Desde la conversión definitiva de la Magdalena hasta la degollación de San Juan Bautista – Sección 4

XVI
Jesús enseña en la sinagoga de Cafarnaúm
Comenzó el Sábado y todos se dirigieron a la sinagoga.
Jesús llegó con sus discípulos. Todos lo escuchaban con gran
admiración. Habló de la venta de José por sus hermanos (I
Moisés 37, 1-36) y luego de Amós (2-6, 3-9) con las amenazas
por los pecados de Israel. Nadie lo molestó en su predicación
y los mismos fariseos lo escucharon con envidia concentrada y
reprimida admiración. El testimonio del Bautista leído ante el
pueblo los había atemorizado bastante.
De pronto se suscitó un escándalo grande en la sinagoga.
Alguien había traído adentro a un endemoniado rabioso, el cual
se enfurecìó de tal modo que quería morder a los que encontraba
a su paso. Se volvió entonces Jesús hacia él y le dijo: “Calla.
Llevadle fuera». Calló de inmediato el hombre; se sentó fuera
en el suelo y estuvo quieto durante el sermón. Cuando Jesús ter-
minó su enseñanza, se acercó al endemoniado, en la puerta, y lo
libró del demonio. Después se dirigió a la casa de Pedro que
estaba junto a la orilla, porque allí había quietud y silencio.
Por la noche se retiró para pasarla en oración. Entre todos los
curados por Jesús nunca he visto alguno tratado como loco;
todos lo eran como endemoniados y poseídos. Los fariseos esta-
ban aún reunidos y desarrollaban toda clase de escritos de los
profetas y su modo de ser y especialmente de Malaquías, del
cual se sabía algo más; hablaban de sus enseñanzas y sus andan-
zas; lo comparaban con la enseñanza de Jesús, y tuvieron que
reconocer que los sobrepujaba a todos en virtud, poder y dones
sobrenaturales; con todo, discutían siempre sobre su enseñanza.
A la mañana siguiente habló Jesús de nuevo en la sinagoga
ante una gran multitud de oyentes. Entre tanto María Cleofás
seguía empeorando, de modo que María, Madre de Jesús, le
envió a decir que acudiese a verla. Jesús llegó a la casa de Pedro,
junto a la ciudad donde estaba la viuda de Naím con María
Santísima y los hijos y hermanos de María Cleofás. De un modo
especial se compadecía de la enferma el niño Simeón, de ocho
años, hijo de su tercer matrimonio con Jonás, hermano menor del
suegro de Pedro, que había estado con él en la barca y había
muerto hacía medio año apenas. Jesús entró donde estaba Ma-
ría Cleofás, oró y puso su mano sobre ella. Se hallaba desfalle-
cida por la fiebre. La tomó de la mano y le dijo que no estu-
viese ya enferma. Mandó que le dieran de beber, y le trajeron
una bebida en un recipiente. Tuvo también que comer un
bocado. Esto lo solía hacer con todos los enfermos que sanaba.
He oído que esto tenía relación con el uso del Santísimo Sacra-
mento. Generalmente bendecía antes estos alimentos. El con-
tento de sus hijos era incontenible, especialmente del pequeño
Simeón, cuando vieron a su madre sana y que servía ahora a
los demás enfermos. Jesús salió de allí en seguida y se fue a
ver a los muchos enfermos que habían traído. Había algunos
despachados por incurables; diez casi moribundos, y enfer-
mos de todas clases, traídos de diversas partes, hasta de
de Nazaret, y quienes le habían conocido en su niñez. He visto
algunos ya como muertos. Vinieron aquí también los discípulos
de Juan y se lamentaron de haber interpretado mal en Él de
que no se hubiese interesado por la liberación de Juan; dijeron
que habían ayunado mucho para mover a Dios que librase a
Juan de la prisión. Jesús les dijo palabras de animación y de
consuelo, y alabó nuevamente a Juan como a hombre santísimo.
