XII
Judas y los suyos
No creía Judas que su traición tuviese el resultado que tuvo. Quería obtener la
recompensa ofrecida, y agradar a los fariseos entregando a Jesús. No pensaba
en el juicio ni en la crucifixión del Maestro; sus miras no iban tan allá: el dinero
sólo preocupaba su espíritu, y desde mucho tiempo antes se había puesto en
relación con varios fariseos y algunos saduceos astutos, que lo incitaban a la
traición halagándolo. Estaba cansado de la vida errante y penosa de los
apóstoles. En los últimos meses no había cesado de robar las limosnas de que
era depositario, y su avaricia, excitada por la liberalidad de Magdalena cuando
derramó los perfumes sobre Jesús, lo llevo al último de los crímenes. Había
esperado siempre en un reino temporal de Jesús, que le proporcionase un
empleo brillante y lucrativo. Como esto no se realizara, se ocupaba en atesorar
dinero. Veía que las penas y las persecuciones arreciaban, y quería ponerse
bien con los poderosos enemigos del Señor al acercarse el peligro. Veía que
Jesús no se hacía rey, mientras que la dignidad del Sumo Sacerdote ejercía
grande impresión en su ánimo. Intimaba más y más cada día con sus agentes,
que le halagaban y le decían de un modo positivo que en todo caso pronto
acabarían con Jesús. Se cebó cada vez más en estos pensamientos
criminales, y, a lo último, multiplicó sus entrevistas para decidir a los príncipes
de los sacerdotes a obrar. Estos iban en el asunto no tan aprisa, y lo trataron
con desprecio. Decían que faltaba poco, antes de la Pascua, y que esto
causaría desorden y tumulto. El sanedrín soló prestó alguna atención a las
proposiciones de Judas. Después de la recepción sacrílega del Sacramento,
Satanás se apodero de él, y salió a concluir su crimen. Buscó primero a los
negociadores que lo habían lisonjeado hasta entonces, y que lo acogieron con
fingida amistad. Vinieron después otros, entre los cuales estaban Caifás y
Anás; este último le habló en tono altanero y burlesco. Andaban irresolutos, y
no estaban seguros del éxito, porque no se fiaban de Judas.
Vi el imperio infernal dividido: Satanás quería el crimen de los judíos, y
deseaba la muerte de Jesús, el que a tantos convertía, el Santo Doctor, el
Justo que él detestaba; pero sentía también cierto temor interior de la muerte
de esta inocente víctima que no quería huir de sus perseguidores. Le vi por un
lado excitando el odio y el furor de los enemigos de Jesucristo, y por otro
insinuar a alguno de entre ellos que Judas era un malvado, un miserable; que
no se podía celebrar el juicio antes de la Pascua, ni reunir testigos contra Jesús.
Cada uno expresaba una opinión diferente, y antes de todo preguntaron a
Judas; «¿Podremos prenderlo? ¿No tiene hombres armados con Él?» Y el
traidor respondió: «No; está solo con sus once discípulos: está abatido, y los
once son hombres cobardes». Les dijo que era menester tomar a Jesús ahora o
nunca; que otra vez no podría entregarlo; que no volvería más a su lado; que
hacía algunos días que los otros discípulos de Jesús comenzaban a sospechar
de él. Les dijo también que si ahora no prendían a Jesús, se escaparía y
volvería con un ejército de sus partidarios para ser proclamado rey. Estas
amenazas de Judas produjeron su efecto. Participaron de su modo de pensar,
y recibió el precio de su traición: las treinta monedas. Estas monedas eran
oblongas, agujereadas por un lado, y enhebradas formando cadena; tenían
también cierta efigie.
Judas, resentido del desprecio que le mostraban, se dejó llevar por su orgullo
hasta devolverles su dinero para que lo ofrecieran en el templo, a fin de parecer
a sus ojos como un hombre justo y desinteresado; pero ellos no quisieron,
porque era el precio de la sangre, que no podía ofrecerse en el templo. Judas
vio cuánto le despreciaban, y concibió un profundo resentimiento. No esperaba
recoger los frutos amargos de su traición antes de consumarla; pero se había
entrometido tanto con esos hombres, que estaba entregado en sus manos, y
no podía librarse de ellos. Observábanle de cerca, y no le dejaron salir hasta
que explicó la traza que habían de seguir para prender a Jesús. Tres fariseos lo
acompañaron cuando bajó a una sala donde estaban los soldados del templo,
que no eran sólo judíos, sino de varias naciones. Cuando todo estuvo
preparado, y reunido el suficiente número de soldados, Judas corrió al
Cenáculo, acompañado de un servidor de los fariseos para avisarles si Jesús
estaba allí todavía; y si era fácil prenderlo tomando las puertas, debía
mandárselo a decir por el mismo mensajero.
