LII
Primera palabra de Jesús en la cruz
Habiendo crucificado a los dos ladrones, y habiéndose repartido los vestidos de
Jesús, los verdugos lanzaron nuevas imprecaciones contra Él, y se retiraron.
Los fariseos pasaron también a caballo delante de Jesús, llenáronle de ultrajes,
y se fueron. Los cien soldados romanos fueron relevados por otros cincuenta.
Estos los mandaba Abenadar, árabe de nacimiento, bautizado después con el
nombre de Ctesifón; el segundo jefe se llamaba Casio, y recibió después el
nombre de Longinos; llevaba con frecuencia los mensajes de Pilatos. Vinieron
también doce fariseos, doce saduceos, doce escribas y algunos ancianos, que
habían pedido inútilmente a Pilatos que mudase la inscripción de la cruz, y
cuya rabia se había aumentado por la negativa del gobernador. Dieron la vuelta
al llano a caballo, y echaron a la Virgen, que Juan llevó con las otras mujeres.
Cuando pasaron delante de Jesús, movieron desdeñosamente la cabeza,
diciendo: «¡Y bien, embustero: destruye el templo y levántalo en tres días! ¡Ha
salvado a otros, y no se puede salvar a Sí mismo! ¡Si eres el Hijo de Dios, baja
de la cruz! Si es el Rey de Israel, que baje de la cruz, y creeremos en Él». Los
soldados hacían befa también.
Cuando Jesús se desmayó, Gestas, el ladrón de la izquierda, dijo: «Su demonio
lo ha abandonado». Entonces un soldado puso en la punta de un palo una
esponja con vinagre, y la arrimó a los labios de Jesús, que pareció probarlo. El
soldado le dijo: «Si eres el Rey de los judíos, salvate Tú mismo». Todo eso pasó
mientras que la primera tropa dejaba el puesto a la de Abenadar. Jesús levantó
un poco la cabeza, y dijo: «¡Padre mío, perdonadlos, pues no saben lo que
hacen!» Gestas le gritó: «Si Tú eres Cristo, sálvate y sálvanos». Dimas, el buen
ladrón, estaba conmovido de ver que Jesús pedía por sus enemigos. Cuando
María oyó la voz de su Hijo, nada pudo contenerla: se precipitó hacia la cruz
con Juan, Salomé y María Cleofás. El centurión no las rechazó. Dimas, el buen
ladrón, obtuvo en este momento; por la oración de Jesús, una inspiración
interior: reconoció que Jesús y su Madre le habían curado en su niñez, y dijo en
voz distinta y fuerte: «¿Cómo podéis injuriarlo cuando pide por vosotros? Se ha
callado: ha sufrido pacientemente todas vuestras afrentas; es un Profeta; es
nuestro Rey, es el Hijo de Dios». Al oír esta reprensión de la boca de un
miserable asesino sobre la cruz, se alzó un gran tumulto en medio de los
circunstantes: tomaron piedras para tirárselas, mas el centurión Abenadar no lo
permitió. Mientras tanto la Virgen Santísima se sintió fortificada con la oración
de Jesús, y Dimas dijo a su compañero, que continuaba injuriando a Jesús:
«¿No tienes temor de Dios, tú que estás condenado al mismo suplicio?
Nosotros lo merecemos justamente; recibimos el castigo de nuestros crímenes;
pero Éste no ha hecho ningún mal. Piensa en tu última hora, y conviértete».
Estaba iluminado y tocado en el alma; confesó sus culpas a Jesús, diciendo:
«Señor, si me condenas, será con justicia; pero ten misericordia de mi». Jesús
le dijo: «Tu sentirás mi misericordia». Dimas recibió en un cuarto de hora la
gracia de un profundo arrepentimiento.
Todo lo que acabo de contar sucedió entre las doce y las doce y media, pocos
minutos después de la exaltación de la cruz; pero pronto hubo un gran cambio
en el alma de los espectadores a causa de la mudanza producida en la
naturaleza mientras hablaba el buen ladrón.
