Desde el fin de la primera Pascua hasta la prisión de San Juan Bautista – Sección 1

I
La carta del rey Abgaro
Desde Betania, donde Jesús estuvo algún tiempo como oculto, se
dirigió al bautisterio. cerca de Ono. Los arreglos que allí se habían
hecho los custodiaba un encargado. Al saber que Jesús iba allá se reunieron
los discípulos y mucha gente de los alrededores. Mientras Jesús estaba
hablando a la turba, que escuchaba en rueda. parte de pie y parte sentados
sobre bancos de madera se acercó un extranjero con seis acompañantes.
montados sobre mulos, y llegando a cierta distancia del sitio donde hablaba
Jesús, se detuvo, y levantó una tienda. Era un enviado del rey de Edesa,
Abgaro, que estaba enfermo. El mensajero le traía regalos y una carta,
rogándole fuese allá, para darle la salud. El rey Abgaro tenia un tumor en
los pies y caminaba rengueando. Algunos viajeros le habían hablado de
Jesús, de sus milagros, del testimonio de Juan y del enojo de los fariseos en
la última Pascua, y todo esto lo había llenado de deseos de verlo en su
propio país y obtener de Él su curación. El joven mensajero del rey sabía
pintar y tenía la orden, si Jesús no podía o no quería acudir, de llevarle por
lo menos su rostro en una pintura. He visto que este hombre se esforzaba
por acercarse a Jesús y no lo podía conseguir: buscaba ya de un lado, ya de
otro de introducirse entre la multitud para escuchar la enseñanza de Jesús y
al mismo tiempo pintar su fisonomía. Entonces Jesús mandó a uno de los
discípulos que trajese a ese hombre y le diese lugar en una tarima cercana.
El discípulo llevó al mensajero al lugar señalado, como también a sus
acompañantes, para que pudiesen oír y ver. Los regalos que traían consistían
en lienzos, en placas de oro muy finas y unos graciosos corderitos.
El mensajero, muy contento de poder ver a Jesús, desplegó su tablero y
poniéndolo sobre sus rodillas comenzó a contemplar con admiración a
Jesús, mientras trataba de pintar su rostro. Tenía delante de su vista un
tablero blanco como de madera de boj. Comenzó primero por grabar con
una punta el contorno de la cabeza y de la barba de Jesús, sin el cuello;
después pareció que ponía sobre la tabla algo como cera blanda,
imprimiéndole forma con los dedos. De nuevo grabó sobre el tablero.
dándole forma y aunque trabajó largo tiempo no llegaba a terminar su
trabajo. Cada vez que miraba el rostro de Jesús parecía que, lleno de
admiración, rehacía el trabajo una y otra vez. Cuando vi que Lucas pintaba,
no lo hacía en esa forma, sino que usaba pinceles. El trabajo de este hombre
era de altorrelieve, de modo que se podían tocar los contornos del dibujo.
Jesús continuó algún tiempo más enseñando y al fin envió a un discípulo
que dijese al hombre que se acercase para poder cumplir su mensaje.
Entonces el hombre se acercó a Jesús, seguido por los acompañantes, que
traían los regalos y los corderitos, detrás de su principal. Llevaba este
hombre un vestido corto, sin manto, parecido a uno de los Reyes Magos. En
el brozo izquierdo traía su dibujo en forma de un escudo, sostenido por una
correa. En la mano derecha llevaba la carta de su rey. Se echó de rodillas
ante Jesús, se inclinó profundamente, y dijo: «Tu siervo es el criado del rey
Abgaro, de Edesa, que está enfermo y te manda esta carta pidiéndote que
recibas sus regalos». Al decir esto se acercaron los siervos con los regalos.
Jesús contestó que le agradaba la buena voluntad del rey, e indicó a algunos
discípulos que recibiesen los regalos para repartirlos más tarde entre los
pobres de esos contornos. Jesús tomó luego la carta, que desplegó ante si, y
leyó. Recuerdo sólo que. entre otras cosas, decía la carta: Ya que Él era
poderoso para resucitar muertos. le rogaba fuese adonde él se encontraba y
le sanase de su dolencia. La carta era, en el medio, donde estaba escrita, más
consistente, y los bordes, más blandos, como si fuesen de piel suave, o seda,
cerraban la carta misma. Vi que había una cinta colgando. Cuando Jesús
leyó la carta dio vuelta al sobre o superficie de la carta y escribió con un
punzón, que sacó de sus vestidos y del cual extrajo algo, trazando algunos
caracteres al otro lado del pergamino. Las palabras escritas eran bastante
grandes; luego cerró la carta. Después hizo traer agua, se lavó el rostro y se
pasó la parte más blanda del envoltorio del mensaje sobre su rostro y se lo
devolvió al mensajero, el cual lo apretó contra el tablero de su dibujo. Vióse
entonces un dibujo perfecto y acabado. El pintor estaba tan contento que
tomando el tablero que colgaba de su lado, lo volvió a los espectadores que
estaban mirando la escena, se echó delante de Jesús y se marchó en seguida.
