LXIII
La adoración de los Reyes Magos
Se apearon al llegar cerca de la gruta de la tumba de Maraña, en el valle,
detrás de la gruta del Pesebre. Los criados desliaron muchos paquetes,
levantaron una gran carpa e hicieron otros arreglos con la ayuda de algunos
pastores que les señalaron los lugares más apropiados. Se encontraba ya en
parte arreglado el campamento cuando los Reyes vieron la estrella aparecer
brillante y muy clara sobre la colina del Pesebre, dirigiendo hacia la gruta
sus rayos en línea recta. La estrella estaba muy crecida y derramaba mucha
luz; por eso la miraban con grande asombro.
No se veía casa alguna por la densa oscuridad, y la colina aparecía en forma
de una muralla. De pronto vieron dentro de la luz la forma de un Niño resplandeciente
y sintieron extraordinaria alegría. Todos procuraron manifestar
su respeto y veneración. Los tres Reyes se dirigieron a la colina, hasta la
puerta de la gruta. Mensor la abrió, y vio su interior lleno de luz celestial, y
a la Virgen, en el fondo, sentada, teniendo al Niño tal como él y sus compañeros
la habían contemplado en sus visiones. Volvió para contar a sus compañeros
lo que había visto.
En esto José salió de la gruta acompañado de un pastor anciano y fue a su
encuentro. Los tres Reyes le dijeron con simplicidad que habían venido para
adorar al Rey de los Judíos recién nacido, cuya estrella habían observado, y
querían ofrecerle sus presentes. José los recibió con mucho afecto. El pastor
anciano los acompañó hasta donde estaban los demás y les ayudó en los
preparativos, juntamente con otros pastores allí presentes. Los Reyes se dispusieron
para una ceremonia solemne. Les vi revestirse de mantos muy amplios
y blancos, con una cola que tocaba el suelo. Brillaban con reflejos,
como si fueran de seda natural; eran muy hermosos y flotaban en torno de
sus personas. Eran las vestiduras para las ceremonias religiosas. En la cintura
llevaban bolsas y cajas de oro colgadas de cadenillas, y cubríanlo todo
con sus grandes mantos. Cada uno de los Reyes iba seguido por cuatro personas
de su familia, además, de algunos criados de Mensor que llevaban una
pequeña mesa, una carpeta con flecos y otros objetos.
Los Reyes siguieron a José, y al llegar bajo el alero, delante de la gruta, cubrieron
la mesa con la carpeta y cada uno de ellos ponía sobre ella las cajitas
de oro y los recipientes que desprendían de su cintura. Así ofrecieron los
presentes comunes a los tres. Mensor y los demás se quitaron las sandalias y
José abrió la puerta de la gruta. Dos jóvenes del séquito de Mensor, que le
precedían, tendieron una alfombra sobre el piso de la gruta, retirándose des-
pués hacia atrás, siguiéndoles otros dos con la mesita donde estaban colocados
los presentes. Cuando estuvo delante de la Santísima Virgen, el rey
Mensor depositó estos presentes a sus pies, con todo respeto, poniendo una
rodilla en tierra. Detrás de Mensor estaban los cuatro de su familia, que se
inclinaban con toda humildad y respeto. Mientras tanto Sair y Teokeno
aguardaban atrás, cerca de la entrada de la gruta. Se adelantaron a su vez
llenos de alegría y de emoción, envueltos en la gran luz que llenaba la gruta,
a pesar de no haber allí otra luz que el que es Luz del mundo. María se
hallaba como recostada sobre la alfombra, apoyada sobre un brazo, a la izquierda
del Niño Jesús, el cual estaba acostado dentro de la gamella, cubierta
con un lienzo y colocada sobre una tarima en el sitio donde había nacido.
