LXII
Jesús metido en el sepulcro
Los hombres pusieron el sagrado cuerpo sobre unas angarillas de cuero,
cubiertas con un cobertor oscuro. Esto me recuerda el Arca de la Alianza.
Nicodemo y José llevaban sobre sus hombros los palos de delante, y Abenadar
y Juan los de atrás. En seguida venían la Virgen, María de Helí, su hermana
mayor, Magdalena y María Cleofás; después las mujeres que habían estado
sentadas a cierta distancia, Verónica, Juana Chusa; María, madre de Marcos;
Salomé, mujer del Zebedeo; María Salome, Salome de Jerusalén, Susana y
Ana, sobrina de San José; Casio y los soldados cerraban la marcha. Las otras
mujeres, Maroni de Naím, Dina la Samaritana, y María la Sufanita, estaban en
Betania con Marta y Lázaro. Dos soldados con luces iban delante para
alumbrar en la gruta del sepulcro; anduvieron así cerca de siete minutos,
cantando salmos en tono dulce y melancólico. Vi sobre una altura del otro lado
del valle a Santiago el Mayor, hermano de Juan, que los veía pasar, y que
volvió a anunciar a los otros discípulos lo que había visto.
Se pararon a la entrada del jardín de José; lo abrieron arrancando algunos
palos, que sirvieron después de palancas para llevar a la gruta la piedra que
debía tapar el sepulcro. Cuando llegaron a la peña, levantaron el santo cuerpo
sobre una tabla larga, cubierta con una sábana. La gruta, que estaba
recientemente abierta, había sido barrida por los criados de Nicodemo; el
interior estaba limpio y decoroso. Las santas mujeres se sentaron enfrente de
la entrada. Los cuatro hombres entraron el cuerpo del Señor, llenaron de
aromas una parte del sepulcro, y extendieron una sábana, sobre la cual
pusieron el cuerpo; le mostraron otra vez su amor con sus lágrimas y sus
abrazos, y salieron de la gruta. Entonces entró la Virgen; se sentó junto a la
cabeza, y se bajó llorando sobre el cuerpo de su Hijo. Cuando salió de la gruta,
Magdalena se precipitó en ella; había juntado en el jardín flores y ramos que
echo sobre Jesús; cruzo las manos, y besó llorando los pies de Jesús; pero
habiéndole dicho los hombres que querían cerrar el sepulcro, se volvió con las
otras mujeres. Doblaron las puntas de las sábanas sobre el cuerpo, y pusieron
la tapa de un color oscuro, y cerraron la puerta; delante había dos palos, uno
horizontal y otro vertical, que formaban la cruz.
La gruesa piedra destinada a cerrar el sepulcro, que estaba aún a la puerta de
la gruta, tenía la forma de un cofre o de una piedra tumular; era bastante
grande para que un hombre pudiera extenderse a lo largo, muy pesada, y solo
con palancas pudieron los hombres empujarla delante de la Puerta del
sepulcro. La primera puerta de la gruta era de ramas entretejidas. Todo lo que
se hizo en la gruta fue con faroles, porque la luz del día apenas penetraba.
LXIII
Vuelta del sepulcro. José de Arimatea preso
El Sábado iba a comenzar. Nicodemo y José entraron en Jerusalén por una
pequeña puerta próxima al jardín, abierta en la muralla por una gracia especial
concedida a José. Dijeron a la Virgen, a Magdalena, a Juan y algunas mujeres
que volvían al Calvario a orar, que hallarían esa puerta abierta siempre que
llamaran, así como la del Cenáculo. La hermana mayor de la Virgen, María de
Helí, volvió a la ciudad con María, madre de Marcos, y algunas otras mujeres.
Los criados de José y de Nicodemo volvieron al Calvario para recoger los
objetos que habían dejado.
Los soldados se juntaron con los que guardaban la puerta de la ciudad, vecina
al Calvario, y Casio se fue a casa de Pilatos con la lanza. Le contó lo que había
visto, y le prometió una relación exacta, si le confiaba el mando de la guardia
que los judíos pedirían para el sepulcro. Pilatos escuchó sus palabras con
terror secreto, mas lo trató como a un supersticioso.