Algunos de sus acompañantes se quedaron y siguieron luego a Jesús, el
cual, después de esto. salió de allí y se dirigió al segundo bautisterio que
Juan había abandonado pasando el Jordán. Estos extranjeros se dejaron
bautizar ahí mismo. Yo vi que el mensajero llegó a un lugar delante de una
ciudad donde había edificios de piedras y hornos de ladrillos y pasó la noche
allí. A la mañana siguiente algunos trabajadores vieron una luz, como un
incendio y acudieron muy temprano, y vieron que esa maravilla provenía
del lienzo que llevaba el mensajero. Se produjo por esta causa un tumulto:
tantas fueron las gentes que acudieron allí. El pintor les mostró el cuadro y
entonces vi que también el lienzo que Jesús había usado llevaba la misma
impresión. El rey Abgaro le salió al encuentro algún trecho en su jardín, y al
ver el cuadro y leer la carta de Jesús, quedó muy conmovido. De inmediato
cambió de vida y despachó a las muchas mujeres con las cuales pecaba. Más
tarde he visto que después de la muerte de ese rey y de su hijo, por causa de
un sucesor malo, el cuadro, que estuvo siempre a la veneración del público,
fue sustraído por un piadoso obispo junto con una lámpara que ardía
delante, y amurallado, y que después de mucho tiempo se volvió a
encontrar, y que la figura había quedado grabada también en el ladrillo que lo
había ocultado.

II
Jesús en los confines de Sidón y Tiro
Desde Ono se dirigió Jesús con sus discípulos hacia el lugar medio de
los bautismos, arriba de Bethabara, enfrente de Gilgal, y allí hizo
bautizar por medio de Andrés, Saturnino, Pedro y Santiago. Se había
congregado una gran multitud. Esta corrida de la gente excitó la admiración
de los fariseos. Mandaron cartas a todos los jefes de sinagogas con orden de
que les enviasen a Jesús donde quiera lo encontrasen, y detuviesen también
a sus discípulos. y los interrogasen sobre su doctrina. Jesús acompañado por
algunos discípulos se dirigió, por el camino de Samaria, a los confines de
Tiro; los demás discípulos se marcharon cada uno a su pueblo.
Por este tiempo Herodes mandó traer a Juan a Kallirrohe y lo tuvo preso en
una especie de bóveda del palacio por el término de seis semanas; luego lo
dejó en libertad. Mientras Jesús se dirigía a Samaria, pasando por los
campos de Esdrelón, volvió Bartolomé del bautisterio de Juan y se dirigió a
su pueblo de Dabbeseth, cuando se encontró con algunos discípulos. Andrés
le habló con mucho entusiasmo de Jesús. Bartolomé oía con gusto lo que
le contaban y con cierto temor reverencial. Andrés, que gustoso solía
instruir a otros hombres para hacerlos discípulos, se acercó a Jesús y le dijo
que Bartolomé de buena gana le seguiría si lo permitía. Como en ese
momento Bartolomé pasaba cerca de Jesús, Andrés señaló a Bartolomé, y
Jesús, mirándolo, dijo: «Lo conozco; él me seguirá. Veo mucho de bueno en
él y a su tiempo lo llamaré». Este Bartolomé vivía en Dabbeseth, no lejos de
Ptolemaida, y era de oficio escribiente. He visto que después se unió con
Tomás, y hablando con él de Jesús, lo ganó para la causa aficionándolo al
Salvador.
En estos viajes apresurados Jesús padeció necesidad. He visto a menudo que
Saturnino o algún otro discípulo sacaba un pan de la canastilla y que Jesús
lo mojaba antes en agua para poder comer su corteza ya reseca. Llegando a
Tiro entró Jesús con los suyos en un albergue cerca de la puerta del campo.
