La amarga pasión de nuestro Señor Jesucristo – Sección 12

LVII
José de Arimatea pide a Pilatos el cuerpo de Jesús
Apenas se restableció un poco la tranquilidad en la ciudad, cuando el gran
Consejo de los judíos envió a pedir a Pilatos que mandara romper las piernas a
los crucificados para que no estuvieran en cruz el sábado. Pilatos dio las
ordenes necesarias. En seguida José de Arimatea vino a verlo. Había sabido la
muerte de Jesús, y formó con Nicodemo el proyecto de enterrarlo en una
sepultura nueva, que había mandado construir a poca distancia del Calvario.
Halló a Pilatos inquieto y agitado; le pidió que le diese el cuerpo de Jesús, el
Rey de los judíos, para enterrarlo, Pilatos se extrañó que un hombre tan
notable pidiese con tanta insistencia el permiso de rendir los últimos honores al
que había hecho morir tan ignominiosamente. Mandó llamar al centurión
Abenadar, que había vuelto después de haber conversado con los discípulos
escondidos en las cavernas, y le preguntó si el Rey de los judíos había muerto
ya. Abenadar le contó la muerte del Salvador, sus últimas palabras y su último
grito, el temblor de tierra y la roca abierta por el terremoto. Pilatos pareció
extrañar sólo que Jesús hubiera muerto tan pronto, porque ordinariamente los
crucificados vivían más tiempo; pero interiormente estaba lleno de angustia y
de terror, por la coincidencia de esas señales con la muerte de Jesús. Tal vez
quiso hacerse perdonar su crueldad dando a José de Arimatea la orden de
librar el cuerpo de Jesús También tuvo satisfacción en dar esa bofetada a los
príncipes de los sacerdotes, que hubiesen visto con gusto a Jesús enterrado
sin honor entre dos ladrones. Envió un agente al Calvario para ejecutar sus
ordenes. Creo que fue Abenadar, pues lo vi asistir al descendimiento de la
cruz.
José de Arimatea, al salir de casa de Pilatos, fue en busca de Nicodemo, que lo
esperaba en casa de una mujer de sanos instintos. Esta casa estaba situada
en una calle ancha, cerca de la callejuela donde nuestro Señor fue tan
cruelmente ultrajado al principio del camino de la cruz. Esta mujer vendía
hierbas aromáticas, y Nicodemo le había comprado lo que era necesario para
embalsamar el cuerpo de Jesús. José fue a comprar una rica sábana; sus
criados tomaron en un portal, cerca de la casa de Nicodemo, escaleras,
martillos, clavos, jarros llenos de agua, esponjas, y pusieron los más pequeños
de estos objetos sobre unas angarillas, semejantes a aquéllas en que los
discípulos de Juan Bautista pusieron su cuerpo cuando lo sacaron de la
fortaleza de Maqueronte.

 

LVIII
Abertura del costado de Jesús. Muerte de los ladrones
Mientras tanto, el silencio y el duelo reinaban sobre el Gólgota. El pueblo,
atemorizado, se había dispersado; María, Juan, Magdalena, María, hija de
Cleofás, y Salomé, estaban de pie o sentados enfrente de la cruz, la cabeza
cubierta, y llorando. Algunos soldados estaban recostados sobre el terraplén
que rodeaba la llanura; Casio, a caballo, iba de un lado a otro. El cielo estaba
oscuro, y la naturaleza parecía enlutada. Pronto llegaron seis alguaciles con
escalas, azadas, cuerdas y barras de hierro para romper las piernas a los
crucificados. Cuando se acercaron a la cruz, los amigos de Jesús se apartaron
un poco, y la Virgen Santísima temía que ultrajasen aún el cuerpo de su Hijo.
Aplicaron sus escalas a la cruz para asegurarse de que Jesús estaba muerto.
Habiendo visto que el cuerpo estaba frió y rígido, lo dejaron, y subieron a las
cruces de los ladrones. Dos alguaciles les rompieron los brazos por encima y
por debajo de los codos con sus martillos, y otro les rompió las piernas y los
muslos. Gestas daba gritos horribles, y le pegaron tres golpes sobre el pecho
para acabarlo de matar. Dimas dio un gemido, y murió. Fue el primero de los
mortales que volvió a ver a su Redentor. Desataron las cuerdas, dejaron caer
los cuerpos al suelo, los arrastraron hacia el bajo que había entre el Calvario y
las murallas de la ciudad, y allí los enterraron.
