Viaje de Jesús al país de los Reyes Magos y Egipto – Sección 3

X
Resurrección de un pecador
A una hora al Este estaba la casa de un jefe de pastores,
que había muerto de repente no lejos de su casa. La mujer y
los hijos estaban en la mayor aflicción. La familia envió men-
sajeros a Jesús y a la gente del lugar invitándolos al entierro.
Jesús fue allá con sus tres jóvenes, con Salatiel y su mujer y
otras personas más, unas treinta. El cadáver estaba pronto para
ser llevado, puesto bajo un emparrado de plantas delante de
la casa. Este hombre había muerto en castigo de sus pecados:
oprimía a los trabajadores, y como algunos de éstos se fueron
del lugar, se apropió de sus objetos. Precisamente ahora acababa
de apoderarse del campo de un colono, y le sobrevino el castigo.
Delante del cadáver habló Jesús diciendo que ahora nada le
aprovecha su cuerpo, su casa que debió pagar, sus campos. Dijo
que había amontonado deudas pesadas sobre su alma, por causa
de su cuerpo, deudas que ahora ya no podía satisfacer. La mu-
jer del hombre estaba sumamente triste y decía: “El Rey de los
Judíos de Nazaret podría resucitar a los muertos. . . ¡Si Él es-
tuviera aquí!» Jesús dijo: «Sí, el Rey de los Judíos lo puede
hacer; pero se lo persigue porque lo hizo y lo quieren matar
a Él, que da la vida… y no lo quieren reconocer como el Me-
sías”. Dijeron todos: “Si Él estuviera entre nosotros, lo recono-
ceríamos por Mesías”. Jesús quiso ponerlos a prueba. Les habló
de la fe: si ellos creían en ese Rey de los Judíos, Él podría
ayudarlos. Luego separó a la familia del difunto, a Salatiel y
a su mujer, y a los demás los mandó que volviesen a sus casas.
Habló con la mujer, la hija y el hijo del difunto. La mujer dijo,
antes que Jesús alejase a los demás: “Señor, Tú hablas como
si fueses ese Rey de los Judíos”. Jesús le indicó que callara.
Cuando se hubieron alejado los demás, dijo a los presentes que
si escucharan sus enseñanzas, creyeran en Él y le siguieran,
callando lo que iba a suceder, el muerto volvería a la vida, pues
su alma aún no ha sido juzgada y está en el campo donde murió
y se apropió de lo ajeno. Ellos prometieron de corazón obe-
diencia a sus enseñanzas y callar el hecho, y Jesús se encaminó
al campo donde había muerto el hombre.
Yo he visto el estado del alma del difunto. La vi sobre el
lugar de su muerte, en un circulo, en una esfera donde se le
mostraban cuadros de todos sus pecados, y todas las conse-
cuencias que de esos pecados se derivan; y esto consumía y
devoraba de pena a esa alma. He visto también todos los cas-
tigos que debía sufrir por sus pecados, y recibió en ese estado
una vista de los dolores de Jesús satisfactorios de las culpas
cometidas. Mientras esa alma estaba asi desgarrada por el do-
lor y pronta para entrar en el castigo, Jesús oró y llamó a esa
alma, con el nombre Nazar, que así se llamaba el hombre, para
que volviera a entrar en su cuerpo. Dijo a los presentes: “En
cuanto lleguemos encontraremos a Nazar sentado y con vida».
Yo vi las palabras de Jesús y a esa alma volar al cuerpo, es-
trecharse la esfera y entrar en su boca; vi al hombre levantarse
al punto y sentarse en su cajón.
Yo veo siempre al alma humana como posando sobre el
corazón, de donde parten infinidad de hilos o líneas a la cabeza.
Cuando Jesús volvió con sus acompañantes a la casa, encontra-
ron a Nazar, envuelto en las telas de la sepultura, con las manos
atadas, sentado en su cajón. Su mujer le desató las manos, y él
se levantó del cajón, se echó a los pies de Jesús y quería abrazar
sus rodillas. Jesús se apartó, le mandó que fuese a lavarse, a
purificarse y a mantenerse oculto en la casa, hasta que Él se
alejase, y a no hablar de su resurrección. La mujer lo llevó a
un lugar oculto de la casa donde se lavó y se vistió. Jesús con
Salatiel y los tres jóvenes tomaron algún alimento, y perma-
necieron en la casa. El sarcófago fue guardado en el sótano.
Jesús enseñó allí hasta entrada la noche. Al día siguiente Jesús
lavó los pies a Nazar y lo amonestó a cuidar más de su alma
que de su cuerpo y a reparar todas las injusticias. Hizo traer
a sus hijos, les habló de la bondad de Dios, que su padre había
experimentado, los exhortó al temor de Dios, los bendijo y los
llevó ante sus padres. También a la mujer la llevó ante el ma-
rido y le dijo que lo tuviera como un hombre nacido de nuevo y
que vivíesen más austera y honestamente. Habló muchas cosas
sobre el matrimonio con las comparaciones de la viña y de los
sembrados. Se volvió a Salatiel y le dijo: “Tú te has movido
por la belleza exterior de tu mujer. Piensa cuán bella y pre-
ciosa es un alma, por la cual Dios mandó del cielo a su Hijo,
para que con los dolores y muerte de su cuerpo se salvaran
las almas. Quien cuida su cuerpo, descuida su alma. La belleza
despierta la pasión y la pasión echa a perder el alma. La in-
continencia es como una planta parásita y trepadora, que ahoga
el trigo y es vicio”. Así les habló del trigo y de la vid, y que
debían arrancar especialmente dos clases de plantas parásitas
del trigo y de la vid. Por último les avisó que el Sábado estaría
en Kedar, donde enseñaría en la escuela, donde podrían oír
cómo hacerse partícipes de su reino y cómo seguirle a Él. Como
le preguntaran por qué quería ir adonde estaban los paganos,
que adoran a las estrellas, contestó que tenía allí amigos que
siguiendo una estrella fueron a saludarlo cuando Él nació. A
éstos quería Él visitarlos e invitarlos a entrar en la viña y en
el reino de su Padre y prepararles el camino para ese reino.