Se había retirado a un peñasco alto, porque Tiro es una ciudad grande,
edificada tan arriba que mirando desde allá parece que resbalara hacia abajo.
Jesús no entró en la ciudad. Se mantuvo en esa parte, junto a los muros,
donde había poca gente. El albergue estaba metido en esos gruesos muros,
junto a los cuales venía un camino vecinal. Jesús llevaba un vestido
pardusco y un manto blanco de lana. Entraba solo en las casas de los más
pobres para visitarlos. Con él habían llegado Saturnino y otros discípulos.
Los demás apóstoles, Pedro, Andrés, Santiago el Menor, Tadeo, Natanael
Chased y todos los discípulos que habían estado en las bodas de Caná, iban
llegando de uno a uno a un albergue que estaba en otra parte de la ciudad de
Tiro, donde había un sitio de reunión de los judíos. Un dique ancho llevaba
a esa parte de la ciudad y estaba cubierto de árboles. A esta casa a la cual
estaba unida también la escuela pertenecía un gran parque o lugar de baños,
que llegaba hasta el mar y separaba parte de la ciudad de la tierra firme. El
parque estaba cercado por una muralla y dentro de él corría un cerco de
plantas vivas, recortado en forma de figuras. En medio del parque estaba la
cisterna con aguas vivas rodeada de columnas formando un pórtico, con
pequeños cuartitos alrededor. Se podía entrar en la cisterna, en cuyo fondo
se alzaba una columna con gradas y agarraderas de modo que se podía estar
en el agua hasta la profundidad que uno deseaba. Unos judíos viejos vivían
en este lugar; provenían de una descendencia despreciada y formaban entre
ellos una secta; eran gente buena.
Me causaba alegría y emoción el modo con que Jesús saludaba a los
discípulos que iban llegando: les daba la mano a cada uno. Ellos se
mostraban reverentes y lo trataban con confianza, pero como a un hombre
extraordinario y sobrenatural. Se mostraban muy contentos de haberlo
encontrado de nuevo. Jesús enseñó largo tiempo delante de ellos y ellos iban
contando lo que les había pasado a cada uno. Todos juntos hicieron una
comida consistente en panes, frutas, miel y pescados traídos por los
discípulos. Éstos habían sido molestados y llamados a juicio por los
fariseos, algunos en Jerusalén, otros en Gennebris, preguntándoles en
grandes asambleas acerca de la doctrina de Jesús, de sus designios, y por
qué le seguían. En estos juicios he visto a Pedro, Andrés y a Juan con las
manos atadas; pero ellos lograron desatarse de sus ligaduras con una
facilidad que les pareció milagrosa. Se les dejó luego en libertad
secretamente y ellos se retiraron a sus respectivos hogares. Jesús los animó a
la perseverancia diciéndoles que poco a poco se desobligasen de sus oficios
y esparciesen sus enseñanzas entre el pueblo. Les dijo que pronto volvería a
estar entre ellos y proseguir su vida pública no bien llegase con ellos a
Galilea.
Después de haberse despedido de estos discípulos Jesús llevó a cabo una
enseñanza y una exhortación muy grande en la escuela y en el lugar de los
baños, delante de los numerosos hombres, mujeres y niños que se habían
reunido. Les habló de Moisés y de los profetas y de la proximidad del reino
de Dios y del Mesías. A este propósito recordó que la sequía de la tierra, la
oración de Elías pidiendo lluvia y la nube aparecida y la lluvia misma que
siguió, eran señales y figuras de esta proximidad. Habló de la purificación
por las aguas y les dijo que fueran al bautismo de Juan. Sanó a varios
enfermos que le habían traído en camillas. Vi que a los niños los sumergía,
teniéndolos en sus brazos en el agua, donde Saturnino había antes echado un
poco del agua que traía en un recipiente y que Jesús bendijo. Los discípulos
bautizaban y como había otros más crecidos se introdujeron en el agua,
sujetándose de los sostenes allí puestos, y así fueron bautizados. He visto
que aquí hacían en el bautismo algo diferente que en otras partes. Muchos de
los ya crecidos tuvieron que permanecer alejados. Estos trabajos
continuaron hasta la entrada de la noche.

