De la Natividad de la Virgen a la muerte del patriarca San José- Sección 13

LIX
Llegada de Santa Ana a Belén
He visto a Santa Ana con Maria de Helí, una criada, un servidor y dos
asnos pasando la noche a poca distancia de Betania, de camino para
Belén. José había completado los arreglos tanto en la gruta del Pesebre como
en las grutas laterales, para recibir a los Reyes Magos, cuya llegada
había anunciado María, mientras se hallaban en Causur, y también para hospedar
a los venidos de Nazaret. José y María se habían retirado a otra gruta
con el Niño, de modo que la del Pesebre se encontraba libre, no quedando
en ella más que el asno. Si mal no recuerdo José había pagado ya el segundo
de los impuestos hacía algún tiempo, y nuevas personas venidas de Belén
para ver al Niño tuvieron la dicha de tomarlo en sus brazos. En cambio,
cuando otras lo querían alzar, lloraba y volvía la cabeza. He visto a la Virgen
tranquila en su nueva habitación discretamente arreglada: el techo estaba
contra la pared y el Niño Jesús se encontraba a su lado, en una cesta larga,
hecha de cortezas, acomodada sobre una horqueta. Un tabique hecho de
zarzos separaba el lecho de María y la cuna del Niño del resto de la gruta.
Durante el día, para no estar sola, se sentaba delante del tabique con el Niño
a su lado. José descansaba en otra parte retirada de la gruta. Lo he visto llevando
alimentos a María, servidos en una fuente, como también ofrecerle un
cantarillo con agua.
Esta noche comenzaba un día de ayuno: todos los alimentos debían estar
preparados para el día siguiente; el fuego estaba cubierto y las aberturas veladas.
Entre tanto había llegado Santa Ana con la hermana mayor de María
y una criada. Estas personas debían pasar la noche en la gruta de Belén: por
eso la Sagrada Familia se había retirado a la gruta lateral. Hoy he visto a
María que ponía el Niño en los brazos de Santa Ana. Esta se hallaba profundamente
conmovida. Había traído consigo colchas, pañales y varios alimentos,
y dormía en el mismo sitio donde había reposado Isabel. María le relató
todo lo sucedido. Ana lloraba en compañía de María. El relato fue alegrado
por las caricias del Niño Jesús.
Hoy vi a la Virgen volver a la gruta del Pesebre y al pequeño Jesús acostado
allí de nuevo. Cuando José y María se encuentran solos cerca del Niño, los
veo a menudo ponerse en adoración ante ÉL. Hoy vi a Ana cerca del Pesebre
con María en una actitud reverente, contemplando al Niño Jesús con sentimiento
de gran fervor. No sé si las personas venidas con Ana habían pasado
la noche en la gruta lateral o habían ido a otro lugar; creo que estaban en
otro sitio. Ana trajo diversos objetos para el Niño y la Madre. María ha reci-
bido ya muchas cosas desde que se encuentra aquí; pero todo sigue pareciendo
muy pobre porque Maria reparte lo que no es absolutamente necesario.
Le dijo a Ana que los Reyes llegarían muy pronto y que su llegada causaría
gran impresión. Me parece que durante la estadía de los Reyes, Ana se
retirará a tres leguas de aquí, a casa de su hermana, para volver después. Esta
misma noche, después de terminado el Sábado, vi que Ana con sus acompañantes
se retiró de la compañía de María, yendo a tres leguas de aquí, a la
casa de su hermana casada. Ya no recuerdo el nombre de la población, de la
tribu de Benjamín, que se compone de algunas casas, en una llanura y se
encuentra a media legua del último lugar del alojamiento de la Santa Familia
en su viaje a Belén.

