De la Natividad de la Virgen a la muerte del patriarca San José- Sección 15

LXVIII
Preparativos para la partida de la Sagrada Familia
En estos últimos días y hoy mismo he visto a José haciendo preparativos
para la próxima partida de la Sagrada Familia. Cada día iba disminuyendo
los muebles y utensilios. A los pastores les daba los tabiques movibles,
los zarzos y otros objetos con los cuales había hecho más habitable la
gruta. Por la tarde, muchas personas que iban a Belén para la fiesta del sábado,
pasaban por la gruta del Pesebre, pero la hallaron abandonada y prosiguieron
su camino. Ana debe volver a Nazaret después del sábado. He visto
que están ordenando, envolviendo paquetes y que cargan sobre dos asnos
los objetos recibidos de los Reyes, especialmente las alfombras, colchas y
diversas piezas de género. Esta noche celebraron la fiesta del sábado en la
gruta de Maraña continuándola durante el día 29, mientras en los alrededores
reinaba gran tranquilidad. Terminada la fiesta del sábado se preparó la
partida de Ana.
Esta noche vi por segunda vez que María salía de la gruta de Maraña y llevaba
al Niño a la gruta del Pesebre en medio de las tinieblas de la noche. Lo
colocó sobre una alfombra en el lugar donde había nacido y rezó de rodillas
junto al Niño. Se llenó toda la gruta de luz celestial, como en el día del Nacimiento.
Creo que María debió ver toda esa luz. El Domingo 30, por la mañana,
Ana se despedía con ternura de la Sagrada Familia, y de los tres pastores,
y se encaminaba con su gente a Nazaret. Llevaban sobre sus bestias de
carga todo lo que quedaba aun de los regalos de los Reyes y me admiré mucho
de que se llevasen un atadito que me pertenecía a mí. Tuve la impresión
de que se hallaba dentro de su equipaje y no podía comprender cómo Ana se
llevase algo que era mío. Ana se llevó muchos regalos de los tres Reyes, especialmente
ciertos tejidos. Una parte de ellos sirvió en la Iglesia primitiva y
algunas de estas cosas han llegado hasta nosotros. Entre mis reliquias hay un
trocito de colcha que cubría la mesita donde se pusieron los regalos de los
Reyes, y otro es de uno de sus mantos. Yo misma debo tener un pedazo de
género que procede de los Reyes Magos.
Poseían varios mantos: uno grueso y de tela tupida para el mal tiempo; otro
de color amarillo, y un tercero, rojo, de una hermosa lana muy fina. En las
grandes ceremonias llevaban mantos de seda sin teñir: los bordes estaban
bordados de oro y la larga cola era llevada por los hombres del séquito. Creo
que hay cerca de mi un trozo de aquellos mantos, y por esta razón he podido
ver junto a los Reyes, antes y esta noche, de nuevo, algunas escenas relativas
a la producción y al tejido de la seda. En una región del Oriente, entre
el país de Teokeno y el de Sair, había árboles cubiertos de gusanos de seda.
Alrededor de cada árbol habían cavado un pequeño foso, para que estos gusanos
no pudieran irse de allí, y vi que colocaban con frecuencia unas hojas
debajo de esos árboles. En las ramas estaban suspendidas cajitas, de donde
sacaban objetos redondeados más largos que un dedo. Pensé que se tratase
de huevos de pájaros de alguna especie rara; pero luego entendí que eran
capullos hilados por estos gusanos al ver cómo las gentes los devanaban y
sacaban hilos muy delgados. Sujetaban una gran cantidad de ellos contra su
pecho e hilaban con un hermoso hilo que enrollaban sobre algo que tenían
en la mano. Tejían entre los árboles y su telar era muy sencillo. La pieza del
género era del ancho de la sábana que tengo en mi lecho.

LXIX
Presentación de Jesús en el Templo
Acercándose el día en que la Virgen debía presentar su Primogénito en
el Templo y rescatarlo según lo prescribía la Ley, se hicieron los preparativos
para que la Sagrada Familia pudiese ir al Templo y de allí volver a
Nazaret. Ya el domingo 30 los pastores habían llevado lo que Ana había dejado.