Luego hablaron con los discípulos de Jesús, preguntando por qué
no bautizaba Jesús mismo, ya que su maestro Juan se había ocu-
pado tan celosamente en este trabajo. Ellos respondieron más o
menos así: que Juan había bautizado porque era el Bautizador
y era su misión; que Jesús era el Salvador y salvaba y sanaba.
cosa que no hizo Juan. Vinieron también escribas y fariseos de
Nazaret, y muy cortésmente lo invitaban a visitarlos de nuevo;
parecía que querían excusarse y reparar lo que habia sucedido
allí antes. Jesús les respondió que nadie es profeta en su propia
patria. Se dirigió luego a la sinagoga y tuvo allí enseñanza hasta
la conclusión del Sábado. Al salir dio la vista a un ciego.

XVII
La pesca milagrosa
El cuidado de la casa que Pedro tiene junto a la ciudad lo
lleva su mujer misma; el cuidado de la otra casa, junto al lago,
lo lleva su suegra y su hijastra. Jesús se retiró a la oración y a
los discípulos les permitió, a su ruego, ir a sus barcas para pasar
la noche en la pesca. Había mucho pedido de pescados por la
gran multitud de gente estacionada allí; también había mucha
gente que deseaba pasar el lago. Los discípulos solían estar toda
la noche ocupados en la pesca y por la mañana pasaban gentes
al otro lado. Jesús, mientras tanto, con los otros discípulos no
pescadores se ocupaba de dar limosnas a los pobres sanados de
sus enfermedades y a otros viajeros necesitados. Mientras ense-
ñaba daba a cada uno con sus propias manos lo que necesitaba,
exhortando y consolando. Esta ayuda consistía en vestidos, telas
y mantas, en panes y hasta en monedas. Sacaban para eso de lo
reunido por las santas mujeres y otras cosas las proveían las
personas acaudaladas. Los discípulos llevaban los panes y las
telas en canastos y repartían según indicación de Jesús.
Más tarde enseñó desde el lugar de Pedro, en la orilla, a
muchas personas. Las barcas de Pedro y del Zebedeo estaban
no lejos de la orilla y los discípulos pescadores hallábanse aún
ocupados en el arreglo de las redes, algo apartados de la multi-
tud. La barca de Jesús estaba cerca de la nave grande. Como el
gentío aumentase y el espacio fuese angosto allí, porque sube
mucho el barranco detrás de los oyentes, Jesús hizo señal de que
acercaran la barca. Mientras sucedía esto se aproximó un escri-
ba de Nazaret venido con enfermos que Jesús había sanado
ayer y le dijo: “Maestro, yo quiero seguirte adonde Tú vayas».
Jesús le dijo: “Las zorras tienen su guarida y los pájaros del
aire sus nidos, y el Hijo del hombre no tiene donde reclinar su
cabeza”. Se acercó la barca y Él entró con algunos de sus dis-
cípulos. Se apartaron un tanto de la orilla y deteniéndose, ya
en un lugar, ya en otro, iba enseñando a los diversos grupos,
contando parábolas del reino de Dios, como por ejemplo: el
reino de Dios es semejante a una red que recoge peces, arro-
jada a la mar, o es semejante a un campo de trigo donde el
enemigo siembra cizaña.
Como se hiciera ya noche dijo a Pedro que fuera mar aden-
tro y echase las redes. Pedro con pesar respondió: “Toda esta
noche hemos estado trabajando y no hemos pescado nada; pero
en tu palabra quiero echar las redes». Tomaron sus redes y fue-
ron mar adentro. Jesús despidió al pueblo y subió a su nave;
y con Saturnino, el hijo de Verónica que había venido ayer y
otros discípulos, fueron navegando detrás de Pedro, declaran-
doles nuevamente las parábolas, y les indicó el sitio donde
debían echar las redes. Después de esto navegó en su barca
hacia el lugar de la casa de Mateo. Ya era de noche y en los
bordes de las barcas, cerca de las redes, ardían algunas antor-
chas. Los pescadores echaron las redes y fueron navegando en
dirección de Corazín, pero no pudieron tirar ni recoger las
redes. Cuando finalmente aparecieron en la superficie las redes
estaban tan pesadas que se rompían los hilos de una u otra
parte. Navegaban entonces con pequeñas lanchas en torno de
las redes y sacaban con las manos los pescados y los ponían en
pequeñas redes y en los cajones que llevaban en los bordes de
la barca. Llamaron a los de la barca del Zebedeo, los cuales vacia-
ron también un tanto las redes. Estaban asustados por una pesca
semejante que no habían tenido jamás en toda su vida de pes-
cadores. Pedro estaba consternado, y todos veían que aún no
habían respetado bastante a Jesús; y comprendió también que
todo su trabajo e industria no había servido de cosa alguna, y
ahora, a la palabra de Jesús, habían tenido de una vez tanta
pesca cual no la tenían en muchos meses. Cuando estuvo alige-
rada la red llegaron a la orilla, y al ponerla en tierra se espan-
taron de la cantidad de pescados. Jesús estaba en la orilla, y
Pedro, todo confundido, se acercó a El y echándose a sus pies,
le dijo: «Señor, apártate de mí que soy un hombre pecador».