Cuando entraron los Reyes la Virgen se puso el velo, tomó al Niño en sus
brazos, cubriéndolo con un velo amplio. El rey Mensor se arrodilló y ofrciendo
los dones pronunció tiernas palabras, cruzó las manos sobre el pecho,
y con la cabeza descubierta e inclinada, rindió homenaje al Niño. Entre tanto
María había descubierto un poco la parte superior del Niño, quien miraba
con semblante amable desde el centro del velo que lo envolvía. María sostenía
su cabecita con un brazo y lo rodeaba con el otro. El Niño tenía sus manecitas
juntas sobre el pecho y las tendía graciosamente a su alrededor. ¡Oh,
qué felices se sentían aquellos hombres venidos del Oriente para adorar al
Niño Rey!
Viendo esto decía entre mí: «Sus corazones son puros y sin mancha; están
llenos de ternura y de inocencia como los corazones de los niños inocentes y
piadosos. No se ve en ellos nada de violento, a pesar de estar llenos del fuego
del amor». Yo pensaba: «Estoy muerta; no soy más que un espíritu: de
otro modo no podría ver estas cosas que ya no existen, y que, sin embargo,
existen en este momento. Pero esto no existe en el tiempo, porque en Dios
no hay tiempo: en Dios todo es presente. Yo debo estar muerta; no debo ser
más que un espíritu». Mientras pensaba estas cosas, oi una voz que me dijo:
«¿Qué puede importarte todo esto que piensas? … Contempla y alaba a Dios,
que es Eterno, y en Quien todo es eterno».
Vi que el rey Mensor sacaba de una bolsa, colgada de la cintura, un puñado
de barritas compactas del tamaño de un dedo, pesadas, afiladas en la extremidad,
que brillaban como oro. Era su obsequio. Lo colocó humildemente
sobre las rodillas de María, al lado del Niño Jesús. María tomó el regalo con
un agradecimiento lleno de sencillez y de gracia, y lo cubrió con el extremo
de su manto. Mensor ofrecía las pequeñas barras de oro virgen, porque era
sincero y caritativo, buscando la verdad con ardor constante e inquebrantable.
Después se retiró, retrocediendo, con sus cuatro acompañantes; míen-
tras Sair, el rey cetrino, se adelantaba con los suyos y se arrodillaba con profunda
humildad, ofreciendo su presente con expresiones muy conmovedoras.
Era un recipiente de incienso, lleno de pequeños granos resinosos, de
color verde, que puso sobre la mesa, delante del Niño Jesús. Sair ofreció incienso
porque era un hombre que se conformaba respetuosamente con la
voluntad de Dios, de todo corazón y seguía esta voluntad con amor. Se quedó
largo rato arrodillado, con gran fervor. Se retiró y se adelantó Teokeno,
el mayor de los tres, ya de mucha edad. Sus miembros algo endurecidos no
le permitían arrodillarse: permaneció de pie, profundamente inclinado, y
puso sobre la mesa un vaso de oro que tenía una hermosa planta verde. Era
un arbusto precioso, de tallo recto, con pequeñas ramitas crespas coronadas
de hermosas flores blancas: la planta de la mirra. Ofreció la mirra por ser el
símbolo de la mortificación y de la victoria sobre las pasiones, pues este excelente
hombre había sostenido lucha constante contra la idolatría, la poligamia
y las costumbres estragadas de sus compatriotas. Lleno de emoción
estuvo largo tiempo con sus cuatro acompañantes ante el Niño Jesús. Yo
tenía lástima por los demás que estaban fuera de la gruta esperando turno
para ver al Niño. Las frases que decían los Reyes y sus acompañantes estaban
llenas de simplicidad y fervor. En el momento de hincarse y ofrecer sus
dones decían más o menos lo siguiente: «Hemos visto su estrella; sabemos
que Él es el Rey de los Reyes; venimos a adorarle, a ofrecerle nuestros
homenajes y nuestros regalos». Estaban como fuera de sí y en sus simples e
inocentes plegarias encomendaban al Niño Jesús sus propias personas, sus
familias, el país, los bienes y todo lo que tenía para ellos algún valor sobre
la tierra. Le ofrecían sus corazones, sus almas, sus pensamientos y todas sus
acciones. Pedían inteligencia clara, virtud, felicidad, paz y amor. Se mostraban
llenos de amor y derramaban lágrimas de alegría, que caían sobre sus
mejillas y sus barbas. Se sentían plenamente felices. Habían llegado hasta
aquella estrella, hacia la cual desde miles de años sus antepasados habían
dirigido sus miradas y sus ansias con un deseo tan constante. Había en ellos
toda la alegría de la Promesa realizada después de tan largos siglos de espera.