José y Nicodemo encontraron en la ciudad a Pedro, a Santiago el Mayor y a
Santiago el Menor; todos lloraban. Pedro, sobre todo, sentía un dolor violento;
los abrazó, se acusó de no haber estado presente a la muerte del Salvador, y
les dio las gracias por haberle dado sepultura. Se convinieron en que les
abrirían las puertas del Cenáculo cuando llamaran, y se fueron a buscar a otros
discípulos dispersados en diversos sitios. Vi después a la Virgen Santísima y a
sus compañeras entrar en el Cenáculo; Abenadar fue también introducido, y
poco a poco la mayor parte de los apóstoles y de los discípulos se juntaron en
él. Las santas mujeres se reunieron en la parte donde habitaba la Virgen.
Tomaron algún alimento, y pasaron todavía algún rato reunidos llorando y
contando lo que habían visto. Los hombres se mudaron de vestido, y los vi
debajo de una lampara para celebrar el sábado. Comieron corderos en el
Cenáculo, pero sin hacer ninguna ceremonia, pues habían comido la víspera el
cordero pascual; todos estaban llenos de angustia y de tristeza. Las santas
mujeres rezaron también con María debajo de una lámpara. Cerrado que hubo
la noche, Lázaro, la viuda de Naím, Dina la Samaritana y María la Sufanita,
vinieron de Betania: contaron de nuevo lo sucedido, y derramaron lágrimas.
José de Arimatea volvió tarde del Cenáculo a su casa; iba tristemente por las
calles de Sión, acompañado de algunos discípulos y de algunas mujeres,
cuando de pronto un tropel de hombres armados, emboscados en las
inmediaciones del tribunal de Caifás, se echó sobre ellos, apoderándose de
José, mientras sus compañeros huían dando gritos. Lo encerraron en una torre
de la muralla, cerca del tribunal. Caifás había encargado esta expedición a los
soldados paganos, que no tenían que observar el sábado. Su proyecto era
dejarlo morir de hambre, y no decir nada de su desaparición.
Aquí se acaba la relación del día de la Pasión del Salvador; añadiremos
algunos trozos relativos el Sábado Santo, al descendimiento a los infiernos y a
la Resurrección.
LXIV
El nombre del Calvario
Meditando sobre el nombre de Gólgota, Calvario, lugar del Cráneo, que tiene la
peña en donde Jesús fue crucificado, estuve en contemplación profunda sobre
la serie de los tiempos desde Adán hasta Jesús, en la cual se me reveló el
origen de ese nombre. He aquí de lo que me acuerdo.
Yo vi a Adán, después de su expulsión del Paraíso, llorar en la gruta en donde
Jesús sudó sangre y agua sobre el monte de los Olivos. Vi como Seth fue
prometido a Eva en la cueva del nacimiento de Jesús en Belén, y como nació
en esa misma cueva. Vi a Eva habitar en las grutas donde después estuvo el
monasterio esenio de Masfa, cerca de Hebrón.
El territorio de Jerusalén se me apareció después del diluvio, revuelto, negro,
pedregoso, bien diferente de lo que era antes. A gran profundidad, debajo de la
peña que forma el Calvario (la cual fue transportada a este sitio por las aguas),
vi el sepulcro de Adán y de Eva. Faltaba la cabeza y una costilla a uno de los
esqueletos, y la otra cabeza estaba puesta al esqueleto a quien no pertenecía.
Los huesos de Adán y de Eva no estaban todos en este sepulcro. Noé tenía
algunos en el arca, que se los transmitieron los patriarcas. Noé y Abraham,
cuando ofrecían un sacrificio, los ponían sobre el altar para recordar a Dios su
promesa. Cuando Jacob dio a José su vestido de diversos colores, le dio
también algunos huesos de Adán para servirle de reliquias. José los llevaba
siempre sobre el pecho, y fueron metidos con sus propios huesos en el primer
relicario que los hijos de Israel llevaron de Egipto. He visto muchas cosas, pero
se me han olvidado las unas, y me falta tiempo para contar las otras.