Jesús le dijo: “No temas; desde hoy serás pescador de hombres».
Pedro estaba completamente confundido de su vana soli-
citud por pescar. Era ya las tres o cuatro de la mañana y comen-
zaba a aclarar. Cuando los discípulos pusieron al seguro su pesca
durmieron algún tiempo en sus barcas, mientras Jesús con Sa-
turnino y el hijo de Verónica, subiendo por el Este las escar-
padas rocas: iban en dirección del Sur, donde se encuentra Ga-
mala. Hay aquí rocas y matorrales. Jesús enseñaba a Saturnino
y al hijo de Verónica sobre la oración, y les propuso varios
temas para meditar. Después de esto se alejó de ellos y se fué
a la soledad; ellos, entre tanto, descansaban, caminaban y ora-
ban. Los discípulos emplearon todo el día en colocar sus pes-
cados; una gran parte de ellos fueron repartidos entre los po-
bres; a todos les contaban lo sucedido. Los paganos compraron
muchos pescados, y otros llevaron a Betsaida y Cafarnaúm. To-
dos los discípulos estaban convencidos ahora que sus solicitudes
por la comida eran tontas y necias, porque vieron que como
obedecían el mar y el viento a su palabra, de la misma manera
obedecían los peces que acudían a sus redes. Por la tarde llega-
ron al Este de la orilla y Jesús con sus dos acompañantes viajó
a Cafarnaúm. Se dirigió a la casa de Pedro y allí sanó a algunos
enfermos impuros abandonados, hombres y mujeres, cosa que
duró hasta la noche, y se encendieron las antorchas. Eran enfer-
mos que no se podían traer delante de los demás en el día. Los
sanó en el patio de Pedro, durante la noche. Había entre ellos
algunos que hacía años que estaban abandonados por incura-
bles. El resto de la noche pasó Jesús en oración.

XVIII
El sermón de la montaña
Subió Jesús a la nave con muchos de sus discípulos y se
hizo llevar a una hora hacia el Norte de la casa de Mateo. Se
habían dirigido ya multitud de paganos, de los recién bautizados
y de los sanados, hacia la montaña al Este de Betsaida-Julias,
donde quería tener un gran sermón. En torno estaban las tiendas
de los paganos. Los discípulos pescadores habían preguntado si
debían viajar con Él, porque la pesca milagrosa los había per-
suadido de que debían abandonar las solicitudes de lo temporal,
ya que todo dependía y estaba en sus manos. Jesús les dijo que
bautizasen en Cafarnaúm a los que habían quedado aún sin
bautismo y el resto del tiempo lo empleasen en sus trabajos de
pesca; puesto que había mucha necesidad de proveer de alimen-
tos a tantos que estaban allí estacionados. Antes de embarcarse
Jesús tuvo una enseñanza con los discípulos de las ocho Bien-
aventuranzas, de las cuales pensaba hablar más extensamente
en la montaña. Les dijo que debían ser la sal de la tierra; que
eran elegidos para refrescar a los demás y conservarlos, y por
eso debían ellos mismos cuidar de no hacerse inútiles. Esto lo
explicó con parábolas y ejemplos más extensamente, y luego
partió en la barca. Los discípulos pescadores y Saturnino bauti-
zaron entonces en el valle de Cafarnaúm. Se bautizó en esta
ocasión el hijo de la viuda de Naím y recibió el nombre de Mar-
cial. Saturnino le puso las manos sobre los hombros como pa-
drino. Las mujeres no fueron a la predicación de Jesús. Queda-
ron con la viuda de Naím para festejar el bautismo de su hijo.