María aceptó los presentes con actitud de humilde acción de gracias. Al
principio no decía nada: sólo expresaba su reconocimiento con un simple
movimiento de cabeza, bajo el velo. El cuerpecito del Niño brillaba bajo los
pliegues del manto de María. Después la Virgen dijo palabras humildes y
llenas de gracia a cada uno de los Reyes, y echó su velo un tanto hacia atrás.
Aquí recibí una lección muy útil. Yo pensaba: «¡Con qué dulce y amable
gratitud recibe María cada regalo! Ella, que no tiene necesidad de nada, que
tiene a Jesús, recibe los dones con humildad. Yo también recibiré con gratitud
todos los regalos que me hagan en lo futuro». ¡Cuánta bondad hay en
María y en José! No guardaban casi nada para ellos, todo lo distribuían entre
los pobres.
LXIV
La adoración de los servidores de los Reyes
Terminada la adoración del Niño, los Reyes se volvieron a sus carpas
con sus acompañantes. Los criados y servidores se dispusieron a entrar
en la gruta. Habían descargado los animales, levantado las tiendas, ordenado
todo; esperaban ahora pacientemente delante de la puerta con mucha humildad.
Eran más de treinta; había algunos niños que llevaban apenas unos paños
en la cintura -y un manto. Los servidores entraban de cinco en cinco en
compañía ele un personaje principal, al cual servían; se arrodillaban delante
del Niño y lo adoraban en silencio. Al final entraron todos los niños, que
adoraron al Niño Jesús con su alegría inocente. Los criados no permanecieron
mucho tiempo en la gruta, porque los Reyes volvieron a hacer otra entrada
más solemne. Se habían revestido con mantos largos y flotantes, llevando
en las manos incensarios. Con gran respeto incensaron al Niño, a la
Madre, a José y a toda la gruta del Pesebre. Después de haberse inclinado
profundamente, se retiraron. Esta era la forma de adoración que tenía la gente
de ese país.
Durante todo este tiempo María y José se hallaban llenos de dulce alegría.
Nunca los había visto así: derramaban a menudo lágrimas de contento, pues
los consolaba inmensamente el ver los honores que rendían los Reyes al Niño
Jesús, a quien ellos tenían tan pobremente alojado, y cuya suprema dignidad
conocían en sus corazones. Se alegraban de que la divina Providencia,
no obstante la ceguera de los hombres, había dispuesto y preparado para el
Niño de la Promesa lo que ellos no podían darle, enviando desde lejanas tierras
a los que le rendían la adoración debida a su dignidad, cumplida por los
poderosos de la tierra con tan santa munificencia. Adoraban al Niño Jesús
juntamente con los santos Reyes y se alegraban de los homenajes ofrecidos
al Niño Dios.
Las tiendas de los visitantes estaban levantadas en el valle, situado detrás
de la gruta del Pesebre hasta la gruta de Maraña. Los animales estaban atados
a estacas enfiladas, separados por medio de cuerdas. Cerca de la carpa
más grande, al lado de la colinr del Pesebre, había un espacio cubierto con
esteras. Allí habían dejado algo de los equipajes, porque la mayor patte fue
guardada en la gruta de la tumba de Maraña. Las estrellas lucían cuando
terminaron todos de pasar a la gruta de la adoración. Los Reyes se reunieron
en círculo junto al terebinto que se alzaba sobre la tumba de Mahara, y
allí, en presencia de las estrellas, entonaron algunos de sus cantos solemnes.
