De la Natividad de la Virgen a la muerte del patriarca San José- Sección 7

XXVIII
La santa casa en Loreto
He tenido a menudo la visión del traslado de la santa casa a Loreto. Yo
no lo podía creer, a pesar de haberlo visto repetidas veces en visión.
La he visto llevada por siete ángeles, que flotaban sobre el mar con ella. No
tenía piso, pero había en lugar del piso un fundamento de luz y de claridad.
De ambos lados tenía como agarraderas. Tres ángeles la sostenían de un lado;
otros tres del otro, llevándola por los aires. Uno de los ángeles volaba
delante arrojando una gran estela de luz y de resplandor. Recuerdo haber
visto que se llevaba a Europa la parte posterior de la casa, con el hogar y la
chimenea, con el altar del apóstol y con la pequeña ventana. Me parece,
cuando pienso en ello, que las demás partes de la casa estaban pegadas a
esta parte y que quedaron así casi en estado de caerse por sí solas. Veo en
Loreto también la cruz que María usó en Efeso: está hecha de varias clases
de madera. Más tarde la poseyeron los apóstoles. Muchos prodigios se obran
por medio de esta cruz. Las paredes de la santa casa de Loreto son absolutamente
las mismas de Nazaret. Los tirantes que estaban debajo de la chimenea
son los mismos. La imagen milagrosa de María está ahora sobre el
altar de los apóstoles.

XXIX
La anunciación del Ángel
Tuve una visión de la Anunciación de María el día de esa fiesta. He visto
a la Virgen Santísima poco después de su desposorio, en la casa de
San José, en Nazaret. José había salido con dos asnos para traer algo que
había heredado o para buscar las herramientas de su oficio. Me pareció que
se hallaba aún en camino. Además de la Virgen y de dos jovencitas de su
edad que habían sido, según creo, sus compañeras en el Templo, vi en la
casa a Santa Ana con aquella parienta viuda que se hallaba a su servicio y
que más tarde la acompañó a Belén, después del nacimiento de Jesús. Santa
Ana había renovado todo en la casa. Vi a las cuatro mujeres yendo y viniendo
por el interior paseando juntas en el patio. Al atardecer las he visto entrar
y rezar de pie en torno de una pequeña mesa redonda; después comieron
verduras y se separaron. Santa Ana anduvo aún en la casa de un lado a otro,
como una madre de familia ocupada en quehaceres domésticos. María y las
dos jóvenes se retiraron a sus dormitorios, separados. El frente de la alcoba,
hacia la puerta, era redondo, y en esta parte circular, separada por un tabique
de la altura de un hombre, se encontraba arrollado el lecho de María.
Fui conducida hasta aquella habitación por el joven resplandeciente que
siempre me acompaña, y vi allí lo que voy a relatar en la forma que puede
hacerlo una persona tan miserable como yo.
Cuando hubo entrado la Santisima Virgen se puso, detrás de la mampara de
su lecho, un largo vestido de lana blanca con ancho ceñidor y se cubrió la
cabeza con un velo blanco amarillento. La sirvienta entró con una luz, encendió
una lámpara de varios brazos que colgaba del techo, y se retiró. La
Virgen tomó una mesita baja arrimada contra el muro y la puso en el centro
de la habitación. La mesa estaba cubierta con una carpeta roja y azul, en
medio de la cual había una figura bordada: no sé si era una letra o un adorno
simplemente. Sobre la mesa había un rollo de pergamino escrito. Habiéndola
colocado la Virgen entre su lecho y la puerta, en un lugar donde el suelo
estaba cubierto con una alfombra, puso delante de sí un pequeño cojín
redondo, sobre el cual se arrodilló, afirmándose con las dos manos sobre la
mesa. María veló su rostro y juntó las manos delante del pecho, sin cruzar
los dedos. Durante largo tiempo la vi así orando ardientemente, con la faz
vuelta al cielo, invocando la Redención, la venida del Rey prometido a Israel,
y pidiendo con fervor le fuera permitido tomar parte en aquella misión.
Permaneció mucho tiempo arrodillada, transportada en éxtasis; luego inclinó
la cabeza sobre el pecho.