Los verdugos dudaban todavía de la muerte de Jesús, y el modo horrible con
que habían quebrado los miembros de los ladrones hacia temblar a las santas
mujeres por el cuerpo del Salvador. Mas el oficial inferior Casio, hombre de
veinticinco años, muy activo y atropellado, cuya vista endeble y cuyos ojos
bizcos excitaban la mofa de sus compañeros, recibió una inspiración súbita. La
ferocidad bárbara de los verdugos, las angustias de las santas mujeres, y el
ardor grande que excitó en él la divina gracia, le hicieron cumplir una profecía.
Empuño su lanza, y dirigió su caballo hacia la elevación donde estaba la cruz.
Se paró entre la cruz del buen ladrón y la de Jesús, y tomando su lanza con
ambas manos, la clavó con tanta fuerza en el costado derecho del Señor, que
la punta atravesó el corazón, un poco más abajo del pulmón izquierdo. Cuando
la retiró, salió de la herida una cantidad de sangre y agua que llenó su cara
como un baño de salvación y de gracia. Se apeó, se arrodilló, se dio golpes de
pecho, y confesó a Jesús en alta voz.
La Virgen Santísima y sus amigas, cuyos ojos estaban siempre fijos sobre
Jesús, vieron con inquietud la acción de este hombre, y se precipitaron hacia la
cruz dando gritos. María cayó en los brazos de las santas mujeres, como si la
lanza hubiese atravesado su propio corazón, mientras que Casio, de rodillas,
alababa a Dios; pues los ojos de su cuerpo y de su alma se habían curado y
abierto a la luz. Todos estaban conmovidos profundamente a la vista de la
sangre del Salvador, que había corrido en un hoyo de la peña, al pie de la cruz.
Casio, María, las santas mujeres y Juan recogieron la sangre y el agua en
frascos, y limpiaron el suelo con paños.
Casio, que había recobrado toda la plenitud de su vista, estaba en humilde
contemplación. Los soldados, sorprendidos del milagro que se había operado
en el, se hincaron de rodillas, dándose golpes de pecho, y confesaron a Jesús.
Casio, bautizado con el nombre de Longinos, predicó la fe como diácono, y
llevó siempre sangre de Jesús sobre sí. Se había secado, y se halló en su
sepulcro, en Italia, en una ciudad a poca distancia del sitio donde vivió Santa
Clara. Hay un lago con una isla cerca de esta ciudad. El cuerpo de Longinos
debe haber sido trasportado a ella. Los alguaciles, que mientras tanto habían
recibido orden de Pilatos de no tocar al cuerpo de Jesús, no volvieron.
Todo esto pasó cerca de la cruz, un poco después de las cuatro, mientras José
de Arimatea y Nicodemo buscaban lo que era necesario para la sepultura de
Jesús. Pero los criados de José, habiendo venido a limpiar el sepulcro,
anunciaron a los amigos de Jesús que su amo iba a quitar el cuerpo para
ponerlo en un sepulcro nuevo. Entonces Juan volvió a la ciudad con las santas
mujeres para que María pudiera reparar un poco sus fuerzas, y también para
llevar algunas cosas necesarias para el entierro. La Virgen Santísima tenía una
pequeña habitación en los edificios contiguos al Cenáculo. No entraron por la
puerta más inmediata al Calvario, porque estaba cerrada y guardada al interior
por los soldados que los fariseos habían puesto, sino por la meridional que
conduce a Belén.

 

LIX
Algunas localidades de la antigua Jerusalén
Ponemos aquí algunas descripciones de lugares, que hemos coordinado según
los detalles dados por la hermana Ana Catalina Emmerich diferentes veces.
Sigue la descripción del sepulcro y del jardín de José de Arimatea, por no
interrumpir la historia del entierro del Señor.