En cuanto al origen del nombre de Calvario, he aquí lo que sé. La montaña que
tiene ese nombre se me apareció en el tiempo del profeta Eliseo. Entonces no
estaba como en tiempo de Jesús: era una altura con muchas murallas y grutas
que parecían sepulcros. Vi al profeta Elíseo bajar a esas grutas (no se decir si
lo hizo realmente o si era simplemente una visión). Le vi sacar un cráneo de un
sepulcro de piedra, donde reposaban huesos. Uno que estaba a su lado, creo
que era un ángel, le dijo: «Es el cráneo de Adán». El profeta quiso llevárselo,
mas el que estaba con él no se lo permitió. Vi sobre el cráneo algunos pelos
rubios esparcidos.
Supe también que habiendo contado el profeta lo que le había sucedido, el sitio
recibió el nombre de Calvario. En fin: yo vi que la cruz de Jesús estaba puesta
verticalmente sobre el cráneo de Adán, y supe que ese sitio era precisamente
el medio de la tierra; al mismo tiempo conocí los números y las medidas
propias a todos los países, cada uno en particular, y la relación que tenían
entre si. He visto ese medio desde arriba, y como de un vuelo. Desde allí se
ven más claramente que en un mapa los diversos países, las montañas, los
desiertos, los mares y los ríos, los pueblos y los lugares mas pequeños, así los
más cercanos como los más remotos.
LXV
La cruz y el lagar
Meditando sobre esta palabra o este pensamiento de Jesús sobre la cruz:
«Estoy exprimido como el vino que se ha puesto aquí en el lagar por la primera
vez: debo dar toda mi sangre hasta que venga el agua, mas no se hará aquí
más vino»; esto me fue explicado por una visión relativa al Calvario.
Yo vi, en una época posterior al diluvio, este terreno menos escabroso y menos
estéril que lo fue después: había viñas y prados. Vi al patriarca Jafet, un viejo
alto, moreno, rodeado de inmensos rebaños y de una posteridad numerosa;
sus hijos y él tenían viviendas labradas en la tierra, y cubiertas con techos de
hierbas y de flores. Alrededor había viñas y ensayaban sobre el Calvario, en
presencia de Jafet, una nueva manera de hacer vino.
También vi las antiguas maneras de preparar el vino; no me acuerdo más que
de lo siguiente: Primero se contentaban comiendo la uva; después la pisaron
en tinas de piedra con pilones y en grandes tajos de madera. Esta vez habían
imaginado un nuevo lagar, que se parecía a la santa cruz: era un tronco de
árbol vaciado y elevado verticalmente; un saco de uva estaba colgado arriba;
sobre ese saco había un pilón y encima un peso, y de los dos lados del tronco
salían brazos que llegaban al saco por aberturas dispuestas a propósito, y que
estrujaban la uva cuando los movían bajando las extremidades. El mosto corría
fuera del árbol por cinco aberturas, y cara en una cuba de piedra; desde ahí
llegaba por un caño de corcho untado de resina a esa especie de cisterna
abierta en la peña, adonde encerraron a Jesús antes de crucificarlo; al pie del
tronco, en la cueva de piedra, había una reja para no dejar pasar los pezones,
que se ponían a un lado. Cuando alzaron el lagar, llenaron el saco de uvas, lo
clavaron en lo alto, pusieron y maniobraron los brazos para hacer correr el vino.
Todo eso me recordó la crucifixión, a causa de la semejanza del tronco y de la
cruz. Tenían una caña larga con una extremidad llena de puntas, de suerte que
parecía una cabeza de cardo, y la pasaban por el tronco o por el conducto
cuando se obstruían. Eso me recordó la lanza y la esponja. Había pellejos y
corchos. Vi muchos hombres jóvenes que tenían sólo un lienzo a la cintura,
como Jesús, trabajando en ese lagar. Jafet era muy viejo; tenia barba larga y
un vestido de pieles; miraba con placer el nuevo lagar. Era una fiesta;
sacrificaron sobre un altar de piedra animales que corrían por la viña, asnillos,
cabras y ovejas. No fue en este sitio en el que Abraham vino a sacrificar a
Isaac; fue quizás sobre el monte de Moriah. He olvidado muchas instrucciones
relativas al vino, al vinagre, a los escobajos, a las diferentes distribuciones a
derecha y a izquierda: lo siento, pues las menores cosas en esta materia tienen
una profunda significación simbólica. Si Dios quiere que las dé a conocer, me
las mostrará otra vez.
