De la Natividad de la Virgen a la muerte del patriarca San José- Sección 11

L
Celebra la Sagrada Familia la fiesta del Sábado
Mientras me hallaba meditando en la historia de la borriquilla empeñada
ahora para cubrir los gastos de la circuncisión, y pensando que
el próximo Domingo, día en que tendrá lugar la ceremonia, se leería el
Evangelio del Domingo de Ramos, que relata la entrada de Jesús montado
sobre un asno, vi un cuadro del cual no puedo explicar bien el sentido ni sé
donde se realizaba. Bajo una palmera había dos carteles sostenidos por ángeles.
Sobre uno de ellos estaban representados diversos instrumentos de
martirio; en el centro había una columna y sobre ella un mortero con dos
asas. En el otro cartel había unas letras: creo que eran cifras indicando años
y épocas de la historia de la Iglesia. Por encima de la palmera estaba arrodillada
una Virgen que parecía salir del tallo y cuyo traje flotaba en el aire.
Tenía en sus manos, debajo del pecho, un vaso de igual forma que el cáliz
de la última Cena, del cual salía la figura de un Niño luminoso. Vi al Padre
Eterno, en la forma que siempre lo veo, acercarse a la palmera por encima
de unas nubes, quitar una gruesa rama que tenía la forma de una cruz y colocarla
sobre el Niño. Después vi al Niño atado a esa cruz de palma y a la
Virgen Santísima presentando a Dios Padre la rama con el Niño crucificado,
mientras ella llevaba en la otra mano el cáliz vacío, que parecía también su
propio corazón. Cuando me disponía a leer las letras del cartel, bajo la palmera,
la llegada de una visita me sacó de esta visión. No sabría decir si este
cuadro lo vi en la gruta del pesebre o en otra parte.
Cuando la gente se había ido a la sinagoga de Belén, José preparó en la gruta
la lámpara del sábado con las siete mechas; la encendió y colocó debajo
de ella una pequeña mesa con los rollos que contenían las oraciones. Bajo
esta lámpara celebró el sábado con la Virgen Santísima y la criada de Ana.
Se hallaban allí dos pastores un poco hacia atrás en la gruta y algunas mujeres
esenias. Hoy, antes de la fiesta del sábado, estas mujeres y la sirvienta
prepararon los alimentos. Vi que asaron pájaros en un asador puesto encima
del fuego. Los envolvían en una especie de harina hecha de semillas de espigas
de unas plantas semejantes a cañas, que se encuentran en estado silvestre
en lugares pantanosos de la comarca. Las he visto cultivadas en diversos
sitios; en Belén y en Hebrón crecen sin ser cultivadas. No las he visto
cerca de Nazaret. Los pastores de la torre habían traído algunas para José.
He visto que las mujeres con esas semillas hacían una especie de crema
blanca bastante espesa y amasaban tortas con la harina. La Sagrada Familia
guardó para su uso una cantidad muy pequeña de las abundantes provisiones
que los pastores habían traído en sus visitas; lo sobrante lo regalaban a los
pobres.
Hoy he visto varias personas que acudieron a la gruta del pesebre, y por la
noche, después de la terminación de las fiestas del Sábado, vi que las mujeres
esenias y la criada de Ana preparaban comida en una choza construida
de ramas verdes, que José, con la ayuda de los pastores, había levantado a la
entrada de la gruta. Había desocupado la habitación a la entrada de la gruta,
tendido colchas en el suelo y arreglado todo como para una fiesta, según le
permitía su pobreza. Dispuso así todas las cosas antes del comienzo del sábado,
pues el día siguiente era el octavo después del nacimiento de Jesús,
cuando debía ser circuncidado de conformidad con el precepto divino. Al
caer la tarde José fue a Belén y trajo consigo a tres sacerdotes, un anciano,
una mujer y una cuidadora para esta ceremonia. Tenía ésta un asiento, del
que se servía en ocasiones parecidas y una piedra octogonal chata y muy
gruesa, que contenía los objetos necesarios. Todo esto fue colocado sobre
esteras donde debía tener lugar la circuncisión, es decir en la entrada de la
gruta, entre el rincón que ocupaba José y el hogar. El asiento era una especie
de cofre con cajones, los cuales, puestos a continuación de los otros, formaban
como un lecho de reposo con un apoyo a un lado; se estaba uno allí recostado
más que sentado. La piedra octogonal tenía más de dos pies de diámetro.