Poco antes que Judas recibiese el precio de su traición, un fariseo había salido
y mandado siete esclavos a buscar madera para preparar la cruz de Jesús, en
caso de que fuera juzgado, porque al día siguiente no habría bastante tiempo,
a causa del principio de la Pascua. Tomaron la madera a un cuarto de legua de
allí, cerca de un gran muro donde había mucha perteneciente al servicio del
templo, y la llevaron a una plaza detrás del tribunal de Caifás. La pieza principal
de la cruz había sido un árbol del valle de Josafat, plantado cerca del torrente
de Cedrón: habiendo caído atravesado, habían hecho de él una especie de
puente. Cuando Nehemías escondió el fuego y los vasos sagrados en el
estanque de Betesda, lo echaron por encima con otros maderos; después lo
habían sacado y puesto a un lado. La cruz fue preparada de un modo
particular, bien sea porque querían burlarse de su dignidad de rey, bien sea por
una casualidad aparente. Se componía de cinco piezas, sin contar la
inscripción. He visto otras muchas cosas relativas a la cruz, y he sabido la
significación de las diversas circunstancias; pero todo se me ha olvidado.
Judas volvió diciendo que Jesús no estaba en el Cenáculo, pero que debía
estar ciertamente en el monte de los Olivos, en el sitio donde tenia costumbre
de orar. Pidió que enviaran con él una pequeña partida de soldados, por miedo
de que los discípulos, que estaban alertas, no se alarmasen y excitaran una
sedición. Trescientos hombres debían ocupar las puertas y las calles de Ofel,
parte de la ciudad situada al Sur del templo, y el valle del Millo, hasta la casa
de Anás, en lo alto de Sión, a fin de enviar refuerzo si era necesario; pues él
decía que todo el pueblo de Ofel era partidario de Jesús. El traidor les dijo
también que tuviesen cuidado de no dejarlo escapar, porque con medios
misteriosos había desaparecido muchas veces en el monte, volviéndose
invisible a los que lo acompañaban. Les aconsejó que lo atasen con una
cadena, y que usaran ciertos medios mágicos para impedir que la rompiera.
Los judíos recibieron estos avisos con desprecio, y le dijeron: «Si lo llegamos a
prender, no se escapará».
Judas tomó sus medidas con los que le debían acompañar; quería entrar en el
huerto delante de ellos, y besar y saludar a Jesús como amigo y discípulo;
entonces los soldados se presentarían y prenderían a Jesús. Deseaba que
creyeran que se hallaba allí por casualidad; y cuando ellos se presentaran, él
huiría como los otros discípulos, y no volverían a oír hablar de él. Pensaba
también que habría algún tumulto; que los apóstoles se defenderían, y que
Jesús desaparecería como hiciera otras veces. Este pensamiento le asaltaba
cuando se sentía mortificado por el desprecio de los enemigos de Jesús; pero
sin arrepentirse, porque se había entregado enteramente a Satanás. No quería
tampoco que los que vinieran detrás de él trajesen cadenas y cordeles; le
concedieron en apariencia lo que deseaba, pero le trataron como un traidor, del
cual nadie se fía, y que se rechaza cuando se han servido de él. Los soldados
tenían orden de vigilar a Judas y de no dejarlo hasta que apresaran a Jesús,
porque había recibido su recompensa, y temían que escapase con el dinero, y
que no le prendieran, o que apresaran a otro en su lugar. La tropa escogida
para acompañara a Judas se componía de veinte soldados de la guardia del
templo y de los que estaban a las ordenes de Anás y de Caifás. Estaban
vestidos, poco mas o menos, como los soldados romanos; llevaban morriones,
y tenían correas pendientes en derredor de las piernas. Se distinguían
especialmente por la barba, pues los romanos en Jerusalén no la llevaban más
que sobre los carrillos, y tenían la barba y los labios afeitados. Todos los veinte
tenían espadas; ademas, algunos tenían picas, y llevaban palos con faroles y
hachas de viento; pero cuando emprendieron la marcha, no encendieron más
que una sola. Primero querían haber dado a Judas una escolta más numerosa,
pero él dijo que se descubriría fácilmente, porque desde el monte de los Olivos
se dominaba todo el valle. La mayor parte se quedó en Ofel, y pusieron
centinelas por todas partes para reprimir toda tentativa en favor de Jesús.