LX
Llegada de los Reyes Magos a Jerusalén
La comitiva de los Reyes partió de noche de Metanea y tomó un camino
muy transitable, y aunque los viajeros no entraron ni atravesaron ninguna
otra ciudad, pasaron a lo largo de las aldeas donde Jesús más tarde enseñó,
curó a enfermos y bendijo a los niños al finalizar el mes de Junio del
tercer año de su predicación. Betabara era uno de esos sitios adonde llegaron
una mañana temprano para pasar el Jordán. Como era sábado encontraron
pocas personas en el camino. Esta mañana vi la caravana de los Reyes que
pasaba el Jordán a las siete. Comúnmente se cruzaba el río sirviéndose de un
aparato fabricado con vigas; pero para los grandes pasajes, con cargas pesadas,
se hacía por una especie de puente. Los boteros que vivían cerca del
puente hacían este trabajo mediante una paga; pero como era sábado y no
podían trabajar, tuvieron que ocuparse los mismos viajeros, cooperando algunos
hombres paganos ayudantes de los boteros judíos. La anchura del
Jordán no era mucha en este lugar y además estaba lleno de bancos de arena.
Sobre las vigas, por donde se cruzaba de ordinario, fueron colocadas algunas
planchas, haciendo pasar a los camellos por encima. Demoró mucho antes
que todos hubieron pasado a la orilla opuesta del río. Dejando a Jericó a
la derecha van en dirección de Belén; pero se desvían hacia la derecha para
ir a Jerusalén. Hay como un centenar de hombres con ellos. Veo de lejos
una ciudad conocida: es pequeña y se halla cerca de un arroyuelo que corre
de Oeste a Este a partir de Jemsalén, y me parece que han de pasar por esta
ciudad. Por algún tiempo el arroyo corre a la izquierda de ellos y según sube
o baja el camino. Unas veces se ve a Jerusalén, otras veces no se la puede
ver. Al fin se desviaron en dirección a Jerusalén y no pasaron por la pequeña
ciudad.
El Sábado 22, después de la terminación de la fiesta, la caravana de los Reyes
llegó a las puertas de Jerusalén. He visto la ciudad con sus altas torres
levantadas hacia el cielo. La estrella que los había guiado casi había desaparecido
y sólo daba una débil luz detrás de la ciudad. A medida que entraban
en la Judea y se acercaban a Jerusalén, los Reyes iban perdiendo confianza,
porque la estrella no tenía ya el brillo de antes y aún la veían con menos frecuencia
en esta comarca. Habían pensado encontrar en todas partes festejos
y regocijo por el nacimiento del Salvador, a causa de quien habían venido
desde tan lejos y no veían en todas partes más que indiferencia y desdén.
Esto les entristecía y les inquietaba, y pensaban haberse equivocado en su
idea de encontrar al Salvador.
La caravana podía ser ahora de unas doscientas personas y, ocupaba más o
menos el trayecto de un cuarto de legua. Ya desde Causur se les había agregado
cierto número de personas distinguidas y otras se unieron a ellos más
tarde. Los tres Reyes iban sentados sobre tres dromedarios y otros tres de
estos animales llevaban el equipaje. Cada Rey tenía cuatro hombres de su
tribu; la mayor parte de los acompañantes montaban sobre cabalgaduras
muy rápidas, de airosas cabezas. No sabría decir si eran asnos o caballos de
otra raza, pero se parecían mucho a nuestros caballos. Los animales que utilizaban
las personas, más distinguidas tenían bellos arneses y riendas, adornados
de cadenas y estrellas de oro. Algunos del séquito de los Reyes se
desprendieron del cortejo y entraron en la ciudad, regresando con soldados y
guardianes. La llegada de una caravana tan numerosa en una época en que
no se celebraba fiesta alguna, y no siendo por razones de comercio, y llegando
por el camino que llegaban, era algo muy extraordinario. A todas las
preguntas que se les hacía respondían hablando de la estrella que los había
guiado y del Niño recién nacido. Nadie comprendía nada de este lenguaje, y
los Reyes se turbaron mucho, pensando que tal vez se habían equivocado,
puesto que no encontrabran a uno siquiera que supiese algo relacionado con
el Niño Salvador del mundo, nacido allí, en sus tierras. Todos miraban con
sorpresa a los Reyes, sin comprender el por qué de su venida ni lo que buscaban.