Con Jesús estaban los sobrinos de José de Arimatea, que habían
venido de Jerusalén, Natanael, Manahem de Korea y otros mu-
chos discípulos, de los cuales se reunieron unos treinta en Ca-
farnaúm en estos días.
Cuando se desembarca al Este de la entrada del Jordán, en
el lago, se va por las alturas del Este y torciendo luego hacia el
Oeste, se llega al lugar del sermón del monte. Se puede llegar
también por la parte Norte del lago, por el puente sobre el
Jordán. No era cómodo ir por allí por lo salvaje del lugar y
llegar a la montaña. Betsaida-Julias esta situada en el rincón
Este de la entrada del Jordán en el mar, y tenía una ribera alta
del lado del lago, donde corría un camino. En la montaña no
había sitial o cátedra, sino un cercado con techumbre; por el
Oeste y Sur tenía vistas al lago y las montañas y se podía ver
hasta el monte Tabor. Mucha gente estaba allí reunida, espe-
cialmente paganos bautizados hacía poco tiempo, aunque había
también judíos. No estaban muy separados aquí los unos de los
otros, porque habia mucho comercio y tránsito de caravanas, y
los paganos tenían muchos derechos. Jesús enseñó primero so-
bre las ocho Bienaventuranzas, y se refirió a la primera: “Bien-
aventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino
de los cielos». Contó parábolas y semejanzas del Mesías y de
la conversión de los infieles; que había llegado el tiempo de
que habló el profeta: “A todos los infieles quiero yo mover,
puesto que llegó el consuelo de los paganos» (Hageo, 2-8). Aquí
no sanó a enfermos, porque fueron curados el dia anterior los
que se presentaron. Los fariseos habían venido en una barca
propia y escuchaban llenos de ira y de envidia el sermón de
Jesús. Las gentes se habían llevado alimentos y comían en las
pausas que se hacian de vez en cuando. También Jesús y los
discípulos tenían pescados, panes, miel y pequeños recipientes
con un jugo o bálsamo del cual mezclaban una pequeña canti-
dad en el agua y bebían luego. Al anochecer volvían las gentes
de Cafarnaúm, de Betsaìda y de otras localidades a sus respecti-
vas casas, puesto que las barcas las esperaban en las orillas.
Jesús y sus discípulos subieron por el valle del Jordán hacia un
albergue de pastores, donde se refugiaron. Allí Jesús enseñaba
y preparaba a sus discípulos para su futura misión. Jesús se
propone enseñar sobre estas ocho Bienaventuranzas durante
catorce días y mientras tanto celebrar el Sábado en Cafarnaúm.
Al día siguiente continuó Jesús su enseñanza en la montaña.
María Santísima, María Cleofás, Maroni de Naím y dos
mujeres más estuvieron presentes en una ocasión. Cuando Je-
sús volvia con sus discípulos y apóstoles hacia el lago, hablan-
doles de su misión, les dijo: “Vosotros sois la luz del mundo».
Luego comparó a una luz sobre el candelero con la ciudad sobre
una montaña, el cumplimiento de la ley. Navegaron hacia Bet-
saida y permaneció en la casa de Andrés. Entre los nuevos bau-
tizados por Saturnino en Cafarnaúm en estos días, se encon-
traban judíos de Achaia, cuyos antepasados en la cautividad de
Babilonia se habian refugiado allí.

XIX
Curación del hombre enfermo de gota
Betsaida-Julias es una ciudad nueva edificada al gusto de
los paganos, aunque viven en ella tambien judíos y se encuen-
tra una escuela renombrada donde se enseñan diversas ciencias.