III
Jesús en Sichor-Libnath
Cuando Jesús dejó Tiro anduvo sin acompañantes porque había
despachado a los dos discípulos con mensajes a Cafarnaúm y a Juan el
Bautista. Jesús se dirigió a la ciudad de Sichor-Libnath, a diez u once horas
de viaje desde Tiro hacia el Sudeste: era el mismo camino que había hecho
al ir a Tiro. El lago Merom con las ciudades de Adama y Seleucia quedaron
al Este, a su izquierda. La ciudad de Sichor-Libnath, o Amichores, llamada
ciudad «del agua de lluvia». está a pocas horas de Ptolemaida, junto a un
lago pequeño y triste, al cual no se podía llegar de un lado por las altas
montañas que lo rodean. De este lado sale el arroyo arenoso de Belus, que
se echa en el mar, cerca de Ptolemaida. La ciudad me pareció tan grande que
me maravilla que se hable tan poco de ella. La ciudad judía de Misael no
está lejos de allí. Es este el país que el rey Salomón regaló al rey Hiram de
Tiro. Sichor es un lugar libre, bajo el protectorado de Tiro. Hay mucho
comercio de animales; veo grandes ovejas de fina lana que nadan en las
aguas. Se hacen aquí finos trabajos de lana, que tiñen los de Tiro. No veo
agricultura fuera de los árboles frutales. En el agua se cría una especie de
cereal de gruesos tallos, del cual hacen pan: creo que no lo siembran. De
aquí parte un camino hacia Siria y Arabia; pero no hay hacia Galilea. Jesús
había andado por caminos y sendas vecinales hasta Tiro. Delante de Sichor
había dos puentes bastante grandes: uno muy alto, servía para pasar cuando
todo se inundaba; en otro puente se podía andar por las arcadas que tenía.
Las casas estaban situadas en altura, contra las inundaciones. Los habitantes
son en su mayoría paganos. Veo varios edificios con puntas y banderitas o
pendones que me parece indican templos de ídolos.
Me maravilla ver como aquí también viven algunos judíos en grandes casas,
a pesar de constituir ellos la minoría y estar oprimidos. Creo que eran judíos
huidos de su patria. La casa donde entró Jesús estaba delante de la ciudad;
pero lo he visto pasar el río. En la cercanía de la casa había una sinagoga;
Jesús había hablado a estas gentes ya antes cuando pasó para ir a Tiro,
porque parecía que esperaban su llegada y le salieron al encuentro
recibiéndolo respetuosamente. Eran judíos, entre ellos un hombre de edad,
con numerosa familia, que habitaba una casa muy hermosa parecida a un
palacio, con muchos otros edificios más pequeños adheridos. Este hombre,
por respeto, no llevó a Jesús a su propia casa sino a una habitación de al
lado, donde le lavó los pies y le sirvió alimento. He visto aquí una gran
hilera de gente que venía a buscarse su alimento; eran trabajadores de todas
clases, hombres, mujeres y jóvenes, una mezcla de pueblos paganos, donde
había mestizos y negros, quizás esclavos de este hombre, que volvían de su
trabajo y se reunían en un amplio lugar. Estos hombres traían palas e
instrumentos de labor, carritos y pequeños barcos que tenían en el medio un
asiento, remos y toda clase de instrumentos de pesca. Habían estado
empleados en trabajos de puentes y en la ribera. Estos hombres recibían su
alimento en recipientes, aves y hierbas; entre ellos había algunos que
comían carne cruda.
Jesús se hizo llevar a su presencia. Les habló cariñosamente, y ellos se
alegraron mucho de conocer a semejante Hombre. Dos judíos ancianos
vinieron luego a Jesús con rollos, y mientras comían preguntaban muchas
cosas con curiosidad, porque eran maestros de la juventud. El judío rico,
dueño de la casa, se llama Simeón y es de Samaria. Él o sus antepasados se
interesaron por el templo de Garizim y se juntaron con los Samaritanos:
por esto fueron desterrados y se establecieron aquí. Jesús enseñó todo el día
en un lugar público rodeado de columnas en el cual se podía extender una
tienda junto a la casa de aquel hombre. El dueño iba de un lado a otro. Se
habían reunido muchos judíos de toda clase y condición. No lo he visto
sanar, porque no había aquí baldados o enfermos. Los hombres son de
aspecto seco, flacos, pero de gran estatura. Jesús, enseñando sobre el
bautismo, les dijo que vendrían discípulos que bautizarían. Después fue
Jesús con ese hombre al camino por donde volvían los esclavos de su
trabajo; les habló, los consoló y les dijo una parábola. Entre ellos había
algunos buenos que se sintieron conmovidos. Recibieron su paga y su
alimento. Pensé en la parábola donde el dueño de la viña paga a sus
trabajadores. Estos peones vivían en casitas apartadas de allí como a un
cuarto de hora. Trabajaban para Simeón pagando una especie de tributo.