Entonces del techo de la habitación bajó, a su lado derecho, en línea algún
tanto oblicua, un golpe tan grande de luz, que me vi obligada a volver los
ojos hacia la puerta del patio. Vi, en medio de aquella masa de luz, a un joven
resplandeciente, de cabellos rubios flotantes, que había descendido ante
María, a través de los aires. Era el Arcángel Gabriel. Cuando habló vi que
salían las palabras de su boca como si fuesen letras de fuego: las leí y las
comprendí. María inclinó un tanto su cabeza velada a la derecha. Sin embargo,
en su modestia, no miró al ángel. El Arcángel srguió hablando. María
volvió entonces el rostro hacia él, como si obedeciera una orden, levantó un
poco el velo y respondió. El ángel dijo todavía algunas palabras. María alzó
el velo totalmente, miró al ángel y pronunció las sagradas palabras: «He aquí
la sierva del Señor; hágase en mí según tu palabra» …
María se hallaba en un profundo arrobamiento. La habitación resplandecía y
ya no veía yo la lámpara del techo ni el techo mismo. El cielo aparecía
abierto y sus miradas siguieron por encima del ángel una ruta luminosa. En
el punto extremo de aquel río de luz se alzaba una figura de la Santísima
Trinidad: era como un fulgor triangular, cuyos rayos se penetraban recíprocamente.
Reconocí allí Aquello que sólo se puede adorar sin comprenderlo
jamás: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, y, sin embargo, un solo Dios
Todopoderoso.
Cuando la Santísima Virgen hubo dicho: «Hágase en mí según tu palabra»,
vi una aparición alada del Espíritu Santo, que no se parecía a la representación
habitual bajo la forma de paloma: la cabeza se asemejaba a un rostro
humano; la luz se derramaba a los costados en forma de alas. Vi partir de
allí como tres efluvios luminosos hacia el costado derecho de la Virgen,
donde volvieron a reunirse. Cuando esta luz penetró en su costado derecho,
la Santísima Virgen volvióse luminosa ella misma y como transparente: parecía
que todo lo que había de opaco en ella desaparecía bajo esa luz, como
la noche ante el espléndido día. Se hallaba tan penetrada de luz que no había
en ella nada de opaco o de oscuro. Resplandecía como enteramente iluminada.
Después de esto vi que el ángel desaparecía y que la faja luminosa, de donde
había salido, se desvanecía. Parecía que el cielo aspirase y volviese hacia sí
la luz que había dejado caer. Mientras veía todas estas cosas en la habitación
de María tuve una impresión personal de naturaleza singular. Me hallaba en
angustia continua, como si me acechasen peligrosas emboscadas, y vi una
horrible serpiente que se arrastraba a través de la casa y por los escalones
hasta la puerta, donde me había detenido cuando la luz penetró en la Santísima
Virgen. El monstruo había llegado ya al tercer escalón. Aquella ser-
piente era del tamaño de un niño, con la cabezota ancha y chata, y a la altura
del pecho tenía dos patas cortas membranosas, armadas con garras, sobre las
cuales se arrastraba, que parecían alas de murciélago. Tenía manchas de diferentes
colores, de aspecto repugnante; se parecía a la serpiente del Paraíso
terrenal, pero de aspecto más deforme y espantoso. Cuando el ángel desapareció
de la presencia de la Virgen, ésta pisa la cabeza del monstruo que estaba
delante de la puerta, el cual lanzó un grito tan espantoso que me hizo
estremecer. Después he visto aparecer tres espíritus, que golpearon al odioso
reptil echándolo fuera de la casa.
Desaparecido el ángel he visto a María arrobada en éxtasis profundo, en absoluto
recogimiento. Pude ver que ya conocía y adoraba la Encamación del
Redentor en sí misma, donde se hallaba como un pequeño cuerpo humano
luminoso, completamente formado y provisto de todos sus miembros.
Aquí, en Nazaret, no es lo mismo que en Jerusalén, donde las mujeres deben
quedarse en el atrio, sin poder entrar en el Templo, porque solamente los
sacerdotes tienen acceso al Santuario. En Nazaret la misma Virgen es el
Templo: el Santo de los Santos está en Ella, como también el Sumo Sacerdote
y se halla Ella sola con Él. ¡Qué conmovedor es todo esto y qué natural
y sencillo al mismo tiempo! Quedaban cumplidas las palabras del salmo 45:
«El Altísimo ha santificado su tabernáculo; Dios está en medio de El, y no
será conmovido».