En Kedar se había reunido una gran muchedumbre en torno
a Jesús. Entonces sanó también públicamente a muchos enfer-
mos. Algunas veces, pasando al lado de los enfermos, les decía
sólo: “¡Levántate y sígueme!”. Y ellos se levantaban sanos. La
admiración y la alegría de todo el país se hizo tan extraordi-
naria, que si Jesús no se retiraba se hubiese producido un le-
vantamiento general en su favor. Salatiel fue con su mujer a
Kedar, donde Jesús les habló de nuevo sobre su estado, dicién-
doles cómo debían conducirse en todos los casos para llegar a
ser una vid noble que diera tales frutos que pudiesen sus hijos
ser un día discípulos de los apóstoles y de los mártires. Les
recomendó la pureza de costumbres, la oración, la mortifica-
ción y la absoluta continencia después de la concepción. Les
habló de la recíproca confianza y de la obediencia de la mujer:
que el hombre no calle cuando ella pregunte; que el hombre
honre y cuide a su mujer como a un ser más débil delicado;
que el hombre no desconfíe por ver que ella habla con alguno,
ni ella tenga celos por ver que el hombre trata con otra mujer;
que ambos traten de no ser ocasión de escándalo; que no ad-
mitan entre ellos a una tercera persona en sus tratos sino que
deben hablarse directamente. Dijo a la mujer que fuera una
piadosa Abigail. Les señaló una región buena para sembrar
trigo. Les mandó hacer un cerco en torno del viñedo, enten-
diendo la observancia de sus avisos.
Antes de abandonar a Kedar habló largamente en la sina-
goga, declarando en general varias enseñanzas que había dado
en particular. Habló de la caída del primer hombre, en modo
sencillo, claro y con imágenes, de la progresiva corrupción de
los hombres; de la misericordia de Dios, que eligió al pueblo
hebreo, y de todo lo hecho hasta la Virgen Santísima, del mis-
terio de la Encarnación y de la renovación de lo caído en el
Hijo de la Virgen hasta sacar al hombre de la muerte a la vida
eterna. Se llamó a Sí mismo “el grano de trigo que debe ser
enterrado para resucitar». Ellos no entendieron esto. Les dijo
que procurasen seguirlo no sólo en este corto camino, sino hasta
el último juicio. Les habló de la resurrección de los muertos y
del Juicio final: que vigilasen. Refirióse al siervo inútil: el jui-
cio viene como el ladrón, por la noche; en cada momento puede
venir la muerte. Ellos, los ismaelitas, son los siervos; sean fie-
les; Melquisedec fue su figura: su sacrificio fue de pan y vino;
en Él será su carne y su sangre. Al fin les dijo que Él era el
Salvador. Muchos, entonces, se volvieron algo esquivos y re-
traídos; otros, al contrario, más consolados y animosos. Les re-
comendó el amor mutuo, la compasión y la participación en el
dolor y en la alegría común, como miembros de un mismo cuer-
po. En esta enseñanza estaban presentes algunos paganos de la
otra parte de la ciudad, que escucharon desde cierta distancia.
Habían sido hasta entonces muy contrarios a los judíos: ahora
se acercaron a ellos y les preguntaban muchas cosas de Jesús,
de sus enseñanzas y de sus milagros.

 

XI
Jesús llega a la primera ciudad de los Magos
Cuando Jesús abandonó con sus tres jóvenes a Kedar, le
acompañaron un trecho el jefe de la sinagoga Nazor, descen-
diente de Tobias, Salatiel, el joven Tito y Eliud. Pasaron el
río a través de la ciudad pagana, donde se celebraba una fiesta
de ídolos y se ofrecía sacrificios. El camino llevaba hacia el
Oriente, luego al Sur, entre dos barrancos, a veces entre pa-
ganos, a veces entre campos judíos: había una arena amarilla
y piedrecitas blancas. Cuando llegaron a un lugar verde, donde
había una tienda grande y otras más pequeñas, entre palmeras,
se despidió Jesús de sus acompañantes, los bendijo y siguió
hasta las tiendas de los magos o astrólogos. El día iba cayendo
cuando llegó Jesús junto a un hermoso pozo en una pequeña
hondura, rodeado de un vallado, donde había un instrumento
para sacar agua. Tomó agua y se sentó junto a la fuente: los
jóvenes le lavaron los pies y Jesús a ellos. Era una escena con-
movedora. En esta pradera había palmeras, prados y grupos de
tiendas desparramadas. Se veía sobresalir de la comarca una
torre, alta, como una pirámide, más o menos como una iglesia.
De vez en cuando salía alguno a mirar con recelo a Jesús y
a sus acompañantes, pero nadie se acercó. No lejos del pozo se
levantaba la tienda mayor que tenía varios pisos en forma de
torres pintiagudas y se componía de tiendas unidas y cubiertas
con cueros, artísticamente arregladas. Salieron de la tienda prin-
cipal cinco hombres con ramas al encuentro de Jesús. Cada uno
tenía una rama con una fruta diferente: uno tenía hojas ama-
rillas y frutos, otro bayas coloradas, otro una palma, otro una
vid con hojas y el quinto traía uvas. Vestian túnicas hasta las
rodillas y arriba otro vestido de lana de fina trama. Eran de
rostro blanco, barba corta y negra y cabellera larga y rizada.
Sobre la cabeza llevaban una especie de mitra. Vinieron con-
tentos al encuentro de Jesús, lo saludaron y lo invitaron a en-
trar en la tienda, mientras le ofrendaban las ramas que traían.
A Jesús le dieron la rama de la vid y el que los guiaba tenía
otra en su mano. En la tienda se acomodaron sobre grandes
almohadones que tenían delante adornos de borlas. Les ofre-
cieron frutas. Jesús habló poco. Luego los llevaron a otra tienda,
donde había cierto número de divisiones con poltronas para
descansar. En el centro estaba instalado el comedor. En el medio
de la sala se levantaba una columna que sostenía el edificio,
artísticamente adornado de hojas, frutas, vides y, entre ellas, ca-
becitas tan expresivas que parecían naturales. Pusieron delante
del Señor una mesita baja, extendieron una alfombra con figu-
ras de hombres en diversas actitudes y pusieron encima reci-
pientes y comestibles.