Al día siguiente, habiendo Jesús enseñado todo el día, se acercaron, cuando
ya todos los judíos se habían alejado, unos veinte paganos que desde varios
días antes querían ser recibidos. La casa de Simeón estaba como a media
hora de camino de la ciudad y no les era permitido a los paganos acercarse a
más distancia que hasta una columna, como torre. Ahora el mismo Simeón
trajo a los paganos, que saludaron muy reverentes y pidieron ser enseñados.
Jesús habló con ellos en una sala, tan extensamente, que tuvieron que
encenderse las luces. Los consoló, les habló en una parábola de los Reyes
Magos y les anunció que la luz de la verdad pasaría a los gentiles.

IV Jesús con varios discípulos en el camino de Tiro
Cuando los dos discípulos mandados por Jesús a Cafarnaúm regresaron a
Sichor, le anunciaron el arribo de los cuatro discípulos mandados a buscar.
Jesús les salió al encuentro en un camino de tres o cuatro horas, a través de
una montaña y se reunieron en un albergue en territorio de Galilea. Además
de los llamados, había otros siete, entre ellos Juan y algunas mujeres, entre
las cuales reconocí a María Marcos, de Jerusalén, y a la madre de una
hermana del novio Natanael de Caná. Los discípulos llamados eran Pedro,
Andrés, Santiago el menor y Natanael Chased. Cuando ya oscurecía anduvo
Jesús con estos cuatro y los otros discípulos de vuelta a Sichor; los otros
siete no llamados volvieron a Galilea.
Era una noche espléndida de verano. El aire estaba perfumado y el cielo
sereno, tachonado de estrellas. Caminaban unas veces juntos, otras uno
delante y los demás detrás. y Jesús en medio de ellos. Descansaron una vez
bajo árboles cargados de frutas, en una comarca muy fértil y de ricas
praderas. Cuando volvieron a andar se levantó una bandada de pájaros que
había volado encima de ellos hasta allí. Eran grandes como gallinas, tenían
picos colorados y grandes alas negras, como las que suelen pintar a los
ángeles y emitían un clamor como una conversación. Estas aves volaron
hasta la ciudad, donde se posaron sobre los juncos de las aguas. Yo los veía
correr sobre la superficie. Era hermoso ver, en esa noche tranquila, cuando
Jesús callaba, oraba o enseñaba cómo callaban también esas aves y se
posaban tranquilamente. De este modo siguieron a la caravana de Jesús a
través de la montaña. Simeón les salió al encuentro, lavó los pies a todos, les
dio una copa y una refección , y los llevó a su casa. Los pájaros pertenecían
al dueño de la casa, y revoloteaban allí como las palomas. Durante el día
enseñó Jesús aquí y por la tarde celebraron el sábado en casa de Simeón.
Además de Jesús y los discípulos, se habían reunido unos veinte judíos. La
sinagoga se hallaba en un porticado subterráneo; tenía escalones y estaba
muy bien ordenada. La casa de Simeón estaba en una elevación. Presidía la
reunión un cazador, que leía y cantaba. Después enseñó Jesús. Jesús y los
discípulos descansaron en esa misma casa.
Durmieron pocas horas, porque muy de madrugada los he visto ya en
camino a través de sendas tortuosas. en dirección a una pequeña ciudad en
la tierra judía de Chabul. Allí vivían judíos exilados que solian reunirse en
oración común. Los fariseos no los querían admitir en sus reuniones. Habían
tenido largo tiempo el deseo de ver a Jesús entre ellos pero no se estimaban
dignos y por eso no le habían mandado mensajeros. Dados los muchos
vericuetos del camino anduvieron como cinco o seis horas de camino.
Cuando se acercaron a la ciudad judía se adelantaron algunos discípulos
para anunciar al jefe de la sinagoga la llegada de Jesús. Aunque era sábado
hizo Jesús este camino porque en estas comarcas no observaba Jesús
estrictamente este precepto cuando había alguna necesidad. Se fue a los
jefes de la sinagoga, que le recibieron muy humildemente; les lavaron a Él y
a sus discípulos los pies y les dieron alimento.