LIII
Eclipse del sol. Segunda y tercera palabras de Jesús
A las diez, cuando Pilatos pronunció la sentencia, cayó un poco de granizo;
después el cielo se aclaró, hasta las doce, en que vino una niebla colorada que
oscureció el sol. A la sexta hora, según el modo de contar de los judíos, que
corresponde a las doce y media, hubo un eclipse milagroso del sol. Yo vi como
sucedió, mas no lo tengo bien presente, y no encuentro palabras para
expresarlo. Primero fui transportada como fuera de la tierra: veía las divisiones
del cielo y el camino de los astros, que se cruzaban de un modo maravilloso; vi
la luna a un lado de la tierra; huía con rapidez, como un globo de fuego. En
seguida me hallé en Jerusalén, y vi otra vez la luna aparecer llena y pálida
sobre el Huerto de los Olivos; vino del Oriente con gran rapidez, y se puso
delante del sol, oscurecido con la niebla. Al lado occidental del sol vi un cuerpo
oscuro que parecía una montaña y que lo cubrió enteramente. El disco de este
cuerpo era de un amarillo oscuro, y estaba rodeado de un círculo de fuego,
semejante a un anillo de hierro hecho brasa. El cielo se oscureció, y las
estrellas aparecieron, despidiendo luz ensangrentada. Un terror general se
apodero de los hombres y de los animales: los que injuriaban a Jesús bajaron
la voz. Muchas personas se daban golpes de pecho, diciendo: «¡Que su sangre
caiga sobre sus verdugos!» Muchos, de cerca y de lejos, se arrodillaron
pidiendo perdón, y Jesús, en medio de sus dolores, volvió los ojos hacia ellos.
Como las tinieblas se aumentaban y la cruz estaba abandonada de todos,
excepto de María y de los mas caros amigos del Salvador, Dimas levantó la
cabeza hacia Jesús, y con humilde esperanza, le dijo: «¡Señor, acuérdate de mi
cuando estés en tu reino!» Jesús le respondió: «En verdad te lo digo; hoy
estarás conmigo en el Paraíso».
La Madre de Jesús, Magdalena, María de Cleofás y Juan, estaban cerca de
la cruz del Salvador, mirándolo. María pedía interiormente que Jesús la dejara
morir con Él. El Salvador la miró con ternura inefable, y volviendo los ojos hacia
Juan, dijo a María: «Mujer, éste es tu hijo». Después dijo a Juan: «Esta es tu
Madre». Juan beso respetuosamente el pie de la Cruz del Redentor moribundo,
y a la Madre de Jesús, que era ya la suya.
La Virgen Santísima se sintió tan acabada de dolor al oír estas últimas
disposiciones de su Hijo, que cayó sin conocimiento en los brazos de las
santas mujeres, que la llevaron a cierta distancia.
No sé si Jesús pronunció expresamente todas estas palabras; pero yo sentí en
mi interior que daba a María por madre a Juan, y a Juan por hijo a María. En
visiones semejantes se perciben bien las cosas que no están escritas, y hay
muy pocas que se puedan expresar claramente con el lenguaje humano, a
pesar de que, viéndolas, parece que se comprenden por sí solas.
Así, no parece extraño que Jesús, dirigiéndose a la Virgen, no la llame Madre
mía, sino Mujer, porque aparece como la mujer por excelencia, que debe pisar
la cabeza de la serpiente, sobre todo en este momento, en que se cumple esta
promesa por la muerte de su Hijo. También se siente que, dándola por Madre a
Juan, la da por Madre a todos los que creen en su nombre y se hacen hijos de
Dios, que no han nacido de la carne ni de la sangre, ni de la voluntad del
hombre, sino de Dios. Se comprende también que la más pura, la más humilde,
la más obediente de las mujeres, que habiendo dicho al ángel: «Ved aquí la
esclava del Señor, hágase en mi según tu palabra», se hizo Madre del Verbo
hecho hombre; oyendo a su Hijo que debe ser la Madre espiritual de otro hijo,
ha repetido estas mismas palabras en su corazón con una humilde obediencia,
y ha adoptado por hijos suyos todos los hijos de Dios, todos los hermanos de
Jesucristo. Es más fácil de sentir todo esto por la gracia de Dios, de expresarlo
con palabras, y entonces me acuerdo de lo que me ha dicho una vez mi Padre
celestial: «Todo está en los hijos de la Iglesia que creen, que esperan y que
aman».