Judas fue con los veinte soldados; pero seguido a cierta distancia de cuatro
alguaciles de la ínfima clase, que llevaban cordeles y cadenas; detrás de éstos
venían los seis agentes con los cuales había tratado Judas desde el principio.
Eran un sacerdote, confidente de Anás, un afiliado de Caifás, dos fariseos y
dos saduceos, que eran también herodianos. Estos hombres, aduladores de
Anás y de Caifás, les servían de espías, y Jesús no tenía mayores enemigos.
Los soldados estuvieron acordes con Judas hasta llegar al sitio donde el
camino separa el Huerto de los Olivos del de Getsemaní; al llegar allí, no
quisieron dejarlo ir solo delante, y lo trataron dura e insolentemente.
XIII
Prisión de Jesús
Hallándose Jesús con los tres apóstoles en el camino, entre Getsemaní y el
Huerto de los Olivos, Judas y su gente aparecieron a veinte pasos de allí, a la
entrada del camino; hubo una disputa entre ellos, porque Judas quería que los
soldados se separasen de él para acercarse a Jesús como amigo, a fin de no
aparecer en inteligencia con ellos; pero éstos, parándolo, le dijeron: «No,
camarada; no te escaparás hasta que tengamos al Galileo». Viendo que los
ocho apóstoles corrían al ruido, llamaron a los cuatro alguaciles, que estaban a
cierta distancia. Cuando Jesús y los tres apóstoles reconocieron a la luz de la
antorcha esta turba de gente armada, Pedro quería rechazarlos con la fuerza, y
dijo: «Señor, los ocho están cerca de aquí; ataquemos a los alguaciles». Pero
Jesús le dijo que se estuviera quieto, y dio algunos pasos atrás. Cuatro
discípulos habían salido del huerto de Getsemaní, y preguntaban qué sucedía.
Judas quiso entrar en conversación con ellos y contarles cualquier cosa; pero
los soldados se lo impidieron. Estos cuatro discípulos eran Santiago el Menor,
Felipe, Tomás y Natanael: este último era hijo del viejo Simeón, y algunos otros
habían venido a Getsemaní con los ocho apóstoles, o enviados por los amigos
de Jesucristo para saber noticias suyas, o excitados por la curiosidad. Los otros
discípulos andaban errantes acá y allá, observando, y decididos a huir.
Jesús se acercó a la tropa, y dijo en voz alta e inteligible: «A quién buscáis?»
Los jefes de los soldados respondieron: «A Jesús Nazareno». «Yo soy», replico
Jesús. Apenas había pronunciado estas palabras, cuando cayeron en el suelo,
como atacados de una apoplejía. Judas, que estaba todavía aliado de ellos, se
sorprendió, y queriendo acercarse a Jesús, el Señor le tendió la mano, y le
dijo: «Amigo mío, ¿qué has venido hacer aquí?» Y Judas, balbuceando, habló
de un negocio que le habían encargado. Jesús le respondió en pocas palabras,
cuya sustancia es ésta: «¡Más te valdría no haber nacido!» No me acuerdo bien
distintamente. Mientras tanto, los soldados se levantaron y se acercaron al
Señor, esperando la señal del traidor, el beso que debía dar a Jesús. Pedro y
los otros discípulos rodearon a Judas, y lo llamaron ladrón y traidor. Quiso
persuadirlos con mentiras, pero no pudo, porque los soldados lo defendían
contra los apóstoles, y por eso mismo atestiguaban contra él.
Jesús dijo por segunda vez; «¿A quién buscáis?» Ellos respondieron de nuevo:
«A Jesús Nazareno». »Yo soy, ya os lo he dicho; soy Yo a quien buscáis. Dejad
a éstos». A estas palabras los soldados cayeron por segunda vez con
contorsiones semejantes a las de la epilepsia, y Judas fue rodeado otra vez por
los apóstoles, exasperados contra él. Jesús dijo a los soldados: «Levantaos».