Las paredes interiores estaban cubiertas de colgaduras y
telas. Cuando estuvieron acomodados Jesús y sus tres jóvenes,
les ofrecieron unas tortas, que en el medio estaban más pren-
sadas, frutas y miel. Ellos se sentaron con las piernas cruzadas
en torno de sus mesitas sobre las cuales había fuentes. Servían
a sus huéspedes turnándose. Delante de la tienda, afuera, es-
taban los criados que preparaban y ordenaban los alimentos
que llevaban adentro. Los he visto ir a una cocina y traer unas
aves que estaban asándose sobre asadores. Esta cocina era una
especie de hogar, y se veía salir el humo por la parte superior.
Las aves las traían arregladas artísticamente: se veían como
cubiertas con plumas cual si fuesen vivas. Después de la comida
los acompañaron a los dormitorios, y como vieran que Jesús
lavaba los pies a los jóvenes que le habían lavado a Él, se que-
daron mirando llenos de extrañeza. Jesús les habló sobre estas
muestras de afecto de unos a otros y dijeron que querían ha-
cerlo también ellos en adelante.
Después vi que los cinco hombres fueron a un templo en
forma de pirámide de base cuadrada: no era de piedra, sino de
materia liviana, madera y cuero, y por fuera tenía escalones
para subir a la cúspide. Los hombres vestían mantos más largos
detrás que delante, con cintas que colgaban por detrás desde
los hombros. El templo estaba edificado en una hendidura, al-
rededor de la cual habia gradas y asientos. El recinto estaba
circundado por un vallado, de tanto en tanto cortado para el
acceso y todo cubierto de plantas verdes. He visto sentadas como
a cien personas en torno de la pirámide: las mujeres detrás de
los hombres, más atrás aún las doncellas y por último los niños.
En los diversos pisos de la pirámide había globos que se ilu-
minaban imitando astros y estrellas. No pude ver cómo hicie
ron eso. Estaban las luces en el orden como suelen verse las
constelaciones. En el interior del templo había muchas perso-
nas, y en el medio una columna muy alta de la cual salían
maderas sosteniendo diversas luces que iluminaban los globos,
que por el exterior brillaban como estrellas. En el interior había
una luz agradable como la de la luna y toda la techumbre se
veía llena de estrellas, la luna, y encima de todo la figura del
sol. Todo estaba artísticamente combinado y daba la impresión
de estar mirando el cielo en una noche estrellada. También vi
en torno de la columna tres ídolos: uno como un hombre con
cabeza de pájaro con un pico grande y retorcido, donde le me-
tían toda clase de comestibles y aves, cosas que caían afuera
por la parte baja. El otro ídolo tenía cabeza como de buey, y
estaba sentado como un hombre contrahecho. Sobre sus brazos
ponían aves, como se ponen a las criaturas. Tenía agujeros en
el cuerpo, de donde salía fuego: delante de él había una mesa
donde sacrificaban aves, las cortaban y las ponían en el ídolo
para quemarlas. El humo entraba por un caño que iba bajo
tierra y salía del templo. No se veían llamas, pero sí a los re-
pugnantes ídolos colorearse por el fuego interior entre la media
luz del templo. Comenzaron un canto muy armonioso: a veces
una sola voz, luego todo el coro. La tonada era triste con arran-
ques briosos a intervalos. Cuando salieron la luna y las estrellas,
alzaron la voz con fuerza. Creo que la reunión se prolongó hasta
la salida del sol.
Jesús, a la mañana siguiente, antes de proseguir su camino,
les dio algunas enseñanzas. A las preguntas que le hacían de
dónde era y adónde iba, habló del reino de su Padre y que
salía a buscar a sus amigos que le habían ido a saludar en su
nacimiento en Belén. Les dijo que después pensaba ir a Egipto
para ver a los amigos de su niñez y llamarlos al reino de su
Padre, y finalmente se volvería a su Padre, de donde había
venido. Les reprochó su culto idolátrico, con el cual se daban
tanto trabajo y sacrificaban tantos animales. Les dijo que de-
bían adorar a Dios Padre, que ha hecho todas las cosas; que los
sacrificios de las aves no debían dárselos a esos ídolos, que son
obras de sus manos, sino a los pobres que hubiera entre ellos.
Las viviendas de las mujeres estaban separadas de los hombres,
pero he visto que cada uno tenía varias mujeres. Éstas tenían
vestidos largos, con adornos en las orejas y una especie de mi-
tra sobre la cabeza. Jesús alabó la separación de las mujeres:
que era bueno que estuvieran detrás de los hombres en las
reuniones, pero les reprochó enérgicamente su poligamia. Les
dijo que debían tener una sola mujer, y no como esclava, sino
sólo sujeta y obediente. Todo lo decía con tanta gracia y bon-
dad que le rogaron se quedase con ellos. Querían traer, le di-
jeron, a un anciano sacerdote muy sabio, pero Jesús no lo
consintió. Después trajeron unos escritos antiguos, que estuvie~
ron leyendo. No eran rollos, sino materia gruesa como corteza
de árbol: las letras y signos estaban grabados adentro. Me pa-
recieron que eran de cuero bastante grueso. Insistieron en que
Jesús se quedase y les enseñase. Les dijo que le siguieran cuando
Él hubiese vuelto a su Padre, y que les mandaría a alguno que
los instruyera. Al dejarlos, tomó un estilete y grabó en una
piedra del piso cinco nombres de su genealogía. Me parecieron
como cuatro o cinco caracteres retorcidos, entre los cuales re-
conocí sólo una letra o signo parecida a una M. Estos signos
estaban grabados profundamente. La gente leyó y conoció estos
caracteres en seguida, porque le tributaron grandes muestras
de reverencia y más tarde he visto que sacaron del piso de la
tienda esa piedra y les sirvió de altar. Yo veo esa misma piedra
ahora, metida en la pared, en un rincón de la Iglesia de San
Pedro, en Roma. ¡A esta piedra no la podrán sacar de ese lugar
los enemigos de la Iglesia!
