XXVI
Jesús en Atharoth y en Hadad-Rìmmón
Desde Rama fue andando Jesús con sus discípulos hacia
Tenat-Silo, junto a Sicar. Como todos los fariseos estaban en
Jerusalén por cuestión de la fiesta, Jesús fue recibido muy bien
en esta población. Sólo quedaron aquí sin ir a la fiesta los viejos,
hombres y mujeres, los enfermos y niños pequeños y los pasto-
res para guardar el ganado. En Rama y en Tenat-Silo he visto a
la gente ir en procesión a través de los campos de las mieses
maduras y cortar allí haces para llevarlos enarbolados en palos
a las sinagogas y a sus casas. Jesús enseñaba por los campos
y en la ciudad de Tenat-Silo, donde pernoctó, hablando de su
próximo fin. Los exhortaba a todos a venir a Él para encontrar
consuelo y habló de un corazón contrito que es el sacrificio más
acepto a Dios.
Desde Tenat-Silo fue Jesús a Atharoth, al Norte del monte,
junto a Meroz, donde los fariseos le habían traido una vez a un
muerto para que le diera salud. Este lugar está como a cuatro
horas al norte de Tenat-Silo. Jesús llegó hacia el mediodía de-
lante de Atharoth y enseñó en una montaña delante de la ciu-
dad adonde le siguió mucha gente, viejos, enfermos, mujeres y
niños. No temiendo ahora a los fariseos salieron todos los en-
fermos pidiendo salud y consuelo. En Atharoth estaban tan irri-
tados los fariseos contra Jesús que habían mandado otra vez
cerrar las puertas de la ciudad cuando Él se acercaba a ella.
Enseñó aquí severamente, y habló con amabilidad al pue-
blo contra la malicia de los fariseos. Habló claramente de su
misión, de su Padre celestial, de la persecución que llevarían
contra Él, y también de la resurrección de los muertos, y del
juicio y de la necesidad de seguirlo a Él. Sanó a muchos enfer-
mos, baldados, ciegos, hidrópicos, a niños enfermos y a mujeres.
Los discípulos le habían preparado un albergue junto a
Atharoth, en casa de un maestro sencillo, un anciano que vivía
en medio de unos jardines. Se lavaron los pies, tomaron alimen-
tos y fueron para la fiesta del Sábado a la sinagoga de Atharoth.
Aquí se juntó mucha gente venida de diversos lugares y todos
los sanados. Un fariseo anciano y encorvado presidió la reunión
y trataba de imponerse a la gente, aunque de por si era una
figura ridícula. Se leyó acerca de las impurezas legales y de la
lepra y sobre la multiplicación del pan y del trigo por medio de
Eliseo y la curación de Naamán (III Moisés, cap. 12, 14 y IV Re-
yes, 4, 42 hasta 5, 19).
Jesús habló largo tiempo y volviendo su mirada hacia donde
estaban las mujeres, llamó a una viuda muy encorvada llevada
por sus hijas, que no pensaba siquiera en pedir su salud. Estaba
enferma desde hacía 18 años y tan encorvada hacia adelante que
casi habría podido andar sobre las manos. Al traerla las hijas de-
lante de Jesús, Éste dijo: “Mujer, te veas libre de tu enferme-
dad», y pasó las manos en la espalda de la enferma. La mujer se
irguió de repente y comenzó a alabar a Dios, diciendo: “Ben-
dito sea el Dios de Israel». Se echó a los pies de Jesús y todos
los presentes alabaron a Dios.
El viejo fariseo se irritó mucho de que semejante prodigio
se hiciera en Sábado, durante su presidencia en Atharoth; se
volvió con muestra de gran autoridad al pueblo, porque no se
atrevió a encararse con Jesús, y comenzó a reprenderlo dicien-
do: “Seis días hay para trabajar; venid en esos días para hace-
ros curar, pero no en día de Sábado». Entonces le dijo Jesús:
“Hipócrita, ¿acaso no desata cada uno su asno o su buey para
darle de beber en Sábado, llevándolo a la fuente? Y a esta hija
de Abraham, ¿no se le podía desatar de la ligadura, que le ató
Satanás hace 18 años, en día de Sábado’.’” Se avergonzó el viejo
encorvado y con él toda su banda. La gente alabó al Señor,
alegrándose de esta maravilla.