La gruta del Pesebre, la lateral y la de Maraha se hallaban completamente
vacías y limpias. José las había dejado en las condiciones en que las
encontró. He visto a María y a José con el Niño visitando por última vez la
gruta y despedirse del paraje. Tendieron la carpeta de los Reyes en el lugar
donde Jesús había nacido, pusieron allí al Niño y rezaron. De allí pasaron al
sitio de la circuncisión y también allí se detuvieron rezando. Al amanecer he
visto a la Virgen sentarse sobre el asno que los pastores dejaron ensillado
delante de la gruta. José tuvo al Niño mientras María se acomodaba, y luego
se lo dio. La Virgen iba sentada de modo que sus pies, un tanto levantados,
descansaban sobre una tablilla. Llevaba al Niño contra su pecho, envuelto
en su gran manto, mientras lo contemplaba llena de felicidad. Sobre el asno
sólo había dos colchas y dos pequeños fardos, entre los cuales estaba María.
Los pastores se despidieron con mucha emoción acompañándolos un trecho.
No hicieron el mismo camino por donde habían venido, sino que cruzaron
entre la gruta del Pesebre y la de la tumba de Maraña, costeando a Belén por
el Oriente, de modo que nadie los observó.
Hoy los vi seguir el camino con lentitud, recorriendo la distancia bastante
corta de Belén a Jerusalén. Emplearon mucho tiempo porque se detenían
con frecuencia. A mediodía los vi hacer alto sobre unos asientos alrededor
de un pozo techado, mientras dos mujeres se acercaron a María y trajeron
dos cantaritos con agua mezclada con bálsamo, y panecillos. La ofrenda que
María ofrecería en el templo estaba en un cestillo colgado de un lado del
asno. Este cesto tenía tres compartimentos: dos de ellos, cubiertos, contenían
frutas; el tercero era una jaula calada con dos palomas. Al amanecer los
vi entrando en la casa pequeña de dos esposos ancianos que los recibió con
todo afecto: estaban a un cuarto de legua de Jerusalén. Eran esenios, parientes
de Juana Chusa. El marido se ocupaba, en trabajos del jardín, podando
cercos, y tenía a su cargo la parte del camino.
Pasaron todo el día en casa de esos ancianos. María estuvo casi todo el día
sola con el Niño en una habitación; lo tenía junto a ella sobre una alfombra.
María estaba siempre en, oración y parecía disponerse para la ceremonia que
tendría lugar muy pronto. En aquella ocasión tuve una advertencia interior
acerca de la manera que debía prepararme para la Comunión. Vi aparecer en
la habitación a varios ángeles que adoraban al Niño Jesús. No podría decir si
María los vio, aunque creo que sí porque estaba muy emocionada; por otra
parte, los dueños de la casa prestaron toda clase de atenciones a María presintiendo
algo extraordinario en el Niño Jesús.
A las siete de esta tarde vi al anciano Simeón. Era un hombre delgado, de
mucha edad y barba corta. Este sacerdote tenía mujer y tres hijos, de los
cuales el más joven contaría veinte años. Vivía junto al templo, y vi que se
dirigía por un corredor estrecho y oscuro hacia una celdilla abovedada,
abierta en los gruesos muros. No vi más que una abertura por la cual se miraba
al interior. El anciano estaba arrodillado en su oración como en éxtasis.
Se le apareció un ángel y le dijo que prestase atención al primer niño que se
presentara a la mañana siguiente en el templo, pues ese Niño era el suspirado
Mesías que él tanto había deseado contemplar. Le avisó que habría de
morir después de ver al Mesías. El espectáculo era admirable. La celda estaba
inundada de luz y el anciano Simeón lleno de contento. Al volver a su
casa contó a su mujer lo que le había pasado, y cuando ésta fue a descansar,
vi al anciano de nuevo en oración. Cuando veía a los piadosos israelitas de
entonces rezando y a los sacerdotes, nunca los vi hacer las contorsiones ridículas
que hacen hoy los judíos; en cambio, los he visto darse a veces a la
disciplina. He visto que la profetisa Ana tuvo también una visión mientras
rezaba en su celda del templo, referente a la presentación del Niño Jesús.