No permitió Jesús que lo acompañasen, y con sus tres jóve-
nes fue caminando en dirección al Sur, pasando entre las tiendas
dispersas, por delante del templo piramidal. Jesús comentaba
con los jóvenes cómo le habían tratado bien estos paganos a los
cuales no había hecho beneficios y cómo en cambio le perse-
guían los judíos a quienes había colmado de beneficios y mi-
lagros. Anduvo durante todo el día con mucha prisa. Me parece
que tiene que andar varios días para hacer las cincuenta millas
hasta el país de los Reyes Magos.

 

XII
La esfera maravillosa
Poco antes de comenzar el Sábado vi a Jesús en las cer-
canías de unas tiendas de pastores; y hallando un pozo se sentó
junto a él con sus acompañantes y allí se lavaron los pies unos
a otros. Luego celebró el Sábado, aunque estaba en el extran-
jero, en contradicción de lo que le acusaban los fariseos, de que
profanaba el Sábado. Pasó la noche al aire libre, con sus tres
discípulos, junto al pozo. No había viviendas estables ni se
veían mujeres entre los pastores: sólo tenían aquí unos refu-
gios nocturnos en las praderas. A la mañana siguiente se agru-
paron en torno de Jesús para escucharle. Él les preguntó si no
habían oído decir que 33 años atrás unos hombres habían sido
guiados por una estrella para saludar al recién nacido Rey de
los Judíos. Contestaron: «Sí, sí”. Jesús les dijo que Él era ese
Rey de los Judíos, que ahora iba a visitar a los mismos que
habían ido a visitarlo a Él. Mostraban estos pastores una alegría
infantil y mucho amor. Le prepararon un lugar para descansar
bajo las ramas de unas palmeras. Me admiró la ligereza con
que cortaban ramas y plantas con sus cuchillos de piedra afi-
lada o de hueso; en un momento prepararon un cómodo asiento.
Jesús, sentado en medio de ellos, les enseñó en hermosas pa-
rábolas; y estos cuarenta hombres le escuchaban con sencillez
de niños y rezaron después con Jesús. Por la tarde levantaron
una tienda y la juntaron con otra, haciendo de este modo una
sola más grande, donde prepararon una comida que consistió
en frutas, una especie de sopa o jugo y leche de camello. Como
Jesús bendijera los alimentos, preguntaron por que lo hacia, y
como entendieron el fin quisieron que bendljese los demas ali-
mentos que tenían de reserva. Jesús los complació. Como le tra-
jeran cosas blandas que no durarían, Jesús les dijo que trajeran
frutas y otros alimentos que podían conservarse bendecidos. He
visto que esas especies de bolas blancas que habían traido para
comer, eran de arroz. Les dijo Jesús que a estos alimentos que
ahora bendecía les mezclasen siempre otros nuevos antes que
se acabasen los bendecidos; les aseguró que no perdían la ben-
dición y que nunca se les echarían a perder esos alimentos. Me
fue dicho que los Reyes ya saben por un aviso recibido en sue-
ños que Jesús está en camino hacia sus tierras.
Hoy vi de nuevo al Señor sentado bajo las palmeras, ro-
deado de los pastores. Les enseñó de la creación del mundo, de
la culpa del hombre, de la promesa de la Redención. Les pre-
guntó si ellos no tenían acaso en sus tradiciones algunas pro-
mesas. Sabían algo de Abraham y de David, pero muy mezclado
con fábulas. Se portaban con la sencillez de los niños en la
escuela: si alguno sabía algo de lo que Jesús preguntaba, lo
decía con ingenuidad. Como Jesús vio esta su sencillez infantil,
hizo allí una maravilla. En el momento que explicaba y le es-
cuchaban con tanta atención, extendió Jesús su mano derecha
hacia un rayo del sol, y vi en su mano una pequeña esfera
luminosa, que después, agrandada, colgaba de su mano derecha.
Todo lo que Jesús explicaba se podía ver en esa esfera lumi-
nosa. Allí veían todo lo que Jesús les iba explicando. Yo, en
cambio, vi a la Santísima Trinidad en esa esfera luminosa. Como
yo viera al Hijo en la esfera, no lo veía más allí sentado, sino
a un ángel que se movía en torno de la esfera. Una vez vi que
Jesús tomó la esfera en su mano, otra me pareció que su misma
mano era la esfera luminosa, donde se veían sucederse innu-
merables cuadros y figuras. Oí también algo sobre números,
creó que 360 ó 365, como dias del año y se veían figuras de lo
mismo en la esfera luminosa.
Jesús les enseñó después una oración breve, que me re-
cordó al Padrenuestro, y les señaló tres intenciones con las que
convenía que orasen: una acción de gracias por la Creación, la
segunda por la Redención, y la tercera, creo, recordando el
Juicio final. En esa esfera luminosa he visto desenvolverse
todos los cuadros de la creación, de la caída del hombre, y luego
de la Redención con los medios para participar de esa reden-
ción y salvación. En los cuadros de la creación se veía cómo
todas las cosas creadas venían de la Santísima Trinidad por
medio de rayos luminosos. Otros cuadros se desarrollaron arran-
cados de ese centro. Jesús les hizo entender, por haberse for-
mado y salido de su mano la esfera luminosa, que toda la crea-
ción salió del poder de Dios. El colgar la esfera como de un
hilo de su mano explicó el peligro de esa creación separada de
Dios por el pecado, y el tenerla por último en su mano era para
dar una idea de su poder en el Juicio final. Habló de los años
y días conforme a lo que veían en esos cuadros de la creación
y del trabajo, descanso y culto a Dios.