¡Es imposible decir la impresión que causaban estos cantos tan hermosos en
el silencio del valle, aquella noche! Durante tantos siglos los antepasados de
estos Reyes habían mirado las estrellas, rezado, cantado, y ahora las ansias
de tantos corazones había tenido su cumplimiento. Cantaban llenos de exaltación
y de santa alegría.
Mientras tanto José, con la ayuda de dos ancianos pastores, había preparado
una frugal comida en la tienda de los Reyes. Trajeron pan, fruta, panales de
miel, algunas hierbas y vasos de bálsamo; pusieron todo sobre una mesita
baja cubierta con un mantel. José habíase procurado todas estas cosas desde
la mañana, para recibir a los Reyes, cuya venida ya esperaba, porque la
había anunciado de antemano la Virgen Santísima. Cuando los Reyes volvieron
a su carpa, vi que José los recibía muy cordialmente y les rogaba que,
siendo ellos los huéspedes, se dignaran aceptar la sencilla comida que les
ofrecía. Se colocó junto a ellos y dieron principio a la comida. José no mostraba
timidez alguna; pero estaba tan contento que derramaba lágrimas de
pura alegría. Cuando vi esto pensé en mi difunto padre, que era un pobre
campesino, el cual en ocasión de mi toma de hábito se vio en la ocasión de
sentarse a la mesa con muchas personas distinguidas. En su sencillez y
humildad había sentido al principio mucho temor; luego se puso tan contento
que lloró de alegría: sin pretenderlo, ocupó el primer lugar en la fiesta.
Después de aquella pequeña comida José se retiró. Algunas personas más
importantes se fueron a una posada de Belén, y los demás se echaron sobre
sus lechos tendidos f0rmando circulo bajo la tienda grande, y allí descansaron
de sus fatigas. José, vuelto a la gruta, puso todos los regalos a la derecha
del Pesebre, en un rincón, donde había levantado un tabique que ocultaba lo
que había detrás. La criada de Ana que habíase quedado después de la partida
de su ama, se mantuvo oculta en la gruta lateral durante todo el tiempo de
la ceremonia, y no volvió a aparecer hasta que no se hubieron marchado todos.
Era una mujer inteligente, de espíritu muy reposado. No he visto ni a la
Santa Familia ni a esta mujer mirar con satisfacción mundana los regalos de
los Reyes: todo fue aceptado con reconocimiento humilde, y casi en seguida
repartido caritativamente entre los necesitados.
Esta noche hubo bastante agitación con motivo de la llegada de la caravana
a la casa donde se pagaba el impuesto. Hubo más tarde muchas idas y venidas
a la ciudad, porque los pastores, que habían seguido el cortejo, regresaban
a sus lugares. También he visto que mientras los Reyes, llenos de júbilo,
adoraban al Niño y ofrecían sus presentes en la gruta del Pesebre, algunos
judíos rondaban por los alrededores, espiando desde cierta distancia, murmurando
y conferenciando en voz baja. Más tarde volví a verlos yendo y
viniendo en Belén y dando informes. He llorado por estos desgraciados. Su-
fro viendo la maldad de estas personas que entonces como también ahora se
ponen a observar y a murmurar, cuando Dios se acerca a los hombres, y
luego propalan mentiras, fruto de malicia y perversidad. ¡Oh, cómo me parecían
aquellos hombres dignos de compasión! Tenían la salvación entre
ellos y la rechazaban, en tanto que estos Reyes, guiados por su fe sincera en
la Promesa, habían venido desde tan lejos para buscar la salvación.
En Jerusalén he visto hoy a Herodes en compañía de algunos escribas leyendo
rollos y hablando de lo que habían contado los Reyes. Después, todo
entró de nuevo en calma como si hubiese interés en hacer silencio en torno
de este asunto.
