La amarga pasión de nuestro Señor Jesucristo – Sección 8

XXXII
Flagelación de Jesús
Pilatos, juez cobarde e irresoluto, había pronunciado muchas veces estas
palabras llenas de bajeza: «No hallo crimen en Él: por eso voy a mandar
azotarlo y a darle libertad». Los judíos gritaban cada vez más furiosos:
iCrucifícalo! iCrucifícalo!» Sin embargo, Pilatos quiso que su voluntad
prevaleciera, y mandó azotar a Jesús, a la manera de los romanos. Entonces
los alguaciles, pegando y empujando a Jesús con palos, le condujeron a la
plaza, en medio del tumulto y de la saña popular. Al Norte del palacio de
Pilatos, a poca distancia del cuerpo de guardia, había una columna destinada a
que los reos sufriesen, a ella atados, la pena de azotes. Los verdugos,
provistos de látigos, varas y cuerdas, los pusieron al pie de la misma. Eran seis
hombres atezados, de menos estatura que Jesús; tenían un cinturón alrededor
del cuerpo, y el pecho cubierto de una especie de cuero o tela burda; los
brazos iban desnudos. Eran malhechores de la frontera de Egipto, condenados
por sus crímenes a trabajar en los canales y en los edificios públicos, y los más
perversos de entre ellos hacían el oficio de sayones en el Pretorio. Esos
hombres crueles habían ya atado a la propia columna y azotado hasta la
muerte a algunos pobres condenados. Parecían salvajes o demonios, y
estaban medio borrachos. Dieron de puñadas al Señor, le arrastraron con las
cuerdas, a pesar de que se dejaba conducir sin resistencia, y lo ataron
brutalmente a la piedra. Esta columna estaba sola, y no servía de apoyo a
ningún edificio. No era muy elevada, pues un hombre alto, extendiendo el
brazo, hubiera podido alcanzar a la parte superior. A media altura había anillas
y ganchos. No se puede expresar con qué barbarie esos tigres furiosos
arrastraron a Jesús: le arrancaron el manto de irrisión de Herodes, y
derribáronle casi al suelo. Jesús temblaba y se estremecía delante de la
columna. Se despojó Él mismo de sus vestidos con las manos hinchadas y
ensangrentadas. Mientras le pegaban, oró del modo más tierno, y volvió un
instante la cabeza hacia su Madre, que estaba partida de dolor en la esquina
de una de las alas de la plaza, y que cayó sin conocimiento en brazos de las
santas mujeres que la rodeaban. Jesús abrazó la columna; los verdugos le
ataron las manos, levantadas en alto, a un anillo de hierro que estaba arriba, y
estiraron tanto sus brazos, que sus pies, atados fuertemente a lo bajo de la
columna, tocaban apenas al suelo. El Santo de los Santos fue así extendido
con violencia sobre la columna de los malhechores; y dos de aquellos furiosos
comenzaron a flagelar su cuerpo sagrado, desde la cabeza hasta los pies. Sus
látigos o sus varas parecían de madera blanca flexible: puede ser también que
fueran nervios de buey o correas de cuero duro y blanco.
El Salvador, el Hijo de Dios, verdadero Dios, y verdadero hombre, temblaba y
se retorcía como un gusano bajo los golpes. Sus gemidos dulces y claros se
oían como una oración en medio del ruido de los azotes. De cuando en
cuando los gritos del pueblo y de los fariseos zumban como estruendosa
tempestad, y cubren sus quejidos lastimeros con que alternan piísimas
bendiciones; clamaban; «¡Que muera! iCrucifícalo!», pues Pilatos estaba
todavía hablando con el pueblo. Y cuando quería decir algunas palabras en
medio del tumulto popular, una trompeta tocaba en demanda de silencio.
Entonces oíase de nuevo el crujir de los azotes, los sollozos de Jesús, las
imprecaciones de los verdugos y el balido de los corderos pascuales que se
lavaban en la piscina de las Ovejas. Ese balido acentuaba un espectáculo
tiernísimo: eran tristes voces que se unían a los gemidos de Jesús.