LIV
Estado de la ciudad y del templo. Cuarta palabra de Jesús
Era poco más o menos la una y media; fui transportada a la ciudad para ver lo
que pasaba. La hallé llena de agitación y de inquietud: las calles estaban
oscurecidas por una niebla espesa; los hombres andaban a tientas: muchos
estaban tendidos por el suelo con la cabeza descubierta, dándose golpes de
pecho: otros se subían a los tejados, miraban al cielo y se lamentaban. Los
animales aullaban y se escondían; las aves volaban bajo, y se caían. Yo vi que
Pilatos fue a visitar a Herodes: estaban ambos muy agitados, y miraban al cielo
desde la azotea misma donde por la mañana Herodes había visto a Jesús
entregado a los ultrajes del pueblo. «Esto no es natural, se decían entre sí;
seguramente se han excedido contra Jesús». Después los vi ir a palacio
atravesando la plaza: andaban de prisa, e iban rodeados de soldados. Pilatos
no volvió los ojos del lado de Gabbata, donde había condenado a Jesús. La
plaza estaba sola: algunas personas entraban corriendo en sus casas, otras lo
hacían llorando. Se veía formarse grupos. Pilatos mandó venir a su palacio a
los judíos más ancianos, y les preguntó qué significaban aquellas tinieblas: les
dijo que él las miraba como un signo espantoso; que su Dios estaba irritado
contra ellos, porque habían perseguido de muerte al Galileo, que era
ciertamente su Profeta y su Rey; que él se había lavado las manos; que era
inocente de esa muerte, etc., etc. ; mas ellos persistieron en su endurecimiento,
atribuyendo todo lo que pasaba a causas que no tenían nada de sobrenatural,
y no se convirtieron. Sin embargo, mucha gente se convirtió, y todos los
soldados que en el prendimiento de Jesús en el Huerto de los Olivos habían
caído al suelo y se habían levantado.
La multitud se reunía delante de la casa de Pilatos, y en el mismo sitio en que
por la mañana habían gritado: «¡Que muera! ¡Que sea crucificado», ahora
gritaba: «¡Muera el juez inicuo! ¡Que su sangre caiga sobre sus verdugos!»
Pilatos tuvo que guardarse entre soldados; ese miserable sin alma echaba la
culpa a los judíos, diciendo: «Que no tenía ninguna parte en ello; que Jesús era
profeta de ellos, y no suyo; que ellos habían querido su muerte». El terror y la
angustia llegaban a su colmo en el templo: se ocupaban en la inmolación del
cordero pascual, cuando de pronto anocheció. La agitación y el terror les
hacían dar gritos dolorosos. Los príncipes de los sacerdotes se esforzaron en
mantener el orden y la tranquilidad: encendieron todas las lamparas; pero el
desorden se ausentaba cada vez más. Vi a Anás, aterrorizado, correr de un
rincón a otro para esconderse. Cuando me encaminé para salir de la ciudad,
las rejas de las ventanas temblaban, y, sin embargo, no había tormenta. La
lobreguez aumentaba.
Sobre el Gólgota, las tinieblas produjeron una terrible impresión. Al principio los
gritos, las imprecaciones, la actividad de los hombres ocupados en levantar las
cruces, los lamentos de los dos ladrones, los insultos de los fariseos a caballo,
las idas y venidas de los soldados, la marcha tumultuosa de los verdugos,
habían disminuido su efecto: después vinieron los reproches del buen ladrón a
los fariseos y su rabia contra él. Pero conforme las tinieblas aumentaban, los
circunstantes, estaban más pensativos y se alejaban más de la cruz. Entonces
fue cuando Jesús recomendó su Madre a Juan, y María fue llevada desmayada
a alguna distancia. Hubo un instante de silencio solemne: el pueblo se
asustaba de la oscuridad: la mayor parte de él miraba al cielo. La conciencia se
despertaba en algunos, que volvían los ojos hacia la cruz, llenos de
arrepentimiento, y se daban golpes de pecho: los que tenían estos sentimientos
se juntaban. Los fariseos, llenos de un terror secreto, querían explicárselo todo
con razones naturales; pero hablaban cada vez más bajo, y acabaron por
callarse. El disco del sol era de un amarillo oscuro, como las montañas miradas
a la claridad de la luna: estaba rodeado de un círculo encarnado; las estrellas
se veían, y daban una luz ensangrentada; las aves caían sobre el Calvario y en
las viñas circunvecinas; los animales aullaban y temblaban; los caballos y los
asnos pertenecientes a los fariseos se apretaban los unos contra los otros, y
metían la cabeza entre las piernas. La niebla lo cubría todo.