Cuando Jesús terminó su explicación, se desvaneció la es-
fera luminosa sin saberse cómo se había formado. Las gentes
quedaron tan admiradas y llenas de confusión por su propia
miseria que, juntamente con los tres jóvenes, se echaron al
suelo con el rostro pegado a la tierra, llorando en actitud de
adoración. También Jesús se mostró afligido y se postró como
los otros sobre su rostro. Después de algún tiempo los jóvenes
se alzaron y Jesús y los demás se levantaron. Como pregun-
taran a Jesús por qué estaba tan triste, contestó que Él estaba
triste con los que están tristes. Pidió luego una flor de jacinto,
que aquí crecen casi silvestres, aunque más gruesas y más her-
mosas que las nuestras, y preguntó si no conocían las propie-
dades de esa flor. Dijo que cuando el cielo se nubla, se contrae,
se aflige y palidecen sus colores, como si se hubiese extendido
una nube sobre su sol: añadió otras maravillas y rarezas de esa
flor y su significado. Oí también un nombre extraño y mara-
villoso de esa flor, y entendí que hablaba del jacinto.
Jesús les preguntó qué culto religioso tenían, aunque bien
lo sabía Él. Pero era como un buen maestro que pregunta como
se pregunta a los niños en la escuela. Le trajeron todos sus
ídolos: animales que habían imitado en la forma, ovejas, ca-
mellos, asnos. Eran de metal, pero estaban recubiertos de las
pieles correspondientes. Causaba risa el ver que habían formado
todos esos ídolos de forma femenina, con grandes bolsas en lu-
gar de senos. Llenaban estas bolsas de leche y en sus fiestas
tomaban de allí, comían, danzaban y brincaban delante de sus
animales. Separaban con tiempo el mejor animal de la majada,
lo cuidaban y lo tenían como sagrado; luego hacían el ídolo
tomando como modelo el animal elegido, y de su leche echaban
en los senos. Cuando celebraban su culto traían sus ídolos bajo
una hermosa tienda y se reunían como en una feria. Hombres,
mujeres y niños, todos estaban allí: se comía, se bebía, se can-
taba, se danzaba y adoraban a esos ídolos en forma de animales.
No celebraban el Sábado sino el siguiente día. Esto lo supe en
esta forma: mientras ellos ingenuamente le contaban a Jesús
sus fiestas y le mostraban sus ídolos, tuve una visión del modo
que hacían sus cultos. Jesús les hizo ver qué abominable idea
tenían del culto verdadero: luego les dijo que el cordero sin
mancha era Él mismo, del cual debían esperar únicamente el
conseguirlo todo, la salud del alma y el sustento del cuerpo.
Les mandó, por fin, que quitaran esos ídolos de en medio de
ellos: a los animales vivos los pusiesen entre los otros de la
majada, y a los ídolos, si había algo de valor en ellos, los rom-
piesen y distribuyesen lo que valía entre los pobres. Les mandó
hiciesen altares y ofreciesen incienso al único Dios del cielo y
le diesen gracias de los beneficios recibidos. Añadió que pi-
diesen en sus oraciones la salvación y redención y se tuviesen
mucha compasión y amor entre ellos y con los pobres, de los
cuales había algunos en el desierto que nada poseían, a veces
ni una tienda. Cuando sacrificasen animales, lo que no podían
comer, lo ofreciesen en sacrificio, quemándolo, y una parte del
pan, luego que hubiesen dado a los pobres; y que las cenizas
de esos sacrificios, añadió, las echasen sobre un terreno estéril
que les mostró, para que se volviera fructífero con la bendición
que les daba. Todas estas instrucciones se las dio diciéndoles
las razones. Luego habló de nuevo de aquellos Reyes que le
habían ido a visitar. Ellos dijeron que sabían que hacía 33 años
habían pasado por allí, para buscar al Salvador y habían creído
que traerían felicidad y suerte: añadieron que los Reyes habían
vuelto a sus tierras, que habían variado su culto, pero después
no supieron más nada de ellos.
Jesús dirigióse con estos pastores por sus tiendas y sus re-
baños; les enseñó muchas cosas y les indicó cómo aprovechar
diversas hierbas. Les prometió que les mandaría a alguno que
les enseñaría todo lo necesario: que Él había venido para salvar
a todos y a cada uno de los que deseaban recibirle, y no sólo
a los judíos como ellos creían en su humildad. Estos hombres
sabían pocas cosas de Abraham. Los tres jóvenes, compañeros
de viaje de Jesús, estaban muy admirados desde el milagro de
la esfera luminosa. En cuanto a sus relaciones con Jesús eran
muy diferentes de las de los apóstoles. Éstos eran callados, hu-
mildes, no hablaban ni preguntaban, como solían hacer los
apóstoles; servían a Jesús con infantil sencillez, mientras los
apóstoles se disponían para cumplir un cargo y un apostolado.

 

XIII
En la comarca de los Reyes Magos
Cuando Jesús salió para dirigirse al país de los Reyes Ma-
gos, le acompañaron unos doce hombres que al parecer iban a
ofrecer un don o a cumplir con un tributo: llevaban canastos
con aves. El viaje se hizo por lugares solitarios: en todo el
camino no encontraron vivienda, a pesar de estar transitado.
A lo largo había árboles que daban unas frutas como higos:
también encontraban otras bayas en el trayecto. A cada trozo
de camino como de un día, hallaban un pozo cubierto rodeado
de árboles, cuyas ramas estaban atadas por arriba formando
sombra sobre el pozo mismo. Los viajeros encontraban sitios
para descanso, comodidad para hacer fuego y techumbre para
pasar la noche. Allí también se lavaban los pies. De los otros
viajeros no quería admitir este servicio. Los jóvenes se hicieron
muy familiares en su sencillez infantil con Jesús; pero a veces,
recordando las maravillas y milagros que habían presenciado,
se sentían temerosos, confundidos y se miraban unos a otros,
llenos de temor reverencial. He visto varias veces que Jesús
desaparecía de sus miradas, pero ordinariamente les hablaba e
instruía de todas las cosas que se ofrecían ante su vista. Cami-
naban una parte de la noche. Los jóvenes hacían fuego frotando
unos leños contra otro; llevaban una linterna en un palo que
proyectaba una luz rojiza hasta cierta distancia. No sé en que
consistía esta lámpara. He visto que pasaban a veces durante
la noche algunos animales salvajes corriendo. El camino subía
a veces a grandes alturas progresivamente. En un campo en-
contraron hileras de nogales y mucha gente que recogía las
nueces en sacos, pero parecía sólo el resto de lo que había
quedado de la cosecha.