El pueblo judío estaba a cierta distancia de la columna; los soldados romanos
ocupaban diferentes puntos; muchos iban y venían silenciosos o profiriendo
insultos; otros se sentían conmovidos, y parecía que un rayo de Jesús les
tocaba. Yo vi jóvenes, monstruos de infamia, casi desnudos, que preparaban
varas frescas cerca del cuerpo de guardia; otros iban a buscar varas de espino.
Algunos alguaciles de los príncipes de los sacerdotes daban dinero a los
verdugos. Les trajeron también un cántaro que contenía una bebida espesa y
colorada, y bebieron hasta embriagarse. Pasado un cuarto de hora, los
sayones que azotaban a Jesús fueron reemplazados por otros dos. El cuerpo
del Salvador estaba cubierto de manchas negras, lívidas y coloradas, y su
sangre corría por el suelo. Por todas partes se oían las injurias y las burlas.
Los segundos verdugos lanzáronse con rabia de hambrientos lobos sobre
Jesús; tenían otra especie de varas; eran de espino con nudos y puntas. Los
golpes rasgaron todo el cuerpo de Jesús; la sangre saltó a distancia, y ellos
tenían los brazos manchados. Jesús gemía, oraba y se estremecía. Muchos
forasteros pasaron por la plaza, montados sobre camellos, y alejáronse
poseídos de horror y de pena cuando el pueblo les explicó lo que ocurría. Eran
caminantes que habían recibido el bautismo de Juan, o que habían oído los
sermones de Jesús sobre la montaña. El tumulto y los gritos no cesaban
alrededor de la casa de Pilatos.
Otros nuevos verdugos pegaron a Jesús con correas, que tenían en las puntas
garfios de hierro, con los cuales le arrancaban la carne a tiras. ¡Ah! ¡Cómo
describir este tremendo y doloroso espectáculo! Sin embargo, su rabia no
estaba todavía satisfecha; desataron a Jesús, y atáronle de nuevo de espaldas
a la columna. No pudiendo sostenerse, le pasaron cuerdas sobre el pecho,
debajo de los brazos y por bajo de las rodillas, anudándole las manos detrás de
aquel potro de martirio. Entonces cayeron sobre Él. Uno de ellos le pegaba en
el rostro con saña indecible, con una vara nueva. El cuerpo del Salvador era
todo una llaga. Miraba a sus verdugos con los ojos llenos de sangre, y parecía
que les pedía misericordia; pero redoblaban su ira, y los gemidos de Jesús
eran cada vez más débiles.
La horrible flagelación había durado tres cuartos de hora,
cuando un extranjero de clase inferior, pariente del ciego Ctesifón, curado por
Jesús, se precipitó sobre la columna con un hierro que tenía la figura de una
cuchilla, gritando, loco de indignación: «¡Basta! No peguéis a ese inocente
hasta hacerle morir». Los verdugos, hartos, se pararon sorprendidos; cortó
rápidamente las cuerdas atadas detrás de la columna, y fue a perderse entre la
multitud. Jesús cayó casi sin sentido al pie de la columna, sobre un charco de
sangre. Los verdugos le dejaron, y fuéronse a beber, llamando a los criados
que estaban en el cuerpo de guardia tejiendo la corona de espinas.
Mientras Jesús estaba caído al pie de la columna, vi a algunas mujeres
públicas, con cínico descaro, acercarse a Jesús agarradas por las manos. Se
pararon un instante mirándole con desprecio. En este momento el dolor de sus
heridas se redobló, y alzo hacia ellas la faz ensangrentada. Se alejaron
entonces, y los soldados les dijeron palabras desvergonzadas.