LXV
Nueva visita de los Reyes Magos
Hoy, de mañana, he visto a los Reyes Magos y a otras personas de su
séquito que visitaban sucesivamente a la Sagrada Familia. Los vi
también durante el día junto a sus campamentos y bestias de carga, ocupados
en diversas distribuciones. Como estaban llenos de alegría y se sentían
felices, repartían muchos regalos. He entendido que era costumbre entonces
hacerlos en ocasión de acontecimientos felices. Los pastores que habían
ayudado a. los Reyes recibieron valiosos regalos, como también muchos
pobres. Vi que ponían chales y paños sobre los hombros de algunas viejecitas
que habían llegado hasta el lugar. Algunas personas del séquito de los
Reyes deseaban quedarse en el valle de los pastores para vivir con ellos.
Hicieron conocer su deseo a los Reyes, los cuales no sólo les dieron permiso
sino que los colmaron de regalos, proveiéndoles de colchas, vestidos, oro
en grano, y dejándoles los asnos en que habían venido montados. Cuando vi
que los Reyes distribuían tantos trozos de pan, yo me preguntaba de dónde
podían haberlo sacado, y recordé que los había visto, en los lugares donde
hacían campamento, preparar, con la provisión de harina que traían, panecillos
chatos como galletas, en moldes y amontonarlos dentro de cajas de cuero
muy livianas, que cargaban sobre sus bestias. Han llegado muchas personas
de Belén que, bajo diversos pretextos, rodeaban a los Reyes para obtener
obsequios.
Por la noche volvieron los Reyes para despedirse. Apareció primero Mensor.
María le puso al Niño en los brazos, que el rey recibió llorando de alegría.
Luego acercáronse los otros dos reyes, derramando lágrimas. Trajeron
muchos regalos a la Sagrada Familia: piezas de telas diversas, entre las cuales
algunas parecían de seda sin teñir, y otras de color rojo o con diversas
flores. Dejaron muy hermosas colchas. Dejaron sus grandes y amplios mantos
de color amarillo pálido, tan livianos que al menor viento eran agitados:
parecían hechos de lana extremadamente fina. Traían varias copas, unas dentro
de otras; cajas llenas de granos, y en un canasto, tiestos donde había
hermosos ramos de una planta verde, con hermosas flores blancas: eran
plantas de mirra. Los tiestos estaban colocados unos encima de otros dentro
del canasto. Dejaron a José unos jaulones llenos de pájaros, que habían traído
en cantidad sobre sus dromedarios, para su alimento durante el viaje. Al
momento de despedirse de María y del Niño, derramaron abundantes lágrimas.
María estaba de pie junto a ellos en el momento de la despedida. Llevaba
en brazos al Niño envuelto en su velo, y dio algunos pasos para acom-
pañar a los Reyes hasta la puerta de la gruta. Se detuvo en silencio, y para
dejar un recuerdo a aquellos hombres tan buenos quitóse el gran velo que
tenía sobre la cabeza, que era de tejido amarillo y con el cual envolvía a Jesús,
y lo puso en manos de Mensor. Los Reyes recibieron el regalo inclinándose
profundamente. Una alegría llena de respeto los embargó cuando vieron
a María sin velo, teniendo al Niño en brazos. ¡Cuan dulces lágrimas derramaron
al dejar la gruta! El velo fue para ellos desde entonces la reliquia
más preciada que poseyeran. La Santísima Virgen recibía los dones, pero no
parecía darles importancia alguna, aunque en su humildad encantadora mostraba
un profundo agradecimiento a la persona que hacía el regalo. En todos
estos homenajes no he visto en María ningún acto o sentimiento de complacencia
para consigo misma. Sólo por amor al Niño Jesús y por compasión a
San José se dejó llevar de la natural esperanza de que en adelante el Niño
Jesús y José encontrarían en Belén más simpatía que antes y que ya no serían
tratados con tanto desprecio como lo fueron a su llegada. La tristeza y la
inquietud de José la habían afligido en extremo. Cuando volvieron los Reyes
a despedirse ya estaba la lámpara encendida en la gruta. Todo estaba
oscuro afuera. Los Reyes se fueron en seguida con sus acompañantes y se
reunieron debajo del terebinto, sobre la tumba de Maraña, para celebrar allí,
como en la víspera, algunas ceremonias de su culto. Debajo del árbol habían
encendido una lámpara, y al aparecer las estrellas comenzaron a rezar sus
preces y a entonar melodiosos cantos, produciendo un efecto muy agradable
en ese coro las voces de los niños. Después se dirigieron a la carpa donde
José había preparado una modesta comida. Concluida ésta, algunos se volvieron
a la posada de Belén y otros descansaron bajo sus carpas.