La tranquilidad reinaba alrededor de la cruz, de donde todo
el mundo se había alejado. El Salvador estaba absorto en el sentimiento de su
profundo abandono; volviéndose a su Padre celestial, le pedía con amor por
sus enemigos. Oraba como en toda su Pasión, repitiendo pasajes de los
Salmos que se cumplían en Él. Vi ángeles a su alrededor. Cuando la oscuridad
se aumentó, y la inquietud, agitando las conciencias, extendió sobre el pueblo
un profundo silencio, vi a Jesús solo y sin consuelo. Sufría todo lo que sufre un
hombre afligido, lleno de angustias, abandonado de todo amparo divino y
humano, cuando la fe, la esperanza y la caridad solas, privadas de toda luz y
de toda asistencia sensible en el desierto de la tentación, viven aisladas en
medio de un padecimiento infinito. Este dolor, no se puede expresar. Entonces
fue cuando Jesús nos alcanzó la fuerza de resistir a los mayores terrores del
abandono, cuando todas las afecciones que nos unen a este mundo y a esta
vida se rompen, y que al mismo tiempo el sentimiento de la otra vida se
oscurece y se apaga: nosotros no podemos salir victoriosos de esta prueba
sino uniendo nuestro abandono a los méritos del suyo sobre la cruz. Jesús
ofreció por nosotros su miseria, su pobreza, sus padecimientos y soledad; por
eso el hombre, unido a Jesús en el seno de la Iglesia, no debe desesperar en
la hora suprema, cuando todo se oscurece, cuando toda luz y toda consolación
desaparecen. Ya no tenemos que bajar solos y sin protección en ese desierto
de la noche interior. Jesús ha echado en ese abismo del desamparo su propio
abandono interior y exterior sobre la cruz, y así no ha dejado a los cristianos
solos y abandonados a la muerte, en el oscurecimiento de toda consolación. Ya
no hay para los cristianos ni soledad, ni abandono, ni desesperación al
acercarse la hora de la muerte; pues Jesús, que es la luz, el camino y la
verdad, ha bajado por ese tenebroso camino, llenándolo de bendiciones, y ha
plantado en el su cruz para desvanecer sus espantos.
Jesús desamparado, pobre y desnudo, se ofreció Él mismo, como hace el
amor: convirtió su abandono en un rico tesoro, pues se ofreció Él y su vida, sus
trabajos, su amor, sus padecimientos y el doloroso sentimiento de nuestra
ingratitud. Hizo su testamento delante de Dios, y dio todos sus méritos a la
Iglesia y a los pecadores. No olvidó a nadie: habló de todos en su abandono;
pidió también por los heréticos que dicen que, como Dios, no ha sentido los
dolores de su Pasión, y que no sufrió lo que hubiera padecido un hombre en el
mismo caso. En su dolor no mostró su desamparo con un grito y permitió a
todos los afligidos que reconocen a Dios por su Padre, un quejido filial y de
confianza. A las tres, Jesús grito en alta voz: «¡ Eli, Eli, lamma sabacthani!» Lo
que significa: «¡Dios mio! ¡Dios mío! ¿Por qué me has abandonado?»