En el centro había una cavidad octogonal también cubierta por una
placa de metal, donde se hallaban tres cajas y un cuchillo de piedra en compartimentos
separados. Esta piedra fue colocada al lado del asiento, sobre un
pequeño escabel de tres patas que hasta aquel momento había quedado bajo
una cobertura, en el sitio donde había nacido el Salvador.
Terminados estos arreglos los sacerdotes saludaron a María y al Niño Jesús,
y conversando amistosamente con la Virgen Santísima tomaron al Niño entre
sus brazos, y quedaron conmovidos. Después tuvo lugar la comida en la
glorieta. Muchos pobres que habían seguido a los sacerdotes, como solían
hacer en tales ocasiones, rodeaban la mesa y durante la comida recibían los
regalos de José y de los sacerdotes, de modo que pronto quedó todo distribuido.
Al ponerse el sol me parecía que su disco era más grande que en
nuestro país. Lo vi descender en el horizonte; sus rayos penetraban por la
puerta abierta al interior de la gruta.

LI
La circuncisión de Jesús
Ardían varias lámparas en la gruta. Durante la noche se rezó largo
tiempo y se entonaron cánticos. La ceremonia de la circuncisión tuvo
lugar al amanecer. María estaba preocupada e inquieta. Había dispuesto por
si misma los paños destinados a recibir la sangre y a vendar la herida, y los
tenia delante, en un pliegue de su manto. La piedra octogonal fue cubierta
por los sacerdotes con dos paños, rojo y blanco, éste encima, con oraciones
y varias ceremonias. Luego uno de los sacerdotes se apoyó sobre el asiento
y la Virgen que se había quedado envuelta en el fondo de la gruta con el Niño
Jesús en brazos, se lo entregó a la criada con los paños preparados. José
lo recibió de manos de la mujer y lo dio a la que había venido con los sacerdotes.
Esta mujer colocó al Niño, cubierto con un velo, sobre la cobertura de
la piedra octogonal. Recitaron nuevas oraciones. La mujer quitó al Niño sus
pañales y lo puso sobre las rodillas del sacerdote que se hallaba sentado. José
inclinóse por encima de los hombros del sacerdote y sostuvo al Niño por
la parte superior del cuerpo. Dos sacerdotes se arrodillaron a derecha e izquierda,
teniendo cada uno de ellos uno de sus piececitos, mientras el que
realizaba la operación se arrodilló delante del Niño. Descubrieron la piedra
octogonal y levantaron la placa metálica para tener a mano las tres cajas de
ungüento; había allí aguas para las heridas. Tanto el mango como la hoja del
cuchillo eran de piedra. El mango era pardo y pulido; tenía una ranura por la
que se hacía entrar la hoja, de color amarillento, que no me pareció muy filosa.
La incisión fue hecha con la punta curva del cuchillo. El sacerdote hizo
uso también de la uña cortante de su dedo. Exprimió la sangre de la herida y
puso encima el ungüento y otros ingredientes que sacó de las cajas. La cuidadora
tomó al Niño y después de haber vendado la herida lo envolvió de
nuevo en sus pañales. Esta vez le fueron fajados los brazos que antes llevaba
libres y le pusieron en torno de la cabeza el velo que lo cubría anteriormente.
Después de esto el Niño fue puesto de nuevo sobre la piedra octogonal y
recitaron otras oraciones.
El ángel había dicho a José que el Niño debía llamarse Jesús; pero el sacerdote
no aceptó al principio ese nombre y por eso se puso a rezar. Vi entonces
a un ángel que se le aparecía y le mostraba el nombre de Jesús sobre un
cartel parecido al que más tarde estuvo sobre la cruz del Calvario. No sé en
realidad si el ángel fue visto por él o por otro sacerdote: lo cierto es que lo vi
muy emocionado escribiendo ese nombre en un pergamino, como impulsa-
do por una inspiración de lo alto. El Niño Jesús lloró mucho después de la
ceremonia de la circuncisión. He visto que José lo tomaba y lo ponía en brazos
de María, que se había quedado en el fondo de la gruta con dos mujeres
más. María tomó al Niño, llorando, se retiró al fondo donde se hallaba el
pesebre, se sentó cubierta con el velo y calmó al Niño dándole el pecho. José
le entregó los pañales teñidos en sangre. Se recitaron nuevamente oraciones
y se cantaron salmos. La lámpara ardía, aunque había amanecido completamente.
