XXXVII
Ecce Homo
Jesús, cubierto con la capa encarnada, la corona de espinas sobre la cabeza, y
el cetro de caña en las manos atadas, fue conducido al palacio de Pilatos.
Estaba desconocido a causa de la sangre que le cubría los ojos, la boca y la
barba. Su cuerpo era una llaga; andaba encorvado y temblando. Cuando llegó
delante de Pilatos, este hombre cruel no pudo menos de temblar de horror y de
compasión, mientras el pueblo y los sacerdotes le insultaban y hacían burla,
Cuando Jesús subió los escalones, Pilatos se asomó al balcón: tocaron la
trompeta para anunciar que el gobernador quería hablar: se dirigió a los
príncipes de los sacerdotes y a todos los circunstantes, y les dijo: «Os lo
presento otra vez, para que sepáis que no hallo en Él ningún crimen».
Jesús fue conducido cerca de Pilatos, de modo que todo el pueblo podía verlo.
Era un espectáculo terrible y lastimoso la aparición del Hijo de Dios,
ensangrentado, con la corona de espinas, bajando sus ojos ante el pueblo,
mientras que Pilatos, sentándole con el dedo, gritaba a los judíos: «iEcce
Homo!» Los príncipes de los sacerdotes y sus adeptos, llenos de furia, gritaron:
«¡Que muera! ¡Que sea crucificado!» «¿No basta ya? (dijo Pilatos). Ha sido
tratado de manera que no le quedará gana de ser Rey». Pero estos furiosos
gritaban cada vez más; «¡Que muera! ¡Que sea crucificado!» Pilatos mando
tocar otra vez la trompeta, y dijo: «Entonces, tomadlo y crucificadlo, pues no
hallo en Él ningún crimen». Algunos de los sacerdotes gritaron: «Tenemos una
ley por la cual debe morir, pues se ha llamado Hijo de Dios». Estas palabras, se
ha llamado Hijo de Dios, despertaron los temores supersticiosos de Pilatos:
hizo conducir a Jesús aparte, y le preguntó de donde era. Jesús no respondió,
y Pilatos le dijo; «¡No me respondes? ¿No sabes que puedo crucificarte o
ponerte en libertad?» Y Jesús respondió: «No tendrías tu ese poder sobre Mí, si
no lo hubieses recibido de arriba: por eso el que me ha entregado en tus
manos ha cometido un gran pecado».
Claudia Procla, temiendo la incertidumbre de su marido, le mandó de nuevo su
prenda para recordarle su promesa. Pero él le dio una respuesta vaga y
supersticiosa, cuyo sentido era que se abandonaba a los dioses. Los enemigos
de Jesús, habiendo sabido los pasos de Claudia en su favor, esparcieron por el
pueblo que «los partidarios de Jesús habían seducido a la mujer de Pilatos; que
si lo ponían en libertad se uniría con los romanos, y que todos los judíos serian
exterminados».
Pilatos, en medio de su incertidumbre, estaba como un hombre ebrio: su razón
no sabía a qué medio apelar. Habló otra vez a los enemigos de Jesús; y viendo
que pedían su muerte con más violencia que nunca, agitado, incierto, quiso
obtener del Salvador una respuesta que lo sacara de este penoso estado:
volvió al Pretorio, y se estuvo solo con Él. «¿Será posible que sea un Dios?» se
decía a sí mismo, mirando a Jesús ensangrentado y desfigurado; después le
suplicó que le dijera si era Dios, si era el Rey prometido a los judíos, hasta
dónde se extendía su imperio, y de qué orden era su divinidad. No puedo
repetir más que el sentido de la respuesta de Jesús. El Salvador le habló con
gravedad y severidad: le dijo en qué consistía su reino y su imperio; después le
reveló todos los crímenes secretos que él había cometido; le predijo la suerte
miserable que le esperaba, y le anunció que el Hijo del hombre vendría a
pronunciar contra él un juicio justo.