Otras veces había árboles sin hojas, todavía con frutos:
melocotones en las alturas, matas delgadas plantadas en hileras
y árboles como nuestros laureles. A veces descansaban sobre
enebros de tronco tan grueso como el brazo de un hombre ro-
busto: arriba se presentaban tupidos y debajo con las ramas
recortadas, tomando un aspecto agradable. La mayor parte del
viaje fue por desiertos arenosos; otros lugares, de piedrecitas
blancas, piedrecitas pulidas como huevos; otros extensos luga-
res de piedras negruzcas, que parecían cacharros quebrados,
porque aparecían como vaciados. Algunos eran tan hondos que
las gentes del lugar los usaba como fuentes, recipientes y mar-
mitas. En la última montaña había sólo piedras grises; al otro
lado un tupido vallado de plantas y un arroyo agradable ba-
ñaba una tierra cultivada. En la orilla había una balsa de tron-
cos y mimbres entretejidos: con ella lo atravesaron. Caminaban
entre chozas de troncos y mimbres, cubiertos de musgo y de
ramas. Estas chozas tenían techos puntiagudos y lugares de des-
canso en el medio. La gente aquí vestía mejor y llevaba unos
ponchos a semejanza de mantos largos. A alguna distancia veía
yo tiendas más sólidas y mejores, con base de piedras y varios
pisos con escalones por fuera para subir.
Al llegar a las primeras chozas Jesús se sentó junto a un
pozo y los jóvenes le lavaron los pies. Luego lo llevaron a una
tienda destinada a los forasteros. Las gentes se muestran bue-
nas. Los hombres que habían acompañado a Jesús se volvieron
a sus lugares llevando alimentos. Esta comarca es muy extensa.
Se ven muchas chozas en los campos, praderas, jardines. Las
grandes edificaciones no se divisan por estar bastante lejos aún:
se las veía desde la montaña al bajar la cuesta. La comarca es
muy fértil y agradable. En la montaña se ven muchos balsame-
ros, cuyo licor recogen en las marmitas que encuentran en
abundancia entre las piedras ahuecadas. Veo hermosos campos
de trigo, de tallo grueso, viñedos, rosas y otras flores grandes
como la cabeza de un niño. Serpentean arroyos claros que a
veces están cubiertos de plantas cuyas puntas se unen por
arriba. Recogen las flores de estas plantas y setos y pescan las
que caen en las aguas del arroyo. Tienden especies de redes
en algunos lugares de los arroyos, donde se detienen las flores
caídas.
Las gentes traen y muestran a Jesús todas las clases de
frutas que cultivan. Cuando Jesús habló a esta gente de aque-
llos hombres que habían seguido una estrella, ellos contaron
que a la vuelta de Palestina fijaron su residencia común en el
lugar donde habían visto por primera vez la estrella: edificaron
una pirámide donde oraban y en derredor una ciudad de tien-
das para vivir juntos, pues antes habían vivido separados. Te-
nían la seguridad de que el Mesías los visitaría un día; y si
Él los dejaba, ellos querían seguirle. Mensor, el más anciano,
vivía aún con buena salud. Teokeno, el segundo en edad, vive,
pero ya no puede caminar por la debilidad. Saír, el tercero,
había muerto hacía unos años y su cuerpo descansaba sin co-
rrupción en una de las pirámides sepulcrales. En cada aniver-
sario de su muerte la gente va a su sepulcro y lo recuerdan
con solemnidad. Conservan entre ellos el fuego. Preguntaron
a Jesús sobre algunas personas del séquito de los Reyes que
se quedaron en Palestina y enviaron un mensajero al rey Men-
sor con la noticia de que les parecía había llegado un enviado
de aquel Rey de los Judíos que ellos habían visitado hacía años.
Como comenzaba el Sábado pidió Jesús una tienda para Sí
y sus acompañantes. Como no usaban aquí las lámparas de
acuerdo con el rito judaico, se prepararon una y festejaron el
Sábado.

 

XIV
Jesús se dirige al palacio del rey Mensor
Cuando el Rey recibió el aviso de la llegada del Enviado,
hizo grandes preparativos para recibirlo. Ataban las copas de
los árboles formando arcos de triunfo, que adornaban con telas,
colgaduras, hojas y frutas. Fueron enviados siete hombres ves-
tidos con solemnidad, con mantos largos que se arrastraban,
con adornos de oro y con turbantes adornados de plumas vario-
pintas: éstos debían ir a la tienda donde estaba Jesús e invi-
tarlo a pasar al palacio de Mensor.
Jesús les habló, mostrándose contento de encontrar entre los
paganos gentes de buen corazón. La comarca donde viven los
Reyes, mejor que una ciudad, es un parque hermoso con varias
edificaciones grandes y agradables. La casa principal es pare-
cida a un castillo. Tiene bases de piedra y sobre ellas se le-
vantan varios pisos. La parte baja se compone de bases de
paredes no cerradas y en la parte alta están las habitaciones.
Alrededor del palacio hay balcones cubiertos. Se ven varios de
estos castillos unidos entre si por sendas y caminos: están ador-
nados con piedras de diferentes colores, con los cuales forman
estrellas, flores y dibujos diversos. Las sendas van por entre
jardines y prados de hierba verde, con manchones de flores y
hermosos árboles de hojas finas: parecen mirtos, laureles y
arbustos aromáticos. En medio de uno de estos parques se ve
una fuente de agua que salta con fuerza arrojando sus gotas
a distancia. Hay asientos en torno y detrás está el templo con
pórticos y columnas. De un lado está abierto y del otro tiene
puertas que llevan a las sepulturas, entre ellas a la del rey
Saír. El templo forma una pirámide de base cuadrada, pero no
tan chato como el que había visto ya en este viaje. Corren es-
caleras alrededor de la pirámide hasta la parte superior, que
es transparente. Veo una tienda donde reciben instrucción los
niños que ocupan un lado de la casa: las niñas están separadas.