¡Era cosa de gran alegría ver a las hijas de esta mujer y
a los niños de su parentela en torno de ella tan contentos! Todos
se alegraron de su salud, porque era una señora rica, querida y
estimada. Era risible, en cambio, ver al encorvado fariseo, que
en lugar de pedir salud para sí mismo, aún se irritaba de ver
curada a la mujer enferma. Jesús continuó hablando del Sá-
bado y habló severamente, como en el templo cuando le repro-
charon la curación del hombre en el estanque de Bethesda.
Pernoctó en la casa del maestro de escuela de Atharoth y
al dia siguiente estuvo en la casa de la mujer curada, que ser-
vía la comida a muchos pobres y hacía mucha limosna. Terminó
el Sábado en la sinagoga y se dirigió a unas horas de camino
al albergue de Ginnim.
Caminó al día siguiente por unas ocho horas con sus discí-
pulos hacia el Norte, en el valle de Esdrelón, a través del to-
rrente Kisón, a Hadarl-Rimmón, en dirección a Endar, Jezrael
y Naim, que dejó a su derecha. Rimmón está como a una hora al
Este de Meggido, no lejos de Jezrael y Naim, y a unas tres horas
al Oeste del Tabor, cerca de Nazaret. Es una ciudad impor-
tante, de mucho movimiento, pues aquí pasa un camino real
desde Tiberiades hacia la costa del mar. Jesús se hospedó fuera
de la ciudad. Enseñó en el camino a pastores pobres y a enfer-
mos. Habló de la caridad fraterna, recomendó el amor a los
samaritanos y a todas las gentes y explicó la parábola del buen
samaritano.
En Hadad-Rimmón enseñó especialmente de la resurrec-
ción de los muertos y del juicio. Sanó a enfermos. Llegó una
multitud que se había alejado de Jerusalén en su busca a la
distancia de un día de camino. Los apóstoles y discípulos misio-
naban en los alrededores de la ciudad.
Pilatos, un día después de la partida de Jesús de Jerusalén,
había prohibido a los galileos revoltosos salir de Ia ciudad. Mu-
chos de ellos fueron tomados como rehenes en garantía de los
demás. Ahora les dió Pilatos permiso de salir de la ciudad y
soltó también a los rehenes, dejándolos que ofrecieran sus sa-
crificios. Pilatos hacía preparativos para su viaje a Cesarea.
Los rehenes libertados estaban maravillados de su libertad
y se apresuraron a ir al templo a hacer sus sacrificios, que antes
no habían podido ofrecer por haberse hecho culpables. Era cos-
tumbre en este día de hacer regalos al templo. Muchos compra-
ron animales y los llevaban para sacrifìcarlos; otros vendían
cosas que no les eran indispensables y esas monedas las lleva-
ban gustosos al templo. Los más ricos daban a los pobres. He
visto tres diferentes buzones donde ponían sus limosnas; allí
mismo se enseñaba y se rezaba. Otros estaban en la plaza ocu-
pados con sus animales de sacrificio. Había mucha gente en el
templo, aunque no rebosaba. He visto en diversos sitios grupos
de judios inclinados, cubiertas sus cabezas con mantos, 0 de
pie, cubiertos con mantos de oración, y algunos postrados con
el rostro a tierra.
Judas el Gaulonita estaba entre sus secuaces, junto a la
alcancía; estos galileos eran los que Pilatos habia tomado pre-
sos y luego soltado. Parte de ellos eran hechura de los pérfidos
herodianos y otros pobres engañados, Había muchos de Gaulón
y de Thirza y de otros nidos herodianos. Cuando estos hubieron
ofrecido su dinero y sus ofrendas y estaban en sus devociones,
y nadie miraba ni se distraía, he visto de pronto deslizarse unos
diez hombres desde varios rincones, sacar unas espadas de un
codo de largo de tres filos, que ocultaban bajo sus mantos, y
asaltar y herir a los que estaban descuidados. Se levantó un
griterío espantoso y comenzaron los pobres galileos desarmados
a huir en todas direcciones. Entonces se levantaron también
aquellos que yo había visto postrados con el rostro a tierra: eran
soldados romanos disfrazados, que herían y mataban a cuantos
estaban al alcance de sus espadas. Algunos de estos romanos
corrieron a las alcancías, las rompían y sacaban el dinero echado
adentro. No pudieron sacar todo, pues una buena parte ya
estaba en lugar más seguro. Fue tan grande el tumulto que mu-
cho dinero quedó derramado en el templo. Los soldados roma-
nos fueron al mercado de los animales y allí mataron a muchos
galileos. He visto a estos soldados romanos salir de todos los
rincones y de las ventanas de las casas, saltar, entrando y sa-
liendo. Cuando por el tumulto del templo acudió mucha gente
al lugar, muchos de ellos fueron muertos inocentemente, y aún
gente que estaba en el atrio y en las tiendas del muro com-
prando comestibles. He visto a algunos galileos en un oscuro
rincón, donde pensaban salvar la vida, habían desarmado a
algunos romanos y tenían sus armas. De pronto vino el mismo
Judas Gaulonita hacia ellos para salvar su vida allí; pero los
demás, creyendo fuera un romano, lo hirieron, y a pesar de que
les gritaba que era Judas Gaulonita, acabaron de matarlo. Los
trajes que usaban y con que se disfrazaban los romanos eran
tales que cada uno se defendía como podía del que encontraba
al paso. Esta matanza duró como una hora. El pueblo acudió
entonces armado al templo y los soldados romanos se refugiaron
en la torre Antonia y cerraron la entrada. Pilatos había partido
y la guardia de la ciudad había cerrado todos los caminos, vista
la actitud hostil de los ciudadanos, y prohibía todas las reuniones
de hombres.