Durante la flagelación, vi muchas veces ángeles llorando alrededor de Jesús, y
oí su oración por nuestros pecados, que subía constantemente hacia su Padre,
en medio de los golpes que daban sobre Él. Cuando estaba tendido al pie de la
columna, vi a un ángel presentarle una cosa luminosa que le dio fuerzas. Los
soldados volvieron, y le pegaron patadas y palos, diciéndole que se levantara.
Habiéndole puesto en pie, no le dieron tiempo para cubrir sus carnes; echaron
sus ropas sobre los hombros, y con ellas limpióse la sangre que le inundaba el
rostro. Le condujeron al sitio adonde estaban sentados los príncipes de los
sacerdotes, que gritaron: «¡Que muera! ¡Que muera!» y volvían la cara con
repugnancia. Después lo condujeron al patio interior del cuerpo de guardia,
donde no había soldados, sino esclavos, alguaciles y chusma; en fin, la hez del
pueblo.
Como la ciudad andaba revuelta y en extremo agitada, Pilatos mandó venir un
refuerzo de la guarnición romana de la ciudadela Antonia. Esta tropa, puesta en
buen orden, rodeaba el cuerpo de guardia. Podían hablar, reír y burlarse de
Jesús, pero les estaba prohibido salirse de sus filas. Pilatos quería contener así
al pueblo. Había mil hombres.

 

XXXIII
María durante la flagelación de Jesús
Vi a la Virgen Santísima en éxtasis continuo mientras la flagelación de nuestro
divino Redentor. Ella vio y sufrió con amor y dolor indecibles todo lo que sufría
su Hijo. Muchas veces salían de su boca leves quejidos, y sus ojos estaban
bañados en lágrimas. Cúbrela un velo y vésela tendida en los brazos de María
de Helí, su hermana mayor, que era ya vieja, y se parecía mucho a Ana, su
madre. María de Cleofás, hija de María de Helí, estaba también con Ella. Las
amigas de María y de Jesús, trémulas de dolor y de espanto, rodean a la
Virgen y lloran como si esperasen su sentencia de muerte. María lleva un
vestido largo, azul, y por encima una capa de lana blanca, con velo blanco
también, casi amarillo. Magdalena yace pálida y agobiada de pena: los cabellos
asoman en desorden debajo del manto.
Cuando Jesús, después de la flagelación, cayó al pie de la columna, vi a
Claudia Procla, mujer de Pilatos, enviar a la Madre de Dios grandes piezas de
tela. No sé si creía que Jesús seria libertado, y que su Madre necesitaría esa
tela para aplicarla a sus llagas, o si esa pagana compasiva sabia a qué uso la
Virgen Santísima destinaría su regalo. Habiendo vuelto en sí, María vio a su
Hijo, todo despedazado, conducido por los soldados; Jesús se limpió los ojos,
llenos de sangre, para mirar a su Madre. Ella extendió las manos hacia Él, y
siguió con los suyos las huellas ensangrentadas de sus pies. Habiéndose
apartado el pueblo, María y Magdalena se aproximaron al sitio en donde Jesús
fuera azotado; escondidas por las otras santas mujeres y otras personas bien
intencionadas que las cercan, se bajan al suelo, junto a la columna, y limpian
por todas partes la sangre sagrada de Jesús con el lienzo que Claudia Procla
había mandado. Juan no estaba entonces con las santas mujeres, que eran
veinte. El hijo de Simeón, el de Verónica, el de Obed, Aram y Temni, sobrinos
de José de Arimatea, estaban ocupados en el templo, llenos de tristeza y de
angustia. Eran las nueve de la mañana cuando se acabó la flagelación.
Cítase con frecuencia a María de Helí en esta historia. Según las visiones
de la monja sobre la sagrada Familia, aquella, era hija de Joaquín y de Ana:
nació unos veinte años antes que la Virgen. No era la hija de la promesa, y se
distingue de las otras Marías con el nombre de María de Helí, porque era hija
de Joaquín o Heliaquim. Su marido se llamaba Cleofás y su hija María de
Cleofás. Esta última, sobrina de la Virgen, tenía más edad que ella. Su primer
marido se llamaba Alfeo: los hijos que había tenido de él eran los apóstoles
Simón, Santiago el Menor y Judas Tadeo. Había tenido de Sabas, su segundo
marido, a José Barsabás; y de Jonás, su tercer marido, a Simón que fue
Obispo de Jerusalén.