Era más o menos la medianoche cuando contemplé todo este espectáculo.
Al cabo de algún tiempo Ana entró en la habitación de María con las demás
mujeres. Un movimiento admirable en la naturaleza las había despertado:
una luz maravillosa había aparecido por encima de la casa. Cuando vieron a
María de rodillas, bajo la lámpara, arrebatada en el éxtasis de su plegaria, se
alejaron respetuosamente.
Después de algún tiempo vi a la Virgen levantarse y acercarse al altarcito de
la pared; encendió la lámpara y oró de pie. Delante de ella, sobre un alto
atril, había rollos escritos. Sólo al amanecer la vi descansando.
El guía me llevó fuera de la habitación; pero cuando estuve en el pequeño
vestíbulo de la casa me vi presa de gran temor. Aquella horrible serpiente,
que estaba allí en acecho, se precipitó sobre mí y quiso ocultarse entre los
pliegues de mi vestido. Me encontré en medio de una angustia honible; pero
mi guía me alejó de allí y pude ver que reaparecían los tres espíritus, que
golpearon nuevamente al monstruo. Aun resuena en mi su grito horroroso y
me espanta su recuerdo.
Contemplando esta noche el misterio, de la Encarnación comprendía todavía
muchas otras cosas. Ana recibió un conocimiento interior de lo que estaba
realizándose. Supe también por qué el Redentor debía quedar nueve meses
en el seno de su Madre y nacer bajo la forma de niño; el por qué no quiso
aparecer en forma de hombre perfecto como nuestro primer padre Adán saliendo
de las manos de Dios: todo esto se me explicó, pero ya no lo puedo
explicar con claridad. Lo que puedo decir es que El quiso santificar nuevamente
el acto de la concepción y la natividad de los hombres, degradados
por el pecado original. Si María se convirtió en Madre y si El no vino más
temprano al mundo fue porque ella era lo que ninguna criatura fue antes ni
será después: el puro vaso de gracia que Dios había prometido a los hombres
y en el cual El debía hacerse hombre, para pagar las deudas de la
humanidad, mediante los abundantes méritos de su pasión.
La Santísima Virgen era la flor perfectamente pura de la raza humana abierta
en la plenitud de los tiempos. Todos los hijos de Dios entre los hombres,
todos, hasta los que desde el principio habían trabajado en la obra de la santificación,
han contribuido a su venida. Ella era el único oro puro de la tierra;
solamente ella era la porción inmaculada de la carne y de la sangre de la
humanidad entera, que preparada, depurada, recogida y consagrada a través
de todas las generaciones de sus antepasados; conducida, protegida y fortalecida
bajo el régimen de la ley de Moisés, se realizaba fmalmente como
plenitud de la gracia. Predestinada en la eternidad, surgió en el tiempo como
Madre del Verbo eterno.
La Virgen María contaba poco más de catorce años cuando tuvo lugar la
Encarnación de Jesucristo. Jesús llegó a la edad de treinta y tres años y tres
veces seis semanas. Digo tres veces seis, porque en este mismo instante estoy
viendo la cifra seis repetida tres veces.

XXX
Visitación de María a Isabel
Algunos días después de la Anunciación del Ángel a María, José volvióse
a Nazaret e hizo ciertos areglos en la casa para poder ejercer su
oficio y quedarse, pues hasta entonces sólo había permanecido dos días allí.
Nada sabía del misterio de la Encarnación del Verbo en María. Ella era la
Madre de Dios y era la sierva del Señor, y guardaba humildemente el secreto.
Cuando la Virgen sintió que el Verbo se había hecho carne en ella, tuvo
un gran deseo de ir a Juta, cerca de Hebrón, para visitar a su prima Isabel,
que según, las palabras del ángel hallábase encinta desde hacía seis meses.
Acercándose el tiempo en que José debía ir a Jerusalén, para la fiesta de
Pascua, quiso acompañarle con el fin de asistir a Isabel durante su embarazo.
José, en compañía de la Virgen Santísima, se puso en camino para Juta.