La primera puerta, situada al Oriente de Jerusalén, al Mediodía del angulo
Sudoeste del templo, es la que conduce al barrio de Ofel. La puerta de las
Ovejas esta al Norte del ángulo Nordeste del templo. Entre estas dos puertas
hay otra que conduce a algunas calles situadas al Oriente del templo,
habitadas la mayor parte por picapedreros y otros artesanos. Las casas de que
se componen se apoyan en los cimientos del templo, y pertenecen casi todas a
Nicodemo, que las ha hecho construir, y casi todos esos artesanos trabajan
para él. Nicodemo ha hecho construir nuevamente una hermosa puerta que
conduce a esas calles, y que se llama puerta de Moriah, Se acababa de
construir, y Jesús entro por ella en la ciudad el Domingo de Ramos. Así entró
por la puerta nueva de Nicodemo, por donde nadie había pasado; y fue
enterrado en el sepulcro nuevo de José de Arimatea, donde no había reposado
todavía nadie. Ésta puerta fue tapiada posteriormente; y hay una tradición que
dice que los cristianos deben de entrar otra vez por ella en la ciudad. Ahora hay
todavía de ese lado una puerta murada que los turcos llaman la Puerta de Oro.
El camino que va al Occidente, saliendo de la puerta de las Ovejas, pasa entre
el lado Noroeste del monte de Sión y el Calvario. Desde esta puerta hasta el
Gólgota hay tres cuartos de legua: desde el palacio de Pilatos hasta el Gólgota
habrá cinco octavas partes de una legua. La fortaleza Antonia esta situada al
Norte de la montaña del templo sobre un peñasco que esta separado. Cuando
se va a Poniente, saliendo del palacio de Pilatos, esta fortaleza queda a la
izquierda, y sobre una de sus murallas hay un terrado que domina el Forum.
Desde allí Pilatos hace las proclamaciones al pueblo, por ejemplo, cuando
promulga nuevas leyes. Sobre el camino de la cruz, en el interior de la ciudad,
Jesús tenía con frecuencia la montaña del Calvario a su derecha. Este camino,
que debía estar en parte en dirección del Sudoeste, conducía a una puerta
abierta en un muro interior de la ciudad que se dirige hacia Sión. Fuera de ese
muro hay una especie de arrabal que tiene más jardines que casas; hay
también hacia el muro exterior de la ciudad hermosos sepulcros con entradas
de albañilería. De ese lado hay una casa perteneciente a Lázaro, con jardines
magníficos hacia el sitio donde la muralla occidental de Jerusalén vuelve al
Mediodía. Creo que una pequeña puerta particu lar, abierta en la muralla, de la
ciudad, por donde Jesús y los suyos pasaban con frecuencia con la
autorización de Lázaro, conduce a esos jardines. La puerta situada al lado
Noroeste conduce a Betsur, que esta más al Norte que Emaús y Joppé. Esta
zona occidental de Jerusalén es la menos elevada: baja hacia la parte de la
muralla, pero se levanta antes de llegar a ella. En este terreno hay jardines y
viñas, detrás de las cuales pasa un camino ancho de donde salen veredas para
subir a las murallas y a las torres. Del otro, al exterior de la ciudad, el terreno
declina hacia el valle; de suerte que las murallas que rodean esta parte baja de
la ciudad parecen construidas sobre un terraplén elevado. Sobre el declive
exterior se ven también jardines y viñas. Jesús, al llegar al fin del camino de la
Cruz, tenía a su derecha esta parte de la ciudad donde hay tanto jardín, y de
ahí venía Simón Cirineo. La puerta por donde salió Jesús no esta enteramente
vuelta al Poniente, sino al Sudoeste. La muralla de la izquierda, saliendo de la
puerta, va al Sur, la cara al Oeste y se dirige otra vez al Sur alrededor del
monte de Sión. De ese lado hay una torre muy ancha que parece una fortaleza.
La puerta por donde Jesús salió esta cerca de otra más al Mediodía que
conduce al valle, donde comienza un camino que vuelve después a la izquierda
en la dirección de Belén. Poco después de la puerta de donde sale, el camino
se dirige al Norte hacia el Calvario. De ese lado, adonde se ve el camino de
Emaús, hay un prado donde vi a Lucas juntar diversas plantas cuando fue con
Cleofás a Emaús, después de la Resurrección, y encontraron a Jesús en el
camino. Cerca de la muralla, al Levante y al Norte del Calvario, hay también
huertos, sepulcros y viñas. La cruz fue enterrada al Nordeste, al pie del
Calvario.