LXVI
Extracto de una visión anterior
En una visión del último mes de la vida de Jesús, Ana Catalina Emmerick vio
tres caldeos de un lugar cuyo nombre se parece a Siedor, y donde esos
paganos tenían una escuela de sacerdotes, ir a visitar al Señor en Betania, a
casa de Lázaro. Ya en otra ocasión había contado lo siguiente de su religión y
de su templo:
A poca distancia de ese temple había una pirámide con galerías, en donde
observaban los astros. Anunciaban lo porvenir por la marcha de los animales e
interpretaban los sueños. Sacrificaban animales, pero siempre con horror a la
sangre que dejaban caer al suelo. Tenían fuego consagrado y agua
consagrada: conservaban el zumo de una planta y panecitos consagrados,
según el rito de su religión. Su templo, de forma ovalada, estaba lleno de
imágenes de metal muy bien trabajadas. Tenían el presentimiento de una
Madre de Dios. El objeto principal de su temple era un obelisco triangular. En
uno de los dos lados había una figura con pies de animales, que tenía en sus
manos una bola, un aro, un manojito de yerbas, una manzana gruesa con el
pezón, y otras cosas. Su cara era como un sol con rayos; tenía muchas telas, y
significaba la producción y la conservación de la naturaleza: su nombre era
como Miter o Mitras. En el otro lado había una figura de animal con un cuerno:
era un unicornio, y se llamaba Asfas o Aspas. Combatía con su cuerno contra
un animal malo, que estaba en el tercer lado. Este tenía una cabeza de lechuza
con un pico encorvado, cuatro patas con uñas, dos alas y una cola que
acababa como la de un escorpión. Se me ha olvidado su nombre, pues no me
acuerdo fácilmente de esos nombres extranjeros; los confundo uno con otro, y
sólo puedo indicar a que se parecen. Al angulo de la columna, encima de los
dos animales que reñían, había una estatua, que debía representar la madre
de todos los dioses. Su nombre era como Alva o Alvas; la llamaban también
granero lleno de trigo, y salía de su cuerpo un haz de espigas. Su cabeza
estaba agachada, pues llevaba en el pescuezo un cántaro de vino. Tenía un
lema que decía: «El trigo se debe volver pan; la uva se debe volver vino, para
mantener todas las cosas». Encima de esta figura había una especie de corona,
y sobre la columna dos letras que me parecían una O y una W (quizás Alfa y
Omega).
Pero lo que más me admiró en el templo fue un altar de metal con un jardincito
redondo, cubierto de un enrejado de oro, y debajo de él se veía la figura de una
Virgen. En medio había una fuente compuesta de muchos estanques sellados,
junto uno al otro, y delante de ella una cepa verde con un hermoso racimo
colorado, que entraba en un lagar, cuya forma me recordó la de la cruz. En la
punta de un tronco hueco había un embudo ancho, cuya extremidad llegaba a
un saco de uvas: sobre el saco había dos brazos móviles, que entraban en el
árbol por los lados, y trituraban las uvas, cuyo zumo corría por aberturas. El
jardincito redondo tenía cinco o seis pies de diámetro; estaba lleno de flores, de
arbustos y de frutas, todos bien ejecutados y con una significación profunda.
La representación profética de la salvación futura había sido hecha muchos
siglos antes por los sacerdotes de ese pueblo, según lo que habían aprendido
por la observación de los astros. Habían visto también esta representación
sobre la escala de Jacob; habían visto igualmente otras figuras proféticas de la
Madre de Dios, pero mezcladas con otras tradiciones no comprendidas. Poco
tiempo antes habían sabido la significación del huerto cerrado y de la fuente
sellada: se les había revelado que Jesús era la cepa cuya sangre debía
regenerar al mundo, el grano de trigo que, puesto en la tierra, debía resucitar.