El camino se dirigía al Mediodía. Llevaban un asno sobre el cual montaba
María de vez en cuando. Este asno tenía atada al cuello una bolsa perteneciente
a José, dentro de la cual había un largo vestido pardo con una especie
de capuz. María se ponía este traje para ir al Templo o a la sinagoga. Durante
el viaje usaba una túnica parda de lana, un vestido gris con una faja por
encima, y cubría su cabeza una cofia amarilla. Viajaban con bastante rapidez.
Después de haber atravesado la llanura de Esdrelón, los vi trepar una
altura y entrar en la ciudad de Dotan, en casa de un amigo del padre de José.
Este era un hombre bastante acomodado, oriundo de Belén. El padre de
José lo llamaba hermano a pesar de no serlo: descendía de David por un antepasado
que también fue rey, según creo, llamado Ela, o Eldoa o Eldad,
pues no recuerdo bien su nombre.
Dotan era una ciudad de activo comercio. Luego los vi pernoctar bajo un
cobertizo. Estando aún a doce leguas de la casa de Zacarías pude verlos otra
noche en medio de un bosque, bajo una cabaña de ramas toda cubierta de
hojas verdes con hermosas flores blancas. Frecuentemente se ven en este
país al borde de los caminos esas glorietas hechas de ramas y de hojas y algunas
construcciones más sólidas en las cuales los viajeros pueden pernoctar
o refrescarse, y aderezar y cocer los alimentos que llevan consigo. Una
familia de la vecindad se encarga de la vigilancia de varios de estos lugares
y proporciona las cosas necesarias mediante una pequeña retribución. No
fueron directamente de Jerusalén a Juta. Con el fin de viajar en la mayor soledad
dieron una vuelta por tierras del Este, pasando al lado de una pequeña
ciudad, a dos leguas de Emaús y tomando los caminos por donde Jesús anduvo
durante sus años de predicación. Más tarde tuvieron que pasar dos
montes, entre los cuales los vi descansar una vez comiendo pan, mezclando
con el agua parte del bálsamo que habían recogido durante el viaje. En esta
región el país es muy montañoso.
Pasaron junto a algunas rocas, más anchas en su parte superior que en la base;
había en aquellos lugares grandes cavernas, dentro de las cuales se veían
toda clase de piedras curiosas. Los valles eran muy fértiles. Aquel camino
los condujo a través de bosques y de páramos, de prados y de campos. En un
lugar bastante cerca del final del viaje noté particulannente una planta que
tenía pequeñas y hermosas hojas verdes y racimos de flores formados por
nueve campanillas cerradas de color de rosa. Tenía allí algo en qué debía
ocupa1me; pero he olvidado de qué se trataba.

La casa de Zacarías estaba situada sobre una colina, en torn de la cual
había un grupo de casas. Un arroyo torrentoso baja de la colina. Me pareció
que era el momento en que Zacarías volvía a su casa desde Jerusalén, pasadas
las fiestas de Pascua. He visto a Isabel caminando, bastante alejada de
su casa, sobre el camino de Jerusalén, llevada por un ansia inquieta e indefinible.
Allí la encontró Zacarías, que se espantó de verla tan lejos de la casa
en el estado en que se encontraba. Ella dijo que estaba muy agitada, pues la
perseguía el pensamiento de que su prima María de Nazaret estaba en camino
para visitarla. Zacarías trató de hacerle comprender que desechase tal
idea, y, por signos y escribiendo en una tablilla, le decía cuan poco verosímil
era que una recién casada emprendiera viaje tan largo en aquel momento.
Juntos volvieron a su casa. Isabel no podía desechar esa idea fija,
habiendo sabido en sueños que una mujer de su misma sangre se había convertido
en Madre del Verbo etemo, del Mesías prometido. Pensando en María
concibió un deseo muy grande de verla, y la vio, en efecto, en espíritu
que venia hacia ella. Preparó en su casa, a la derecha de la entrada, una pequeña
habitación con asientos y aguardó allí al día siguiente, a la expectativa,
mirando hacia el camino por si llegaba María. Pronto se levantó y salió a
su encuentro por el camino.