Esta mañana, antes de amanecer, he visto a la Sagrada Familia en compañía
de los dueños de casa, que dejaban el albergue para dirigirse al templo de
Jerusalén con el cesto donde estaban las ofrendas que debía presentar. Entraron
primero en un patio cerrado al templo, rodeado de muros, y mientras
José y el dueño de casa colocaban el asno bajo un cobertizo, la Virgen fue
recibida muy fraternalmente por una anciana que la llevó más lejos pos un
corredor cubierto. Llevaban una linterna, pues no había aclarado aún. Desde
la entrada, en aquel pasaje, el anciano Simeón salió al encuentro de María.
Dijo algunas palabras de alegría, tomó al Niño en sus brazos, lo estrechó
contra su corazón y se dirigió por otro camino apresuradamente al templo.
Tenía un deseo tan vivo de ver al Niño, por lo que él ángel le había dicho,
que quiso esperar la llegada de las mujeres para ver más pronto lo que tanto
tiempo había suspirado. Llevaba Simeón largas vestiduras, como acostumbraban
los sacerdotes cuando no estaban en función. Lo he visto con frecuencia
en el templo y siempre en calidad de sacerdote, pero sin ocupar un
cargo muy elevado en jerarquía. Sobresalía por su piedad, sencillez y sabiduría.

LXX
Presentación de María en el Templo
La Virgen fue llevada por la mujer que le servía de guía hasta el vestíbulo
del templo, donde se hacía la purificación. Fue recibida allí por
Ana y Noemí, su antigua maestra, las cuales habitaban en esa parte del templo.
Simeón acudió nuevamente al encuentro de María y la condujo al lugar
donde se hacía el rescate de los hijos primogénitos. Ana, a quien José entregó
el cesto con las ofrendas, la siguió con Noemi. José se dirigió a otra puerta,
donde debían entrar los hombres. El cesto contenía fiutas en la parte de
arriba y palomas en la de abajo. Ya se sabía en el templo que varias mujeres
tenían que presentarse con sus primogénitos y todo estaba preparado para
la ceremonia, que se celebró en un lugar tan amplio como la catedral de
Dülmen. Había una serie de lámparas encendidas; contra los muros, que
formaban como una pirámide de luces. La llama salía por la extremidad de
una caña curva terminada en un pico de oro, que brillaba tanto como la llama
y que llevaba sujeta por un resorte un pequeño apagador. Cuando éste
era alzado por detrás, se apagaba la llama sin despedir humo ni olor, y para
prenderlo bastaba bajarlo. Delante de una especie de altar, en una de cuyas
extremidades había algo parecido a unos cuernos, varios sacerdotes habían
llevado un cofre cuadrangular, algo alargado, que formaba el soporte de una
mesa bastante amplia sobre la cual había una gran placa. En esta mesa colocaron
una colcha roja y otra blanca, transparente, que colgaba hasta el suelo
alededor de la mesa. En los cuatro extremos de la mesa había lámparas encendidas
de varios brazos y en el centro dos fuentes ovaladas y dos cestillas
en tomo a una larga cuna. Todos estos objetos se habían extraído de los
compartimentos del cofre. De ahí también sacaron ropas sacerdotales, depositándolas
sobre el altar fijo. La mesa para recibir las ofrendas estaba rodeada
de una reja. A ambos lados de esta sala del templo había hileras de asientos,
unas más altas que otras, donde se encontraban varios sacerdotes orando.
Simeón se acercó a María que tenía al Niño envuelto en una tela azul
celeste; y la condujo por la reja hasta la mesa de las ofrendas, donde María
puso al Niño en la cuna. Desde ese momento vi el templo lleno de luz de un
resplandor indescriptible. Vi que Dios estaba allí, y encima del Niño Jesús,
vi los cielos abiertos hasta el trono de la Santísima Trinidad.