Pilatos, medio atemorizado y medio irritado de las palabras de Jesús, volvió al
balcón, y dijo otra vez que quería libertar a Jesús. Entonces gritaron: «¡Si lo
libertas, no eres amigo del César!» Otros decían que lo acusarían delante del
Emperador de haber turbado su fiesta; que era menester acabar, porque a las
diez tenían que estar en el templo. Por todas partes se oía gritar: «¡Que sea
crucificado!» hasta encima de las azoteas, donde había muchos subidos.
Pilatos vio que sus esfuerzos eran inútiles. El tumulto y los gritos eran horribles,
y el pueblo estaba en tal estado de agitación, que podía temerse una
insurrección. Pilatos mandó que le trajesen agua; un criado se la echó sobre
las manos delante del pueblo, y él gritó desde los alto de la azotea: «Yo soy
inocente de la sangre de este Justo: vosotros responderéis de ella».
Inmediatamente se levantó un grito horrible y unánime de todo el pueblo, que
se componía de gentes de toda la Palestina; «¡Que su sangre caiga sobre
nosotros y sobre nuestros descendientes!»
XXXVIII
Reflexiones sobre estas visiones
Siempre que, meditando sobre la dolorosa Pasión de Nuestro Señor, oigo este
grito horrendo de los judíos: «¡Que su sangre caiga sobre nosotros y sobre
nuestros descendientes!» el efecto de esta maldición solemne me aparece
sensiblemente bajo imágenes maravillosas y terribles. Veo sobre el pueblo que
grita un cielo negro, cubierto de nubes ensangrentadas, de las cuales salen
varas y espadas de fuego. Parece que esa maldición ha penetrado hasta la
médula de sus huesos, y hasta a los hijos en el vientre de su madre. Todo el
pueblo me parece cubierto de tinieblas; el grito sale de su boca como una llama
que recae sobre ellos; entra profundamente dentro de algunos, y solo vuela
sobre otros.
Estos son los que se convirtieron después de la muerte de Jesús; su número
fue considerable, pues mientras duraron sus horribles padecimientos, Jesús y
María no cesaron de pedir por sus verdugos. Cuando en medio de visiones de
esta especie considero las almas de los enemigos de Jesús, y las del Salvador
y de su santa Madre, todo lo que en ellas pasa se me presenta bajo diversas
figuras. Veo una infinidad de demonios agitarse entre la multitud; los veo
excitando a los judíos, hablándoles al oído, entrar en su boca, animarlos contra
Jesús, y temblar a la vista de su amor y de su paciencia inalterable. Alrededor
de Jesús, de María, del pequeño número de Santos que están allí, hay muchos
ángeles; su figura y su vestido varían según su ocupación; representan la
consolación, la oración, la unción, o alguna de las obras de misericordia.
Oigo también voces amenazadoras o consoladoras salir de la boca de diversas
apariciones como un rayo luminoso de diversos colores. Veo también los
movimientos del alma, los padecimientos interiores, en una palabra, todos los
sentimientos, mostrarse por medio del pecho y de todo el cuerpo bajo mil
formas luminosas o tenebrosas. Entonces comprendo todo eso, pero es
imposible explicarlo; y, además, estoy tan mala, tan acabada por el dolor que
me causan mis pecados y los de todos los hombres, estoy tan afligida por los
dolores de Nuestro Señor, que no sé como pongo el menor orden en lo que
digo. Muchas de estas cosas, especialmente las apariciones de demonios y de
ángeles, contadas por otras personas que han tenido visiones de la Pasión de
Jesucristo, son trozos de intuiciones simbólicas e interiores de esta especie,
que varían según el estado del alma del espectador. De ahí nacen
contradicciones numerosas, porque se olvidan o se omiten muchas cosas.