Habían sabido que poseían muchos símbolos y muchos anuncios de la verdad,
pero mezclados con invenciones de Satanás. Para tener mayores
instrucciones, habían sido enviados a los tres Reyes, que, desde su vuelta de
Belén, habitaban mas cerca de la Tierra de Promisión, y estaban distantes dos
jornadas del camino de los caldeos.
Jesús habló con brevedad a esos extranjeros. Los envió a
Cafarnaum, en casa del centurión Zorobabel; Jesús había curado a su criado,
que había sido pagano como ellos, y que debía instruirlos. Eran hombres de
gran estatura, jóvenes, bellos y esbeltos; tenían otra conformación que los
judíos: sus pies y sus manos eran de rara pequeñez.
(*) A esto se puede referir lo que dijo la monja en otra ocasión: «Cuando
veo parábolas relativas a la viña, o cuando rezo por algunas diócesis o por
algunas parroquias que se me presentan bajo la forma de viñas donde me
parece que debo hacer trabajos penosos veo siempre en ellas el lagar perecido
a la cruz, pero elevado en medio de una cuba o de un hoyo profundo. Los
brazos del tronco se pueden mover con los pies».
LXVII
Terremoto y apariciones a la muerte de Jesús
Entre los muertos resucitados en Jerusalén, cuyo número llegó a ciento, no
había ningún pariente de Jesús. He visto en otros lugares de la Tierra Santa
otros muertos aparecer y dar testimonio de Jesús. Así vi a Sadoc, hombre muy
piadoso, que había dado todo lo que poseía a los pobres y al templo, y que
había fundado una comunidad de esenios, aparecerse a mucha gente en las
inmediaciones de Hebrón. Este Sadoc había vivido un siglo antes de Jesús:
había deseado ardientemente la venida del Mesías, y tenido sobre este
muchas revelaciones. Vi otros muertos aparecerse a los discípulos del Señor
que estaban escondidos, y darles avisos.
El terror y la desolación se extendieron hasta los lugares más remotos de la
Palestina,y no fue sólo en Jerusalén donde hubo prodigios espantosos. En
Tirza, las torres de la cárcel donde habían estado presos los cautivos que
Jesús rescató, se hundieron. En Galilea, donde Jesús había viajado tanto, vi
caerse muchos edificios, sobre todo las casas de los fariseos que habían
perseguido al Salvador con más rencor, y que estaban todos en la fiesta: esas
casas se hundieron sobre sus mujeres y sus hijos. Hubo muchos desastres en
las inmediaciones del lago de Genesaret. Muchos edificios se desplomaron en
Cafarnaum: el muro que estaba delante del hermoso jardín del centurión
Zorobabel, se abrió. El lago inundo el valle, y llegó hasta Cafarnaum, que esta
a media legua. La casa de Pedro y la habitación de la Virgen, situadas al salir
del pueblo, quedaron intactas. El lago estuvo muy agitado; sus orillas se
hundieron por muchas partes; su configuración se mudó totalmente, con
semejanza a la que hoy tiene. Hubo, sobre todo, grandes cambios en su
extremidad sudoeste, cerca de Tariqueo, porque había una calzada larga de
piedra construida entre el lago y una especie de laguna, y que daba una
dirección constante al curse del Jordán, a su salida del lago. Toda la calzada se
destruyó con el terremoto.