Jesús aún no la había visitado. Ellos salen de su ciudad, vienen
a la predicación de Jesús y traen a sus enfermos. Está situada
muy bellamente en un valle estrecho del Jordán, algo elevada
en la parte Este, a una media hora de donde el Jordán entra en
el lago. A una hora hacia el Norte hay un puente de piedra que
cruza el Jordán. Mientras navegaban, Jesús volvió a hablar a los
suyos de su misión, de las persecuciones que debían sufrir. Luego
se durmió en la barca de Pedro.
Unos días después, cuando se dirigía Jesús desde la montaña
hacia Cafarnaum, se agolparon las muchedumbres para salu-
darlo. Jesús se albergó en la casa de Pedro cerca de Cafarnaúm,
en el valle, a la derecha, delante de la puerta de la ciudad.
Cuando se supo que Jesús estaba en esa casa se reunieron mu-
chos, y vinieron también fariseos y escribas. El patio y las adya-
cencias de la casa estaban llenos de gentes, y Jesús, en medio
de los suyos y de los fariseos, enseñaba sentado. Habló de los
diez Mandamientos y llegó a ese punto donde había dicho en
el sermón del monte: “Habéis oído que se dijo a los antiguos:
no matar». Y habló del perdón de las injurias y del amor a los
enemigos.
De pronto se promovió un desorden, porque se produjo un
ruido en la techumbre. Por la abertura que suelen tener las
casas arriba, que fué removida, descolgaron cuatro hombres a
un hombre gotoso en su camilla, mientras decían: «Señor, ten
piedad de este pobre enfermo». Habían en vano tratado de pe-
netrar entre los grupos de oyentes con su enfermo; entonces lo
subieron por las escaleras a la azotea y abrieron la claraboya
para descolgarlo. Todas las miradas se dirigieron al enfermo; los
fariseos se irritaron por lo que les pareció una audacia, una des-
vergüenza. Jesús se alegró por la fe que demostraba esa gente;
se acercó a ellos, y dijo al enfermo inmóvil: “Ten confianza,
hijo mío; tus pecados te son perdonados”. Estas palabras pare-
cieron, como siempre, un escándalo y una blasfemia a los fariseos.
Pensaban: “¿Quién, fuera de Dios, puede perdonar los pecados?»
Jesús vio sus pensamientos y les dijo: “¿Por qué tenéis esos tor-
cidos pensamientos en vuestros corazones? ¿Es más fácil decir a
un enfermo, tus pecados te son perdonados, o decirle: toma tu
camilla y vete? Para que entendáis que el Hijo del Hombre
tiene poder en la tierra para perdonar los pecados, te digo (y
se volvió al enfermo): Levántate, toma tu camilla y vete a tu
casa». Entonces el hombre, a la vista de todos, se levantó sano,
arrollando las ropas de su camilla, juntó las maderas de su catre
y los puso bajo el brazo, y sobre sus hombros la ropa, y salió de
allí, acompañado de sus cuidadores y de sus parientes, cantando
alabanzas a Dios, mientras el pueblo cantaba y victoreaba con-
tento junto con su enfermo curado. Los fariseos, llenos de ira y
de envidia, desaparecieron uno tras otro de allí mientras Jesús,
acompañado por la multitud, se dirigía a la sinagoga puesto que
había comenzado ya el Sábado.

XX
Segunda resurrección de la hija de Jairo
Jairo, el jefe de la sinagoga, estaba en ella cuando predi-
caba Jesús; estaba triste y lleno de remordimientos. Su hija
hallábase de nuevo a punto de morir de enfermedad aún más
peligrosa, pues era castigo de los pecados de sus padres y de los
suyos propios. Desde el sábado pasado había sido asaltada por
una fiebre continua. La madre y una hermana de ella y la ma-
dre de Jairo, que vivían en la casa, habían tomado la curación
de la hija con bastante indiferencia, casi sin agradecer y sin
cambiar sus sentimientos adversos hacia Jesús y favorables a los
fariseos, y el mismo Jairo, hombre débil y tibio, seducido por
su hermosa mujer, habíase dejado dominar por ella y por sus
sentimientos. Reinaba en esa casa un ansia pecaminosa de ador-
nos mujeriles y se arreglaban vanamente con los últimos inven-
tos de las mujeres paganas. Cuando vieron a la hija sana se mo-
faban en compañía con las mujeres y se reían de Jesús, y la
niña participaba de esos sentimientos. Hasta entonces la niña
había estado en perfecta inocencia; pero ahora ya no era la mis-
ma. Ahora le sorprendió una fiebre muy fuerte, tenía gran calor
y mucha sed y hasta delirios en los últimos días. Estaba próxima
a la muerte. Los padres habían adivinado el castigo en esta
recaída de su hija, pero no querían reconocer su culpa. Ahora
estaba la madre tan confundida y desconsolada, que decía a su
marido: “¿Querrá Jesús tener piedad de nosotros nuevamente?»