Isabel era una mujer alta, de cierta edad: tenía el rostro pequeño y rasgos
bellos; la cabeza la llevaba velada. Sólo conocía a María por las voces y la
fama. María, viéndola a cierta distancia, conoció que era ella Isabel y se
apresuró a ir a su encuentro, adelantándose a José que se quedó discretamente
a la distancia. Pronto estuvo María entre las primeras casas de la vecindad,
cuyos habitantes, impresionados por su extraordinaria belleza y
conmovidos por cierta dignidad sobrenatural que irradiaba toda su persona,
se retiraron respetuosamente en el momento de su encuentro con Isabel. Se
saludaron amistosamente dándose la mano. En aquel momento vi un punto
luminoso en la Virgen Santísima y como un rayo de luz que partía de allí
hacia Isabel, la cual recibió una impresión maravillosa. No se detuvieron en
presencia de los hombres, sino que, tomándose del brazo, se dirigieron a la
casa por el patio interior. En el umbral de la puerta Isabel dio nuevamente la
bienvenida a María y luego entraron en la casa.
José llegó al patio conduciendo al asno, que entregó a un servidor y fue a
buscar a Zacarías en una sala abierta sobre el costado de la casa. Saludó con
mucha humildad al anciano sacerdote, el cual lo abrazó cordialmente y conversó
con él por medio de la tablilla sobre la que escribía, pues había quedado
mudo desde que el ángel se le había aparecido en el Templo. María e
Isabel, una vez que hubieron entrado, se hallaron en un cuarto que me pareció
servir de cocina. Allí se tomaron de los brazos. María saludó a Isabel
muy cordialmente y las dos juntaron sus mejillas. Vi entonces que algo luminoso
irradiaba desde María hasta el interior de Isabel, quedando ésta toda
iluminada y profundamente conmovida, con el corazón agitado por santo
regocijo. Se retiró Isabel un poco hacia atrás, levantando la mano y, llena de
humildad, de júbilo y entusiasmo, exclamó: «Bendita eres entre todas las
mujeres y bendito es el fruto de tu vientre. ¿Pero de dónde a mí tanto favor
que la Madre de mi Señor venga a visitarme? … Porque he aquí que como
llegó la voz de tu salutación a mis oídos, la criatura que llevo se estremeció
de alegría en mi interior. ¡Oh, dichosa tú, que has creído; lo que te ha dicho
el Señor se cumplirá!»
Después de estas palabras condujo a María a la pequeña habitación preparada,
para que pudiera sentarse y reposar de las fatigas del viaje. Sólo había
que dar unos pasos para llegar hasta allí. María dejó el brazo de Isabel, cruzó
las manos sobre el pecho y empezó el cántico del Magníficat:
«Mi alma glorifica al Señor; y mi espíritu se alegró en Dios mi Salvador.
Porque miró a la bajeza de su sierva; porque he aquí que desde ahora me
llamarán bienaventurada todas las generaciones. Porque ha hecho grandes
cosas conmigo el Todopoderoso; y santo es; su nombre. Y su misericordia
es de generación en generación a los que le temen. Hizo valentías con su
brazo; esparció a los soberbios en el pensamiento de su corazón. Quitó a los
poderosos de los tronos y levantó a los humildes, A los hambrientos hinchó
de bienes y a los ricos envió vacíos. Socorrió a Israel su siervo, acordándose
de su misericordia. Como habló a nuestros padres, a Abraham y a su simiente,
para siempre».
Isabel repetía en voz baja el Magníficat con el mismo impulso de inspiración
de María. Luego se sentaron en asientos muy bajos, ante una mesita de
poca altura. Sobre ésta había un vaso pequeño.
;Qué dichosa me sentía yo, porque repetía con ellas todas las oraciones, sentada
muy cerca de Maria! ¡Qué grande era entonces mi felicidad!

XXXI
En casa de Zacarías e Isabel
José y Zacarías están juntos conversando acerca del Mesías, de su próxima
venida y de la realización de las profecías. Zacarías era un anciano
de alta estatura y hermoso cuando estaba vestido de sacerdote. Ahora responde
siempre por signos o escribiendo en su tablilla. Los veo al lado de la
casa en una sala abierta al jardín. María e Isabel están sentadas sobre una
alfombra en el huerto, bajo un árbol grande, detrás del cual hay una fuente
por donde se escapa el agua cuando se retira la compuerta. En todo el contorno
veo un prado cubierto de césped, de flores y de árboles con pequeñas
ciruelas amarillas. Están juntas comiendo frutas y panecillos sacados de la
alforja de José. ¡Qué simplicidad y qué conmovedora frugalidad! En la casa
hay dos criados y dos mozos de servicio: los veo ir y venir preparando alimentos
en una mesa, debajo de un árbol. Zacarías y José se acercan y comen
también algo.