Cuando estos guardianes de la puerta vieron la generosidad con que
trataban los Reyes a los mendigos que se acercaban, y cuando oyeron decir
que deseaban alojamiento, que pagarían bien, y que entretanto deseaban
hablar al rey Herodes, algunos entraron en la ciudad y se sucedió una serie
de idas y venidas, de mensajeros y de explicaciones, mientras los Reyes se
entretenían con toda la suerte de gentes que se les había acercado. Algunos
de estos hombres habían oído hablar de un Niño nacido en Belén; pero no
podían siquiera pensar que pudiera tener relación con la venida de los Reyes,
sabiendo que se trataba de padres pobres y sin importancia. Otros se
burlaban de la credulidad de los Reyes. Conforme a los mensajes que traían
los hombres de la ciudad, comprendieron que Herodes nada sabía del Niño.
Como tampoco habían contado con encontrarse con el rey Herodes, se afli-
gieron mucho más y se inquietaron sumamente, no sabiendo qué actitud tomar
en presencia del rey ni qué iban a decirle. Con todo, a pesar de su tristeza,
no perdieron el ánimo y se pusieron a rezar. Volvió el ánimo a su atribulado
espíritu y se dijeron unos a otros: «Aquél que nos ha traído hasta aquí
con tanta celeridad, por medio de la luz de la estrella, Ése mismo podrá
guiarnos de nuevo hasta nuestras casas».
Al fin regresaron los mensajeros, y la caravana fue conducida a lo largo de
los muros de la ciudad, haciéndola entrar por una puerta situada no lejos del
Calvario. Los llevaron a un gran patio redondo rodeado de caballerizas, con
alojamientos no lejos de la plaza del pescado, en cuya entrada encontraron
algunos guardianes. Los animales fueron llevados a las caballerizas y los
hombres se retiraron bajo cobertizos, junto a una fuente que había en medio
del gran patio. Este patio, por uno de sus costados tocaba con una altura; por
los otros estaba abierto, con árboles delante. Llegaron después unos empleados,
quizás aduaneros, que de dos en dos inspeccionaron los equipajes
de los viajeros con sus linternas. El palacio de Heredes estaba más arriba, no
lejos de este edificio, y pude ver el camino que llevaba hasta él iluminado
con linternas y faroles colocados sobre perchas. Herodes envió a un mensajero
encargado de conducirle en secreto a su palacio al rey Teokeno. Eran
las diez de la noche. Teokeno fue recibido en una sala del piso bajo por un
cortesano de Herodes, que le interrogó sobre el objeto de su viaje. Teokeno
dijo con simplicidad todo lo que se le preguntaba y rogó al hombre que preguntara
al rey Herodes dónde había nacido el Niño, Rey de los Judíos, y
dónde se hallaba, ya que habían visto su estrella y habían venido tras de ella.
El cortesano llevó su informe a Herodes, que se turbó mucho al principio;
pero disimulando su malcontento hizo responder que deseaba tener más datos
relativos sobre ese suceso y que entre tanto instaba a los reyes a que descansasen,
añadiendo que al día siguiente hablaría con ellos y les daría a conocer
todo lo que lograse saber sobre el asunto. Volvió Teokeno y no pudo
dar a sus compañeros noticias consoladoras; por otra parte, no se les había
preparado nada para que pudiesen reposar y mandaron rehacer muchos fardos
que habían sido abiertos. Durante aquella noche no pudieron descansar
y algunos de ellos andaban de un lado a otro como buscando la estrella que
los había guiado. Dentro de la ciudad de Jerusalén había gran quietud y silencio;
pero en tomo de los Reyes había agitación, y en el patio se tomaban
y daban toda clase de informes. Los Reyes pensaban que Herodes lo sabía
todo perfectamente, pero que trataba de ocultarles la verdad.