Poco después la Virgen se aproximó con el Niño y lo puso en la
piedra octogonal. Los sacerdotes inclinaron hacia ella sus manos cruzadas
sobre la cabeza del Niño, y luego se retiró María con el Niño Jesús. Antes
de marcharse los sacerdotes comieron algo en compañía de José y de dos
pastores bajo la enramada. Supe después que todos los que habían asistido a
la ceremonia eran personas buenas y que los sacerdotes se convirtieron y
abrazaron la doctrina del Salvador. Entre tanto, durante toda la mañana se
distribuyeron regalos a los pobres que acudían a la puerta de la gruta. Mientras
duró la ceremonia el asno estuvo atado en sitio aparte.
Hoy pasaron por la puerta unos mendigos sucios y harapientos, llevando envoltorios,
procedentes del valle de los pastores: parecía que iban a Jerusalén
para alguna fiesta. Pidieron limosna con mucha insolencia, profiriendo maldiciones
e injurias cerca del pesebre, diciendo que José no les daba bastante.
No supe quienes eran, pero me disgustó grandemente su proceder. Durante
la noche siguiente he visto al Niño a menudo desvelado a causa de sus dolores,
y que lloraba mucho. María y José lo tomaban en brazos uno después de
otro y lo paseaban alrededor de la gruta tratando de calmarlo.

LII
Isabel acude a la gruta de Belén
Esta noche vi a Isabel montada en un asno, conducido por un viejo criado
en camino de Juta a la gruta de Belén. José la recibió afectuosamente
y María la abrazó con un sentimiento de indecible alegría. Isabel estrechó
al Niño contra su pecho, derramando lágrimas de júbilo. Le prepararon
un lecho cerca del sitio donde había nacido Jesús. Delante de él había un
banquillo alto como el de aserrador, sobre el cual había un cofre pequeño
donde solían colocar al Niño Jesús. Debía ser una costumbre que usaban con
los niños, pues ya había visto en casa de Ana a María en su primera infancia
reposando en un banquillo parecido.
Anoche y durante el día de hoy vi a María e Isabel sentadas juntas en afectuosa
conversación. Yo me hallaba tan cerca de ellas que escuchaba sus palabras
con sentimiento de viva alegría. La Virgen contó a su prima todo lo
que había sucedido hasta entonces y cuando habló de lo que había sufrido
buscando un albergue en Belén, Isabel lloró muy conmovida. Le dijo muchas
cosas referentes al nacimiento de Jesús. Le explicó que en el momento
de la anunciación, su espíritu se había sentido arrebatado durante diez minutos,
teniendo la sensación de que su corazón se duplicaba y que un bienestar
indecible entraba en ella llenándola por completo. En el momento del nacimiento,
se había sentido también arrebatada con la sensación que los ángeles
la llevaban arrodillada por los aires y le había parecido que su corazón se
dividía en dos partes y que una mitad se separaba de la otra. Durante diez
minutos había perdido el uso de los sentidos. Luego sintió un vacío interior
y un inmenso deseo de la felicidad infinita que hasta aquel momento había
habitado en ella y que ya no estaba más. Había visto delante de sí una luz
deslumbradora, en medio de la cual su Niño había parecido crecer ante sus
ojos. En ese momento lo vio moverse y lo oyó llorar. Volviendo en sí lo levantó
de la colcha y lo estrechó contra su pecho, pues al principio había
creído estar soñando y no se había atrevido a tocar al Niño rodeado de tanta
luz. Dijo no haberse dado cuenta del momento en que el Niño se había separado
de ella. Isabel le contestó: «En vuestro alumbramiento habéis gozado
favores que no tienen las demás mujeres. El nacimiento de mi Juan fue también
lleno de dulzura, pero todo se realizó en forma muy diversa». Esto es lo
que recuerdo de sus pláticas.