La enferma hablaba con frecuencia de objetos de esta especie, o en sus
visiones de la Pasión, o antes. La mayor parte de las veces no quería contarlo,
para no poner confusión en sus narraciones. Se ve bien que le sería difícil, en
medio de todas esas apariciones, conservar el hilo de la narración. Por eso no
se debe extrañar, si se hallase en el curso de estas relaciones, algunos vacíos
o algún desorden.
XXXIX
Jesús condenado a muerte de cruz
Pilatos estaba más dudoso que nunca: su conciencia decía: «Jesús es
inocente»; su mujer decía: «Jesús es Santo»; su superstición decía: «Es el
enemigo de tus dioses»; su cobardía decía: «Es un Dios y se vengará». Irritado y
asustado al mismo tiempo de las últimas palabras que le había dicho Jesús,
hizo el último esfuerzo para salvarlo; pero los judíos le causaron un nuevo
terror amenazándolo con quejarse al Emperador. El miedo al Emperador le
determinó a hacer la voluntad de ellos, en contrario con la justicia, con su
propia convicción y con la palabra que le había dado a su mujer. Dio la sangre
de Jesús a los judíos, y para lavar su conciencia no tuvo mas que el agua que
hizo echar sobre sus manos diciendo: «Soy inocente de la sangre de este
Justo; vosotros responderéis de ella». No, Pilatos; tú también tendrás que dar
cuenta de ella, pues eres un juez inicuo y sin conciencia: esta sangre de que
quieres lavar tus manos no servirá para lavar tu alma.
Cuando los judíos, habiendo pronunciado la maldición sobre sí y sobre sus
hijos, pidieron que esa sangre redentora que pide misericordia para nosotros
pidiera venganza contra ellos, Pilatos mandó hacer los preparativos para
pronunciar la sentencia. Mandó traer sus vestidos de ceremonia, se puso un
tocado en donde brillaba una piedra preciosa, y otra capa; pusieron también
delante de él un palo. Estaba rodeado de soldados, precedido de oficiales del
tribunal, y seguido de escribas con rollos de tabletas. Delante tenía un hombre
que tocaba la trompeta. Así fue desde su palacio hasta la plaza, donde había
enfrente de la columna de la flagelación un sitio elevado para pronunciar los
juicios. Este tribunal se llamaba Gabbata: era una elevación redonda, adonde
se subía por escalones. Había encima un asiento para Pilatos, y detrás un
banco para empleados inferiores. Alrededor había un gran numero de
soldados, y algunos estaban subidos sobre los escalones. Muchos de los
fariseos se habían ido ya al templo. No hubo más que Anás, Caifás y otros
veintiocho que vinieron al tribunal cuando Pilatos se puso sus vestidos de
ceremonia. Los dos ladrones habían sido ya conducidos al tribunal cuando
Jesús fue presentado al pueblo. El Salvador, con su capa colorada y su corona
de espinas, fue conducido delante del tribunal, y puesto entre los dos
malhechores. Cuando Pilatos se sentó en su asiento, dijo a los judíos: «¡Ved
aquí a vuestro Rey!» y ellos respondieron: «iCrucifícalo!» «¿Queréis que
crucifique a vuestro Rey?», volvió a decir Pilatos. «¡No tenemos más Rey que
César!» gritaron los príncipes de los sacerdotes. Pilatos no dijo nada más, y
comenzó a pronunciar el juicio. Los dos ladrones habían sido condenados
anteriormente al suplicio de la cruz, pero los príncipes de los sacerdotes habían
diferido su ejecución, porque querían hacer una afrenta mas a Jesús,
asociándolo en su suplicio a dos malhechores de la ultima clase. Las cruces de
los dos ladrones estaban al lado de ellos: la del Salvador no estaba todavía
porque no se había pronunciado su sentencia de muerte.