Simeón volvió a llevar a María al sitio donde se encontraban las mujeres
detrás de la reja. María tenía vestido azul celeste y velo blanco, y estaba envuelta
en largo manto amarillento. Simeón se acercó entonces al altar fijo,
donde se hallaban las vestiduras sacerdotales y se revistió con otros tres sa-
cerdotes para la ceremonia. En los brazos llevaban algo así como una rodela
pequeña y sobre la cabeza una especie de mitra. Uno de estos sacerdotes se
colocó detrás de la mesa de las ofrendas, el otro delante y los restantes se
hallaban a los costados recitando plegarias frente al Niño. La profetisa Ana
acercóse entonces a María, le presentó el cesto de las ofrendas y la llevó
hasta la reja, delante de la mesa del sacrificio. Ella quedó allí de pie, y Simeón,
que estaba junto a la mesa, abrió la reja, acercó a María a la mesa y
colocó allí sus ofrendas. En una de las fuentes ovaladas pusieron las frutas y
en la otra, monedas, mientras las palomas permanecieron en el cesto. En
tanto Simeón quedaba con María ante el altar de las ofrendas, el sacerdote,
detrás del altar, tomó al Niño Jesús, lo alzó en el aire presentándolo hacia
diversos lados del templo y oró largo tiempo. Después entregó el Niño al
anciano Simeón, el cual lo puso en brazos de María, leyendo ciertas oraciones
en un rollo puesto a su lado sobre un atril. Simeón volvió a conducir a
María delante de la balaustrada, de donde fue llevada por Ana, que la esperaba,
al sitio donde estaban comúnmente las mujeres. Había allí una veintena
de ellas, que había concurrido para presentar a sus primogénitos. José y
los demás hombres estaban más lejos, en el sitio designado. Los sacerdotes
que estaban delante del altar comenzaron un servicio con incensarios y oraciones,
y los que se encontraban sentados tomaron parte en él haciendo
ademanes, aunque no exagerados, como hacen los judíos de hoy.
Terminada esta ceremonia Simeón acercóse a María, recibió al Niño en sus
brazos y, lleno de entusiasmo, habló de Él durante largo tiempo en términos
sumamente expresivos. Agradeció a Dios el haber cumplido su promesa y
entre otras cosas dijo: «Ahora, Señor, puedes dejar morir a tu siervo en paz,
según tu promesa, porque mis ojos han visto tu Salud. que has preparado a
la faz de todos los pueblos como luz que iluminará a las gentes y gloria de
tu pueblo Israel». José se había acercado después de la Presentación, y escuchó,
igual que María, con sumo respeto las inspiradas palabras de Simeón,
el cual, bendiciendo a ambos, dijo a María: «He aquí que Éste está puesto
para caída y para levantamiento de muchos en Israel, y en señal de contradicción.
Una espada traspasará tu alma, para que sean manifestados los pensamientos
de muchos corazones». Al terminar su discurso Simeón, la profetisa
Ana se sintió inspirada y habló largo tiempo del Niño Jesús, dando a su
Madre el nombre de Bienaventurada. He visto que todos los presentes escucharon
esto con devoción, sin que resultara desorden alguno. Me parece que
los sacerdotes también oyeron estas cosas. Parecía que aquella manera de
rezar, en alta voz, no fuera cosa insólita; que sucedían con frecuencia estas
cosas y que era natural que así sucedieran en el templo. Todos los presentes
manifestaban grandes muestras de respeto al Niño y a su Madre. María brillaba
como una rosa del Paraíso.
En apariencia, la Sagrada Familia había presentado de las ofrendas la más
pobre, pero José dio al anciano Simeón y a la profetisa Ana, secretamente,
muchas pequeñas monedas amarillas triangulares, con intención de favorecer
especialmente a las vírgenes pobres que se educaban en el templo y que
no tenían medios para costearse el mantenimiento. He visto luego que la
Virgen era llevada con su Niño por Ana y Noemí al atrio desde donde la
habían traído, y allí se despidieron. José ya se encontraba allí con los dueños
de la casa donde se alojaban. Como habían traído el asno, María montó en
él, con el Niño en brazos, y saliendo del templo se dirigieron a Nazaret,
atravesando Jerusalén. No pude ver la ceremonia de la presentación de los
demás niños en el día de hoy; pero tengo la impresión de que todos ellos
recibieron gracias particulares, y que muchos fueron de aquellos niños inocentes
degollados por orden de Herodes. Toda la ceremonia de la Presentación
debió te1minar a eso de las nueve de la mañana, pues a esa hora he visto
que partía la Sagrada Familia de Jerusalén.