Al caer la tarde María se ocultó nuevamente con el Niño, acompañada de
Isabel, en la caverna lateral, vecina a la gruta del pesebre; me parece que
permanecieron allí toda la noche. María procedió así porque muchas perso-
nas de distinción acudían de Belén al pesebre por pura curiosidad, y no quiso
mostrarse a ellas. Hoy vi a María saliendo con el Niño de la gruta del pesebre,
yendo a otra que está a la derecha. La entrada es estrecha y unos catorce
escalones inclinados llevan primero a una pequeña cueva y después a
una habitación subterránea más amplia que la gruta del pesebre. José la separó
en dos partes por medio de una colcha que suspendió de la techumbre.
La parte contigua a la entrada era semicircular y la otra cuadrada. La luz no
venía de arriba, sino de aberturas laterales que atravesaban una roca muy
ancha. Unos días antes había visto a un hombre sacar de aquella gruta haces
de leña y de paja y paquetes de cañas como los que usaba José para hacer
fuego. Fue un pastor el que hizo este servicio. Esta gruta era más amplia y
clara que la del pesebre. El asno no estaba en ella. Vi al Niño Jesús acostado
en una gamella abierta en la roca. En los días precedentes vi a María a menudo
junto a algunos visitantes mostrándoles al Niño cubierto con un velo y
teniendo sólo un paño alrededor del cuerpo. Otras veces lo veía del todo fajado.
He visto que la cuidadora que había asistido a la circuncisión venía a
menudo a visitar al Niño. María le daba casi todo lo que traían los visitantes
para que ella lo distribuyera entre los pobres del lugar y de Belén.

LIII
Los países de los Reyes Magos
Vi el nacimiento de Jesucristo anunciado a los Reyes Magos. He visto a
Mensor y a Sair: estaban en el pais del primero y observaban los astros,
después de haber hecho los preparativos del viaje. Observaban la estrella
de Jacob desde lo alto de una torre piramidal. Esta estrella tenía una cola
que se dilató ante sus ojos, y vieron a una Virgen brillante, delante de la
cual, en medio del aire, se veía un Niño luminoso. Al lado derecho del Niño
brotó una rama, en cuya extremidad apareció, como una flor, una pequeña
torre con varias entradas que acabó por transformarse en ciudad. Inmediatamente
después de esta aparición los dos Reyes se pusieron en marcha.
Teokeno, el tercero de los Reyes, que vivía más hacia el oriente, a dos días
de viaje, tuvo igual aparición, a la misma hora, y partió en seguida aceleradamente
para reunirse con sus dos amigos, a los que encontró en el camino.
Me dormí con gran deseo de encontrarme en la gruta del pesebre, cerca de la
Madre de Dios, con el ansia de que ella me diera al Niño Jesús para tenerlo
en mis brazos algún tiempo y estrecharlo contra mi corazón. Me acerqué a
la gruta del pesebre. Era de noche. José dormía apoyado en el brazo derecho,
en su aposento, cerca de la entrada. María estaba despierta, sentada en
su sitio de costumbre, cerca del pesebre, teniendo al pequeño Jesús a su pecho,
cubierta con un velo. Me arrodillé allí y le adoré, sintiendo un, gran deseo
de ver al Niño. ¡Ah, María bien lo sabía! ¡Ella lo sabe todo y acoge todo
lo que se le pide con bondad muy conmovedora, siempre que se rece con fe
sincera! Pero ahora estaba silenciosa, en recogimiento; adoraba respetuosamente
a Aquél de quien era Madre. No me dio al Niño, porque creo lo estaba
amamantando. En su lugar, yo hubiera hecho lo mismo. Mi ansia crecía
más y se confundía con el de todas las almas que suspiraban por el Niño Jesús.
Pero esta ansia mía no era tan pura, tan inocente ni tan sincera como la
del corazón de los buenos Reyes Magos del Oriente, que lo habían aguardado
desde siglos en las personas de sus antepasados, creyendo, esperando y
amando. Así fue que mi deseo se volvió hacia ellos. Cuando acabé de rezar,
me deslicé respetuosamente fuera de la gruta y fui llevada por un largo camino
hasta el cortejo de los Reyes Magos.
A través del camino he visto muchos países, moradas y gentes con sus trajes,
sus costumbres y su culto; pero casi todo se me ha ido de la memoria.