Se celebraba una gran fiesta esa noche en el palacio de Herodes al tiempo de
la visita de Teokeno, porque veía las salas iluminadas. Iban y venían toda
clase de hombres y mujeres ataviadas sin decencia alguna. Las preguntas de
Teokeno sobre el rey recién nacido turbaron el ánimo de Herodes, el cual
llamó en seguida a su palacio a los príncipes, a los sacerdotes y a los escribas
de la Ley. Los he visto acudir al palacio antes de la media noche con
rollos escritos. Traían sus vestiduras sacerdotales, llevaban condecoraciones
sobre el pecho y cinturones con letras bordadas. Había unos veinte de estos
personajes en torno de Herodes, que preguntó dónde debía ser el lugar del
nacimiento del Mesías. Los vi cómo abrían sus rollos y mostraban con el
dedo pasajes de la Escritura: «Debe nacer en Belén de Judá, porque así está
escrito en el profeta Miqueas. Y tú Belén, no eres la más minima entre los
príncipes de Judá, pues de ti ha de nacer el jefe que gobernará mi pueblo en
Israel». Después vi a Herodes con algunos de ellos paseando por la terraza
del palacio, buscando inútilmente la estrella de la que había hablado Teokeno.
Se mostraba muy inquieto. Los sacerdotes y escribas le hicieron largos
razonamientos diciendo que no debía hacer caso ni dar importancia a las palabras
de los Reyes Magos, añadiendo que aquelas gentes son amigas de lo
maravilloso y se imaginan siempre grandes fantasías con sus observaciones
estelares. Decían que si algo hubiera habido en realidad se hubiera sabido en
el Templo y en la ciudad santa, y que ellos no podrían haberlo ignorado.

LXI
Los Reyes Magos conducidos al palacio de Herodes
En esta mañana muy temprano Herodes hizo llevar al palacio, en secreto,
a los Reyes. Fueron recibidos bajo una arcada y conducidos luego a
una sala, donde he visto ramas verdes con flores en vasos y refrescos para
beber. Después de algún tiempo apareció Herodes. Los Magos se inclinaron
ante él y pasaron a interrogarle sobre el Rey de los Judíos recién nacido.
Herodes ocultó su gran turbación y se mostró contento de la noticia. Vi que
estaban con él algunos de los escribas. Herodes preguntó algunos detalles
sobre lo que habían visto, y el Rey Mensor describió la última aparición que
habían tenido antes de partir. Era, dijo, una Virgen y delante de ella un Niño,
de cuyo costado derecho había brotado una rama luminosa; luego, sobre
ésta había aparecido una torre con varias puertas. La torre se transformó en
una gran ciudad, sobre la cual se manifestó el Niño con una corona, una espada
y un cetro, como si fuese Rey. Después de esto se vieron ellos mismos,
como también todos los reyes del mundo. postrados delante de ese Niño en
acto de adoración; pues poseía un imperio delante del cual todos los demás
imperios debían someterse; y así en esta forma describió lo que habían visto.
Herodes les habló de una profecía que hablaba de algo parecido sobre Belén
de Efrata; les dijo que fueran secretamente allá y cuando hubiesen encontrado
al Niño volvieran a decirle el resultado, para que él también pudiera ir a
adorarle. Los Reyes no tocaron los alimentos que se les había preparado y
volvieron a su alojamiento. Era muy temprano, casi al amanecer, pues he
visto todavía las linternas encendidas delante del palacio de Herodes. Herodes
conferenció con ellos en secreto para que no se hiciera público el acontecimiento.
Al aclarar del todo prepararon la partida. La gente que los había
acompañado hasta Jerusalén se hallaba ya dispersa por la ciudad desde la
víspera.
El ánimo de Herodes estaba en aquellos días lleno de descontento e irritación.
Al tiempo del nacimiento de Jesucristo se encontraba en su castillo,
cerca de Jericó, y había ordenado bacía poco un cobarde asesinato. Había
colocado en puestos altos del Templo a gente que le referían todo lo que allí
se hablaba, para que denunciasen a los que se oponían a sus designios. Un
hombre justo y honrado, alto empleado en el Templo, era el principal de los
que consideraba él como su adversario. Herodes con fingimiento lo invitó a
que fuera a verlo a Jericó y lo hizo atacar y asesinar en el camino, achacando
ese crimen a algunos asaltantes. Algunos días después de esto fue a Jerusalén
para tomar parte en la ftesta de la Dedicación del Templo, que tenía
lugar el 25 del mes de Casleu y allí se encontró enredado en un asunto muy
desagradable. Queriendo congraciarse con los judíos había mandado hacer
una estatua o figura de cordero o más bien de cabrito, porque tenía cuernos,
para que fuera colocada en la puerta que llevaba del patio de las mujeres al
de las inmolaciones. Hizo esto de su propia iniciativa, pensando que los judíos
se lo agradecerían; pero los sacerdotes se opusieron tenazmente a ello,
aunque los amenazó con hacerles pagar una multa por su resistencia. Ellos
replicaron que pagarían, pero que no toleraban esa imagen contraria a las
prescripciones de la Ley. Herodes se irritó mucho y pretendió colocarla
ocultamente; pero al llevarla, un israelita muy celoso tomó la imagen y la
arrojó al suelo, quebrándola en dos pedazos. Se promovió un gran tumulto y
Herodes hizo encarcelar al hombre. Todo esto lo había irritado mucho y estaba
arrepentido de haber ido a la fiesta; sus cortesanos trataban de distraerlo
y divertirlo.