La Virgen Santísima, que se había retirado después de la flagelación, se
introdujo de nuevo en medio de la multitud para oír la sentencia de muerte de
su Hijo y de su Dios. Jesús estaba de pie en medio de los alguaciles, al pie de
los escalones del tribunal. La trompeta sonó para imponer silencio, y Pilatos
pronunció su sentencia sobre el Salvador con el desenfado de un cobarde. Me
irrité de tanta bajeza y de tanta doblez. La vista de ese miserable, hinchado de
su importancia; el triunfo y la sed de sangre de los príncipes de los sacerdotes;
el abatimiento y el dolor profundo del Salvador; las indecibles angustias de
María y de las santas mujeres; el ansia atroz con que los judíos esperaban su
víctima; la postura insolente de los soldados; en fin, el aspecto de tan horribles
figuras de demonios, que veía en medio de la multitud, todo eso me tenía
aterrada. Sentía que debía haber estado donde estaba Jesús, ni querido
Esposo, pues entonces la sentencia hubiera sido justa; pero sufría tanto, que
no me acuerdo exactamente de todo lo que vi. Diré lo que recuerdo.
Pilatos comenzó por un largo preámbulo, en el cual daba los nombres más
sublimes al emperador Tiberio; después expuso la acusación inventada contra
Jesús, que los príncipes de los sacerdotes habían condenado a muerte por
haber alterado la paz pública y violado su ley, haciéndose llamar Hijo de Dios y
Rey de los judíos, habiendo el pueblo pedido su muerte por voz unánime. El
miserable añadió que encontraba esa sentencia conforme a la justicia, él, que
no había cesado de proclamar la inocencia de Jesús; y al acabar, dijo:
«Condeno a Jesús de Nazaret, Rey de los judíos, a ser crucificado»; y mandó
traer la cruz. Me parece que rompió un palo largo, y que tiró los pedazos a los
pies de Jesús.
A estas palabras, la Madre de Jesús cayó sin conocimiento; ahora no había
duda; la muerte de su querido Hijo era cierta, la muerte más cruel e
ignominiosa. Juan y las santas mujeres se la llevaron, para que los hombres
cegados que la rodeaban no insultaran su dolor; mas apenas volvió en sí,
tuvieron que conducirla por todos los sitios adonde su Hijo había sufrido, y
adonde quería sufrir el sacrificio de sus lágrimas; así la Madre del Salvador
tomó posesión por la Iglesia de esos lugares santificados.
Pilatos escribió el juicio en su tribunal, y los que estaban detrás de él lo
copiaron tres veces. Lo que escribió era diferente de lo que había dicho; yo vi
que, mientras tanto, su espíritu estaba agitado: parecía que el ángel de la
cólera dirigía su pluma, y el sentido era éste: «Forzado por los príncipes de los
sacerdotes, el Sanedrín y el pueblo, a punto de sublevarse, que pedían la
muerte de Jesús de Nazaret, como culpable de haber agitado la paz pública,
blasfemado y violado su ley, se lo he entregado para ser crucificado, aunque
sus inculpaciones no me parecían claras, por no ser acusado delante del
Emperador de haber favorecido la insurrección de los judíos,
descontentándolos por un maravedí de justicia». Después escribió la inscripción
de la cruz sobre una tablita de color oscuro. La sentencia
se transcribió muchas veces, y se envió a diferentes puntos. Los príncipes de
los sacerdotes se quejaron de que el juicio estaba en términos poco favorables
para ellos; objetaron también contra la inscripción, y pidieron que no se pusiera
«Rey de los Judíos», sino ·que se ha llamado Rey de los Judíos». Pilatos,
impaciente, les respondió lleno de cólera: «Lo que está escrito, escrito está».
Querían también que la cruz de Jesús no elevara su cabeza por encima de las
otras de los dos ladrones: sin embargo, era menester hacerla más alta, porque
por culpa de los obreros no había espacio para poner la inscripción de Pilatos.