 

XXXIV
Interrupción de las pinturas de la Pasión
Ana Catalina Emmerick vio día por día esta serie de pinturas desde el 18 de
Febrero hasta el 8 de Marzo, víspera del cuarto domingo de Cuaresma, y en
ese tiempo sufrió dolores indecibles de cuerpo y de alma. Sumergida en estas
contemplaciones, separada de todas las sensaciones exteriores, lloraba y
gemía como un niño en las manos de los verdugos; y se estremecía
retorciéndose sobre su cama; parecía su rostro el de un moribundo en medio
de los suplicios; experimentaba sed tan grande como la de un hombre que
siente abrasarse en medio de un desierto sin agua. Por la mañana su boca
estaba seca, y su lengua rígida y contraída, de suerte que no podía articular
una palabra para pedir alivio, y lo hacía por señas. Una calentura continua se
agrega a todos sus padecimientos; y, sin embargo, sus dolores habituales y los
que sufre por los demás continuaban siempre los mismos. No podía seguir el
relato de la Pasión, sino después de haber tomado alguna fuerza. No lo
contaba todos los días, ni de una vez, sino parándose muchas veces.
El sábado 8 de Marzo de 1823 había contado, presa de padecimiento infinito, la
flagelación de Jesús, que había sido la visión de la noche precedente, y que
pareció presentársela casi todo el día. Pero al fin de éste hubo una interrupción
en la serie seguida hasta aquí en las visiones de la Pasión. Lo advertimos para
mostrar mejor la vida interior de una persona tan extraordinaria, y para dar al
lector de este libro un punto de reposo. Harto hemos experimentado nosotros
mismos que causa a los débiles cierta fatiga la representación de la Pasión del
Salvador, a pesar de que fue para nuestra salvación.
La vida espiritual y corporal de la monja estaba en unión continua con la vida
diaria de la Iglesia en el tiempo. Era unión más íntima que la que pone nuestra
vida bajo la dependencia de las estaciones, de las horas del día, del sol y de la
luna, del clima y de la temperatura, y por la cual daba un testimonio perpetuo
de la existencia y de la significación de todos los misterios y de todas las
solemnidades celebradas por la Iglesia en el tiempo. Las seguía tan
puntualmente, que, en los maitines de cada feria, en todo su estado interior y
exterior, espiritual y corporal, se obraba un cambio. Cuando el sol espiritual de
uno de los días de la Iglesia se había puesto, ella se volvía al instante hacia el
sol del día siguiente, como penetrándose todas sus oraciones, todos sus
trabajos, todos sus padecimientos, de la gracia especial concedida a este
nuevo día, al modo que una planta se baña en el rocío y se regocija con la luz y
el color de la aurora.
Verificábase una revolución en todo su cuerpo, no precisamente cuando la
campana tocaba el Ángelus, al anochecer, el cual puede tocarse más tarde o
más temprano a causa de la ignorancia de los que están encargados de ello,
sino en el momento real y preciso de una nueva reproducción del orden
eterno, a una hora en que los hombres no les es dado apreciarla por sus sentidos.
Si la Iglesia celebraba una fiesta dolorosa, se la veía abatida y lánguida; pero al
comenzar una fiesta de regocijo, su cuerpo y su alma se levantaban animados
por un rocío de nueva gracia, y hasta la noche estaba tranquila, alegre, como si
hubiesen desaparecido sus dolores. Todo esto pasaba en Ana sin la
participación de su voluntad. Pero como desde su niñez había tenido el deseo
sincero de ser obediente a Jesús y a su Iglesia, Dios había modificado su
naturaleza de modo que se volvía espontáneamente hacia la Iglesia como una,
planta hacia la luz, aunque la rodeen de una noche artificial.