Se levantaron, en efecto, llenos de terror; pero como los apóstoles estrechaban
a Judas, los soldados le libraron de sus manos, y le mandaron con amenazas
que les diera la señal convenida, pues tenían orden de prender a Aquél a quien
besara. Entonces Judas vino a Jesús, y le dio un beso con estas palabras:
«Maestro, yo te saludo». Jesús le dijo; «Judas, tu vendes al Hijo del hombre con
un beso». Entonces los soldados rodearon a Jesús, y los alguaciles, que se
habían acercado, le echaron mano. Judas quiso huir; pero los apóstoles lo
detuvieron; y lanzándose sobre los soldados, gritaron: «Maestro,
¿desnudaremos la espada’?» Pedro, más decidido que los otros, tomó la suya,
pegó a Maleo, criado del Sumo Sacerdote, que quería rechazar a los apóstoles,
y le hirió en la oreja; éste cayo en el suelo, y el tumulto llego entonces a su
colmo.
Los alguaciles habían tomado a Jesús para atarlo: los soldados lo rodeaban un
poco más de lejos, y, entre ellos, Pedro había herido a Maleo. Otros soldados
estaban ocupados en rechazar a los discípulos que se acercaban, o en
perseguir a los que huían. Cuatro discípulos se veían a lo lejos; los soldados no
se habían aun repuesto del terror de su caída, y no se atrevían a alejarse por
no disminuir la tropa que rodeaba a Jesús. Judas, que había huido después de
haber dado el beso traidor, fue detenido a poca distancia por algunos
discípulos, que lo llenaron de insultos; pero los seis fariseos que llegaron en
este momento, lo libertaron, y los cuatro alguaciles se ocuparon en atar al
Señor, que tenían entre sus manos.
Tal era el estado de cosas cuando Pedro pegó a Maleo, y Jesús le había dicho
en seguida: «Pedro, mete tu espada en la vaina, pues el que a cuchillo mata a
cuchillo muere: ¿crees tú que Yo no puedo pedir a mi Padre que me envié mas
de doce legiones de ángeles? ¿No debo yo apurar el cáliz que mi Padre me ha
dado a beber? ¿Cómo se cumpliría la Escritura si estas cosas no sucedieran?»
Y añadió: «Dejadme curar a este hombre». Se acercó a Maleo, tomó su oreja,
oró, y la curó. Los soldados estaban a su alrededor con los alguaciles y los seis
fariseos; éstos le insultaban, diciendo a la turba: «Es un enviado del diablo; la
oreja parecía cortada por sus hechicerías, y por sus mismos hechizos la ha
curado».
Entonces Jesús les dijo: «Habéis venido a prenderme como un asesino, con
armas y palos; he enseñado todos los días en el templo, y no me habéis
prendido; pero vuestra hora, la hora del poder de las tinieblas, ha llegado».
Mandaron que lo atasen, y lo insultaban diciéndole: «Tú no has podido
vencernos con tus encantos». Jesús les dio una respuesta, de la que no me
acuerdo bien, y los discípulos huyeron en todas direcciones. Los cuatro
alguaciles y los seis fariseos no cayeron cuando los soldados, y por
consecuencia no se habían levantado. Así me fue revelado, porque estaban del
todo entregados a Satanás, lo mismo que Judas, que tampoco se cayó, aunque
estaba al lado de los soldados. Todos los que cayeron y se levantaron se
convirtieron después, y fueron cristianos. Estos soldados habían sólo rodeado
a Jesús, pero no habían puesto las manos sobre Él. Maleo se convirtió después
de su cura, y en las horas siguientes sirvió de mensajero a María y a los otros
amigos del Salvador.
Los alguaciles ataron a Jesús con la brutalidad de un verdugo. Eran paganos, y
de baja estofa. Tenían el cuello, los brazos y las piernas desnudos: eran
pequeños, robustos y muy ágiles: el color de la cara era moreno rojizo, y
parecían esclavos egipcios.
Ataron a Jesús las manos sobre el pecho con cordeles nuevos y durísimos; le
ataron el puño derecho bajo del codo izquierdo, y el puño izquierdo bajo del
codo derecho. Le pusieron alrededor del cuerpo una especie de cinturón lleno
de puntas de hierro, al cual le ataron las manos con ramas de sauce;
pusiéronle al cuello una especie de collar lleno de puntas, del cual salían dos
correas que se cruzaban sobre el pecho como una estola, e iban atadas al
cinturón. De éste salían cuatro cuerdas, con las cuales tiraban al Señor de un
lado y de otro, según su inhumano capricho.