Se valían de este pretexto para suprimir la inscripción, que les parecía injuriosa
para ellos. Mas Pilatos no quiso consentir, y tuvieron que alargar la cruz,
añadiéndole un nuevo pedazo. Esas diferentes circunstancias concurrieron a
dar a la cruz su forma definitiva: sus dos brazos se elevaban como las ramas
de un árbol separándose del tronco, y se parecía a una Y, con la parte inferior
prolongada entre las otras dos: los brazos eran mas delgados que el tronco, y
cada uno de ellos había sido puesto por separado; también habían elevado un
tarugo a los pies para sostenerlos.
Mientras que Pilatos pronunciaba su juicio inicuo, vi que su mujer, Claudia
Procla, le devolvía su prenda y la renunciaba. En la tarde de este mismo día se
salió secretamente del palacio para refugiarse con los amigos de Jesús, y la
tuvieron escondida en un subterráneo debajo de la casa de Lázaro, en
Jerusalén. Ese mismo día, o poco tiempo después, vi a un amigo del Salvador
grabar sobre una piedra verdezca, detrás de la altura de Gabbata, dos lineas,
donde había estas palabras: Judex injustus, y el nombre de Claudia Procla:
esta piedra se halla todavía en los cimientos de una casa o de una iglesia en
Jerusalén, en el sitio donde estaba Gabbata. Claudia Procla se hizo cristiana,
siguió a San Pablo, y fue su fiel discípula.
Habiendo sido pronunciada la sentencia, Jesús fue entregado a los alguaciles
como una presa; le trajeron sus vestidos, que le habían quitado en casa de
Caifás; los habían guardado, y sin duda algunos hombres compasivos los
habían lavado, pues estaban limpios. Los hombres perversos que rodeaban a
Jesús le desataron las manos para poderlo vestir; arrancaron de su cuerpo,
lleno de llagas, la capa de lana colorada que le habían puesto por irrisión, y le
echaron su escapulario sobre las espaldas. Como la corona de espinas era
muy ancha e impedía que se le pusiese la túnica oscura, inconsútil, que le había
hecho su Madre, se la arrancaron de la cabeza, y todas sus heridas echaron
sangre de nuevo con indecibles dolores. Le pusieron también su vestidura de
lana blanca, su cinturón y su manto; después le volvieron a atar en medio del
cuerpo la correa de puntas de hierro, de la cual salían los cordeles con los que
tiraban de Él; todo esto lo hicieron con su brutalidad y su crueldad habituales
Los dos ladrones estaban a derecha e izquierda de Jesús; tenían las manos
atadas y una cadena al cuello: estaban cubiertos de cicatrices lívidas que
provenían de su flagelación de la víspera: el que se convirtió después, estaba
desde entonces tranquilo y pensativo; el otro, grosero e insolente, se unía a los
alguaciles para maldecir e insultar a Jesús, que miraba a sus dos compañeros
con amor, y ofrecía sus tormentos por su salvación. Los alguaciles juntaban los
instrumentos del suplicio, y lo preparaban todo para esta terrible y dolorosa
operación. Anás y Caifás habían acabado sus discusiones con Pilatos: tenían
dos bandas de pergamino con la copia de la sentencia, y se dirigían con
precipitación al templo, temiendo llegar tarde. Los príncipes de los sacerdotes
se separaron del Cordero pascual para ir al templo a sacrificar y a comer el
símbolo, dejando a infames verdugos conducir al altar de la cruz el Cordero de
Dios, de que el otro era sólo la figura: habían puesto cuidado en no cometer
ninguna impureza exterior, y su alma estaba machada con la cólera, el odio y la
envidia. Habían gritado: «¡Que su Sangre caiga sobre nosotros y sobre
nuestros hijos!»: y estas palabras habían cumplido la ceremonia: habían puesto
la mano del sacrificador sobre la víctima. Aquí se separaban los dos caminos
que conducían al altar de la Ley y al altar de la Gracia. Pilatos, pagano
orgulloso e irresoluto, esclavo del mundo, temblando delante de Dios, y
adorando los ídolos, tomó entre los dos caminos, y se volvió a su palacio. La
inicua sentencia fue pronunciada a las diez de la mañana.