José quería volverse de inmediato a Nazaret; pero tendrá que quedarse ocho
días allí. No sabe nada aún del estado de embarazo de María. Isabel y María
habían guardado silencio sobre esto, manteniendo entre ellas una armonía
secreta y profunda, que las unía íntimamente. Varias veces al día, especialmente
antes de las comidas, cuando todos se hallaban reunidos, las santas
mujeres decían una especie de letanías. José oraba con ellas. Pude ver una
cruz que aparecía entre las dos mujeres, a pesar de no existir aún la cruz:
aquello era como si dos cruces se hubiesen visitado. Ayer, por la tarde, se
juntaron todos para comer, quedándose hasta la medianoche sentados a la
luz de una lámpara, bajo el árbol del jardín. Vi luego a José y a Zacarías solos
en su oratorio, y a María y a Isabel en su pequeña habitación, una frente
a la otra, de pie, absortas y extáticas, diciendo juntas el cántico del Magníficat.
Además del vestuario mencionado, la Virgen usaba algo parecido a un velo
negro transparente, que bajaba sobre el rostro cuando debía hablar con los
hombres. Hoy Zacarías condujo a José a otro jardín retirado de su casa. Zacarías
era un hombre muy ordenado en todas sus cosas. En este huerto
abundan árboles con frutas hermosas de todas clases: está muy bien cuidado,
atravesado por una larga enramada, bajo la cual hay sombra; en su extremidad
hay una glorieta escondida cuya puerta se abre por un costado. En
lo alto de esta casa se ven aberturas cerradas con bastidores; dentro hay un
lecho de reposo, hecho de esteras, de musgos o de otras hierbas. Vi allí dos
estatuas blancas del tamaño de un niño: no sé cómo se encuentran allí ni qué
representan. Yo las hallaba parecidas a Zacarías y a Isabel de cuando serían
más jóvenes.
Hoy por la tarde vi a Maria y a Isabel ocupadas en la casa. La Virgen tomaba
parte en los quehaceres domésticos y preparaba toda clase de prendas para
el esperado niño. Las he visto trabajando juntas: tejían una colcha grande
destinada al lecho de Isabel, para cuando hubiera dado a luz. Las mujeres
judías usaban colchas de esta clase, las cuales tenían en el centro una especie
de bolsillo dispuesto de tal manera que la madre podía envolverse completamente
en él con su niño. Encerrada allí dentro y sostenida mediante almohadas
podía sentarse o tenderse según su voluntad. En el borde de la colcha
había flores bordadas y algunas sentencias. Isabel y María preparaban
también toda clase de objetos para regalarlos a los pobres cuando naciera la
criatura. Vi a santa Ana durante la ausencia de María y de José, enviar a
menudo su criada a la casa de Nazaret para ver si todo seguía en orden allí.
Una vez la vi ir allá sola.
Zacarías fue con José a pasear al campo. La casa se hallaba sobre una colina
y es la mejor de toda esa región; otras casitas veo dispersas alrededor. María
se encuentra sola, un tanto fatigada, en la casa con Isabel.
He visto a Zacarías y a José pasar la noche en el jardín situado a alguna distancia
de la casa. Unas veces los vi durmiendo en la glorieta, otras, orando a
la intemperie. Volvieron al amanecer. He visto a Isabel y a María dentro de
la casa. Todas las mañanas y las noches repiten el Magníficat, inspirado a
María por el Espíritu Santo, después de la salutación de Isabel. La salutación
del ángel fue como una consagración que hacía el templo de Maria
Santísima a Dios. Cuando pronunció aquellas palabras: «He aquí la sierva
del Señor; hágase en mí según tu palabra», el Verbo divino, saludado por la
Iglesia y saludado por su sierva, entró en ella. Desde entonces, Dios estuvo
en su templo y María fue el templo y el Arca de la Alianza del Nuevo Testamento.