El grito de Nuestro Señor interrumpió el profundo silencio que reinaba
alrededor de la cruz: los fariseos se volvieron hacia Él, y uno de ellos dijo:
«Llama a Elías». Otro dijo: «Veremos si Elías viene a socorrerlo». Cuando María
oyó la voz de su Hijo, nada pudo detenerla. Vino al pie de la cruz con Juan,
María, hija de Cleofás, Magdalena y Salomé. Mientras el pueblo temblaba y
gemía, un grupo de treinta hombres importantes de la Judea y de los contornos
de Joppé pasaban por allí para ir a la fiesta, y cuando vieron a Jesús en la cruz
y los signos amenazadores que presentaba la naturaleza, exclamaron llenos de
horror: «¡Maldita ciudad! Si el templo de Dios no estuviera en ella, merecía que
la quemasen por haber tomado sobre sí tal iniquidad». Estas palabras fueron
como un punto de apoyo para el pueblo: hubo una explosión de murmullos y de
gemidos, y todos los que tenían los mismos sentimientos se reunían. Todos los
circunstantes se dividieron en dos partidos: los unos lloraban y murmuraban,
los otros pronunciaban injurias e imprecaciones; sin embargo, los fariseos
estaban menos arrogantes, y temiendo una insurrección popular, se
entendieron con el centurión Abenadar. Dieron ordenes para cerrar la puerta
más cerca de la ciudad y cortar toda comunicación. Al mismo tiempo enviaron
un expreso a Pilatos y a Herodes, para pedir al primero quinientos hombres, y
al segundo sus guardias, para evitar una insurrección. Mientras tanto, el
centurión Abenadar mantenía el orden e impedía los insultos contra Jesús para
no irritar al pueblo.
Poco después de las tres, la luz volvió un poco, la luna comenzó a alejarse del
sol. El sol apareció despojado de sus rayos y envuelto en vapores rojizos. Poco
a poco comenzó a brillar, y las estrellas desaparecieron: sin embargo, el cielo
estaba oscuro todavía. Los enemigos de Jesús recobraron su arrogancia
conforme la luz volvía. Entonces fue cuando dijeron «¡Llama a Elías!»
LV
Quinta, sexta y séptima palabras. Muerte de Jesús
Cuando volvió la claridad, el cuerpo de Jesús estaba lívido y más pálido que
antes por la pérdida de la sangre. Dijo también, no sé si fue interiormente, o si
su boca pronunció estas palabras: «Estoy exprimido como el racimo prensado
por primera vez: debo dar toda mi sangre hasta que el agua venga; pero no se
hará mas vino de ése en este sitio».
Yo tuve después una visión relativa a estas palabras, en la cual vi como Jafet
hizo vino en este sitio. Lo contaré más tarde.
Jesús estaba desfallecido; la lengua seca, y dijo: »Tengo sed». Y como sus
amigos lo miraban tristemente, agregó: «¿No podríais darme una gota de
agua?», dando a entender que durante las tinieblas no se lo hubieran impedido.
Juan palabras, respondió:»¡Oh, Señor, lo hemos olvidado!» Jesús añadió otras
cuyo sentido era éste: «Mis parientes también debían olvidarme, y no darme de
beber, a fin de que lo que está escrito se cumpliese». Este olvido le había sido
muy doloroso. Sus amigos entonces ofrecieron dinero a los soldados para darle
un poco de agua, y no lo hicieron; pero uno de ellos mojo una esponja en
vinagre, y la roció de hiel, la puso en la punta de su lanza, y la presentó a la
boca del Señor. No me acuerdo cuales fueron las palabras que pronunció el
Señor; sólo recuerdo que dijo: «Cuando mi voz no se oiga más, la boca de los
muertos hablará». Entonces algunos gritaron: «Blasfema todavía». Mas
Abenadar les ordenó estarse quietos. La hora del Señor habla llegado: luchó
contra la muerte, y un sudor frío cubrió sus miembros. Juan estaba al pie de la
cruz, y limpiaba los pies de Jesús con su sudario, Magdalena, partida de dolor,
se apoyaba detrás de la cruz. La Virgen Santísima estaba de pie entre Jesús y
el buen ladrón, sostenida por Salomé y María de Cleofás, y veía morir a su
Hijo. Entonces Jesús dijo: »Todo está consumado» Después alzo la cabeza, y
gritó en alta voz: «Padre mío, en tus manos encomiendo mi espíritu». Fue un
grito dulce y fuerte, que penetró cielo y la tierra: en seguida inclinó la cabeza, y
rindió el espíritu. Yo vi su alma en forma luminosa entrar en la tierra al pie de la
cruz. Juan y las santas mujeres cayeron de cara sobre la tierra.
El centurión Abenadar tenía los ojos fijos sobre la faz ensangrentada de Jesús,
y su emoción era profunda. Cuando el Señor murió, la tierra tembló, el peñasco
se abrió entre la cruz de Jesús y la del mal ladrón. El último grito de Jesús hizo
temblar a todos los que le oyeron, como la tierra que reconoció su Salvador.