Desde un lado alto del templo he visto en las calles estrechas
cómo las mujeres y los niños lloraban lamentando la muerte de
sus maridos o de sus padres. Habían caído víctimas muchos de
los pobres trabajadores que vivían cerca del templo. Habia desor-
den y espanto en el templo y todos salieron fuera cuando se hizo
un poco de luz. Los ancianos, los jefes y muchos hombres arma-
dos entraron en el templo. Todo el piso estaba lleno de cadá-
veres, de sangre y de monedas desparramadas. Algunos heridos
graves se revolvían quejándose en el suelo. Vinieron entonces
los parientes de estos asesinados y fue un llanto y un clamor
general, mezclado con temor y deseos de venganza. Los sacer-
dotes estaban consternados, pues el templo había sido comple-
tamente profanado y ellos no se atrevían a acercarse a los muer-
tos, para no contaminarse. Los festejos fueron suspendidos. He
visto después cómo llevaban en angarillas o envueltos en sába-
nas a sus muertos, y he oído el clamor de los parientes. Los que
no tenían parientes fueron sacados de allí por unos esclavos de
baja clase. Todo lo que quedaba en el templo, animales, comes-
tibles, debía permanecer allí, porque estaba contaminado. Poco
después salieron todos, menos los guardias y trabajadores. Los
muertos eran muchos más que aquéllos que perecieron al des-
plomarse las obras del acueducto. Además de los inocentes de
Jerusalén, había muchos de los secuaces de Judas Gaulonita que
habían protestado contra los tributos al César y contra el tributo
que quería imponer Pilatos a las ofrendas del templo para las
obras del acueducto. Eran muchos de aquéllos que habian ha-
blado osadamente delante de Pilatos y que habían matado a
algunos romanos en la refriega. Pilatos tomó aquí una doble
venganza: contra los galileos que protestaron y contra Herodes
que había sido la causa de la catástrofe y muerte de tanta gente
en las obras del acueducto derrumbado. Eran gentes de Tibe-
ríades, de Gaulón, de la Alta Galilea, de Cesarea de Filipo y
especialmente de Thirza.
XXVII
La Transfiguración sobre el monte Tabor
Desde el albergue de Hadad-Rimmón dirigióse Jesús hacia el
Este a Kisloth-Tabor, al pie del monte Tabor, hacia el Sur, a
unas tres horas de Rimmón. En el camino se allegaron a Él
poco a poco los discípulos que habían sido enviados a misionar.
En Kisloth se reunió de nuevo gran multitud de viajeros que
venían de Jerusalén en torno de Jesús. Aquí enseñó y sanó al-
gunos enfermos. Por la tarde envió a los discípulos a derecha e
izquierda, en torno de la montaña, para que enseñasen y sana-
sen. Él se reservó consigo a Pedro, a Santiago el Mayor y a
Juan y con ellos subió al monte Tabor. Emplearon como dos ho-
ras, pues Jesús se detenía con frecuencia en cavernas y lugares
donde habían estado profetas, les enseñaba y rezaba con ellos.