Después se hizo llevar a todos los enfermos, y sanó a unos veinte de ellos.
Entre ellos había algunos completamente encorvados, baldados, mujeres con
flujo de sangre, ciegos, hidrópicos, muchos niños enfermos y algunos
leprosos. Estando en el camino clamaron algunos endemoniados, y Jesús los
libró. Todo procedía con orden y en silencio, sin tumulto. Los discípulos
ayudaban a levantar a los enfermos, instruir a las gentes que los seguían y se
agolpaban a las puertas. Jesús exhortó a los enfermos a creer, antes de
sanarlos, y a mejorar de vida; a otros que eran creyentes los sanó sin más.
Levantó los ojos en alto y oró sobre ellos. A algunos los tocaba y a otros
pasaba las manos sobre ellos. Lo he visto bendecir el agua y rociar con ella
a las gentes y hacer rociar las casas con el agua. En una de estas casas
tomaron Jesús y sus discípulos algún alimento. Algunos de los sanados se
levantaron y se echaban a los pies de Jesús, le seguían luego como en una
procesión y a la distancia. con temor reverencial. A otros les decía que se
quedasen en su lugar. A algunos les mandó bañarse en el agua que Él había
bendecido: eran niños y leprosos. Luego fue a un pozo de la sinagoga y lo
bendijo; para esto bajó algunas gradas y echó también sal, que había
bendecido. Enseñó aquí sobre Eliseo, que cerca de Jericó echó sal a las
aguas para sanarlas, y dio el significado de la sal. Dijo que los enfermos se
lavasen con las aguas de ese pozo cuando tuviesen necesidad. Cuando
bendecía, lo hacía en forma de cruz; los discípulos le sostenían a veces el
manto, que Él se quitaba y le alcanzaban la sal, que Él echaba en las aguas.
Todo esto lo hacía con seriedad grande y santamente. Yo recibí en esta
ocasión la advertencia de que los sacerdotes recibían la misma facultad y
poder de sanar. Algunos enfermos eran traídos en camillas y Él los sanaba.
Jesús llevó a cabo una enseñanza más en la sinagoga y no tomó alimento.
Todo el día lo empleó en enseñar y sanar enfermos. Por la tarde, después del
sábado, dejó con sus discípulos el lugar, y despidiéndose de los entristecidos
habitantes. les dijo que se quedasen, lo que ellos hicieron humildemente.
Les bendijo y sanó las aguas porque tenían agua malsana. Había dentro de
las aguas víboras y otros animales con gruesas cabezas y colas.
Se dirigió con sus discípulos a un gran albergue distante unas horas, sobre
una montaña, y allí comieron y descansaron en la noche. Esta posada la
habían dejado de lado cuando vinieron. Días después acudieron muchas
gentes a la posada con sus enfermos, ya que sabían que Jesús debía llegar.
Eran las que vivían en las laderas de la montaña, en chozas y cavernas. En el
Oeste vivían, hacia Tiro, los paganos que también se acercaron y en el Este
vivían los judíos muy pobres. Jesús enseñó hablando de purificación, de
lavarse y hacer penitencia, y sanó unas treinta personas. Los paganos
estaban aparte, y Jesús les enseñó cuando los demás se hubieron retirado;
los consoló, y su conversación duró hasta la tarde. Esta gente tiene pequeñas
huertas y plantaciones en torno de sus cuevas, y se alimenta de leche de
oveja con la cual hacen quesos que comen como pan y de las frutas de sus
huertas y otras frutas silvestres que venden en el mercado. Llevan agua
buena en recipientes a lugares y ciudades donde se detuvo Jesús ayer. Había
muchos leprosos y Jesús bendijo las aguas, mandándoles que se bañasen en
ellas.