Hubo muchos desastres al Este del lago, en el sitio donde los cerdos
pertenecientes a los habitantes de Gergesa se habían precipitado en el lago;
también los hubo en Gergesa, en Gerasa y en todo el distrito de Corazaín. La
montaña donde se hizo la segunda multiplicacion de los panes fue removida, y
la piedra donde se había verificado el milagro se partió por en medio. En la
Decápolis, ciudades enteras se hundieron. En Asia muchos sitios sufrieron
bastante, sobre todo al Este y al Noroeste de Paneas. En la Galilea Superior
muchos fariseos hallaron sus casas arruinadas al volver de la fiesta. Muchos de
ellos recibieron la noticia en Jerusalén : por eso los enemigos de Jesús
emprendieron tan poco contra la comunidad cristiana en la fiesta de
Pentecostés. Una parte del templo de Garizim se arruinó. Había un ídolo sobre
una fuente, en un pequeño templo, cuyo techo se hundió en la fuente con el
ídolo. La mitad de la sinagoga de Nazaret, de donde habían echado a Jesús,
se hundió, así como la parte de la montaña de donde habían querido
precipitarle. Hubo muchas perturbaciones en el curso del Jordán por causa de
las conmociones, y mudó de dirección en muchos sitios. En Maqueronte y en
las otras ciudades de Herodes todo estuvo tranquilo: este país estaba fuera de
la penitencia y de las amenazas, semejante a aquellos hombres que no se
cayeron, y por consiguiente no se levantaron, en el Huerto de los Olivos.
En otros muchos sitios donde habitaban espíritus malos, vi a éstos desaparecer
a bandadas en medio de los edificios y de los montes que se hundían. Las
sacudidas de la tierra me recordaron las convulsiones de los poseídos cuando
el enemigo siente que va a alejarse. En Gergesa, una parte de la montaña,
desde donde los demonios se habían echado en un lago con los cerdos, rodó
dentro de ese lago; y entonces vi una multitud de malos espíritus precipitarse
en el abismo como nube oscura.
En Nicea, si no me equivoco, vi un acontecimiento singular, de que me acuerdo
de una manera imperfecta. Había un puerto con muchos barcos, y cerca de ese
puerto había una casa con una torre elevada, donde vi un pagano encargado
de vigilar esos barcos. Tenía que subir con frecuencia a la torre y mirar lo que
pasaba en el mar. Habiendo oído un gran ruido sobre los barcos del puerto,
subió de prisa para ver qué sucedía, y vio volar sobre el puerto figures
siniestras, que le gritaron con voz lastimera: «Si quieres conservar los barcos,
hazlos salir de aquí, pues vamos a entrar en el abismo: el grande Pan ha
muerto». Le dijeron otras cosas; le recomendaron que contara lo que le decían
en un viaje de mar que tenía que hacer pronto, y que recibiera bien a los
mensajeros que vendrían a anunciar la doctrina del que acababa de morir. Así
los malos espíritus estaban obligados por el poder de Dios a avisar a ese
hombre y a encargarle que anunciara su derrota. Mando poner las naves en
seguridad, y entonces se levantó una tempestad horrible: los demonios se
precipitaron aullando en el mar, y la mitad del pueblo se hundió. Su casa
subsistió en pie. Poco tiempo después hizo un gran viaje y anuncio la muerte
del gran Pan, si es ese el nombre que dieron al Salvador. Después vino a
Roma, donde se admiraron mucho de lo que contesto. Su nombre era como
Tamus o Tramus.
LXVIII
Los judíos ponen guardia en el sepulcro
En la noche del Viernes al Sábado vi a Caifás y a los principales judíos
consultarse sobre lo que había que hacer, vistos los prodigios que habían
sucedido y la disposición del pueblo. Al salir de esta deliberación, fueron por la
noche a casa de Pilatos, y le dijeron que como aquel seductor había asegurado
que resucitaría al tercer día, era menester guardar el sepulcro tres días: porque
si no sus discípulos podrían llevarse su cuerpo y esparcir el rumor de su
Resurrección, y esa nueva decepción sería peor que la primera. Pilatos, no
queriendo mezclarse en ese negocio, les dijo: «Tenéis una guardia: mandad
que guarde el sepulcro como lo entendéis». Sin embargo, les dio a Casio, que
debía observarlo todo, para hacer una relación exacta de lo que viera. Los vi
salir de la ciudad, antes de levantarse el sol; los doce soldados que los
acompañaban no estaban vestidos a la romana: eran soldados del templo.