Sin embargo, el corazón de los que le amaban fue sólo atravesado por el dolor
como con una espada. Entonces fue cuando la gracia iluminó a Abenadar. Su
corazón, orgulloso y duro, se partió como el peñasco del Calvario; tiró su lanza,
se dio golpes de pecho, y gritó con el acento de un hombre convertido;
«¡Bendito sea el Dios Todopoderoso, el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob!
¡Éste era un justo: es verdaderamente el Hijo de Dios!» Muchos soldados,
pasmados al oír las palabras de su jefe, hicieron como él.
Abenadar, hecho un hombre nuevo, habiendo rendido el homenaje al Hijo de
Dios, no quería estar más al servicio de sus enemigos. Dio su caballo y su
lanza a Casio, el segundo oficial, llamado luego Longinos, que tomó el mando;
después dijo algunas palabras a los soldados, y bajó del Calvario. Se fue por el
valle de Gihon hacia las grutas del valle de Hinnom, donde estaban
escondidos los discípulos. Les anuncio la muerte del Salvador, y se volvió a la
ciudad a casa de Pilatos. Cuando Abenadar dio testimonio de la divinidad de
Jesús, muchos soldados lo hicieron con él ; cierto numero de los que estaban
presentes, y aún algunos fariseos de los que habían venido últimamente, se
convirtieron. Mucha gente se volvía a su casa dándose golpes de pecho y
llorando, otros rasgaban sus vestidos, y se echaban tierra en la cabeza. Todo
estaba lleno de estupefacción y de espanto. Juan se levantó; algunas de las
santas mujeres, que habían estado retiradas, llevaron a la Virgen a poca
distancia de la cruz.
Cuando el Salvador encomendó su alma humana a Dios, su Padre, y abandonó
su cuerpo a la muerte, el cuerpo sagrado se estremeció, y se puso de un
blanco lívido, y sus heridas, en que la sangre se había agolpado en
abundancia, se mostraban distintamente como manchas oscuras; su cara se
estiró; sus carrillos se hundieron, su nariz se alargó, sus ojos, llenos de sangre,
se quedaron medio abiertos; levantó un instante la cabeza coronada de
espinas, y la dejó caer bajo el peso de sus dolores; los labios, lívidos, se
quedaron entreabiertos, y dejaron ver la lengua ensangrentada; sus manos,
contraídas primero alrededor de los clavos, se ex1endieron con los brazos; su
espalda se enderezó a lo largo de la cruz, y todo el peso de su cuerpo cayó
sobre sus pies; las rodillas se encogieron y se doblaron del mismo lado, y sus
pies dieron vuelta alrededor del clavo.
¿Quién podría expresar el dolor de la Madre de Jesús, de la Reina de los
mártires? La luz del sol estaba aun alterada y oscurecida; el aire sofocaba
durante el temblor de tierra, mas en seguida refrescó sensiblemente.
Era un poco más de las tres cuando Jesús dio el ultimo suspiro. Cuando el
terremoto pasó, algunos fariseos recobraron su audacia; se acercaron a la
abertura del peñasco del Calvario, tiraron piedras, y quisieron medir su
profundidad con cuerdas. No pudiendo hallar el fondo, se volvieron pensativos;
advirtieron con inquietud los gemidos del pueblo, y se bajaron del Calvario.
Muchos se sentían interiormente cambiados; la mayor parte de los
circunstantes se volvieron a Jerusalén llenos de terror. Los soldados romanos
vinieron a guardar la puerta de la ciudad y a ocupar algunas posiciones para
evitar todo movimiento tumultuoso. Casio y cincuenta soldados se quedaron en
el Calvario. Los amigos de Jesús rodeaban la cruz, se sentaban enfrente de
ella, y lloraban. Muchas de las santas mujeres volvieron a la ciudad. Silencio y
duelo reinaban alrededor del cuerpo de Jesús. Se veía a lo lejos, en el valle y
sobre las alturas opuestas, aparecer acá y allá algunos discípulos que miraban
hacia la cruz con una curiosidad inquieta; y desaparecían, si veían venir a
alguno.