Fui llevada al Oriente a una región donde nunca había estado, casi toda estéril
y arenosa. Cerca de unas colinas habitaban en cabañas, bajo enramadas,
pequeños grupos de hombres. Eran familias aisladas de cinco a ocho perso-
nas. El techo de ramas se apoyaba en la colina donde habían cavado las
habitaciones. Esta región no producía casi nada; sólo brotaban zarzales y
algún arbolillo con capullos de algodón blanco. En otros árboles más grandes
colocaban a sus ídolos. Aquellos hombres vivían aún en estado salvaje.
Me pareció que se alimentaban de carne cruda, especialmente de pájaros y
se dedicaban al latrocinio. Eran de color cobrizo y tenían los cabellos rojos
como el pelo de zorro. Eran bajos, macizos, más bien gordos que flacos;
eran muy hábiles, activos y ágiles. En sus habitaciones no había animales
domésticos ni tenían rebaños. Confeccionaban una especie de colchas con
algodón que recogían de sus pequeños árboles. Hilaban largas cuerdas del
espesor de un dedo que luego trenzaban para hacer anchas tiras de tejidos.
Cuando habían preparado cierta cantidad ponían sobre sus cabezas grandes
atados de colchas e iban a venderlas a la ciudad. También he visto sus ídolos
en varios lugares, bajo frondosos árboles: tenían cabeza de toro con cuernos
y boca grande; en el cuerpo agujeros redondos y más abajo una abertura ancha
donde encendían fuego para quemar las ofrendas colocadas en otras
aberturas más pequeñas. Alrededor de cada árbol bajo los cuales había ídolos,
veíanse otras figuras de animales sobre columnitas de piedra. Eran pájaros,
dragones y una figura que tenía tres cabezas de perro y una cola de Serpiente
arrollada sobre si misma.
Al comenzar el viaje tuve la idea de que había gran cantidad de agua a mi
derecha y que me alejaba cada vez más de ella. Pasada esta región, el sendero
subía siempre. Atravesé la cresta de una montaña de arena blanca donde
había gran cantidad de piedrecillas negras quebradas semejantes a fragmentos
de jarrones y escudillas. Del otro lado bajé a una región cubierta de árboles
que parecían alineados en orden perfecto. Algunos de estos árboles tenían
el tronco cubierto de escamas; las hojas eran extraordinariamente grandes.
Otros eran de forma piramidal, con grandes y hermosas flores. Estos
últimos tenían hojas de un verde amarillento y ramas con capullos. He visto
otros árboles con hojas muy lisas, en forma de corazón.
Llegué después a un país de praderas que se extendía hasta donde alcanzaba
la vista en medio de alturas. Había allí innumerables rebaños. Los viñedos
crecían alrededor de las colinas. Había filas de cepas sobre terrazas con pequeños
vallados de ramas para protegerlas. Los dueños de los rebaños habitaban
en carpas, cuya entrada estaba cerrada por medio de zarzos livianos.
Aquellas carpas estaban hechas con tejido de lana blanca fabricado por los
pueblos más salvajes que había visto antes. En el centro había una gran carpa
rodeada de muchas otras pequeñas. Los rebaños, separados en clases, vagaban
por extensos prados divididos por setos de zarzales. Había diferentes
tipos de rebaños: carneros cuya lana colgaba en largas trenzas, con grandes
colas lanudas; otros animales muy ágiles, con cuernos, como los de los chivos,
grandes como terneros; otros tenían el tamaño de los caballos que corren
en libertad en nuestras praderas. Había también manadas de camellos y
animales de la misma especie pero con dos jorobas. En un recinto cerrado vi
elefantes blancos y algunos manchados: estaban domesticados y servían para
los trabajos ordinarios. Esta visión fue interrumpida tres veces por diversas
circunstancias, pero volví siempre a ella. Aquellos rebaños y pastizales
pertenecían, según creo, a uno de los Reyes Magos que se hallaba entonces
de viaje; me parece que eran del Rey Mensor y sus parientes. Habían sido
puestos al cuidado de otros pastores subalternos que vestían chaquetas largas
hasta las rodillas, más o menos de la forma de las de nuestros campesinos,
pero más estrechas. Creo que por haber partido el jefe para un largo
viaje todos los rebaños fueron revisados por inspectores, y los pastores subalternos
tuvieron que decir la cantidad exacta, pues he podido ver a cierta
gente, cubierta de grandes abrigos, venir de cuando en cuando para tomar
nota de todo. Se instalaban en la gran carpa principal y central y hacían desfilar
a todos los rebaños entre esta carpa y las más pequeñas. Así se examinaba
y contaba todo. Los que hacían las cuentas tenían en las manos una
especie de tablilla, no sé de qué materia, sobre la cual escribían. Viendo esto,
me decía: «¡Ojalá pudieran nuestros obispos examinar con el mismo cuidado
los rebaños confiados a los pastores subalternos!» Cuando después de
la última interrupción de esta visión volví a estas praderas, era ya de noche.