El jardín de José de Arimatea está situado cerca de un hermoso jardín puerta
con Belén, a siete minutos del Calvario; es un hermoso jardín con grandes
árboles, bancos y bosques que dan sombra; va subiendo hasta las murallas de
la ciudad. Cuando se entra
en él, viniendo de la parte septentrional del valle, el terreno sube a la izquierda
hasta la muralla, y a la derecha, al fin del jardín, hay una peña separada, donde
está el sepulcro. La gruta donde está abierto, tiene la entrada al Levante. Al
Sudoeste y al Noroeste de la misma peña hay dos sepulcros nuevos con la
entrada baja. Al Oeste de la peña pasa una vereda que la rodea. E1 terreno
delante de la entrada del sepulcro esta más elevado, y hay escalones para
bajar a él. La bóveda puede contener cuatro hombres a cada lado, sin que
estorben a los que deponen el cadáver; enfrente de la puerta está el sepulcro,
elevado dos pies sobre el suelo; está unido a la peña por un lado como un
altar: dos personas pueden estar a la cabecera y a los pies, y aun se puede
poner otra persona delante, aunque la puerta este cerrada. Esta puerta es de
metal; quizás de cobre: tiene dos postigos, y una piedra delante para impedir
que se abran. La piedra destinada a este uso esta todavía delante de la
entrada de la gruta. Después del entierro del Salvador, la pusieron delante de 1
puerta. Esta piedra es muy gruesa, y para menearla son menester muchos
hombres. Enfrente de la entrada hay un banco de piedra; desde él se puede
subir a la peña, que esta cubierta de hierba, y desde donde se ven, por encima
de las murallas, los puntos más elevados de Sión y algunas torres. Se ve
también la puerta de Belén y la fuente de Gihon. La peña interiormente es
blanca, con vetas encarnadas y azules.

 

LX
Descendimiento
Mientras la cruz estaba abandonada y rodeada sólo de algunos guardias, vi
cinco personas, que habían venido de Betania por el valle, acercarse al
Calvario, elevar los ojos hacia la cruz y alejarse furtivamente: pienso que serían
discípulos. Encontré tres veces en las inmediaciones a dos hombres
examinando y deliberando: eran José de Arimatea y Nicodemo. Una vez era en
las inmediaciones y durante la crucifixión (quizás cuando hicieron comprar los
vestidos de Jesús). Otra vez estaban mirando si el pueblo se iba, y fueron al
sepulcro para preparar alguna cosa: volvieron a la cruz, mirando a todas partes
como si esperasen una ocasión favorable. Después trazaron su plan para bajar
de la cruz el cuerpo del Salvador, y se volvieron a la ciudad.
Se ocuparon en transportar los objetos necesarios para embalsamar el cuerpo;
sus criados tomaron algunos instrumentos para desclavarlo de la cruz, y dos
escaleras, que consistían en un madero atravesado de distancia a distancia por
palos que formaban los escalones. había ganchos que se podían colgar más
arriba o más abajo, y que serían para fijar las escaleras o para colgar lo que
necesitaran en su trabajo.
Nicodemo había comprado cien libras de raíces, que equivalían a treinta y siete
libras de nuestro peso, como me fue explicado. Llevaba esos aromas en
pequeños corchos colgados del cuello sobre el pecho. En uno de esos corchos
habla unos polvos. Tenían algunos paquetes de hierbas en sacos de
pergamino o de cuero. José llevaba también una caja de un ungüento, no sé de
que sustancia: en fin, los criados debían llevar sobre unas angarillas jarros,
botas, esponjas y herramientas. Llevaron fuego en un farol cerrado. Los criados
salieron de la ciudad antes que sus amos, y por otra puerta, quizás la de
Betania, y después se dirigieron hacia el Calvario. Pasaron por delante de la
casa donde la Virgen, Juan y las santas mujeres habían venido a llevar
diversas cosas para embalsamar el cuerpo de Jesús; Juan y las santas
mujeres siguieron a los servidores a poca distancia. había cinco mujeres;
algunas llevaban debajo de los mantos un grueso paquete de tela. Las mujeres
tenían la costumbre, cuando salían por la noche o para hacer secretamente
alguna acción piadosa, de cubrirse con una sabana larga y de más de una vara
de ancho. Comenzaban por envolverse un brazo, y se envolvían el resto del
cuerpo tan estrechamente, que apenas podían andar. Yo las he visto así
envueltas; esa sábana les llegaba de un brazo al otro, y les cubría la cabeza.
