinero es fango, y sin embargo daba vuelta a las cosas
buscando cada centavo; que me ocupaba inútilmente de las cosas del mundo y que
emprendía muchas tareas y no alcanzaba a hacer bien ninguna de ellas, y así por el
estilo. Esta monjita caminaba siempre detrás de mi; nunca tuvo ánimo de ponerse
delante. Le dije entonces que debía ponerse enfrente si quería hablarme, y conocí que
era el tentador bajo la forma de monjita. En estos días me ha molestado mucho en
diversas formas. En el límite extremo de la parte superior del convento, en el último
ángulo, encontré una monja que había sido puesta allí por la fundadora y tenía una
balanza en la mano, que contenía una mezcla de lentejas, semejantes a pequeñas
semillas amarillas, entre perlas y polvo. Ella debía purificar todo esto y llevar la mitad
de la buena semilla a la parte anterior del convento para sembrarla alli: pero he visto que
ella no lo hacía así y se mostraba descuidada y desobed iente. Vino otra que debía
hacerlo en su lugar, pero que no lo hizo mejor que la anterior. Entonces me puse a la
obra yo misma, y comencé a separar lo uno de lo otro en aquel confuso montón. Esto
significaba que de la cosecha espiritual de aquel convento debían transmitirse nuevos y
puros granos a la parte anterior del mismo convento; es decir, que el objeto y el fruto
bendito de su fundación debía ser renovado y hecho de nuevo fecundo y bueno por
medio de los méritos que se derivaban de la bondad y de la disciplina antigua, reparando
todo lo que se había podido perder por negligencia de los superiores.
Más tarde Ana Catalina tuvo otra visión de la vida de la santa, desde la infancia hasta
la muerte; pero no tuvo tiempo ni fuerzas para dar una relación al Peregrino. Santa
Francisca se le apareció frecuentemente y le pedía parte de sus méritos para la
restauración de La orden. El 2 de Julio de 1821, dijo lo siguiente:
Estuve la noche pasada en Annecy, en el convento de la hija de Santa Francisca de
Chantal. Yo estaba muy enferma y yacía en un lecho dentro de una sala y vi los
preparativos para la fiesta de la Visitación. He visto, como si estuviese en el coro, que
en el altar se celebraba la solemnidad. Yo estaba en estado tan deplorable, que me
desmayé. Entonces vino rápidamente hacia mi San Francisco de Sales y me proporcionó
un reconfortante. Llevaba un ornamento solemne, largo, amarillo y muy ampljo.
También Santa Juana Francisca de Chantal se encontraba junto a mi.