LXVI
El Ángel avisa a los Reyes los designios de Herodes
A medianoche tuve una visión. Vi a los Reyes descansando bajo su carpa
sobre colchas tendidas en el suelo, y junto a ellos vi a un joven
resplandeciente: un ángel los despertaba diciéndoles que debían partir de
inmediato, sin pasar por Jerusalén, sino a través del desierto, costeando las
orillas del Mar Muerto. Los Reyes se levantaron de sus lechos y todo el séquito
estuvo de pie en poco tiempo. Uno de ellos fue al Pesebre a despertar
a José, quien corrió a Belén para avisar a los que allí se hospedaban; pero
los encontró por el camino, porque habían tenido la misma aparición. Plegaron
la carpa, cargaron los animales con el equipaje, y todo fue enfardado y
preparado con asombrosa rapidez. Mientras los Reyes se despedían en forma
sumamente conmovedora de San José, delante de la gruta del Pesebre,
una parte del séquito ya partía en grupos separados para tomar la delantera
en dirección al Mediodía, para costear el Mar Muerto a través del desierto
de Engaddi. Mucho instaron los Reyes a la Sagrada Familia de que partiesen
con ellos, diciendo que un gran peligro los amenazaba, y rogaron a María
que por lo menos se ocultase con el pequeño Jesús para que no sufriesen
molestias por causa de ellos mismos. Lloraban como niños: abrazando a José
decían palabras muy conmovedoras. Montando sobre sus cabalgaduras,
ligeramente cargadas, se alejaron por el desierto, he visto al ángel a su lado
indicándoles el camino, y pronto desaparecieron de la vista. Siguieron separados,
unos de otros, como un cuarto de legua; luego en dirección al Oriente,
por espacio de una legua, y finalmente torcieron hacia el Mediodía. He
visto que pasaron por una región que Jesús atravesó más tarde al volver de
Egipto en el tercer año de su predicación.
El aviso del ángel a los Reyes había llegado a tiempo, pues las autoridades
de Belén abrigaban la determinación de prenderlos hoy mismo, con el pretexto
de que perturbaban el orden público, de encerrarlos en las profundas
mazmorras que existían debajo de la sinagoga y acusarlos después ante el
rey Herodes. No sé si obraban así por una orden secreta de Herodes o si lo
hacían por exceso de celo ellos mismos. Cuando se conoció esta mañana la
huida de los Reyes, en el valle tranquilo y solitario donde habían acampado,
los viajeros se encontraban ya cerca del desierto de Engaddi. En el valle no
quedaban más que los rastros de las pisadas de los animales y algunas estacas
que habían servido para levantar las tiendas.
La aparición de los Reyes había causado gran impresión en Belén y muchos
se arrepentían de no haber hospedado a José. Otros hablaban de los Reyes
como de aventureros que se dejaban llevar por imaginaciones extrañas.
Había quienes creían, en cambio, encontrarles alguna relación con los relatos
de los pastores acerca de la aparición de los ángeles. Todas estas cosas
determinaron a las autoridades de Belén, quizás por instigación de Herodes,
a tomar medidas. He visto reunidos a todos los habitantes de la ciudad por
una convocatoria en el centro de una plaza de la ciudad, donde había un pozo
rodeado de árboles delante de una casa grande, a la cual se subía por escalones.