Por eso rogó a su marido que se presentase ante Jesús con toda
humildad. Jairo tenía mucha vergüenza y esperó hasta la ense-
ñanza del Sábado, pues tenía esta fe y certidumbre de que Jesús
podía ayudarle en cualquier tiempo, siempre que quisiera. Tam-
bién tenía vergüenza de aparecer de día delante de la gente
pidiendo de nuevo ayuda.
Cuando Jesús salía de la sinagoga hubo una puja para acer-
carse a Él; mucha gente pedía por sus enfermos. Jairo se acercó
también, se echó contristado a sus pies, y le rogó se compade-
ciese de su hija, que estaba a punto de morir. Jesús le prometió
ir con él. Entretanto vino un mensajero de la casa de Jairo, en-
viado por la mujer, que pensaba que Jesús no querría ayudarles,
diciendo que la hija estaba muerta. Jesús intervino y consoló al
padre diciéndole que tuviera fe. Era oscuro y había mucho ruido
en torno de Jesús.
Una mujer con flujo de sangre habia sido traída por sus
cuidadoras en la oscuridad. Vivía no lejos de la sinagoga. Las
mujeres que la traían, aunque no tan enfermas, habían sido
curadas entre la muchedumbre por haber podido tocar las vesti-
duras de Jesús cuando al mediodía pasaba el lago, y le habían
hablado de ello y animado a hacer lo mismo. En esta mujer se
había despertado una fe muy viva. Esperaba, sin ser advertida,
a que saliera Jesús de la sinagoga, para poder tocar sus vesti-
duras y verse sana. Jesús conocía sus pensamientos y retardó
algún tanto sus pasos. Entonces la llevaron cerca; su hija con
Lea y el tío de su marido estaban en la cercanía. Esta enferma
se puso de rodillas, se inclinó hacia adelante, sosteniéndose con
una mano y con la otra tocó la orla de sus vestiduras en medio
de la multitud. Se sintió de inmediato sana. Jesús se detuvo y
mirando a sus discípulos, dijo: “¿Quién me ha tocado?” Res-
pondió Pedro; “¿Preguntas quién te ha tocado, y ves al pueblo
que se agolpa en torno tuyo?» Jesús respondió: “Alguien me
ha tocado, pues siento que virtud ha salido de Mi». Miró en
torno y como se hiciese un vacio entre las turbas, no pudo la
mujer ocultarse; se acercó, toda confusa, se hincó de rodillas, y
dijo, delante de todos, que ella había sido, porque hacía tiempo
que padecía de su enfermedad y que ahora se sentía sana, y
pedía que la perdonase. Jesús le dijo: “Alégrate, hija; tu fe te
ha salvado. Vete en paz y seas libre de tus enfermedades». Con
esto se alejó contenta con sus parientes y amigas. Es una mujer
de unos treinta años; está demacrada y débil y se llama Enué.
Su marido, difunto, era judío. Tiene sólo una hija que está edu-
cándose con su tío y había venido con la niña para ser bautiza-
das junto con una cuñada, llamada Lea, y el marido de ésta, que
está entre los fariseos enemigos de Jesús. Esta Enué había que-
rido en su viudez contraer un matrimonio que a sus parientes
ricos les pareció demasiado humilde, y se habían opuesto.
Jesús se dirige ahora con pasos acelerados a la casa de Jairo.