En este estado de ánimo lo encontró la noticia del nacimiento de Cristo. En
Judea hacía tiempo que hombres piadosos vivían, en la esperanza de que
pronto había de llegar el Mesías y los sucesos acontecidos en el nacimiento
del Niño se habían divulgado por medio de los pastores. Con todo, muchas
personas importantes oían estas cosas como fábulas y vanas palabras y el
mismo Herodes había oído hablar y enviado secretamente algunos hombres
a tomar informes de lo que se decía. Estos emisarios estuvieron, en efecto,
tres días después de haber nacido Jesús y luego de haber conversado con
José, declararon, como hombres orgullosos, que todo era cosa sin importancia:
que en la gruta no había más que una pobre familia de la cual no valía la
pena que nadie se ocupara. El orgullo que los dominaba les había impedido
interrogar seriamente a José desde un principio, tanto más que llevaban orden
de proceder en el mayor secreto, sin llamar la atención. Cuando de
pronto llegaron los Reyes Magos con su numeroso séquito, Herodes se llenó
de nuevas inquietudes, ya que estos hombres venían de lejos y todo esto era
más que rumores sin importancia. Como hablaran los Reyes con tanta convicción
del Rey recién nacido, fingió Herodes deseos de ir a ofrecerle sus
homenajes, lo cual alegró mucho a los Reyes, creyéndolo bien dispuesto. La
ceguera del orgullo de los escribas no acabó de tranquilizarlo y el interés de
conservar en secreto este asunto fue causa de la conducta que observó. No
hizo objeciones a lo que decían los Reyes, no hizo perseguir en seguida al
Niño para no exponerse a las críticas de un pueblo difícil de gobernar, y resolvió
recabar por medio de ellos noticias más exactas para tomar luego las
medidas del caso.
Como los Reyes, advertidos por Dios, no volvieron a dar noticias, hizo ex-
plicar que la huida de los Reyes era consecuencia de la ilusión mentirosa
que habían sufrido y que no se habían atrevido a comparecer de nuevo, porque
estaban avergonzados del engaño en que habían caído y al que habían
querido arrastrar a los demás. Mandaba a decir: «¿Qué razones podían tener
para salir clandestinamente después de haber sido recibidos aquí en forma
tan amistosa? … «, De este modo Herodes trató de adormecer este asunto disponiendo
que en Belén nadie se pusiese en relación con esa Familia, de la
que se había hablado tanto, ni recoger los rumores e invenciones que se propalaban
para extraviar los espíritus. Habiendo vuelto quince días más tarde
la Sagrada Familia a Nazaret, se dejó pronto de hablar de cosas de las cuales
la multitud no había tenido más que conocimientos vagos, y las gentes piadosas,
por otro lado, llenas de esperanza, guardaban un discreto silencio.
Cuando pareció que todo quedaba olvidado pensó entonces Herodes en deshacerse
del Niño y supo que la Familia había dejado a Nazaret, llevándose
al Niño. Lo hizo buscar durante bastante tiempo; pero habiendo perdido toda
esperanza de encontrarlo, creció mayormente su inquietud y determinó
ejecutar la medida extrema de la matanza de los niños. Tomó en esta ocasión
todas sus medidas y envió tropas de antemano a los lugares donde podía
temerse una sublevación. Creo que la matanza se hizo en siete lugares
diferentes.