No habían llevado consigo alimento alguno. Jesús se lo habia
prohibido, diciéndoles que se sentirian saciados. La cumbre del
monte ofrecía una hermosa vista, había un vasto lugar cercado
y plantado de árboles y el piso estaba cubierto de hierbas aro-
máticas y de flores. Había oculta una fuente de agua a la cual
se le daba salida a voluntad y saltaba un chorro de agua fresca
y clara. Alli se refrescaron y lavaron los pies. Jesús se dirigió
a un lugar, como una excavación en la roca, que tenia seme-
janza con el de oración del Huerto de los Olivos. Era vasto y
se podia caminar dentro. Jesús continuó su enseñanza, habló
de la oración que se hace de rodillas y dijo que debían orar aquí
con las manos levantadas. Les enseñó sobre el Padrenuestro,
mezclando algunos salmos, y ellos rezaron de rodillas en torno
de Jesús. Jesús se hincó delante de ellos y mientras oraba les
declaraba la oración, y les habló de la creación y de la Reden-
ción. Les habló lleno de amor y de bondad: los apóstoles estaban
como fuera de sí. Les había dicho al principio que quería mos-
trarles lo que Él era: que convenía lo viesen en gloria para que
no dudasen cuando lo viesen despreciado, maltratado y dejado
de su Divinidad en su Pasión y Muerte.
El sol se había puesto ya y estaba oscuro, pero ellos ni se
dieron cuenta, tanto era el entusiasmo de ver a Jesús y oír sus
palabras. Se ponía por momentos más resplandeciente, y se veían
ángeles en torno de Él. Pedro los veía también y por eso inte-
rrumpió a Jesús y preguntó: «Maestro, ¿qué es esto?» Jesús le
dijo: “Ellos me sirven». Pedro volvió a decir: «Maestro, aquí
estamos, nosotros queremos servirte en todo». Esto lo dijo con
entusiasmo, levantando los brazos. Jesús seguía enseñando, mien-
tras se esparcía en torno un aroma celestial y los apóstoles se
sentían contentos, fuera de si. Jesús brillaba cada vez más y
era como transparente. El resplandor era tan grande en torno
de Jesús que a pesar de ser ya noche se veía hasta la más pe-
queña hierba como en pleno dia. Los apóstoles se sintieron tan
conmovidos y fuera de sí, que se cubrieron las cabezas e incli-
naron el rostro a tierra. Eran como las doce de la noche cuando
vi esta gloria en todo su apogeo. Desde el cielo venía. una linea
de luz y los espíritus se movían en ese resplandor. Unos eran
pequeños; de otros se veían sólo los rostros resplandecientes;
algunos ángeles, vestidos como sacerdotes; otros, como guerre-
ros. Todos estos espíritus tenían algo de característico, y con
su aparición recibían los apóstoles una especial ayuda, en fuer-
za, contento, iluminación y renuevo. Estos ángeles estaban en
continuo movimiento. Los apóstoles estaban como en éxtasis,
caídos sobre sus rostros. De pronto he visto entrar, en la luz
que rodeaba a Jesús, a tres seres resplandecientes. Llegaron en
una forma natural, como quien viniendo de la oscuridad entra
en un lugar de luz. Dos aparecieron más distintos y más corpó-
reos. Hablaban con Jesús y eran Elias y Moisés; la tercera apa-
rición no habló: era más espiritual y tenue, y era el profeta
Malaquías.
Yo oía cómo Moisés y Elías saludaban a Jesús, y cómo El
hablaba de la Redención y de su Pasión. Su encuentro era na-
tural, como acostumbrado. Moisés y Elías no aparecieron ancia-
nos y demacrados, como yo los había visto en la tierra, sino
más jóvenes y más atrayentes. Moisés era más alto, más majes-
tuoso y venerable que Elías, tenia sobre la frente como dos
cuernos o excrecencias brillantes y vestía una túnica larga.
Era un hombre imponente como un preceptor: serio, pero justo
y sencillo. Dijo a Jesús cómo se alegraba de ver de nuevo a
Aquél que le había guiado a través del desierto con el pueblo
sacado de Egipto, al que ahora iba a salvar y a redimir del
pecado. Recordó muchas cosas de sus tiempos, que eran figuras
de estos hechos de ahora y habló del cordero pascual y del
Cordero de Dios.