Estaban con Él Pedro, Santiago, Juan, Saturnino y Mateo. En la
antesala estaban de nuevo las plañideras y los tocadores de
flautas; pero ya no se mofaban. Jesús pasó por entre la multi-
tud. Le salieron al encuentro la mujer de Jairo, la madre y una
hermana, confundidas, llorando, cubiertas con el velo. Jesús dejó
a Saturnino y a Mateo fuera con los hombres que estaban en el
patio, y entró con Pedro, Santiago y Juan, el padre, la madre
y la abuela en la pieza donde estaba la niña muerta. No era el
mismo lugar de antes; era una pieza más pequeña colocada en
la sala, detrás del hogar. Jesús habia cortado una ramita en el
jardín y se había hecho traer un recipiente de agua, que bendijo.
La difunta estaba tendida allí y no tenía el aspecto agradable y
tranquilo de antes. Entonces había visto yo su alma al lado de
ella en forma de un círculo luminoso; ahora no la vi. Entonces
dijo Jesús: “Ella duerme”. Ahora nada dijo. Estaba realmente
muerta. Jesús la roció con agua bendita, usando la ramita, oró,
la tomó de la mano y le dijo: «Niña, yo te lo mando; levántate».
Cuando Jesús oró he visto al alma acercarse en forma de una
esfera oscura y entrar luego en la boca. Abrió los ojos, miró y
siguió el movimiento de su mano, se enderezó, y luego se levantó
de su lecho de muerte. Jesús la dirigió a sus padres, que la reci-
bieron entre lágrimas de emoción, alegría y gratitud, cayendo
a los pies de Jesús. Les dijo que le trajesen algo de comer, uvas
y pan. Lo hicieron así. Jesús exhortó seriamente a los padres a
que recibieran esta gracia con reconocimiento y esta misericor-
dia de Dios; que dejasen la vanidad y los placeres del mundo e
hicieran penitencia de sus pecados. También les dijo que educa-
sen bien a su hija, no para la muerte, ya que por segunda vez
había vuelto a la vida. Les reprochó su liviandad al recibir por
primera vez la gracia y lo que habían dicho y hecho después,
y como la niña en este tiempo había incurrido en otra muerte
peor, cual era la muerte espiritual del alma. La niña estaba muy
conmovida y lloraba. Jesús la exhortó a evitar la libertad de los
ojos y el pecado, y le dijo que comiese de las uvas y del pan
que había bendecido y no viviese de ahí en adelante carnalmen-
te, sino del pan de la palabra de Dios; que hiciese penitencia,
tuviese fe, orase y obrase buenas obras de misericordia. Los pa-
dres estaban conmovidos y cambiados en su modo de sentir y
de ser. El marido prometió despegarse de todas las cosas y seguir
lo que mandaba Jesús. También la mujer y todas las mujeres
que entraron entonces prometieron mejorar de conducta y llo-
raban de contrición y de arrepentimiento.
Jairo, completamente cambiado, mandó de inmediato repar-
tir una gran parte de sus riquezas. Esta hija se llamaba Salomé.
Como se hubiese reunido mucha gente, dijo Jesús a Jairo que
no hiciesen mucho ruido por este hecho y evitasen inútiles con-
mociones. Esto lo decía con frecuencia por diversos motivos.
Primero porque este hablar y charlar mucho es causa de que se
considere menos la misericordia de Dios en los favores recibidos.
Deseaba que los curados se concentrasen, pensasen en mejorar
su conducta; no ir merodeando y gastando en placer la vida que
se les regalaba, por lo cual solían caer de nuevo en pecados.
También lo decía para enseñanza de los apóstoles, para que se
guardasen de toda vana complacencia y que hiciesen el bien
sólo por amor de Dios y del prójimo. Otras veces era también
para no aumentar la aglomeración de la gente y de los curiosos
y no atraer a ciertos enfermos que sólo venían por adquirir la
salud sin tener un principio de fe y de confianza. Algunos de
estos enfermos venían sólo por probar, y caían luego en sus
pecados y en sus enfermedades, como en el caso de Jairo.