Llegaron ese día hasta Bet-Horón y pasaron la noche en la casa que había
sido el último albergue de María, cuando fue llevada al templo trece años
antes. Me pareció que la casa estaba habitada por un maestro de escuela.
Algunas personas, enviadas por Ana, los estaban esperando para acompañarlos.
Al volver a Nazaret siguieron un camino más directo del que habían
tomado para ir a Belén, porque entonces evitaban las aldeas y entraban sólo
en las casas aisladas que encontraban. La borriquilla, que les había indicado
el camino cuando fueron a Belén, había quedado en casa de un pariente de
José, porque pensaba éste volver a Belén y construirse allí una vivienda en
el valle de los pastores. De esto había tratado con ellos y les decía que volvía
a Nazaret sólo para que María pudiera pasar algún tiempo en casa de su
madre a reponerse de las incomodidades sufridas en el mal alojamiento de
Belén. Había dejado por esto muchas cosas en poder de los pastores, por la
intención que tenía de volver. José llevaba unas monedas muy raras que
había recibido de los Reyes Magos: en una especie de bolsillo interior de su
ropa, tenía ciertas cantidades de hojitas de metal amarillo, muy delgadas,
brillantes y dobladas unas sobre otras, de forma cuadrada, con las puntas
redondeadas que tenían un grabado encima. En cambio, he visto que las
monedas recibidas por Judas en pago de su traición, eran de forma de lengua.
En estos días pude ver de nuevo a los Reyes reunidos más allá de un río
donde se detuvieron el día entero consagrado a la celebración de una de sus
fiestas. Había allí un caserón grande, rodeado de casas más pequeñas. Al
principio viajaron muy rápidamente, pero desde que se detuvieron en aquel
sitio su marcha era más lenta. Yo veía a un joven resplandeciente que iba
delante del cortejo y que a veces hablaba con ellos.

LXXI
Muerte de Simeón
El anciano Simeón tenía tres hijos, el mayor de unos cuarenta años y el
más joven de unos veinte, y los tres estaban empleados en el templo.
Más tarde se hicieron amigos fieles, aunque secretos, de Jesús y de sus discípulos
y después lo fueron también ellos, no recuerdo si antes de la muerte
de Cristo o después de su Ascensión al cielo. Fue uno de ellos el que en la
última Cena preparó el cordero pascual para Jesús y los apóstoles. En los
primeros tiempos de la persecución, después de la Ascensión, hicieron
grandes servicios a los amigos de Jesús. No recuerdo ahora si todos esos
hombres fueron hijos o nietos de Simeón. Simeón era pariente de Serafia
(más tarde Verónica) t como también de Zacarías, por medio del padre de
Verónica. Este anciano, luego de haber profetizado en la Presentación de
Jesús en el templo, al volver a su casa cayó enfermo casi de inmediato, y a
pesar de su enfermedad, manifestaba gran alegría en las conversaciones con
su mujer y sus hijos. Esta noche vi que era hoy cuando debía morir, y sólo
recuerdo lo siguiente. Desde su lecho de muerte Simeón dirigió palabras
conmovedoras a su mujer y a sus hijos hablándoles de la salvación que
había llegado para Israel, de lo que había anunciado el ángel, todo esto en
términos entusiastas, elocuentes y jubilosos. Después de esto lo vi morir
plácidamente. La familia lo lloró en silencio, y alrededor de él he visto muchos
sacerdotes y judíos orando. Su cadáver fue llevado en seguida a otra
sala. Allí lo pusieron sobre una tabla agujereada y lo lavaron bajo una colcha
con esponjas, de modo que no lo veían desnudo. El agua corría a través
de los orificios de la tabla hasta una fuente de cobre que estaba debajo. Después
pusieron sobre el cuerpo grandes hojas verdes, alrededor hermosos ramos
de hierbas y lo armortajaron en un lienzo grande, envolviéndolo luego
con una tela en forma de tira larga, como se fajaría a un niño. Su cuerpo estaba
tan rígido e inflexible que parecía atado a la tabla. La misma noche lo
enterraron. Lo transportaron seis hombres, llevando luces. El cuerpo estaba
colocado sobre una tabla con la forma del cuerpo y un borde algo levantado
en los cuatro costados. Así envuelto y descubierto pusieron el cuerpo sobre
la tabla. He visto que los que lo llevaban y los que acompañaban iban más
de prisa de lo que suele hacerse en nuestros días. Lo sepultaron en la tumba
de una colina no distante del templo. La bóveda tenia en su parte exterior la
forma de un montículo, donde se había colocado, desde afuera, una puerta
oblicua, con trabajo de albañilería en la parte interior, hecha de un modo
particular que me recordó el tipo de obra que hacía San Benito cuando edifi-
có su primer monasterio. Las paredes estaban adornadas de flores y estrellas
con piedras de diferentes colores, tal como era la celda de la Virgen en el
templo. La pequeña bóveda donde pusieron a Simeón tenía apenas el espacio
para circular alrededor del cadáver. Tenían otras costumbres en los entierros,
tales como dejar monedas, piedrecillas y creo que también alimentos,
aunque ya no recuerdo bien estas cosas.