Hoy presentaba un aspecto extraño: era un vestido de luto. José y Nicodemo
tenían también vestidos de luto, con mangas negras y cintura ancha. Sus
capas. que se las habían puesto sobre la cabeza, eran anchas, largas y de
color pardo. Les servían para tapar lo que llevaban. Se dirigían hacia la puerta
que conduce al Calvario.

Las calles estaban desiertas; el terror general hacía que cada uno estuviese
encerrado en su casa; la mayor parte comenzaban a arrepentirse. Muy pocos
atendían a la fiesta. Cuando José y Nicodemo llegaron a la puerta, la hallaron
cerrada, y todo alrededor, el camino y las calles, lleno de soldados. Eran los
mismos que los fariseos habían pedido a las dos, y como temían una
insurrección popular, los conservaban sobre las armas.
José presentó una orden firmada por Pilatos para que le dejasen pasar
libremente. Los soldados se alegraron; mas le dijeron que habían querido abrir
muchas veces la puerta sin poderlo conseguir; que sin duda en el terremoto se
había desnivelado por alguna parte; que por esa razón los alguaciles
encargados de romper las piernas a los crucificados habían tenido que pasar
por otra puerta. Pero cuando José y Nicodemo tomaron el cerrojo, la puerta se
abrió sola, dejando a todos atónitos.
El cielo estaba todavía oscuro y nebuloso cuando llegaron al Calvario: se
encontraron con sus criados y las santas mujeres que lloraban enfrente de la
cruz. Casio y muchos soldados, que se habían convertido, estaban a cierta
distancia tímidos y respetuosos. José y Nicodemo contaron a la Virgen y a
Juan todo lo que habían hecho para librar a Jesús de una muerte ignominiosa;
como habían obtenido que no rompiesen los huesos al Señor, y como la
profecía se había cumplido. Hablaron también de la lanzada de Casio. Así que
llego el centurión Abenadar, comenzaron, en medio de la tristeza y del
recogimiento, la obra piadosa del descendimiento de la cruz y de embalsamar
el sacratísimo cuerpo del Señor.
La Virgen Santísima y Magdalena estaban sentadas al pie de la cruz, a la
derecha, entre la cruz de Dimas y la de Jesús: las otras mujeres estaban
ocupadas en preparar los paños, los aromas, el agua, las esponjas y los vasos.
Casio se acercó también, y contó a Abenadar el milagro de la cura de sus ojos.
Todos estaban conmovidos, llenos de dolor y de amor, y al mismo tiempo
silenciosos y con una gravedad solemne. Solo cuando la prontitud y la atención
que exigían esos cuidados piadosos lo permitían, oíanse lamentos y gemidos
comprimidos. Sobre todo, Magdalena se abandonaba enteramente a su dolor, y
nada podía distraerla, ni la presencia de los circunstantes, ni ninguna otra
consideración.
Nicodemo y José pusieron las escaleras detrás de la cruz, y subieron con una
sabana, a la cual estaban atadas tres correas; ataron el cuerpo de Jesús por
debajo de los brazos y de las rodillas al árbol de la cruz, y fijaron los brazos
atados por la muñeca. Entonces sacaron los clavos empujándolos por detrás,
apoyando un hierro en la punta. Las manos de Jesús no se movieron mucho a
pesar de los golpes, y los clavos salieron fácilmente de las llagas, porque éstas
se habían abierto mucho con el peso del cuerpo, y éste ahora, suspendido con
las sábanas, no cargaba sobre los clavos. La parte inferior del cuerpo, que a la
muerte del Salvador había cargado sobre las rodillas, reposaba en su posición
natural, sostenida por una sabana que estaba atada a los brazos de la cruz.