El sábado 8 de Marzo de 1823, después de puesto el sol, habiendo acabado de
contar, con mucho trabajo, las escenas de la flagelación, del Señor, se calló de
pronto, y el que escribe estas paginas creyó que su alma había pasado a la
contemplación de la coronación de espinas. Pero después de algunos minutos
de reposo, su cara, alterada y pálida como la de un agonizante, recobró dulce
serenidad, y pronunció algunas palabras en el tono afectuoso con que se habla
a los niños:
«¡Ah, qué niño tan amable! ¿quién es? Esperad: voy a preguntárselo. Se llama
José. Se viene a mí corriendo por medio de la multitud. ¡Pobre niño! Se sonríe,
no sabe nada de lo que pasa. Está casi desnudo; temo que tenga frío. ¡El aire
es tan fresco esta mañana! … Espera; te voy a abrigar un poco».
Después de estas palabras, pronunciadas con tanta verdad, que se podía mirar
alrededor para ver si el niño estaba, tomó unos paños que había a su lado, e
hizo todos los movimientos de una persona compasiva que quiere preservar a
un niño del frío. Su amigo no pudo preguntar la explicación de lo que había
motivado estas palabras, porque su estado cambió de pronto. Una persona que
la cuidaba pronunció la palabra obediencia; esta palabra era el nombre de uno
de los votos por los cuales ella se había consagrado a Dios, y al instante
recogió sus ideas como un niño dócil a quien ha llamado su madre
despertándolo de un sueño profundo. Tomó su rosario y el crucifijo que
tenía siempre sobre sí, compuso su ropa, se restregó los ojos y se sentó; la
llevaron desde su cama a una silla, pues estaba incapaz de tenerse y de andar;
era la hora de hacerle la cama. Su amigo se fue para escribir lo que había
recogido en el día.
El domingo 9 de Marzo preguntó a la persona que la cuidaba: «¿Qué quería
decir la enferma ayer tarde cuando hablaba de un niño llamado José?» Y esta
persona respondió: «Se ha ocupado mucho tiempo en el pequeñuelo José; es
el hijo de una de mis primas, que Ana quiere mucho. Tengo miedo que esto
presagie una enfermedad a este niño, pues ella ha dicho muchas veces que
estaba casi desnudo y que temía que tuviese frió». Su amigo se acordó, en
efecto, de haber visto a ese niño jugar muchas veces sobre la cama de la
enferma, y él creyó sólo que Ana habría soñado la víspera con él. Más tarde,
cuando la volvió a ver para que le siguiese contando las escenas de la Pasión,
la halló más serena y en mejor estado que los días anteriores. Ana le dijo que
no había visto nada más después de la flagelación, cuando le hizo preguntas
acerca del pequeño José, del que había hablado tanto, no se acordaba de haber
mencionado a semejante niño. Le preguntó cómo estaba tan serena y tan
buena; ella le respondió que siempre le sucedía lo mismo en medio de la
Cuaresma, que la Iglesia cantaba con lsaías en el introito de la Misa:
«!Regocíjate, Jerusalén! Juntaos los que la amáis, regocijos vosotros que
estabais tristes; entregaos a la alegría, y llenaos de consolación». Que era un
día de regocijo, y que además en el Evangelio del día el Señor había dado de
comer a cinco mil hombres con cinco panes y dos peces, y que habían sobrado
doce canastos; que era menester regocijarse. Añadió que la había también
alimentado por la mañana con la Sagrada Comunión, y que en ese día de la
Cuaresma se había sentido siempre fortificada espiritual y corporalmente. Su
amigo dio una ojeada al Almanaque de Münster, y vio que, ademas del
domingo de Laetare, se celebraba en esa diócesis la fiesta de San José, lo que
ignoraba, pues en otras partes esta fiesta cae el 19 de Marzo. Se lo advirtió, y
le preguntó si era esa circunstancia la que le había hecho hablar de José, y
Ana le respondió que sabía bien que era la fiesta del padre putativo de Jesús;
pero que no se había acordado de ese niño que tenía su nombre. En medio de
esta conversación se acordó de pronto del objeto de su visión de la víspera.