A la tarde llegó Jesús de vuelta a Sichor-Libnath, donde enseñó de nuevo y
dijo que al día siguiente bautizarían allí. Había en la gran casa de Simeón
una fuente redonda y bastante plana rodeada de un borde hundido, donde
afluían las aguas sobrantes. El agua tampoco era buena aquí: tenía un sabor
desagradable y Jesús la bendijo. Echó dentro sal, como pequeñas piedras, ya
que muy cerca había una montaña salitrosa. En esa fuente, que se llenó de
agua y se vació repetidas veces para purificarla, se hizo el bautismo de unas
treinta personas. Se bautizaron el dueño de casa, los hombres de su familia,
otros judíos del lugar, varios paganos de los que habían estado antes con
Jesús y algunos de los esclavos de las chozas con los cuales había hablado
frecuentemente cuando volvían del trabajo. Los paganos tuvieron que
esperar el último turno y hacer antes otras abluciones. Jesús había echado
antes en el agua de la fuente un poco de aquella agua del Jordán que traían
siempre en los viajes, y bendijo las aguas. Se había dejado también agua en
los canales transversales, de modo que los bautizandos podían estar en el
agua hasta las rodillas. Jesús enseñó y los preparó durante este tiempo. Los
bautizandos aparecieron con mantos largos, oscuros, con capucha sobre la
cabeza, especie de vestidos de penitencia. Cuando llegaban a la excavación
donde estaba la fuente, se quitaban el manto, permaneciendo cubiertos hasta
la mitad del cuerpo con un especie de escapulario que les tapaba el pecho y
las espaldas, y les dejaba libres los brazos. Uno de los discípulos le ponía las
manos sobre la cabeza y otros sobre las espaldas. El bautizador derramaba
varias veces el agua sobre la cabeza con un recipiente pequeño, sacando
agua de la fuente, en nombre del Altísimo. Primero bautizó Andrés; luego,
Pedro, y más tarde, Saturnino. Los paganos fueron bautizados a
continuación de los judíos. Todo esto duró hasta la tarde. Cuando la gente se
hubo retirado, iba Jesús caminando apartado de sus discípulos, saliendo del
lugar y reuniéndose de nuevo en el camino. Se dirigieron por el Oriente, a
Adama, cerca del lago Merom. Descansaron durante la noche en una
pradera de mucho pasto, bajo los árboles.

V
Jesús en Adama, en el Jardín de la Gracia
Aunque la ciudad de Adama parecía estar cerca, tuvieron Jesús y sus
discípulos que andar por un camino algunas horas más lejos para
poder pasar por las aguas del lago Merom, lo que hicieron en una balsa
preparada para los viajeros. Al mediodía alcanzaron la ciudad de Adama,
rodeada de agua por todos lados. Al Este de la ciudad está el lago Merom; el
agua rodea la ciudad y se reúne en el lugar de los baños, para entrar
nuevamente en el lago. Había cinco puentes a diversas distancias. Las orillas
escarpadas del lago, a un nivel bajo, estaban cubiertas de juncos y de
plantas; las aguas aparecen turbias hasta el centro del lago, donde corre más
claro el río Jordán. En torno del lago veo muchos animales carniceros, que
merodean. Cuando Jesús se acercaba al lugar de los baños se llegaron
algunos hombres principales de la ciudad, que le aguardaban; le
acompañaron a la ciudad y le presentaron al jefe, que habitaba un castillo
con un vestíbulo y otras habitaciones situado en un lugar espacioso. El
vestíbulo estaba adornado con chapas y baldosas brillantes de varios
colores. Aquí lavaron los pies a Jesús y a sus discípulos, les sacudieron los
mantos y limpiaron las ropas. Se les trajo abundancia de frutas y de hierbas
para comer. La gente de Adama tiene esta costumbre, heredada de sus
mayores, de recibir y llevar al castillo a todo extranjero, y allí inquirirle el
por qué de su venida. Si le agrada el forastero, lo sirven y atienden,
pensando que esto, tarde o temprano, les traerá algún provecho.
A los viajeros que no les agradan llegan hasta a ponerlos en la cárcel. Adama
y otras veinte poblaciones pertenecen a una comarca bajo uno de los
Herodes. Los habitantes de la ciudad eran judíos samaritanos, los cuales por
haberse alejado de los demás habían admitido otras aberraciones. No se
practicaba, sin embargo, la idolatría. y aún los paganos que habitaban aquí
tenían sus ídolos en secreto. Jesús fue conducido por los hombres de la
ciudad a la sinagoga, que tenía tres pisos, adonde se habían reunido gran
cantidad de personas, los hombres delante y detrás las mujeres. Primero
rezaron, pidiendo a Dios que fuera para su mayor gloria lo que iban a
entender de la enseñanza de Jesús. Éste habló primero de las promesas,
diciendo que todas se habían cumplido, una tras otra. Enseñó sobre la
gracia: que no se pierde, sino que pasa a otro que en mérito esté más cerca,
cuando por los méritos de los antepasados no pudo pasar a aquel primero,
por haberse hecho indigno. Les dijo que por las obras de sus antepasados,
que habían hecho un bien, que ellos ni siquiera sabían ahora, todavía
gozaban de las consecuencias de esa obra buena. En tiempos lejanos habían
sus antepasados recibido en la ciudad a gentes echadas de otra comarca.