Mientras José sacaba el clavo izquierdo y dejaba el brazo envuelto caer
despacio sobre el cuerpo. Nicodemo ataba el brazo derecho a la cruz, y
también la cabeza coronada de espinas, que se había torcido sobre el hombre
derecho: entonces arranco el clavo derecho, y dejo caer despacio el brazo
sobre el cuerpo. Al mismo tiempo el centurión Abenadar arrancaba con
esfuerzo el clavo grande de los pies. Casio recogió religiosamente los clavos, y
los puso a los pies de la Virgen. En seguida José y Nicodemo pusieron las
escaleras delante de la cruz, casi derechas y muy cerca del cuerpo; desataron
la correa de arriba, y la colgaron a uno de los ganchos que estaban en las
escaleras; hicieron lo mismo con las otras dos correas, y bajándolas de gancho
en gancho descendieron despacio el Santo Cuerpo hasta enfrente del
centurión, que, montado sobre un banco, lo recibió en sus brazos por debajo de
las rodillas, y lo bajó, mientras que José y Nicodemo, sosteniendo lo alto del
cuerpo, bajaban escalón por escalón con las mayores precauciones, como
cuando se lleva el cuerpo de un amigo gravemente herido. Así el cuerpo del
Salvador llegó hasta abajo.
Era un espectáculo muy tierno; tenían el mismo cuidado, las mismas
precauciones que si hubiesen temido causar algún daño a Jesús: guardaron
con el santo Cuerpo todo el amor y toda la veneración que habían tenido con el
Salvador durante su vida. Todos los circunstantes tenían los ojos fijos en el
cuerpo del Señor, y seguían todos sus movimientos; a cada instante
levantaban las manos al cielo, derramaban lágrimas y daban señales del más
intenso duelo. Sin embargo, todos estaban penetrados de un respeto profundo,
hablando sólo en voz baja para ayudarse o avisarse. Mientras los martillazos
se oían, María, Magdalena y todos los que estaban presentes a la crucifixión,
tenían el corazón partido. El ruido de los golpes les recordaba los
padecimientos de Jesús: temblaban al oír otra vez el grito penetrante de dolor,
y al mismo tiempo se afligían del silencio de su boca divina, prueba demasiado
cierta de su muerte. Cuando descendieron el santo Cuerpo, lo envolvieron
desde las rodillas hasta la cintura, y lo pusieron en los brazos de su Madre, que
se los tendía poseída de dolor y de amor.

 

LXI
El cuerpo de Jesús embalsamado
La Virgen Santísima se sentó sobre un cobertor tendido en el suelo: su rodilla
derecha, un poco levantada, y su espalda, estaban apoyadas sobre unas capas
juntas. Lo habían dispuesto todo para facilitar a esta Madre llena de dolor los
tristes honores que iba a dar al cuerpo de su Hijo. La sagrada cabeza de Jesús
estaba apoyada sobre la rodilla de María; su cuerpo estaba tendido en un
sábana. La Virgen Santísima tenía por la última vez en sus brazos el cuerpo de
su querido Hijo, a quien no había podido dar ninguna prueba de amor en todo
su martirio; contemplaba sus heridas; cubría de besos su rostro ensangrentado,
mientras Magdalena reposaba el suyo sobre sus pies.
Los hombres se retiraron a una pequeña hondonada, situada al Sudoeste del
Calvario, a preparar los objetos necesarios para embalsamar el cadáver. Casio,
con algunos soldados que se habían convertido al Señor, estaba a una
distancia respetuosa. Toda la gente mal intencionada había vuelto a la ciudad,
y los soldados formaban sólo una guardia de seguridad para impedir que
alguien interrumpiese los últimos honores rendidos a Jesús. Algunos prestaban
su ayuda cuando se la pedían. Las santas mujeres daban vasos, esponjas,
paños, ungüentos y aromas cuando se necesitaban, y el resto del tiempo
estaban atentas a corta distancia; Magdalena se hallaba siempre a los pies de
Jesús. Juan ayudaba continuamente a la Virgen, servía de mensajero entre los
hombres y las mujeres, y ayudaba a unos y a otros. Las mujeres tenían a su
lado botas de cuero y un jarro de agua, puesto sobre lumbre de carbón. Ellas
presentaban a María y a Magdalena, conforme los necesitaban, vasos llenos
de agua pura, y esponjas que exprimían después en las botas de cuero.
La Virgen Santísima conservaba un valor admirable en su indecible dolor. No
podía dejar el cuerpo de su Hijo en el horrible estado en que lo había puesto el
suplicio, y por eso comenzó, con una actividad infatigable, a lavarlo y a
limpiarle las señales de los ultrajes que había recibido. Sacó con la mayor
precaución la corona de espinas, abriéndola por detrás y cortando una por una
las puntas clavadas en la cabeza de Jesús, para no abrir las heridas con el
movimiento. Pusieron la corona junto a los clavos; entonces María saco las
espinas que se habían quedado en las heridas con una especie de tenazas
redondas, y las enseñó a sus amigos con tristeza. Pusieron estas espinas con
la corona: sin embargo, algunas deben de haber sido conservadas aparte.