Era, en efecto, una imagen alegre de San José, que con motivo de su fiesta, y
del domingos de Laetare, se había introducido en medio de las visiones de la
Pasión.
Hemos advertido que el que le hablaba le enviaba sus mensajeros bajo la
forma de un niño, y que esto sucedía en los casos en que el arte humano
también hubiera podido usar de la figura de un niño para interpretar su
pensamiento. Si, por ejemplo, una de sus visiones de la Historia Sagrada le
presentaba una profecía cumplida, ella veía cerca de la pintura que tenía
delante de los ojos a un niño, que en su postura, en su vestido, en el modo de
tener en la mano o de llevar en la punta de un palo su escrito profético,
reproducía el carácter de tal o cual profeta. Si tenía que sufrir grandes dolores,
venía hacia ella un niño dulce y silencioso, vestido de verde, se sentaba con
aire de resignación sobre el borde de la cama, se dejaba llevar de un brazo al
otro, o poner en el suelo sin decir nada. La miraba constantemente con afecto,
y la consolaba: era la Paciencia. Si en un momento de cansancio o de padecer
extraordinario, Ana se ponía en relación con algún Santo, sea por la
celebración de su fiesta, sea por intermedio de una reliquia, veía escenas de: la
niñez de ese Santo, y otras veces veía su martirio con las circunstancias más
terribles de sus mayores padecimientos: la consolación, y aun la instrucción y
los avisos le venían por imágenes de niños. Sucedía también que en ciertas
penas, en ciertas angustias a las cuales no sabía resistir, se dormía y se
transportaba a algún peligro que había corrido en su infancia. Creía, como lo
mostraban sus palabras y sus gestos durante el sueño, que se había vuelto
una pobre aldeanita de cinco años, que al atravesar un seto se quedó agarrada
a las espinas y lloraba. Entonces se reproducían siempre escenas verdaderas
de su infancia, y algunas veces se hacia alusión a ellas por palabras como
éstas: «¿Por qué gritas? Yo no tiraré de los espinos hasta que no esperes mi
socorro con paciencia, pidiéndomelo con amor». Habla obedecido a esta orden
siendo niña, y la seguía en su vejez, en medio de sus más terribles pruebas; y
cuando estaba despierta, hablaba riéndose del seto adonde se había quedado
presa, de ese medio de paciencia y de oración que se le había dado como una
llave para salir. Ana lo había recibido en su infancia, y lo había omitido con
frecuencia, mas nunca le había faltado cuando había recurrido a él. Contó los
trozos siguientes de las visiones que la víspera habían interrumpido las
escenas de la Pasión, al principio de los maitines de la fiesta de San José.

 

XXXV
La infancia de San José interrumpe las visiones de la Pasión
En medio de esos terribles acontecimientos, yo estaba en Jerusalén, tan pronto
en un sitio como en otro, y sucumbía bajo el peso de la aflicción y de un
padecimiento tan amargo como la muerte. Mientras azotaban a mi adorable
Esposo, estaba sentada a su lado, en un sitio adonde ningún judío se atrevía a
venir para no mancharse. No era ese mi temor; al contrario, deseaba que una
sola gota de su sangre cayera sobre mi para purificarme. Tenía el corazón tan
partido, que me parecía que iba a morir; pues no podía socorrer a Jesús.
Gemía y lloraba a cada golpe que le daban, y sólo extraviaba que no me
echaran. Cuando los verdugos de Jesús le llevaron al cuerpo de guardia para
ponerle la corona de espinas, hubiera querido correr para contemplarle en sus
nuevos dolores. Entonces fue cuando la Madre de Jesús, rodeada de las
santas mujeres, limpió la sangre de su Hijo al pie de la columna. El pueblo y los
enemigos de Jesús daban gritos tumultuosos mientras lo conducían. El dolor y
la angustia me acababan; no podía sostenerme, y, sin embargo, quería
arrastrarme hasta el sitio adonde Jesús iba a ser coronado de espinas.