Jesús y sus discípulos se alojaban en una gran posada, junto a la puerta por
la cual habían entrado. En las cercanías de los baños, más al Sur, había un
lugar donde se enseñaba. Alrededor de una colina cubierta de verdor se
había erigido un sillón para enseñar: era un asiento de piedra. En torno había
un gran espacio con cinco hileras de árboles que daban espesa sombra
contra los ardores del sol. Era un sitio ameno y lo llamaban el Jardín de la
Gracia, porque, decían las gentes, aquí habían recibido una vez una gracia
muy grande; como había otro lugar en la parte Norte de la ciudad, de donde,
decían, les había venido una gran calamidad en otros tiempos. Los
discípulos entraban en las casas y avisaban a la gente que se reuniese en el
Jardín de la Gracia porque Jesús quería tener allí una gran reunión. La tarde
anterior había tenido lugar un banquete en un pórtico abierto de la casa del
jefe de la ciudad, donde se congregaron unas cincuenta personas principales
en cinco mesas. Jesús tomó asiento con el principal y los discípulos se
distribuyeron entre los demás comensales. Creo que Jesús y sus discípulos
habían contribuido con algo en esta comida. Sobre las mesas se veían
montones de fuentes con viandas. Jesús enseñaba durante la comida, y a
veces se levantaba e iba de una mesa a otra, conversando con unos y otros.
Sobre las mesas habían colocado arbolitos en macetas. Cuando se
levantaron y dieron gracias, quedaron esas plantas sobre las mesas y todos
los comensales se reunieron en torno de Jesús, en semicírculo. Tuvo con
ellos una conversación y los invitó para la mañana a un gran sermón en el
lugar llamado de la Gracia.
Al día siguiente, a eso de las nueve, se dirigió Jesús con sus discípulos al
sitio indicado donde ya se habían reunido más de cien personas de las
principales de la ciudad. bajo la sombra de los árboles, y en círculos más
alejados, cierto número de mujeres. Andando pasaron por el castillo del jefe
de la ciudad, que con gran aparato y en traje de etiqueta se dirigía al lugar de
la conferencia. Jesús le dijo que no lo hiciera con ese aparato, sino que fuese
allá, como los demás hombres, vestido de largo manto y en traje de oración
y penitencia. En efecto, estos hombres vestían mantos de lana multicolores y
una especie de escapularios, cruzados sobre el pecho, sujetos por los
hombros con una correa angosta, que caían por las espaldas en tiras anchas
y largas. Estas tiras eran negras y sobre ellas estaban escritos, en diversos
colores, los siete pecados capitales. Las mujeres estaban con la cabeza
cubierta. Cuando Jesús llegó al sillón, la gente hizo una inclinación
profunda y reverente; el jefe y los principales se colocaron cerca del sillón.
Los discípulos tenían también cierto número de oyentes aparte, entre ellos
mujeres y les enseñaban las cosas oídas a Jesús.
Jesús levantó sus ojos al cielo y oró en voz alta a su Padre, del cual viene
todo bien, para que entrase la enseñanza en corazones contritos y dispuestos
y mandó a la gente que repitiese con Él su plegaria, cosa que hicieron todos.
Su gran sermón duró sin interrupción desde las nueve de la mañana hasta las
cuatro de la tarde. Se hizo una pausa solamente cuando trajeron a Jesús una
bebida en una copa y un poco de alimento. Los oyentes iban y venían
conforme tenían sus ocupaciones en casa. Jesús habló de la penitencia y del
bautismo, del cual decía que era una purificación espiritual y una ablución.
He visto que hasta Pentecostés no se bautizaba a las mujeres. Los niños y
niñas, de cinco a ocho años, fueron también bautizados: pero no mayores.
Yo no sé explicar ahora el misterio que todo esto encerraba. También habló
Jesús de Moisés, cuando quebró las tablas de la ley, del becerro de oro, de
los truenos y de los relámpagos del Sinaí.