Las viviendas de las mujeres están fuera de este conjunto de
casas. No es posible decir con qué delicado arte está todo orde-
nado aquí. Todo es limpio, sencillo, liviano, de gusto infantil.
Por todas partes hay hermosos jardines y asientos para des-
cansar. He visto una casa donde se podía contemplar toda clase
de pájaros raros que revoloteaban dentro. Más lejos, tiendas y
talleres donde viven trabajadores de varios oficios y obreros
del metal. Vi extensas praderas con cantidad de camellos, asnos
grandes, ovejas de lana fina y vacas algo diferentes de las
nuestras: tenían las cabezas más pequeñas y los cuernos más
gruesos. No hay montañas altas, sino colinas. En éstas he visto
que por arriba barrenaban el interior en busca de oro y otros
metales. Si en la punta del barreno aparecían señales de oro
o de otro metal precioso, entonces se abrían paso por los lados
de la colina hasta llegar a la mina. El oro lo fundían allí mismo,
en las cercanias de la colina. No quemaban leña, sino unos trozos
oscuros o más claros que sacaban excavando la tierra.
Mensor, aunque creyó que sólo venía un enviado de Jesús,
puso en movimiento a toda la ciudad para recibirlo solemne-
mente como si fuera el Rey de los Judíos mismo. Tomó consejo
con los otros jefes y sacerdotes para preparar el recibimiento.
Se repartieron mejores vestidos, se distribuyeron regalos, los
caminos fueron arreglados y adornados. Todo era seriedad, re-
gocijo y expectación. Mensor venía al encuentro de Jesús mon-
tado en un camello ricamente enjaezado, que llevaba recipientes
como cajones a ambos lados, con un séquito de veinte hombres
de los más nobles del país, algunos de los cuales le habían acom-
pañado en el viaje a Palestina hacía 33 años. Jesús iba con sus
tres jóvenes y los siete mensajeros enviados antes. La comitiva
de Mensor cantó una melodía triste, aunque solemne, como la
que habían cantado la noche que salieron para Belén. Mensor,
el más anciano de los tres reyes, de un color algo moreno, lle-
vaba una mitra con turbante blanco y un manto blanco y largo
con adornos de oro. Como signo de honor precedía a la comitiva
una especie de bandera o trofeo que flotaba al aire sujeta a un
asta larga terminada en punta. El sendero atravesaba la pra-
dera en cuyo centro sobresalía un musgo blanco como hongos.
Al llegar a la fuente, rodeada de plantas cortadas con arte for-
mando un pabellón, Mensor bajó de su camello para esperar
a Jesús que se acercaba. Uno de los siete mensajeros se des-
prendió de la compañía de Jesús y anunció a Mensor su pro-
ximidad. Entonces sacaron de los cofres, que tenían a los lados
del camello, vestiduras muy ricas, con adornos de oro, vasos de
oro, vasijas llenas de frutas y colocaron todos estos regalos sobre
una alfombra extendida junto a la fuente.
El anciano Mensor, sostenido por sus familiares, se adelantó
humildemente hacia Jesús teniendo en su mano derecha una
vara larga, adornada de oro, que terminaba arriba como un
cetro. Al ver a Jesús recibió, como en Belén, una sobrenatural
iluminación que le hizo caer el primero de rodillas, en Belén
como aquí, mientras le entregaba su bastón de mando. Jesús
se apresuró a levantarlo del suelo. Luego se hizo traer los re-
galos y se los ofreció al Señor, el cual los entregó a los discí-
pulos, que los volvieron a poner sobre el camello. Jesús tomó
los vestidos, pero no se vistió con ellos. Mensor le regaló también
el camello, pero Jesús se lo agradeció sin aceptarlo. Se pusieron
bajo el dosel de plantas, junto a la fuente, donde Mensor le
ofreció una bebida refrigerante echando en el agua fresca al-
gunas gotas de esencia de bálsamo que llevaban en frascos. Le
ofreció, sobre pequeños platillos, varias clases de frutas. Con
mucha humildad y alegría infantil preguntó a Jesús sobre el
Rey de los Judíos, pues seguía creyendo que era sólo un enviado
de ese Rey, aunque sentía un interior movimiento que no sabía
explicarse. Los demás hablaron con los jóvenes y lloraban de
alegría al saber que Eremenzear era un hijo de aquéllos que
habían acompañado a los Reyes y se habían quedado en la Pa-
lestina, Estos reyes eran descendientes de Abraham por su mujer
Ketura. Mensor deseaba que Jesús se sentase sobre su camello
para ir al palacio, pero Jesús quiso marchar delante del cortejo.
Después de una hora llegaron junto a las blancas colgaduras
que circundaban la casa de Mensor.