XL
Jesús lleva su cruz
Cuando Pilatos salió del tribunal, una parte de los soldados le siguió, y se
formó delante del palacio; una pequeña escolta se quedó con los condenados.
Veintiocho fariseos armados, entre los cuales estaban los enemigos de Jesús
que habían tomado parte en su arresto en el Huerto de los Olivos, vinieron a
caballo para acompañarlo al suplicio. Los alguaciles condujeron al Salvador en
medio de la plaza, adonde vinieron esclavos a echar la cruz a sus pies. Los dos
brazos estaban provisionalmente atados a la pieza principal con cuerdas. Jesús
se arrodilló cerca de ella, la abrazó y la besó tres veces, dirigiendo a su Padre
acciones de gracias por la redención del género humano. Como los sacerdotes
paganos abrazaban un nuevo altar, así el Señor abrazaba su cruz. Los
soldados levantaron a Jesús sobre sus rodillas, y tuvo que cargar con mucha
pena con este peso sobre su hombro derecho. Vi ángeles invisibles ayudarle,
pues si no, no hubiera podido levantarla. Mientras Jesús oraba, pusieron sobre
el pescuezo a los dos ladrones las piezas traveseras de sus cruces, atándoles
las manos; las grandes piezas las llevaban esclavos. La trompeta de la
caballería de Pilatos tocó, y uno de los fariseos a caballo se acercó a Jesús,
agobiado bajo su carga, y le dijo: «Basta de buenas palabras; adelante». Lo
levantaron con violencia, y sintió caer sobre sus hombros todo el peso que
debemos llevar después de Él, según sus santas y verídicas palabras.
Entonces comenzó la marcha triunfal del Rey de los reyes, tan ignominiosa
sobre la tierra y tan gloriosa en el cielo.
Habían atado dos cuerdas a la punta del árbol de la cruz, y dos soldados la
mantenían en el aire; otros cuatro tenían las cuerdas atadas a la cintura de
Jesús. El Salvador, bajo su peso, me recordó a Isaac llevando a la montana el
haz de leña para su sacrificio. La trompeta de Pilatos dio la señal de la marcha,
porque el gobernador en persona quería ponerse a la cabeza de un
destacamento para impedir todo movimiento tumultuoso. Estaba a caballo,
cubierto con sus armas, rodeado de sus oficiales y de tropa de caballería.
Detrás venía un cuerpo de trescientos hombres de infantería, todos de las
fronteras de Italia y de Suiza. Delante iba un trompeta que tocaba en todas las
esquinas, y proclamaba la sentencia. A pocos pasos venía una multitud de
hombres y de chiquillos, que traían cordeles, clavos, cuñas y cestas que
contenían diferentes objetos; otros, más robustos, traían palos, escaleras y las
piezas principales de las cruces de los dos ladrones; detrás venían algunos
fariseos a caballo, y un joven que llevaba sobre el pecho la inscripción que
Pilatos había hecho para la cruz; llevaba también en la punta de un palo la
corona de espinas de Jesús, que no habían querido dejarle sobre la cabeza
mientras llevaba la cruz. Ese joven no era muy malo. Al fin venía nuestro
Señor, desnudos los pies y ensangrentados, abrumado bajo el peso de la cruz,
temblando, lleno de llagas y de heridas, sin haber comido, ni bebido, ni dormido
desde la cena de la víspera, debilitado por la pérdida de sangre, devorado por
la fiebre, la sed y dolores infinitos: con la mano derecha sostenía la cruz sobre
su hombro derecho; su mano izquierda, cansada, hacía de cuando en cuando
esfuerzos para levantar el largo vestido, con que tropezaban sus pies heridos.