Precisamente desde esos escalones fue leída una especie de proclama,
donde se declamaba contra las cosas supersticiosas y se prohibía ir a
la morada de la gente que propalaba semejantes rumores. Cuando la muchedumbre
se hubo retirado, vi a José acudir a esa casa, donde había sido llamado,
y vi que fue interrogado por unos ancianos judíos. Lo he visto volver
al Pesebre y retomar ante el tribunal de ancianos. La segunda vez llevaba un
poco, del oro que le habían dado los Reyes, y lo entregó a esos hombres,
que luego lo dejaron en paz. Por eso me pareció que todo este interrogatorio
no tuvo otro objeto que el de arrancarle un puñado de oró.
Las autoridades habían hecho poner un tronco de árbol atravesado para obstruir
el camino que llevaba a los alrededores del Pesebre. Este camino no
salía de la ciudad sino que comenzaba en la plaza donde la Virgen se había
detenido bajo el árbol grande, salvando una muralla. Dejaron un centinela
en una choza junto al árbol y pusieron unos hilos sobre el camino, que hacían
tocar una campanilla que estaba en la cabaña de aquél, que les permitiría
detener a quien intentase pasar. Por la tarde vi un grupo de dieciséis soldados
de Herodes hablando con José. Habían sido enviados allí por causa de
los tres Reyes como si fuesen perturbadores de la tranquilidad pública. No
hallaron más que silencio y paz en todas partes, y en la gruta no vieron más
que una pobre familia. Como por otra parte tenían orden de no hacer nada
que llamara la atención, regresaron como habían venido, informando de lo
que habían podido ver. José había llevado ya los regalos de los Reyes y demás
cosas que habían dejado antes de su partida, guardándolos en la gruta
de Maraña y en otras cavernas escondidas en la colina del Pesebre. Las cuevas
existían desde los tiempos del patriarca Jacob. En aquella época en que
sólo había alliíalgunas cabañas en la que es hoy plaza de Belén, Jacob había
levantado su tienda sobre la colina del Pesebre.
LXVII
Visita de Zacarías.
La Sagrada Familia se traslada a la tumba de Mahara.
Esta noche he visto a Zacarías de Hebrón que iba por primera vez: a visitar
a la Sagrada Familia.
María estaba en la gruta, y Zacarías, llorando lágrimas de alegría, tomó en
sus brazos al Niño, y repitió, cambiando algunas frases, el cántico de alabanza
que había dicho en el momento de la circuncisión de Juan Bautista.
Más tarde Zacarías volvió a su casa, y Ana acudió al lado de la Santa Familia
con su hija mayor. María de Helí era más alta que su madre y parecía de
más edad que ella.
Reina gran alegría entre los parientes de la Sagrada Familia, y Ana se siente
muy feliz. María pone con frecuencia al Niño en sus brazos y lo deja a su
cuidado. Con ninguna otra persona he visto que hiciera esto. Una cosa me
conmovió mucho: los cabellos del Niño Jesús, rubios y formando bucles,
tenían en su extremidad hermosos rayos de luz. Creo que le rizan el cabello,
pues veo que le frotan la cabecita al lavarlo, poniéndole un pequeño abrigo
sobre el cuerpo. Veo en la Sagrada Familia una piadosa y tierna veneración
en el trato con el Niño; pero todo lo hacen sencilla y naturalmente, como
pasa entre los santos y elegidos de Dios. El Niño muestra un cariño y una
ternura tal con su madre como nunca he visto en otros niños de corta edad.