LVI
Temblor de tierra. Aparición de los muertos en Jerusalén
Cuando murió Jesús, yo vi su alma semejante a una forma luminosa entrar en
la tierra al pie de la cruz, y con una multitud brillante de ángeles, entre los
cuales estaba Gabriel. Esos ángeles echaban de la tierra al abismo una
multitud de malos espíritus. Jesús envió muchas almas del limbo a sus cuerpos
para que atemorizaran a los impenitentes y dieran testimonio de Él.
El temblor de tierra que abrió la roca del Calvario causó muchos estragos,
sobre todo en Jerusalén y la Palestina. Apenas habían recobrado el ánimo en
la ciudad y en el templo al volver la luz, cuando el temblor que agitaba la tierra
y el ruido de los edificios que se hundían causaron otro más grande. Este terror
fue todavía mayor cuando las gentes que huían llorando encontraban en el
camino a los muertos resucitados que los avisaban y los amenazaban.
En el templo, los príncipes de los sacerdotes habían continuado el sacrificio,
interrumpido por el espanto que les causaron las tinieblas, y creían triunfar con
la vuelta de la luz; mas de pronto la tierra tembló, el ruido de las paredes que
se caían y del velo del templo que se rasgaba les infundió un terror espantoso,
interrumpido por gritos lamentables. Pero había tanto orden por todas partes, el
templo estaba tan lleno, las idas y venidas tan bien ordenadas, las filas de los
sacerdotes que sacrificaban, el ruido de los cánticos y de las trompetas
preocupaban tanto los ojos y los oídos, que el miedo no produjo desorden ni
turbación general. Los sacrificios se continuaron tranquilamente en algunas
partes; en otras los esfuerzos de los sacerdotes calmaban el terror. Pero a la
aparición de los muertos que se presentaron en el templo, todo se dispersó, y
el altar del sacrificio se quedo sólo, como si el templo hubiese sido manchado.
Sin embargo, esto aconteció sucesivamente; y mientras que una parte de los
que estaban presentes bajaban los escalones del templo, otros estaban
contenidos por los sacerdotes, o no estaban todavía penetrados del pánico
universal. Se puede formar una idea de lo que ocurría, representándose un
hormiguero en el cual han echado una piedra, o que han meneado con un palo.
Mientras la confusión reina en un punto, el trabajo continua en otro, y aun el
sitio agitado vuelve a recobrar el orden.
El sumo sacerdote Caifás y los suyos conservaron su presencia de animo;
gracias a su endurecimiento diabólico y a la tranquilidad aparente que tenían,
impidieron que hubiese una confusión general, haciendo de modo que el
pueblo no tomara esos terribles avisos como fiel testimonio de la inocencia de
Jesús. La guarnición romana de la fortaleza Antonia hizo también grandes
esfuerzos para mantener el orden, de suerte que la fiesta se interrumpió sin
que hubiese tumulto popular. Todo se convirtió en la agitación y la inquietud
que cada uno llevo a su casa, y que la habilidad de los fariseos reprimió en la
mayor parte.
He aquí los hechos particulares de que me acuerdo. Las dos grandes columnas
situadas a la entrada del santuario en el templo, y entre las cuales estaba
colgada una magnífica cortina, se separaron la una de la otra; el techo que
sostenían se hundió, la cortina se rasgó con ruido en toda su extensión, y el
santuario se quedó abierto a todos los ojos. Cerca de la celda adonde oraba
habitualmente el viejo Simeón cayó una gruesa piedra, y la bóveda se hundió.
Se vio aparecer en el santuario al sumo sacerdote Zacarías, muerto entre el
templo y el altar; pronunció palabras amenazadoras, y habló de la muerte del
otro Zacarías, padre de Juan Bautista, de la de Juan Bautista, y en general de
la muerte de los profetas. Dos hijos del piadoso sumo sacerdote y Simón el
Justo, se presentaron cerca del gran púlpito, y hablaron también de la muerte
de los profetas y del sacrificio que iba a cesar. Jeremías se apareció cerca del
altar, y proclamó con voz amenazadora el fin del antiguo sacrificio y el principio
del nuevo. Estas apariciones, habiendo tenido lugar en los sitios en donde sólo
los sacerdotes podían tener conocimiento de ellas, fueron negadas o calladas,
y prohibieron hablar de ellas bajo pena severa. Pero se oyó un gran ruido: las
puertas del santuario se abrieron, y una voz gritó: «Salgamos de aquí».