Cuatro soldados tenían a cierta distancia las puntas de los cordeles atadas a la
cintura: los de delante le tiraban; los dos que seguían le empujaban, de suerte
que no podía afirmar el paso. Sus manos estaban heridas por los cordeles que
las habían tenido atadas; su cara estaba ensangrentada e hinchada; la barba y
sus cabellos manchados de sangre; el peso de la cruz y las cadenas apretaban
contra su cuerpo el vestido de lana, que se pegaba a sus llagas y las abría. A
su alrededor no había más que irrisión y crueldad; mas su boca rezaba y sus
ojos perdonaban. Detrás de Jesús iban los dos ladrones, llevados también por
cuerdas. No tenían más vestido que un delantal; la parte superior del cuerpo
estaba cubierta de una especie de escapulario sin mangas, abierto por los dos
lados; tenían la cabeza cubierta con un gorro de paja. La mitad de los fariseos
a caballo cerraban la marcha; algunos de ellos corrían acá y allá para mantener
el orden. A una distancia bastante grande venía la escolta de Pilatos: el
gobernador romano con su uniforme de guerra, en medio de sus oficiales,
precedido de un escuadrón de caballería, y seguido de trescientos infantes,
atravesó la plaza, y entró en una calle bastante ancha, corriendo por el pueblo
para impedir todo movimiento popular.
Jesús fue conducido por una calle estrecha y que rodeaba, para no estorbar a
la gente que iba al templo ni a la tropa de Pilatos. La mayor parte del pueblo se
había puesto en movimiento, después de haber condenado a Jesús. Una gran
parte de los judíos se fueron a sus casas o al templo, a fin de acabar los
preparativos para sacrificar el cordero pascual ; sin embargo, la multitud era
todavía numerosa, y se precipitaba delante para ver pasar la triste procesión: la
escolta de los soldados romanos impedía que se juntasen a ellos, y los
curiosos tenían que dar vueltas por calles que atravesaban, y que correr
delante: la mayor parte fueron hasta el Calvario. La calle por donde pasaba
Jesús era muy estrecha y muy sucia; tuvo mucho que sufrir: los soldados
estaban a su lado; el pueblo lo injuriaba desde las ventanas; los esclavos le
tiraban lodo e inmundicias, y hasta los niños recogían piedras en sus vestidos y
se las tiraban o se las echaban ante su paso.
XLI
Primera caída de Jesús debajo de la cruz
La calle, poco antes de su fin, tuerce a la izquierda, se ensancha y sube un
poco: por ella pasa un acueducto subterráneo, que viene del monte Sión: antes
de la subida hay un hoyo, donde hay con frecuencia agua y lodo cuando llueve,
por cuya razón han puesto una piedra grande para facilitar el paso. Cuando
llego Jesús a este sitio, ya no podía andar: como los soldados tiraban de Él y lo
empujaban sin misericordia, se cayó a lo largo contra esa piedra, y la cruz cayó
a su lado. Los verdugos se pararon, llenándole de imprecaciones y pegándole;
la escolta se paró un momento en desorden. En vano Jesús tendía la mano
para que le ayudasen, diciendo: «¡Ah, presto se acabará!», y rogó por sus
verdugos; mas los fariseos gritaron: «¡Levantadlo, si no morirá en nuestras
manos!» A los dos lados del camino había mujeres llorando y niños asustados.
Sostenido por un socorro sobrenatural, Jesús levantó la cabeza, y aquellos
hombres atroces, en lugar de aliviar sus tormentos, le pusieron la corona de
espinas. Habiéndole levantado, le cargaron la cruz sobre los hombros, y tuvo
que ladear la cabeza, con dolores infinitos, para poder colocar sobre el hombro
el peso con que estaba cargado.
XLII
Segunda caída de Jesús debajo de la cruz
La dolorosa Madre de Jesús había salido de la plaza después de pronunciada
la sentencia iracunda, acompañada de Juan y de algunas mujeres. Había
visitado muchos sitios santificados por los padecimientos de Jesús: pero
cuando el sonido de la trompeta, el ruido del pueblo y la escolta de Pilatos
anunciaron la ida para el Calvario, no pudo resistir al deseo de ver todavía a su
divino Hijo, y pidió a Juan que la condujese a uno de los sitios por donde Jesús
había de pasar; se fueron a un palacio cuya puerta daba a la calle adonde
entró la escolta después de la primera caída de Jesús; era, si no me equivoco,
la habitación del sumo pontífice Caifás, pues su tribunal estaba sólo en Sión.