María contaba a su madre Ana todo lo sucedido con la visita de los Reyes,
alegrándose mucho Ana de ver cómo habían sido llamados desde tan lejos
esos hombres para conocer al Niño de la Promesa. Observó los regalos de
los Reyes, ocultos en una excavación abierta en la pared, y ayudó en la distribución
de una gran parte de ellos y a poner en orden los demás. Todo estaba
tranquilo en los alrededores de Belén, porque los caminos que llevaban
a la gruta y que no pasaban por la puerta de la ciudad estaban obstruidos por
las autoridades, y José no iba ya a Belén a hacer sus compras porque los
pastores le traían cuanto necesitaba. La parienta a cuya casa iba Ana y que
estaba en la tribu de Benjamín. se llamaba Mará, hija de Rhod, hermana de
Santa Isabel. Era pobre y tuvo varios hijos, que luego fueron discípulos de
Jesús. Uno de ellos fue Natanael, el novio de las bodas de Cana. Esta Mará
se halló presente en Efeso en los momentos de la muerte de María.
Ana está en este momento sola con María en la gruta lateral. Están trabajando
juntas tejiendo una colcha ordinaria. La gruta del Pesebre estaba completamente
vacía. El asno de José estaba oculto detrás de unas zarzas. Hoy volvieron
algunos agentes de Herodes y pidieron en Belén noticias acerca de un
Niño recién nacido. Llenaron especialmente de preguntas a una mujer judía
que poco tiempo antes había dado a luz a un niño. No fueron a la gruta porque
antes no habían encontrado allí nada más que a una pobre familia: estuvieron
lejos de pensar que podría tratarse del Niño de esa familia. Dos hombres
de edad, de los pastores que habían adorado al Niño Jesús, relataron a
José la historia de esas investigaciones. La Sagrada Familia y Ana se refugiaron
en la gruta de la tumba de Maraha. En la gruta del Pesebre no quedaba
nada que pudiera dar a entender que hubiera estado habitada: parecía un
lugar abandonado. Los vi durante la noche caminando por el valle con una
luz velada: Ana llevaba el Niño y Maria y José caminaban a su lado. Los
pastores los guiaban llevando las colchas y todo lo que necesitaban las mujeres
y el Niño.
Tuve una visión, que no sé si la tuvo también la Sagrada Familia. Vi una
gloria formada por siete rostros de ángeles colocados uno sobre otro alrededor
del Niño Jesús. Aparecieron otras caras y obras formas luminosas, junto
a Ana y a José, que parecían llevarlos por el brazo. Al entrar en el vestíbulo
cerraron la puerta, y al llegar a la gruta de la tumba hicieron los preparativos
para el descanso.
He visto a dos pastores que avisaban a María de la llegada de gente enviada
por las autoridades para tomar informes sobre su Niño. María sintió gran
inquietud. De pronto vi a José que entraba, tomaba al Niño en brazos y lo
envolvía en un manto para llevarlo. No recuerdo ya dónde fue con Él. Entonces
vi a María, sola, durante todo un medio día, en la gruta, llena de inquietud
materna, sin el Niño en su presencia. Cuando llegó la hora en que la
llamaron para dar el pecho al Niño, hizo lo que hacen las madres cuidadosas
que han sufrido alguna agitación violenta o tenido una conmoción de terror.
Antes de amamantar al Niño, exprimió de su seno la leche que se habría podido
alterar, en una pequeña cavidad de la piedra blanca de la gruta. María
habló de esta preocupación con uno de los pastores, hombre piadoso y grave
que había ido a buscarla para llevarla junto al Niño. Este hombre, profundamente
convencido de la santidad de la Madre del Redentor, sacó cuidadosamente
aquella leche de la cavidad de la piedra, y lleno de fe sencilla y
simple, la llevó a su mujer, que tenía un niño de pecho al que no podía calmar
ni acallar. Aquella buena mujer tomó ese alimento con confianza y respeto,
y su fe se vio recompensada, pues se encontró desde entonces con leche
buena y abundante para su hijo. Después de esto, la piedra blanca de la
gruta recibió una virtud semejante: he visto que aun hoy en día también infieles
y mahometanos usan de ella como un remedio en éste y otros casos
análogos.
Desde entonces aquella tierra mezclada con agua y comprimida
en pequeños moldes es distribuida a toda la cristiandad como objeto de devoción
y a esta especie de reliquias llaman «Leche de la Virgen Santísima».