Se pusieron en marcha, después de haber encendido muchas hachas. Diez
hombres de la guardia iban delante; después seguían los alguaciles, que
tiraban de Jesús por las cuerdas; detrás los fariseos, que lo llenaban de
injurias; los otros diez soldados cerraban el séquito. Los discípulos andaban
errantes a cierta distancia, dando gritos y como fuera de si: Juan seguía de
cerca a los soldados que estaban detrás, y los fariseos les mandaron que lo
prendieran. En efecto: algunos corrieron hacia él ; pero huyó, dejando entre sus
manos su sudario, por el cual le habían prendido. Se había quitado su capa, y
no llevaba mas que un vestido interior, corto y sin mangas, a fin de poderse
escapar más fácilmente. Se había puesto alrededor del cuello, de la cabeza y
de los brazos una banda larga de lienzo que los judíos llevan ordinariamente.
Los alguaciles maltrataban a Jesús de la manera más cruel, para adular
bajamente a los fariseos, que estaban llenos de odio y de rabia contra el
Salvador. Le llevaban por caminos ásperos, por encima de las piedras, por el
lodo, y tiraban de las cuerdas con toda su fuerza. Tenían en la mano otras
cuerdas con nudos, y con ellas le pegaban, como un carnicero pega a la res
que lleva a sacrificar, y todas estas crueldades iban acompañadas de insultos
tan soeces, que la decencia no me permite contarlos. Jesús estaba descalzo;
tenía, además de su vestido ordinario, una túnica de lana sin costuras, y otro
vestido por encima. Cuando prendieron al Salvador, no vi que le presentasen
ninguna orden, ni ninguna escritura: lo trataron como si hubiera estado fuera de
la ley.
Andaban de prisa; al dejar el camino que está entre el Huerto de los Olivos y el
de Getsemaní, volvieron a la derecha, y llegaron al puente sobre el torrente de
Cedrón. Jesús, al ir al Huerto de los Olivos, no pasó este puente; tomó un
camino de rodeo por el valle de Josafat, que conducía a otro puente más al
Sur. El que pasaba ahora era muy largo, porque se extendía mas lejos que la
ensenada del torrente, a causa de la desigualdad del terreno. Antes de llegar a
él vi a Jesús dos veces caer en el suelo por los violentos tirones que le daban.
Pero al llegar al medio del puente, su crueldad no tuvo límites; empujaron
brutalmente a Jesús atado, y lo echaron desde su altura en el torrente,
diciéndole que saciara su sed. Sin la asistencia divina, esto sólo hubiera
bastado para matarlo. Cayó sobre las rodillas y sobre la cara, que se la hubiera
despedazado contra los cantos, que estaban apenas cubiertos con un poco de
agua, si no la hubiera protegido con los brazos juntos atados, pues se habían
soltado de la cintura, sea por auxilio divino, o porque los alguaciles los
desataran. Las rodillas, los pies, los codos y dedos se imprimieron
milagrosamente en la piedra adonde cayó, y esta marca fue después objeto de
veneración. Las piedras eran más blandas y más creyentes que el corazón de
los hombres, y daban testimonio, en aquellos terribles momentos, de la
impresión que la verdad suprema hacía sobre ellas.
Yo no he visto a Jesús beber, a pesar de la sed ardiente que siguió a su agonía
en el Huerto de los Olivos; le vi beber agua del Cedrón cuando le echaron en
él, y supe que se cumplió un pasaje profético de los Salmos, que dice que
beberá en el camino del agua del torrente (Salmo CIX). Los alguaciles tenían
siempre a Jesús atado con las cuerdas. Pero no pudiéndole hacer atravesar el
torrente, a causa de una obra de albañilería que había al lado opuesto,
volvieron atrás, y lo arrastraron con las cuerdas hasta el borde. Entonces
aquellos miserables lo empujaron sobre el puente, llenándole de injurias, de
maldiciones y de golpes. Su larga túnica de lana, toda empapada en agua, se
pegaba a sus miembros; apenas podía andar, y al otro lado del puente cayó
otra vez en tierra. Lo levantaron con violencia, sacudíanle con las cuerdas, y
ataron a su cintura los bordes de su vestido húmedo, en medio de los insultos
más infames. No era aun media noche cuando vi a Jesús al otro lado del
Cedrón, arrastrado inhumanamente por los cuatro alguaciles sobre un sendero
estrecho, entre las piedras, los cardos y las espinas. Los seis perversos
fariseos iban tan próximos a Él cuanto el camino se lo permitía, y con palos de
diversas formas, a empujones, le punzaban, lloviendo sobre Él los golpes.