Entonces vi llegar un niño maravilloso, con el pelo dorado, y que llevaba solo
un cinturón alrededor del cuerpo; pasaba entre los velos de las santas mujeres,
entre las piernas de los hombres, y se vino a mi corriendo. Era alegre y amable,
me tomaba la cabeza para volverla de otro lado, y con sus caricias me impedía
mirar el triste espectáculo que tenía delante de mis ojos. Este niño me dijo:
«¿No me conoces? Me llamo José, y soy de Belén». Después comenzó a
hablarme del pesebre, del nacimiento de Jesús, de los pastores, de los tres
Reyes, y contaba cuán bello y cuán maravilloso había sido todo eso. Yo temía
que tuviera frío, porque tenía muy poca ropa, y estaba granizando; pero me
puso sus manos en la cara, diciéndome: «Mira qué calor tengo; adonde estoy
no se siente el frío». Yo estaba llorando a causa de la corona de espinas que
veía trenzar; pero él me consoló y me dijo una bella parábola para explicarme
como la alegría saldría de todos esos padecimientos. Había en esta parábola
muchas explicaciones del sentido místico de los padecimientos del Señor. Me
enseñó el campo en donde habían nacido las espinas de la corona de Jesús;
me dijo lo que significaban esas espinas, como esos campos se cubrirían de
magníficos frutos, y que las espinas formarían alrededor de ellos un muro
protector cubierto de rosas. Lo explicaba todo de un modo tan afectuoso y tan
alegre, que las espinas parecían volverse rosas, con las que nos adornamos.
Todo lo que decía estaba lleno de interés; pero desgraciadamente se me ha
olvidado la mayor parte. Había una pintura larga del nacimiento y de la
extensión de la Iglesia, llena de comparaciones de niños.
No me dejó mirar la Pasión de Jesús, y me llevó a otras escenas diferentes. Yo
misma me volví un niño, y corrí con José a Belén: me enseñaba los lugares en
donde había pasado su infancia; rezábamos juntos en el pesebre, adonde se
refugiaba cuando sus hermanos le atormentaban a causa de su piedad precoz.
Me parecía que veía su familia viviendo todavía en la casa que había habitado
el padre de David, y que en la época del nacimiento de Jesús había caído en
manos extrañas; pues entonces vivían en ella empleados romanos, a los
cuales José debía pagar la contribución. Estábamos alegres como niños, y era
como si Jesús y su Madre aún no hubiesen nacido. Así la víspera de la fiesta
de San José pasé de las escenas dolorosas de la Pasión a una visión alegre y
consoladora.
El día de San José, Ana no vio nada de la Pasión, y sólo dijo lo que sigue,
sobre la conducta de María y de Magdalena.
La cara de la Virgen esta pálida y desencajada; sus ojos están colorados de las
lágrimas. No puedo expresar su simplicidad y su dignidad. Desde ayer no ha
cesado de andar errante, en medio de su angustia, por el valle de Josafat y las
calles de Jerusalén, y, sin embargo, no hay ni desorden ni descompostura en
su vestido, no hay un solo pliegue que no respire santidad; todo en ella es
simple. digno, lleno de pureza y de inocencia. María mira majestuosamente a
su alrededor, y los pliegues de su velo, cuando vuelve la cabeza, tienen una
vista singular. Sus movimientos son sin violencia, y en medio del dolor más
amargo, su aspecto es sencillo y sereno. Su vestido esta húmedo del roció de
la noche y de las abundantes lagrimas que ha derramado. Es bella, de una
belleza indecible y sobrenatural: esta belleza es pureza inefable, simplicidad,
majestad y santidad.