Apenas se podía conocer la faz del Señor: tan desfigurada estaba con las
llagas que la cubrían. La barba y el cabello estaban pegados con la sangre.
María alzo la cabeza, y paso esponjas mojadas por el pelo para humedecer la
sangre seca. Conforme la lavaba, las horribles crueldades ejercidas contra
Jesús se presentaban más distintamente, y su compasión y su ternura se
acrecentaban de una herida a otra. Lavó las llagas de la cabeza, la sangre que
cubría los ojos, la nariz y las orejas; con una esponja y un pañito extendido
sobre los dedos de su mano derecha, limpió, del mismo modo, su boca
entreabierta, su lengua, los dientes y los labios. Partió lo que le restaba del pelo
del Salvador en tres partes: sobre cada sien, y la tercera sobre la nuca; y
cuando hubo limpiado y desenredado los cabellos de delante, se los puso
detrás de ambas orejas. Habiendo limpiado la cara, la Virgen la cubrió después
de haberla besado. Luego hízolo con el cuello, las espaldas y el pecho, los
brazos y las manos. Todos los huesos del pecho, todas las coyunturas de los
miembros estaban dislocados, y no podían doblarse. El hombro que había
llevado la cruz tenía una herida enorme; toda la parte superior del cuerpo
estaba cubierta de heridas y rasgada con los azotes. Cerca del pecho izquierdo
había una pequeña abertura por donde había salido la punta de la lanza de
Casio, y en el lado derecho estaba la abertura ancha por donde entrara la lanza
que había atravesado el corazón. María lavo todas las llagas, y Magdalena, de
rodillas, la ayudaba de cuando en cuando, sin dejar los pies de Jesús, que
regaba con lágrimas abundantes y que limpiaba con sus cabellos.
La cabeza, el pecho y los pies del Salvador estaban lavados: el sagrado
cuerpo, blanco, azulado, como carne sin sangre, lleno de cardenales y
manchas en los sitios donde se le había arrancado el pellejo, reposaba sobre
las rodillas de María, que cubrió con un velo las partes lavadas, y se ocupó en
embalsamar todas las heridas. Las santas mujeres, arrodillándose enfrente de
María, le presentaban a su vez una caja, de donde tomaba un ungüento
precioso con que untaba las heridas. Ungió también el pelo. Tomo en su mano
izquierda las manos de Jesús, las beso con respeto, y llenó de ungüento o de
aromas los agujeros profundos de los clavos, Llenó también las orejas, la nariz
y la llaga del costado. Magdalena embalsamaba los pies del Señor: regábalos
muchas veces con sus lágrimas, y los limpiaba con sus cabellos.
No tiraban el agua que habían usado, sino que la echaban en botas de cuero,
donde exprimían las esponjas. Vi muchas veces a Casio y a otros soldados ir
por agua a la fuente de Gihon, que estaba bastante cerca. Cuando la Virgen
untó todas las heridas, envolvió la cabeza en paños, mas no cubrió todavía la
cara. Cerró los ojos entreabiertos de Jesús, y poso la mano sobre ellos algún
tiempo. Cerro también su boca, abrazo el sagrado cuerpo de su Hijo, y dejo
caer su rostro sobre el de Jesús. José y Nicodemo hacia rato que esperaban,
cuando Juan, acercándose a la Virgen, le pidió que se separase de su Hijo
para que pudieran acabar de embalsamarlo, porque se acercaba el Sábado.
María abrazó otra vez el cuerpo de su Hijo, y se despidió de Él en los términos
más tiernos. Entonces los hombres lo tomaron de los brazos de su Madre en la
sábana donde estaba puesto, y lo llevaron a cierta distancia. María, sumergida
en su dolor, que sus tiernos cuidados habían distraído un instante, cayó, la
cabeza cubierta, en brazos de las piadosas mujeres. Magdalena, como si
hubieran querido arrancarle a su Amado, precipitóse algunos pasos hacia
adelante con los brazos abiertos, y se volvió con la Virgen Santísima.