La mayor parte de los pastores descansaban bajo carpas pequeñas. Sólo algunos
velaban caminando de un lado a otro en torno a las reses, encerradas,
según su especie, en grandes recintos separados. Yo miraba con afecto estos
rebaños que dormían en paz pensando que pertenecían a hombres, los cuales
habían abandonado la contemplación de los azules prados del cielo, sembrados
de estrellas, y habían partido siguiendo el llamado de su Creador Todopoderoso,
como fieles rebaños, para seguirlo con más obediencia que los
corderos de esta tierra siguen a sus pastores terrenales. Veía a los pastores
que miraban más a menudo las estrellas del cielo que sus rebaños de la tierra.
Yo pensaba: «Tienen razón en levantar los ojos asombrados y agradecidos
hasta el cielo mirando hacia donde sus antepasados, desde hace siglos,
perseverando en la espera y en la oración, no han cesado de levantar sus miradas».
El buen pastor que busca la oveja perdida, no descansa hasta haberla encontrado
y traído de nuevo. Lo mismo acaba de hacer el Padre que está en los
cielos, el verdadero pastor de los innumerables rebaños de estrellas extendi-
dos en la inmensidad. Al pecar el hombre, a quien Dios había sometido toda
la tierra, Dios maldijo a ésta en castigo de su crimen; fue a buscar al hombre
caído en la tierra, su residencia, como a una oveja perdida; envió desde lo
alto del cielo a su Hijo único para que se hiciera hombre, guiara a aquella
oveja descaminada, tomara sobre Él todos sus pecados en calidad de Cordero
de Dios, y, muriendo, diera satisfacción a la justicia divina. Y este advenimiento
del Redentor había tenido lugar. Los reyes de aquel país, guiados
por una estrella, habían partido la noche anterior para rendir homenaje al
Salvador recién nacido. Por causa de esto, los que velaban sobre los rebaños,
miraban con emoción los prados celestiales y oraban; pues el Pastor de
los pastores acababa de bajar de los cielos, y fue a los pastores, antes que a
nadie, a quienes había anunciado su venida.

LIV
La comitiva de Teokeno
Mientras yo contemplaba la inmensa llanura, el silencio de la noche
fue interrumpido por el ruido que producía un grupo de hombres que
llegaban apresuradamente montados en camellos. El cortejo, pasando a lo
largo de los rebaños que descansaban, se dirigió rápidamente hacia la carpa
central. Algunos camellos se despertaban aquí y allá e inclinaban sus largos
cuellos hacia la comitiva que pasaba. Se oía el balar de los corderos, inte-
rrumpidos en su sueño. Algunos de los recién llegados bajaron de sus monturas
y despertaban a los pastores que dormían. Los vigías más próximos se
juntaron al cortejo. Pronto todos estuvieron en pie y en movimiento en torno
de los viajeros. La gente conversaba mirando al cielo e indicando las estrellas.
Se referían a un astro o a una aparición celeste que ya no se percibía
más, pues yo misma ya no pude verla. Era el cortejo de Teokeno, el tercero
de los Reyes Magos que habitaba más lejos. Había visto en su patria la
misma aparición en el cielo que vieron sus compañeros y de inmediato se
puso en camino. Ahora preguntaba cuánta ventaja le llevaban de camino
Mensor y Sair, y si aún se veía la estrella que había tomado como guía.