Tenían faroles puestos en palos para verlo todo a pesar de la oscuridad de la
noche, y para alumbrarse en la oscura gruta donde estaba el sepulcro.
Así que llegaron, se aseguraron de la presencia del cuerpo de Jesús; después
ataron una cuerda atravesada delante de la puerta del sepulcro, y ataron otra
segunda sobre la piedra gruesa que estaba delante, y lo sellaron todo con un
sello semicircular. Los fariseos se volvieron al pueblo, y los guardas se
pusieron enfrente de la puerta exterior. Había cinco o seis hombres, que se
relevaban. Casio no se movió de su puesto: estaba sentado o de pie delante de
la gruta, para poder ver los pies del sepulcro. Había recibido grandes gracias
internas y la inteligencia de muchos misterios. No acostumbrado a estar en ese
estado de iluminación espiritual, estuvo todo el tiempo en una especie de
abstracción, sin ver los objetos exteriores. Se transformó en un nuevo hombre,
y pasó todo el día en la penitencia y en la adoración.
LXIX
Los amigos de Jesús el Sábado Santo
Habría unos veinte hombres juntos en el Cenáculo; tenían vestiduras largas,
blancas, con cinturones, y celebraban el sábado. Se separaron para acostarse,
y muchos se fueron a sus casas. El sábado por la mañana se juntaron otra vez,
rezando y leyendo alternativamente; de cuando en cuando introducían a los
que llegaban.
En la parte de la casa donde estaba la Virgen Santísima había una gran sala
con celdas separadas para los que querían pasar la noche. Cuando las
piadosas mujeres volvieron del sepulcro, una de ellas encendió una lámpara
colgada en medio de la sala, y se sentaron debajo de ella alrededor de la
Virgen; oraron con mucha tristeza y mucho recogimiento. Pronto llegaron
Marta, Maroni, Dina y Mara, que habían venido de Betania con Lázaro; éste se
había ido con los discípulos al Cenáculo. Les contaron con mucho llanto la
muerte y la sepultura del Salvador; después, como era tarde, algunos hombres,
y entre ellos José de Arimatea, vinieron por las mujeres que querían volver a la
ciudad. Entonces fue cuando tomaron preso a José. Las mujeres que se
quedaron en el Cenáculo entraron en las celdas dispuestas alrededor de la sala
para tomar algún descanso. A media noche se levantaron y se reunieron
debajo de la lámpara, alrededor de la Virgen, para orar. Cuando la Madre de
Jesús y sus compañeras acabaron ese rezo nocturno, que veo continuar en
todos los tiempos por los fieles hijos de Dios y las almas santas que una gracia
particular excita, o que se conforman con las reglas dadas por Dios y su Iglesia,
Juan llamó a la puerta de la sala con algunos discípulos, y en seguida
recogieron sus capas y lo siguieron al templo.
A las tres de la mañana, cuando fue sellado el sepulcro, vi a la Virgen ir al
templo, acompañada de las otras santas mujeres, de Juan y de otros muchos
discípulos. Muchos judíos tenían costumbre de ir al templo antes de amanecer
después de haber comido el cordero pascual; el templo se abría a media
noche, porque los sacrificios comenzaban temprano. Pero como la fiesta se
había interrumpido, todo se quedó abandonado, y me pareció que la Virgen
Santísima venía sola a despedirse del templo donde se había educado. Estaba
abierto, según la costumbre de ese día, y el espacio alrededor del Tabernáculo,
reservado a los sacerdotes, estaba franco al pueblo, según se acostumbraba
ese día; mas el templo estaba solo, y no había mas que algunos guardas y
algunos criados; todo estaba en desorden por los acontecimientos de la
víspera; había sido profanado con las apariciones de los muertos, y yo me
preguntaba a mi misma: «¿Cómo podrá purificarse de nuevo?»