Entonces vi alejarse los ángeles. Nicodemo, José de Arimatea y otros muchos
abandonaron el templo. Muertos resucitados se veían todavía que andaban por
el pueblo. A la voz de los ángeles entraron en sus sepulcros.
Anás, uno de los enemigos más acérrimos de Jesús, estaba casi loco de terror;
huía de un rincón al otro en los cuartos más retirados del templo. Caifás quiso
animarlo, pero fue en vano; la aparición de los muertos lo había consternado.
Caifás, aunque lleno de terror, estaba tan poseído del demonio del orgullo y de
la obstinación, que no dejaba ver nada de lo que sentía, y oponía una frente de
hierro a los signos amenazadores de la ira divina. No pudiendo, a pesar de sus
esfuerzos, hacer continuar las ceremonias, dio orden de no revelar todos los
prodigios y todas las apariciones que el pueblo no había visto. Dijo y mandó
decir a los otros sacerdotes que estos signos de la ira del cielo habían sido
ocasionados por los partidarios del Galileo, que se habían presentado en el
templo manchados; que muchas cosas provenían de los sortilegios de ese
Hombre, que en su muerte, como en su vida, había agitado el reposo del
templo.
Mientras todo esto pasaba en el templo, el mismo espanto reinaba en
muchos sitios de Jerusalén. Un poco después de las tres muchos sepulcros se
hundieron, sobre todo en los jardines situados al Noroeste; en ellos vi muertos
amortajados; en algunos no había más que restos de vestidos y de huesos. Los
escalones del tribunal de Caifás, donde Jesús había sido ultrajado, y una parte
del hogar donde Pedro había negado tres veces a su Maestro, se hundieron.
Se vio aparecer al sumo sacerdote Simón el Justo, abuelo de Simeón, que
había profetizado en la presentación de Jesús al templo. Pronunció palabras
terribles contra la sentencia inicua dada en aquel sitio. Muchos miembros del
Sanedrín se habían juntado. Los criados que la víspera habían hecho entrar a
Pedro y a Juan, se convirtieron y se fueron con los discípulos. Cerca del
palacio de Pilatos, la piedra se partió en el sitio donde Jesús fue presentado al
pueblo; todo el edificio se resintió, y el patio del tribunal vecino se hundió en el
paraje donde los inocentes degollados por Herodes fueron enterrados. En
muchas partes las murallas de la ciudad se derribaron; sin embargo, ningún
edificio se destruyó enteramente. El supersticioso Pilatos estaba lleno de terror
e incapaz de dar ninguna orden. Su palacio se movía, el suelo temblaba debajo
de sus pies, y él huía de una habitación a la otra. Los muertos se aparecían en
el patio interior y le reprochaban su juicio inicuo. Creyó que eran los dioses del
Galileo, y se refugió en el rincón más retirado de su casa, donde hizo votos a
sus ídolos para que viniesen a su socorro. Herodes estaba en su palacio
temblando, y lo había cerrado todo.
Hubo un centenar de muertos de todas las épocas, que se aparecieron en
Jerusalén y en los alrededores. Todos los cadáveres que se aparecieron
cuando se abrieron los sepulcros, no resucitaron. Los muertos cuyas almas
fueron enviadas por Jesús desde el limbo, se levantaron, descubrieron su cara
y anduvieron errantes por las calles como si no tocasen a la tierra. Entraron en
las casas de sus descendientes, y dieron testimonio de Jesús con palabras
severas contra los que habían tomado parte en su muerte. Yo los veía ir por las
calles, la mayor parte de dos en dos: no veía el movimiento de sus pies, que
volaban a flor de tierra. Estaban pálidos o amarillos; tenían barba larga; su voz
tenía un sonido extraño e inaudito. Estaban amortajados según el uso del
tiempo en que vivían. En los sitios en donde la sentencia de muerte de Jesús
fue proclamada antes de ponerse en marcha para el Calvario, se pararon un
momento y gritaron: «¡Gloria a Jesús, y maldición a sus verdugos!» Todo el
mundo temblaba y huía: el terror era grande en toda la ciudad, y cada uno se
escondía en lo último de su casa. Los muertos entraron en sus sepulcros a las
cuatro. El sacrificio fue interrumpido, la confusión reinaba por todas partes, y
pocas personas comieron por la noche el cordero pascual.