Cuando los pies desnudos y ensangrentados de Jesús rasgábanse con las
piedras o los abrojos, dirigíanle insultos llenos de cruel ironía, diciendo: «Su
precursor Juan Bautista no le ha preparado mal camino»; o bien: «Las palabras
de Malaquías: Envió delante de Ti mi ángel para prepararte el camino, no
tienen aplicación aquí», etc. Y cada burla de estos hombres era como una
espuela para los alguaciles, que redoblaban los malos tratamientos con Jesús.
Sin embargo, advirtieron que algunas personas se aparecían acá y allá a lo
lejos; pues muchos discípulos se habían juntado al oír la prisión del Señor, y
querían saber qué sería del Maestro. Los enemigos de Jesús, temiendo alguna
agresión, dieron con sus gritos señal para que les enviasen refuerzo. Distaban
todavía algunos pasos de una puerta situada al Mediodía del templo, y que
conduce, por un arrabal, llamado Ofel, a la montana de Sión, adonde vivían
Anás y Caifás. Vi salir de esta puerta unos cincuenta soldados. Llevaban
muchas hachas; eran insolentes, alborotadores, y a grandes voces anunciaban
su llegada felicitando a los que venían gozosos con su triunfo. Unidos ya a la
escolta de Jesús, vi a Maleo y algunos otros aprovecharse del desorden
ocasionado por el tropel para huir al monte de los Olivos.
Cuando esta nueva tropa salió de Ofel, vi a los discípulos, que se habían
presentado a cierta distancia, dispersarse. La Virgen Santísima y nueve de las
santas mujeres, llevadas por su inquietud, fueron al valle de Josafat. Lázaro,
Juan, Marcos, el hijo de la Verónica y el de Simeón, estaban con ellas. Este
último se hallaba en Getsemaní con Natanael y los ocho apóstoles, y había
huido delante de los soldados. Oíanse los gritos, y se veían las luces de ambas
tropas que se juntaban. La Virgen perdió el sentido. Sus amigas se retiraron
con Ella para llevarla a casa de María, madre de Marcos.
Los cincuenta soldados eran un destacamento de una fuerza de trescientos
hombres que ocupaba las puertas y las callas de Ofel, pues el pérfido Judas
había dicho a los príncipes de los sacerdotes que los habitantes de Ofel,
pobres obreros la mayor parte, eran partidarios de Jesús, y que se podía temer
que intentaran liberarlo. El traidor sabía que Jesús había consolado, enseñado,
socorrido y curado a gran número de aquellos pobres obreros. En Ofel se había
detenido el Señor en su viaje de Betania a Hebrón, después de la degollación
de Juan Bautista, sanando a muchos albañiles heridos en la caída de la torre
de Siloé. La mayor parte de aquella pobre gente, después de Pentecostés,
adhirióse a la primera comunidad cristiana. Cuando los cristianos se separaron
de los judíos y establecieron casas para la comunidad, alzáronse chozas y
tiendas desde allí hasta el monte de los Olivos, en medio del valle. También
vivía allí San Esteban. Ofel cubre una altura rodeada de muros, situada al
Mediodía del templo. Este arrabal no me parece más grande que Dulmen.
Los buenos habitantes de Ofel despertaron a los gritos de los soldados, y
saliendo de sus casas, corrieron a las calles y a las puertas para saber lo que
sucedía. Mas los soldados los empujaban brutalmente hacia sus viviendas,
diciéndoles: «Jesús, el malhechor, vuestro falso profeta, va conducido preso. El
sumo sacerdote no quiere dejarle continuar el oficio que tiene: será
crucificado». A esta noticia, no se oían más que gemidos y llantos. Aquellas
pobres gentes, hombres y mujeres, corrían acá y allá vertiendo lagrimas, o se
ponían de rodillas con los brazos extendidos, y clamaban al cielo recordando
los beneficios de Jesús. Pero los soldados los empujaban, maltratándolos, los
hacían entrar por fuerza en sus casas, y no se hartaban de injuriar a Jesús,
diciendo: «Ved aquí la prueba de que es un agitador del pueblo». Sin embargo,
no querían ejercer grandes violencias contra los habitantes de Ofel, por miedo
de que opusieran abierta resistencia, y se contentaban con alejarlos del camino
que debía seguir Jesús.