Los hijos de Simeón y los sobrinos de José de Arimatea, llenos de tristeza por
la prisión de su tío, condujeron por todas partes a la Virgen y a sus
compañeros, pues estaban de guardia en el templo: todos contemplaron con
terror las señales de la ira de Dios, y los que acompañaban a la Virgen le
contaron los acontecimientos de la víspera. Todavía no habían reparado los
estragos causados por el temblor de tierra. La pared que separaba el santuario
se había abierto tanto que se podía pasar por la raja; la cortina del santuario,
rasgada, colgaba de los dos lados; por todas partes se veían paredes abiertas,
piedras hundidas, columnas inclinadas. La Virgen fue a todos los sitios que
Jesús había consagrado para Ella; se prosternó para besarlos, y los regó con
sus lágrimas: sus compañeras la imitaron. Los judíos tenían una gran
veneración a todos los lugares santificados con alguna manifestación del poder
divino; los besaban prosternando el rostro contra el suelo. Yo no lo extrañaba,
pues sabiendo y creyendo que el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob era un
Dios vivo, que habitaba con su pueblo en el templo, era natural que lo hicieran
así. El templo y los lugares consagrados eran para ellos lo que es el Santísimo
Sacramento para los cristianos. La Virgen Santísima, penetrada de ese
respeto, condujo a sus compañeras a muchos sitios del templo; les mostró el
sitio de su presentación cuando era niña, el lugar donde había sido educada,
donde se había desposado con San José, donde había presentado a Jesús,
donde Simeón había profetizado; ese recuerdo la hizo llorar amargamente,
pues ya se había cumplido la profecía, y la espada había traspasado su alma.
Se paró también en el sitio donde había hallado a Jesús niño enseñando en el
templo, y besó respetuosamente el púlpito. Habiendo honrado con sus
recuerdos, con sus lágrimas y con sus oraciones los sitios santificados por
Jesús, se volvieron a Sión.
La Virgen se separó del templo llorando: la desolación y la soledad en que
estaba, en un día tan santo, atestiguaban los crímenes de su pueblo; María se
acordó que Jesús había llorado sobre el templo, y que había dicho; «Destruid
este templo, y Yo lo reedificaré en tres días». María pensó que los enemigos de
Jesús habían destruido el templo de su cuerpo, y deseo con ardor ver relucir el
tercer día en que la palabra eterna debía cumplirse.
María y sus compañeras habían llegado antes de amanecer
al Cenáculo, y se retiraron a la parte del edificio situado a la derecha. Juan y
los discípulos entraron en el Cenáculo, donde los hombres, cuyo número se
elevaba a veinte, rezaban alternativamente debajo de la lámpara. Los recién
venidos de cuando en cuando se instruían tímidamente y conversaban
llorando: todos mostraban a Juan un respeto mezclado de confusión, porque
había asistido a la muerte del Señor. Juan era afectuoso para con todos, tenía
la simplicidad de un niño en sus relaciones con ellos. Los vi comer una vez: la
mayor tranquilidad reinaba en la casa, y las puertas estaban cerradas.
Vi a las santas mujeres juntas hasta la noche en la sala oscura, alumbrada por
la luz de una lámpara, pues las puertas estaban cerradas y las ventanas
tapiadas. Unas veces rezaban alrededor de la Virgen debajo de la lámpara;
otras se retiraban aparte, se cubrían la cabeza con un velo de luto, y se
sentaban sobre ceniza en señal de dolor, o rezaban con la cara vuelta a la
pared. Las más débiles tomaron algún alimento; las otras ayunaron.
Mis ojos se volvieron muchas veces hacia ellas, y siempre las vi rezando o
mostrando su dolor del modo que he dicho. Cuando mi pensamiento se unía al
de la Virgen, que estaba siempre ocupada en su Hijo, yo veía el sepulcro y los
guardias sentados a la entrada: Casio estaba arrimado a la puerta, sumergido
en meditación. Las puertas del sepulcro estaban cerradas, y la piedra por
delante. Sin embargo, vi el cuerpo del Señor rodeado de esplendor y de luz, y
dos ángeles en adoración. Pero en mi meditación, habiéndose dirigido sobre el
alma del Redentor, vi una pintura tan grande y tan complicada del
descendimiento a los infiernos, que solo he podido acordarme de una pequeña
parte: voy a contarla como mejor pueda.