Bajo el arco de triunfo levantado se adelantó al encuentro
de Jesús un cortejo de doncellas muy ataviadas, con canastillos
llenos de flores que echaban en el camino por donde debía
pasar Jesús. Iban por una senda sombreada por árboles, las
puntas de los cuales, inclinadas y atadas, formaban una tupida
avenida, Las doncellas llevaban bajo sus mantos túnicas blan-
cas, sandalias en los pies con la punta levantada, en la cabeza
cintas blancas, y en el cuello, brazos y pecho adornos de flores
y plumas variopintas. No llevaban velo, pero vestían muy mo-
destamente. Al término de la avenida había un puente cubierto
sobre el rio que bañaba el parque. Delante del puente fue re-
cibido bajo un arco de honor por cinco sacerdotes de largas
vestiduras, manípulos que tocaban el suelo, y coronas con pun-
tas y una especie de escudito cordiforme sobre la frente, de la
cual salía una punta. Dos de ellos traían un bracerito de oro
con brasas, donde ponían incienso. Al llegar junto a Jesús reco-
gieron sus mantos largos que hasta entonces los sostenían los
criados y acompañaron al Señor, que marchaba sereno en medio
de ellos, como el Domingo de Ramos. A través del jardín, bien
dividido en parques, con flores y plantas y regado con arro-
yuelos por todas partes, se llegaba a otro puente cubierto. Las
plantas estaban cortadas en forma tal que parecían animales
y hasta figuras de hombres. Estos parques estaban rodeados por
árboles altos y adentro contenían arbustos, flores, bancos y si-
tios de recreo. Después del segundo puente se llegaba al centro
del parque, donde había una fuente con techumbre de pieles
sostenida por columnas y en frente de esta islita, rodeada de
arroyuelos, estaba la gran tienda del rey. Cuando Jesús pasó
el segundo puente, fue recibido por niños que tocaban flautas
y tamboriles, los cuales tenían sus habitaciones en largas tien-
das a derecha e izquierda del puente. Estos jóvenes eran como
guardias de honor: se turnaban en la vigilancia; llevaban es-
padines, gorras de plumas y colgaduras a los lados entre las
cuales distinguí la forma de una media luna.
Delante de la islita se detuvo el cortejo. El rey bajó del
camello y llevó a Jesús y a sus discípulos a la fuente, que tenía
muchos caños de metal brillante en diversas direcciones. Cuan-
do se abrían estos caños salía el agua con fuerza a gran distan-
cia regando los prados. En torno de esa fuente había asientos.
Los jóvenes lavaron los pies a Jesus y Jesús a eilos. Había un
pasadizo cubierto que llevaba a la tienda real de Mensor y de
Teokeno. De un lado estaba el templo, que era una pirámide
rectangular, algo más bajo que la tienda real. En el templo es-
taban las tumbas de los reyes difuntos, y en torno corrían esca-
leras descubiertas que llevaban hasta la cúspide transparente.
Entre el templo y la fuente de la isleta estaba el fuego sagrado
que conservaban en una excavación cubierta con una semiesfera
terminada en una figura con una banderilla en la mano. Este
fuego lo mantenían siempre encendido: se veían las llamas, que
no salían fuera del borde. Los sacerdotes lo mantenían echando,
creo, carbones que extraían de la tierra.
El palacio de los Reyes tenía varios pisos. La parte inferior,
que contenía árboles, jardines y paseos, servía de recreo a
Teokeno, que ya no podía andar. Había escaleras cubiertas que
iban a los diversos pisos. Las ventanas estaban sin orden simé-
trico. Adornaban el techo banderitas, estrellas y lunas. Después
de un descanso junto a la fuente llevaron a Jesús al palacio, a
una sala espaciosa, de forma octogonal, con una columna de
sostén en medio. En derredor de esta columna habia placas
redondas, unas sobre otras, para depositar sobre ellas diversos
objetos. Las paredes estaban cubiertas de tapices con figuras
de flores y de niños con copas en las manos. El piso estaba cu-
bierto de alfombras. El Señor se hizo conducir adonde estaba
Teokeno, que vivía en la parte inferior. Descansaba sobre al-
mohadones, y luego tomó parte en la comida donde se veían
fuentes y recipientes muy hermosos. Los alimentos los traían
ordenados en forma artística. Los vasos eran de oro. Entre las
frutas, había una gruesa y amarilla coronada de hojitas. Los
panales eran grandes.
Jesús comió sólo pan y algunas frutas y bebió en un vaso
que no se había usado nunca. Lo veo ahora comer en medio de
gente pagana, cosa que no solía hacer. Después lo vi enseñando
todo el día: sólo de tanto en tanto tomaba algún alimento. En-
señó durante la comida y al fin dijo que no era el Enviado del
Rey, sino el Mesías mismo. Todos se echaron al suelo, llenos de
reverencia, llorando de emoción. Mensor, especialmente, no sa-
bia contener sus lágrimas de alegría y de admiración al ver
que el Mesías se había dignado venir hasta ellos. Jesús declaró
que había venido tanto para los judíos como para los paganos:
para todos aquéllos que quisieran creer en Él. Pensaban que
era el tiempo de dejar su país y seguirle a la Judea. Jesús les
dijo que su reino no era temporal; que ellos se escandalizarían
al saber cómo lo tratarían, y que los judíos lo matarían en
Palestina. Ellos no podían comprenderlo y le preguntaron cómo
era que había tantas gentes malas a las cuales les va bien, y
tantos buenos que tienen mucho que sufrir. Les contestó que
los que tienen su contento aquí tendrán que rendir estrecha
cuenta y que esta vida no era para gozar, sino de expiación.
Los Reyes sabían de Abraham y de David; y como Jesús
hablase de su genealogía, trajeron escritos antiguos para exa-
minar si no tenían ellos también parte en esa genealogía. Estos
escritos eran como pizarras que se desenrollaban en zigzag,
unas después de otras, como un álbum de paisajes. Parecían
ingenuos como niños y querían hacer todo lo que Jesús decía.
Sabían que a Abraham se le había ordenado la circuncisión y
preguntaban si también ellos debían someterse a ella. Jesús les
contestó que ya no era necesario, puesto que ya ellos habían
cortado sus pasiones malas y que siguiesen haciéndolo. Cono-
cían el sacrificio de Melquisedec de pan y vino. Dijeron que
ellos tenían un sacrificio de pan y de una bebida verdosa, sobre
los cuales decían unas palabras, como: “Quien me come y es
bueno, tenga toda felicidad”. Jesús les dijo que el sacrificio de
Melquisedec era un simbolo de otro sacrificio santo y que Él
era ese Sacrificio. Añadió que ellos tenían apenas algunas for-
mas de la verdad y aún éstas mezcladas con las mentiras del
reino de las tinieblas.
La noche anterior a la llegada de Jesús y las siguientes se
iluminaban todos los caminos que llevaban al palacio real y
hasta muy lejos. Encima de palos largos había esferas luminosas
y transparentes, y sobre cada una de éstas había una estrella
luminosa.