Mientras tanto, la turba inhumana que conducía al Salvador se acercaba a la
puerta de Ofel, Jesús se cayó de nuevo, y parecía no poder andar. Entonces
un soldado, compadecido, dijo a los demás: «Ya veis que este infeliz casi
sucumbe. Si hemos de conducirle vivo a los príncipes de los sacerdotes,
aflojadle las manos para que pueda apoyarse cuando se caiga». La tropa se
paró, y los alguaciles desataron los cordeles: mientras tanto, otro soldado
compasivo le trajo un poco de agua de una fuente que estaba cerca. Jesús le
dio las gracias, y citó con este motivo un pasaje de los Profetas, que habla de
fuentes de agua viva, y esto le valió mil injurias y mil burlas de parte de los
fariseos. Vi a esos dos hombres, el que le hizo desatar las manos y el que le
dio de beber, favorecidos de una luz interior de la gracia. Se convirtieron antes
de la muerte de Jesús, y se agregaron a sus discípulos.
Vueltos a ponerse en marcha, llegaron a la puerta de Ofel, donde fueron
recibidos por los lamentos de los habitantes, harto obligados por gratitud a
Jesús. Los soldados apenas podían contener a aquella multitud que se
precipitaba por todas partes. Juntaban las manos, y, arrodillándose,
exclamaban: «!Soltad a ese Hombrel ¡Soltad a ese Hombre! ¿Quién nos
ayudará? ¿Quién nos consolará y nos curará? ¡Dadnos a ese Hombre!» Era un
espectáculo doloroso ver a Jesús pálido, desfigurado, cubierto de heridas, el
pelo en desorden, su vestido húmedo y manchado, arrastrado con cuerdas,
empujado a palos y golpes, como pobre animal que conducen al sacrificio,
preso entre alguaciles innobles y medio desnudos, y por soldadesca grosera y
soez, en medio de la multitud afligida de los habitantes de Ofel, que tendían
hacia Él las manos que curara de la parálisis, suplicando a los verdugos con la
voz que Él les diera, siguiendo con los ojos llenos de lagrimas a Aquél a quien
debían la misma luz. Cuando llegaron al valle, mucha gente de la ínfima clase
del pueblo, excitada por los soldados y por los enemigos del Señor, se había
unido a la escolta, maldiciendo e injuriando a Jesús; y ayudábanles a repeler y
a insultar a los buenos habitantes de Ofel. Ofel está situado sobre una altura;
en el sitio más elevado hay una plaza, adonde vi mucha madera. La escolta fue
bajando después, y pasó por una puerta que se abría en la muralla. Dejaron a
la derecha un gran edificio, resto de las obras de Salomón, y a la izquierda, si
no me equivoco, el estanque de Betesda; después se dirigieron al Occidente,
siguiendo una calle llamada Millo. Entonces volvieron un poco al Mediodía,
subiendo hacia Sión, y llegaron a la casa de Anás. En todo el camino no
cesaron de maltratar al Señor; la canalla que venía del pueblo, aumentándose
sin cesar, era para los verdugos de Jesús ocasión de renovar los insultos.
Desde el monte de los Olivos hasta la casa de Anás, Jesús cayó siete veces.
Los habitantes de Ofel estaban llenos de espanto, de angustia, cuando un
nuevo incidente vino a excitar su compasión. Llevada la Madre de Jesús por las
mismas mujeres a la casa de María, madre de Marcos, que estaba situada al
pie de la montana de Sión, por en medio de Ofel, conocida que fue, dieron
nuevas muestras de dolor y de compasión, y se juntaban tan apretados
alrededor de María, que casi la llevaba la multitud. María estaba muda de dolor;
al llegar a casa de María, madre de Marcos, no habló hasta que vino Juan y le
contó todo lo que había visto desde la salida del Cenáculo. Después
condujeron a la Virgen Santísima a casa de Marta, en la parte occidental de la
ciudad. Pedro y Juan, que habían seguido a Jesús de lejos, corrieron a casa de
algunos servidores de los príncipes de los sacerdotes que Juan conocía, para
poder entrar en las salas del tribunal adonde su Maestro fuera conducido.