LXII
Viaje de los Reyes de Jerusalén a Belén
Veo la caravana de los Reyes junto a una puerta situada al Mediodía.
Un grupo de hombres los acompañaba hasta un arroyo delante de la
ciudad, y luego volvieron. No bien habían pasado el arroyo se detuvieron
buscando con los ojos la estrella en el firmamento. Habiéndola visto pro-
rrumpieron en exclamaciones de alegría y continuaron su marcha cantando
sus melodías. La estrella no los llevaba en linea recta sino que se desviaba
algo hacia el Oeste. Pasaron frente a una pequeña ciudad, que conozco muy
bien; se detuvieron detrás de ella, y oraron mirando hacia el Mediodía, en un
paraje ameno cerca de un caserío. En este lugar, delante de ellos, surgió un
manantial de agua, que los llenó de contento. Bajando de sus cabalgaduras
cavaron para esta fuente un pilón, rodeándolo de piedras, arena y césped.
Durante varias horas se detuvieron allí dando de beber y alimentando a sus
bestias. También tomaron su alimento, ya que en Jerusalén no habían podido
descansar ni comer debido a las preocupaciones de la llegada. He visto
más tarde que Jesucristo se detuvo varias veces junto a esta fuente en compañía
de sus discípulos. La estrella, que brillaba en la noche como un globo
de fuego, se parecía ahora más bien a la luna cuando se la ve de día; no era
perfectamente redonda, sino que parecía recortada y a menudo estaba oculta
entre las nubes. En el camino de Belén a Jerusalén había mucho movimiento
de caminantes con equipajes y animales de carga. Eran personas que volvían
quizás de Belén después de pagar los impuestos, o que iban a Jerusalén al
mercado o para visitar el Templo. Esto sucedía en el camino principal; pero
el sendero de los Reyes estaba solitario, y Dios los guiaba por allí sin duda
para que pudieran llegar de noche a Belén y no llamar demasiado la atención.
Se pusieron en camino cuando el sol estaba muy bajo; marchaban en el
orden con que habían venido. Mensor, el más joven, iba delante; luego Sair,
el cetrino, y por último, Teokeno, el blanco, por ser de más edad.
Hoy, a la hora del crepúsculo, he visto a la caravana de los Reyes llegando a
Belén, cerca de aquel edificio donde José y María se habían hecho inscribir
y que había sido la casa solariega de la familia de David. Quedan sólo algunos
restos de los muros del edificio que había pertenecido a los padres de
José. Era una casa grande rodeada de otras menores, con un patio cerrado,
delante del cual había una plaza con árboles y una fuente. Vi soldados romanos
en esta plaza, porque la casa se había convertido en una oficina de
impuestos. Al llegar la caravana cierto número de curiosos se agolpó en torno
de los viajeros. La estrella había desaparecido de nuevo y esto inquietaba
a los Reyes. Se acercaron algunos hombres dirigiéndoles preguntas. Ellos
bajaron de sus cabalgaduras y desde la casa he visto que acudían empleados
a su encuentro, llevando palmas en las manos y ofreciéndoles refrescos: era
la costumbre de recibir a los extranjeros distinguidos. Yo pensaba para mí:
«Son mucho más amables de lo que lo fueron con el pobre José; sólo porque
éstos distribuían monedas de oro». Les dijeron que el valle de los pastores
era apropiado para levantar las carpas, y ellos quedaron algún tiempo indecisos.
No les he oído preguntar nada del Rey y Niño recién nacido. Aún sabiendo
que Belén era el lugar designado por las profecías, ellos, recordando
lo que Herodes les había encargado, temían llamar la atención con sus preguntas.
Poco después vieron brillar en el cielo un meteoro, sobre Belén: era
semejante a la luna cuando aparece. Montaron en sus cabalgaduras, y costeando
un foso y unos muros en ruina dieron la vuelta a Belén por el Mediodía
y se dirigieron al Oriente, en dirección a la gruta del Pesebre, que abordaron
por el costado de la llanura, donde los ángeles se habían aparecido a
los pastores.