Cuando hubo recibido los informes necesarios, continuó su viaje sin detenerse
mayormente. Este era el lugar donde los tres Reyes, que vivían muy
lejos uno de otro, solían reunirse para observar los astros y en su cercanía se
hallaba la torre piramidal en cuya cumbre hacían observaciones. Teokeno
era entre los tres el que habitaba más lejos. Vivía más allá del país donde
residió Abraham al principio, y se había establecido alrededor de esa comarca.
En los intervalos entre las visiones que tuve tres veces, durante este día, relativas
a lo que sucedía en la gran llanura de los rebaños, me fueron mostradas
diversas cosas sobre los países donde había vivido Abraham: he olvidado
la mayor parte. Vi una vez, a gran distancia, la altura donde Abraham debía
sacrificar a su hijo Isaac. La primera morada de Abraham se hallaba situada
sobre una gran elevación, y los países de los tres Reyes Magos eran más bajos
y estaban alrededor de aquel lugar de Abraham. Otra vez vi, muy claramente,
a pesar de ocurrir muy lejos, el hecho de Agar y de Ismael en el desierto.
Relato lo que pude ver de esto. A un lado de la montaña de Abraham,
hacia el fondo del valle, he visto a Agar con su hijo errando en medio de los
matorrales. Parecía estar fuera de si. El niño era todavía muy pequeño y tenía
un vestido largo. Ella andaba envuelta en un largo manto que le cubría la
cabeza y debajo llevaba un vestido corto con un corpiño ajustado. Puso al
niño bajo un árbol cerca de una colina y le hizo unas marcas en la frente, en
la parte superior del brazo derecho, en el pecho y en la parte alta del brazo
izquierdo. No vi la marca de la frente; pero las otras, hechas sobre el vestido,
permanecieron visibles y parecían trazadas en rojo. Tenían la forma de
una cruz, no común, sino parecida a una de Malta que llevara en el centro un
círculo, del que partían los cuatro triángulos que formaban la cruz. En cada
uno de los triángulos Agar escribió unos signos o letras en forma de gancho,
cuyo significado no pude comprender. En el circulo del centro trazó dos o
tres letras. Hizo todo el dibujo muy rápidamente con un color rojo que parecía
tener en la mano y que quizás era sangre. Se apartó de allí, levantando
sus ojos al cielo, sin mirar el lugar donde dejaba a su hijo, y fue a sentarse a
la sombra de un árbol como a la distancia de un tiro de fusil. Estando allí
oyó una voz en lo alto; se apartó más aún del lugar primero, y habiendo escuchado
la voz por segunda vez dio con una fuente de agua oculta entre el
follaje. Llenó de agua su odre, y volviendo de nuevo al lado de su hijo, le
dio de beber; luego lo llevó consigo junto a la fuente, y encima del vestido
que tenía las marcas hechas, le puso otra vestimenta. Me parece haber visto
otra vez a Agar en el desierto antes del nacimiento de Ismael.
Al amanecer, el acompañamiento de Teokeno alcanzó a unirse al de Mensor
y de Sair cerca de una población en ruinas. Se veían allí largas filas de columnas,
aisladas unas de otras, y puertas coronadas por torrecitas cuadradas,
todo medio derruido. Aún se veían algunas grandes y hermosas estatuas, no
tan rígidas como las de Egipto, sino en graciosas actitudes, cual si fueran
vivientes. En general el país era arenoso y lleno de rocas. He visto que en
las ruinas de la ciudad se habían establecido gentes que más bien parecían
bandoleros y vagabundos; como único vestido llevaban pieles de animales
echadas sobre el cuerpo y tenían armas de flechas y venablos. Aunque eran
de estatura baja y gruesos, eran ágiles en gran manera; tenían la piel tostada.
Creía reconocer este lugar por haber estado antes, en ocasión de mis viajes a
la montaña de los profetas y al país del Ganges. Cuando se encontraron reunidos
los tres Reyes, dejaron el lugar por la mañana muy temprano, con
ánimo de continuar viaje con apuro. He visto que muchos habitantes pobres
siguieron a los Reyes, por la liberalidad con que los trataban. Después de
otro medio día de viaje se detuvieron. Después de la muerte de Jesucristo, el
apóstol San Juan envió a dos de sus discípulos, Saturnino y Jonadab (medio
hermano de San Pedro) para anunciar el Evangelio a los habitantes de la
ciudad en ruinas.