Estos hombres, amigos de Juan, eran una especie de mensajeros de
cancillería, que debían correr por todo el pueblo para despertar a los ancianos
y a otras personas convocadas para el juicio. Deseaban hacer un servicio a los
dos apóstoles; pero no tuvieron otro medio sino vestir a Pedro y a Juan con una
capa igual a las suyas, y que los ayudaran a llevar las convocatorias, a fin de
poder entrar en seguida con su disfraz en el tribunal de Caifás, donde estaban
juntos soldados y falsos testigos, y del cual echaban a la demás gente. Los
apóstoles se encargaron de avisar a Nicodemo, José de Arimatea y otras
personas bien intencionadas, pues eran miembros del Consejo, y de ese modo
hicieron venir a algunos amigos de su Maestro, con quienes los fariseos no
hubieran contado regularmente. Mientras tanto, Judas andaba errante como un
insensato, al pie de la subida donde termina Jerusalén por la parte del
Mediodía, entre los escombros y las inmundicias hacinados en este sitio.
XIV
Medidas que toman los enemigos de Jesús
Anás y Caifás habían recibido inmediato aviso de la prisión de Jesús, y en su
casa estaba todo en movimiento. Las salas estaban iluminadas, las avenidas
tomadas, los mensajeros corrían por el pueblo para convocar a los miembros
del Consejo, los escribas y todos los que debían tomar parte en el juicio.
Muchos habían permanecido en casa de Caifás para esperar el resultado. Los
ancianos de las diferentes clases se juntaron también. Como los fariseos, los
saduceos y los herodianos de todo el país se habían juntado en Jerusalén para
la fiesta, y la tentativa contra Jesús había sido concertada de antemano entre
ellos y el gran Consejo, los que tenían más odio contra el Salvador fueron
convocados, con orden de juntar y de traer para el momento del juicio todas las
pruebas y testimonios que pudieran contra Jesús. Todos aquellos hombres
perversos y orgullosos de Cafarnaúm, de Tirza, de Nazaret, etc., a quienes
Jesús había dicho muchas veces la verdad en presencia del pueblo, se
hallaban juntos en Jerusalén. Estaban llenos de odio y sedientos de venganza,
y cada uno buscaba entre la gente de su país, que había venido a la fiesta, a
algunos que a precio de oro quisieran presentarse como acusadores de Jesús.
Pero todos, excepto algunas mentiras palpables, se concretaban a repetir las
acusaciones sobre las cuales Jesús los redujo tantas veces al silencio en sus
sinagogas.
Todo el enjambre de enemigos del Salvador iba al tribunal de Caifás conducido
por los fariseos y los escribas de Jerusalén, a los cuales se juntaban muchos
de los vendedores echados del templo por Jesús, muchos doctores soberbios a
los cuales había cerrado la boca en presencia del pueblo, y algunos que no le
podían perdonar el haberlos convencido de error y cubierto de confusión
cuando a la edad de doce años dio su primera enseñanza en el templo. Entre
estos infinitos enemigos se hallaban pecadores impenitentes que todavía Él no
había querido curar; pecadores que habían reincidido y estaban otra vez
enfermos; jóvenes vanidosos que no había admitido por discípulos; buscadores
de sucesiones, furiosos porque hizo distribuir a los pobres los bienes sobre que
contaban, o porque había curado a las personas de quienes querían heredar;
libertinos cuyos compañeros había convertido; adúlteros cuyos cómplices había
restituido a la virtud: muchos aduladores de todos éstos, otros muchos
instrumentos de Satanás llenos de rabia interior contra toda santidad, y por
consecuencia contra el Santo de los santos. Esta escoria del pueblo judío fue
puesta en movimiento y excitada por alguno de los principales enemigos de
Jesús, y corría por todas partes al palacio de Caifás para acusar falsamente de
toda suerte de crímenes al verdadero Cordero sin mancha que lleva los
pecados del mundo, y para mancharlo con sus obras, que, en efecto, ha
tomado sobre sí y expiado.
Mientras que esta turba impura se agitaba, mucha gente piadosa y amigos de
Jesús, tristes y afligidos, pues no sabían el misterio que se iba a cumplir,
andaban errantes acá y allá, y escuchaban y gemían. Si hablaban, eran
rechazados; si callaban, mirábanlos de reojo. Otras personas bien
intencionadas, pero débiles e indecisas, se escandalizaban, caían en tentación,
y vacilaban en su convicción. El número de los que perseveraban era pequeño.
Entonces sucedía lo que hoy sucede: se quiere ser buen cristiano cuando no
se disgusta a los hombres; pero hay quien se avergüenza de la cruz cuando el
mundo la ve con malos ojos. Sin embargo, hubo muchos cuyo corazón fue
movido por la paciencia del Salvador en medio de tantas crueldades y que se
retiraron silenciosos y desmayados.