LXXII
Visión de la Purificación de María
La fiesta de la Candelaria o Purificación se me mostró en un gran cuadro
que ahora me es difícil explicar. Vi esta fiesta en una iglesia diáfana
suspendida sobre la tierra, que representa la Iglesia Católica en general, y
que veo cuando debo contemplar no una iglesia en particular, sino la Iglesia
como tal. Estaba llena de ángeles, que rodeaban a la Santísima Trinidad. Así
como yo debía ver a la Segunda Persona de la Trinidad en el Niño Jesús
presentado y rescatado en el templo, a pesar de hallarse presente en la Trinidad
Santísima, así me parecía que el Niño Jesús se hallaba junto a mí y me
consolaba en mis dolores mientras yo veía a la augusta Trinidad.
Estaba, pues, cerca de mi el Verbo encamado, y parecía que el Niño Jesús
estaba unido a la Santísima Trúúdad mediante una vía luminosa. No dejaba
de estar allá, aunque estuviera a mi lado, y no dejaba de estar junto a mí,
aunque estuviera en la Trinidad. En el momento en que sentí fuertemente la
presencia del Niño Jesús junto a mí, vi la figura de la Santísima Trinidad en
otra forma que cuando Ella me es presentada solamente como imagen de la
Divinidad.
En esto apareció un altar en medio de la iglesia: no era un altar determinado
de una de nuestras iglesias, sino un altar en general y simbólico. Sobre él
había un árbol pequeño con grandes hojas colgantes, como había visto que
era el árbol de la ciencia del bien y del mal en el Paraíso terrenal. Después
vi a la Virgen Santísima con el Niño Jesús en brazos como si emergiese de
la tierra, delante del altar, mientras el árbol que estaba sobre, él se inclinaba
ante Ella y se secaba de inmediato. Después vi que un ángel de vestiduras
sacerdotales, con un aro luminoso en la cabeza, se acercaba a María. Ella le
dio el Niño y el ángel lo puso sobre el altar, y en el mismo momento vi al
Niño en el cuadro de la Santísima Trinidad, la cual contemplé esta vez en su
forma común. Vi que el ángel daba a María un pequeño globo, sobre el cual
había una figura como de un Niño fajado y María, después de haberlo recibido,
quedó suspendida en el aire sobre el altar. De todos lados salían brazos
llevando antorchas que se dirigían hacia ella, y María las presentaba al Niño,
sobre el globo, en el que entraron de inmediato. Las antorchas formaron,
por encima del Niño y de María, un resplandor de luz que iluminaba todo el
cuadro. María desplegaba un amplio manto sobre toda la tierra. Luego todo
cambió y se transformó en otra escena, que parecía la celebración de una
fiesta.
Creo que la muerte del árbol de la ciencia del bien y del mal en el momento
de aparecer María y la absorción del Niño ofrecido sobre el altar dentro del
cuadro de la Santísima Trinidad, debían ser imágenes de la reconciliación de
los hombres con Dios. Por esto mismo he visto que las luces dispersas presentadas
a la Madre de Dios y remitidas por ella al Niño Jesús se convertían
en una sola luz en Jesús, que es la Luz del mundo que ilumina a todo hombre
y al mundo entero, representado por aquel globo como por un globo imperial.
Las luces presentadas indicaban la bendición de las candelas, que se
celebra en la fiesta de la Candelaria.