Llevaron el cuerpo a un sitio más bajo que la cumbre del Gólgota, sobre una
roca, que presentaba un sitio cómodo para embalsamar el cuerpo. Vi primero
un paño de mallas de un trabajo parecido al encaje, que me recordó la cortina
que se pone delante del altar en la Cuaresma. Sin duda estaba trabajado con
calados para dejar pasar el agua. Vi también otra gran sábana extendida.
Pusieron el cuerpo del Salvador sobre el paño calado, y algunos hombres
tuvieron el otro extendido sobre él. Nicodemo y José se arrodillaron, y debajo
de este lienzo quitaron el paño que habían atado a la cintura al bajarlo de la
cruz. Después pasaron esponjas debajo de ese paño, y lavaron la parte inferior
del cuerpo. En seguida lo alzaron con los panos atravesados debajo de las
rodillas, y lo lavaron por detrás, sin volverlo, hasta que el agua que soltaban las
esponjas salia clara. Entonces echaron agua de mirra sobre todo el cuerpo, y,
manejándolo con respeto, lo extendieron todo a lo largo, pues se había
quedado en la posición en que había muerto, con las rodillas y los riñones
encogidos. Después colocaron debajo de sus hombros un paño de una vara de
ancho y tres de largo; pusieron manojos de hierbas como las que veo en las
mesas celestiales, y echaron por encima unos polvos que Nicodemo había
traído. Entonces envolvieron la parte inferior del cuerpo, y la ataron fuertemente
alrededor de la sabana que habían puesto por debajo. Untaron las heridas de
los muslos, pusieron manojos de hierba entre las piernas en todo su largo, y las
envolvieron en los aromas de abajo a arriba.
Entonces Juan llevó cerca del cuerpo a la Virgen y a las santas mujeres. María
se arrodilló junto a la cabeza de Jesús, puso por debajo un lienzo muy fino que
le había dado la mujer de Pilatos, y que llevaba ella alrededor de su cuello
debajo de su manto; después, con ayuda de las santas mujeres, puso desde
los hombros hasta la cara manojos de hierbas, aromas y polvos odoríferos;
luego ató fuertemente este lienzo alrededor de la cabeza y de los hombros.
Magdalena echó un frasco de bálsamo en la llaga del costado, y las piadosas
mujeres pusieron también hierbas en las llagas de las manos y de los pies. En
seguida los hombres envolvieron el resto del cuerpo en aromas, cruzaron los
brazos sobre su pecho, y apretaron la gran sabana blanca alrededor de su
cuerpo hasta el pecho, como se envuelve a un niño, y ataron una venda
alrededor de la cabeza y de todo el cuerpo. En fin, pusieron al Salvador en la
gran sabana de seis varas que había comprado José de Arimatea, y lo
envolvieron, colocado diagonalmente; una punta de la sabana estaba doblada
desde los pies hasta el pecho, y la otra sobre la cabeza y los hombros; las
otras dos envueltas alrededor del cuerpo.
Como todos rodeaban el cuerpo del Señor y se arrodillaban para despedirse de
Él, un milagro se operó a sus ojos; el sagrado cuerpo de Jesús, con sus
heridas, apareció representado sobre la sabana que lo cubría, como si hubiese
querido recompensar su celo y su amor, y dejarles su retrato a través de los
velos que lo cubrían. Abrazaron el cuerpo llorando, y besaron con respeto su
milagrosa efigie. Su asombro se aumento cuando, alzando la sabana, vieron
que todas las vendas que ataban el cuerpo estaban blancas como antes, y que
la sabana superior había recibido sola la milagrosa efigie. No era la marca de
heridas echando sangre, pues todo el cuerpo estaba envuelto y cubierto de
aromas; era un retrato sobrenatural, un testimonio de la divinidad creadora que
residía siempre en el cuerpo de Jesús. He visto muchas cosas relativas a la
historia posterior de esa sábana, más me sería imposible coordinarlas.
Después de la Resurrección estuvo en poder de los amigos de Jesús. Cayó
también dos veces en las manos de los judíos, y fue venerada más tarde en
diferentes lugares. La he visto en Asia, en casa de cristianos no católicos. Se
me ha olvidado el nombre de la ciudad, que esta situada en un país cercano a
la patria de los tres Reyes Magos.
(*) En la diócesis de Münster cuelgan en las iglesias una cortina con bordados
calados, que representan las cinco llagas y los instrumentos de la Pasión.