Magdalena tiene un aspecto diferente. Es mas alta y mas fuerte; su persona y
sus movimientos son mas pronunciados. Pero las pasiones, el arrepentimiento,
su dolor enérgico han destruido su belleza. Da miedo el verla tan desfigurada
por la violencia de su desesperación; sus largos cabellos cuelgan desatados
debajo de su velo despedazado. Está toda trastornada, no piensa mas que en
su dolor, y parece casi una loca. Hay mucha gente de Magdala y de sus
alrededores que la han visto llevar una vida, primero tan elegante, y después
tan escandalosa. Como ha vivido mucho tiempo escondida, hoy la señalan con
el dedo y la llenan de injurias, y aún los hombres del populacho de Magdala
le tiran lodo. Pero ella no advierte nada: ¡tan absorta estaba en su dolor!

 

XXXVI
Coronación de espinas
Cuando la monja volvió a sus visiones sobre la Pasión, sintió una calentura
muy fuerte y una sed ardiente. Estaba tan abatida el lunes, después del
domingo de Laetare, que contó lo que sigue con mucho trabajo y sin mayor
orden.
Durante la flagelación de Jesús, Pilatos habló muchas veces al pueblo, que una
vez gritó: «Es menester que muera, aunque debamos morir también nosotros».
Cuando Jesús fue conducido al cuerpo de guardia, gritaron también; «¡Que
muera! que muera!» Después hubo silencio. Pilatos dio ordenes a sus soldados,
y los príncipes de los sacerdotes mandaron a sus criados que les trajesen de
comer. Pilatos, con el espíritu agitado por sus supersticiones, se retiró algunos
instantes para consultar a sus dioses y ofrecerles incienso.
La Virgen y sus amigos se retiraron de la plaza, después de haber recogido la
sangre de Jesús. Vi que entraban con sus lienzos ensangrentados en una
casita poco distante. No sé de quién era.
La coronación de espinas se hizo en el patio interior del cuerpo de guardia
había allí cincuenta miserables, criados, carceleros, alguaciles, esclavos y otras
gentes de igual jaez. El pueblo estaba alrededor del edificio; pero pronto se vio
rodeado de mil soldados romanos, puestos en buen orden, cuyas risas y burlas
excitaban el ardor de los verdugos de Jesús, como los aplausos del público
excitan a los cómicos.
En medio del patio había un trozo de una columna; pusieron sobre él un
banquillo muy bajo, y lo llenaron de piedras agudas. Le quitaron a Jesús los
vestidos del cuerpo, cubierto de llagas, y le pusieron una capa vieja colorada
de un soldado, que no le llegaba a las rodillas. Lo arrastraron al asiento que le
habían preparado, y lo sentaron brutalmente. Entonces le pusieron la corona de
espinas alrededor de la cabeza, y la ataron fuertemente por detrás. Estaba
hecha de tres varas de espino bien trenzadas, y la mayor parte de las puntas
estaban vueltas a propósito hacia dentro. Habiéndosela atado, le pusieron una
caña en la mano; todo esto lo hicieron con una gravedad irrisoria, como si
realmente lo coronasen rey. Le quitaron la caña de las manos, y le pegaron con
tanta violencia en la corona de espinas, que los ojos del Salvador estaban
inundados de sangre. Se arrodillaron delante de Él, le hicieron burla, le
escupieron a la cara, y le abofetearon, gritándole: «¡Salve Rey de los Judíos!»
Después lo tiraron con su asiento, y lo volvieron a levantar con violencia.
No podría repetir todos los ultrajes que imaginaban estos hombres. Jesús
sufría una sed horrible; sus heridas le habían dado calentura, y tenía frío; su
carne estaba rasgada hasta los huesos, su lengua estaba contraída, y la
sangre sagrada que corría de su cabeza refrescaba su boca ardiente y
entreabierta. Jesús fue así maltratado por espacio de media hora en medio de
la risa, de los gritos y de los aplausos de los soldados formados alrededor del
Pretorio.