Juan obtuvo de un criado o portero compasivo el permiso de ponerse a la
puerta con María y los que la acompañaban. La Madre de Dios estaba pálida y
con los ojos llenos de lagrimas, y cubierta enteramente con un manto pardo
azulado. Se oía el ruido que se acercaba, el sonido de la trompeta y la voz del
pregonero publicando la sentencia en las esquinas. El criado abrió la puerta; el
ruido era cada vez más grande y espantoso. María oró, y dijo a Juan: «¿Debo
ver este espectáculo? ¿Debo huir? ¿Cómo podré yo soportarlo?» Al fin salieron
a la puerta: María se paró y miró; la escolta estaba a ochenta pasos; no había
gente delante, sino por los lados y atrás. Cuando los que llevaban los
instrumentos del suplicio se acercaron con aire insolente y triunfante, la Madre
de Jesús se puso a temblar y a gemir, juntando las manos, y uno de aquellos
hombres preguntó: «¿Quién es esa Mujer que se lamenta?», y otro respondió:
«Es la Madre del Galileo». Cuando los miserables oyeron tales palabras,
llenaron de injurias a esta dolorosa Madre, la señalaban con el dedo, y uno de
ellos tomó en sus manos los clavos con que debían clavar a Jesús en la cruz, y
se los presentó a la Virgen burlándose. María miró a Jesús, y se agarró a la
puerta para no caerse, pálida como un cadáver, con los labios lívidos. Los
fariseos pasaron a caballo; después el niño que llevaba la inscripción; detrás su
Santísimo Hijo Jesús, temblando, doblado bajo la pesada carga de la cruz,
inclinando sobre el hombro su cabeza coronada de espinas. Echaba sobre su
Madre una mirada de compasión, y, habiendo tropezado, cayó por segunda vez
sobre sus rodillas y sobre sus manos. María, en medio de la violencia del dolor,
no vio ni soldados ni verdugos; no vio más que a su querido Hijo; se precipitó
desde la puerta de la casa en medio de los soldados que maltrataban a Jesús,
cayó de rodillas a su lado, y se abrazó a Él. Yo oí estas palabras: «¡Hijo mío!»,
«¡Madre mía!»; pero no sé si realmente fueron pronunciadas, o sólo en el
pensamiento.
Hubo un momento de desorden: Juan y las santas mujeres querían levantar a
María. Los alguaciles la injuriaban; uno de ellos le dijo: «Mujer, ¿qué vienes a
hacer aquí? Si lo hubieras educado mejor, no estaría en nuestras manos».
Algunos soldados tuvieron compasión. Sin embargo, echaron a la Virgen hacia
atrás, pero ningún alguacil la tocó. Juan y las santas mujeres la rodearon, y
cayó como muerta sobre sus rodillas, encima de la piedra angular de la puerta,
donde sus manos se imprimieron. Esta piedra, que era muy dura, fue
trasportada a la primera iglesia católica, cerca de la piscina de Betesda, en el
episcopado de Santiago el Menor. Los dos discípulos que estaban con la
Madre de Jesús se la llevaron al interior de la casa, y cerraron la puerta.
Mientras tanto, los alguaciles levantaron a Jesús, le pusieron de otro modo la
cruz sobre los hombros. Los brazos de la cruz se habían desatado; uno de
ellos había resbalado, y se había enredado en las cuerdas; éste fue el que Jesús abrazó; de suerte que
por detrás todo el peso del madero arrastraba más por el suelo. Yo vi acá y
allá, en medio de la multitud que seguía la escolta profiriendo maldiciones e
injurias, algunas mujeres cubiertas con sus velos y derramando lagrimas.