La salutación de Isabel y el alborozo de Juan en el seno de su madre,
fueron el primer culto rendido ante aquel Santuario. Cuando la Virgen
entonó el Magníficat, la Iglesia de la Nueva Alianza, del nuevo matrimonio,
celebró por primera vez el cumplimiento de las promesas divinas de la Antigua
Alianza, del antiguo matrimonio, recitando, en acción de gracias, un
Te Deum laudamus. ¡Quién pudiera expresar dignamente la emoción de este
homenaje rendido por la Iglesia a su Salvador, aún antes de su nacimiento!
Esta noche, mientras veía orar a las santas mujeres, tuve varias intuiciones y
explicaciones relativas al Magníficat y al acercamiento del Santo Sacramento
en la actual situación de la Santísima Virgen. Mi estado de sufrimiento y
mis numerosas molestias me han hecho olvidar casi todo lo que he podido
ver. En el momento del pasaje del cántico:»Hizo valentías con su brazo», vi
diferentes cuadros figurativos del Santísimo Sacramento del Altar en el Antiguo
Testamento. Había allí, entre otros, un cuadro de Abraham sacrificando
a Isaac, y de Isaias anunciando a un rey perverso algo de que éste se burlaba,
y que he olvidado. Vi muchas cosas desde Abraham hasta lsaías, y desde
éste hasta Maria Santísima. Siempre veía el Santísimo Sacramento acercándose
a la Iglesia de Jesucristo, quien reposaba todavía en el seno de su Madre.
Hace mucho calor allí donde está María en la tierra prometida. Todos se
van al jardín donde está la casita. Primero Zacarías y José, luego Isabel y
María. Han tendido un toldo bajo un árbol como para hacer una tienda de
campaña. Hacia un lado veo asientos muy bajos con respaldos.
Anoche vi a Isabel y a María que iban al jardín un tanto alejado de la casa
de Zacarías. Llevaban frutas y panecillos dentro de unas cestas y parecía que
querían pasar la noche en ese lugar. Cuando José y Zacarías volvieron más
tarde, vi a María que les salía al encuentro. Zacarías tenía su tablilla, pero la
luz era insuficiente para que pudiera escribir y vi que María impulsada por
el Espíritu Santo le anunció que esa misma noche habría de hablar y que
podía dejar su tablilla, ya que pronto podría conversar con José y rezar junto
a él. Tanto me sorprendió esto que yo, sacudiendo la cabeza, no quise admitirlo;
pero mi Ángel de la Guarda, o mi guía espiritual, que siempre me
acompaña, dijome, haciéndome una señal para que mirase a otra parte:
«¿No quieres creer esto? Pues mira lo que sucede allí». Mirando hacia el
lado que me indicaba vi un cuadro totalmente distinto, de época muy posterior.
Vi al santo ermitaño Goar en un lugar donde el trigo había sido cortado.
Hablaba con los mensajeros de un obispo mal dispuesto con él y aún
aquellos hombres no le tenían afecto. Cuando los hubo acompañado hasta su
casa lo vi buscando un gancho cualquiera para poder colgar su capa. Como
viera un rayo de sol que entraba por la abertura del muro, en la simplicidad
de su fe colgó su capa de aquel rayo y ella quedó suspendida allí en el aire.
Me admiró tanto este prodigio que ya no me asombré de oír hablar a Zacarías,
puesto que aquella gracia le llegaba por intermedio de María Santísima,
dentro de la cual habitaba el mismo Dios. Mi guía me habló entonces de
aquello a que se da el nombre de milagro. Entre otras cosas recuerdo que me
dijo: «Una confianza total en Dios, con la simplicidad de un niño, da a todas
las cosas el ser y la substancia». Estas palabras me aclararon acerca de todos
los milagros, aunque no puedo explicarme esto con claridad.
Vi a los cuatro santos personajes pasar la noche en el jardín: se sentaron y
comieron algunas cosas. Luego los vi caminar de dos en dos, orar juntos y
entrar altemativamente en la glorieta para descansar en ella. Supe también
que después del sábado, José se volvería a Nazaret y que Zacarías lo acompañaría
un trecho de camino. Había un hermoso claro de luna y el cielo estaba
muy puro.