Elías era diferente de Moisés. Era más delicado, amable y
manso. Pero tanto Moisés como Elías eran muy diferentes, en
su aparición, que Malaquías. En ambos se podía ver en sus ros-
tros y semblante, formas vividas, formas de hombres, aunque
glorificados. Malaquías aparecía muy diferente: su rostro no
recordaba algo mortal y corpóreo, sino todo espiritual, tal como
ángel que era. Era una aparición de aspecto más callado y más
espiritual, el semblante de uno que cumple una misión angé-
lica. Jesús habló con ellos de todos los dolores que había sufrido
hasta entonces y de todos los que le aguardaban aún. Describió
toda su vida mortal, punto por punto. Elías y Moisés expresaban
a veces su compasión y admiración; consolaban al Señor, y alaba-
ban a Dios de todos los beneficios de la Redención. Hablaban de
aquellas cosas que habían sido figuras de estos misterios y daban
gracias a Dios de que se hubiese compadecido de su pueblo desde
la eternidad. Malaquías estaba presente a todo, pero no habló.
Los apóstoles levantaron entonces sus cabezas y miraron mu-
cho tiempo a Moisés, a Elías y a Malaquías. Cuando Jesús habló
de su pasión y de su muerte en la cruz, extendió sus brazos en
cruz y dijo: “Así será levantado el Hijo de Dios”. Su rostro estaba
vuelto al Sur y lleno de luz, mientras su vestido era blanco como
la nieve. Jesús, los profetas y aún los apóstoles estaban levanta-
dos del suelo. Mientras tanto desaparecieron Moisés y Elías ha-
cia el Este, y Malaquías hacia el Oeste, y se perdieron en la
oscuridad. Fue entonces cuando Pedro, fuera de sí, dijo; “Maes-
tro, es bueno para nosotros estarnos aquí; queremos edificar
tres viviendas: una para Ti, otra para Moisés y otra para Elías».
Pensaba él que no necesitaban más otro cielo: ¡era tan dulce
estar allí y eran tan felices! Entendía unas viviendas donde
honrar y venerar a esos santos, que vivirían con ellos. Todo
esto lo dijo como fuera de sí de contento, por el éxtasis, y no
sabía lo que decía. Cuando volvieron en sí, vino una nube blanca
y tenue sobre ellos, como la neblina que cae por la mañana, y
sobre Jesús he visto el cielo abierto y la figura de la Santísima
Trinidad; Dios Padre sobre su trono, como un anciano Pontífice,
y a sus pies coros de ángeles y muchas apariciones. Una onda
de luz se posó sobre Jesús y como un susurro suave y pene-
trante llegó la voz del cielo: “Este es mi Hijo amado en quien
me he complacido; escuchadle». Esto llenó a los apóstoles de
miedo y reverencia; echaron sus rostros a tierra y volvieron a
sentirse hombres flacos y débiles, que habían contemplado la
grandeza de Dios. Estaban ahora con temor delante de Jesús,
sobre el cual habían oído resonar la voz de Dios Padre.
Jesús se acercó a ellos, los tocó y les dijo: “Levantaos y no
temáis”. Se levantaron del suelo y vieron a Jesús solo. Eran
como las tres de la mañana. La aurora ya aparecía y pesada
neblina se depositaba sobre los campos, al pié de la montaña.
Los apóstoles estaban aún temerosos y serios. Jesús les dijo
cómo les había hecho ver la Transfiguración del Hijo del Hom-
bre para fortalecer su fe, para que no desmayasen cuando lo
vieran maltratado por los pecados del mundo, en manos de los
impíos; para que no se escandalizasen cuando vieran sus humi-
llaciones en la Pasión y pudieran fortalecer también a los de-
más apóstoles. Recordó de nuevo la profesión de fe de Pedro,
que le había reconocido antes que los demás como Dios y habló
de la piedra sobre la cual quería fundar su Iglesia. Rezaron aún
algún tiempo y con el clarear del día comenzaron a bajar la
montaña por el Noreste. Mientras bajaban, les mandó que no
dijeran a nadie lo que habían visto hasta que el Hijo del Hom-
bre haya resucitado de entre los muertos. Se recordaron del
aviso y se mostraron desde entonces más reverentes y pensaban
en la voz que habían oído: “A Éste, escuchad”. Sentían pesar y
miedo de las anteriores dudas y faltas de fe. Cuando luego se
fueron acostumbrando con el claror y volvieron a las cosas de
cada día, se iban comunicando sus pensamientos y preguntaban
lo que significaría “hasta que el Hijo del Hombre resucitase de
entre los muertos”. No se atrevían por el momento a preguntar
sobre esta duda a Jesucristo. No habían llegado aún al pie del
monte cuando vieron que venían gentes con enfermos, a los cua-
les Jesús consoló y sanó de sus dolencias. La gente se asustaba
ahora al verlo: había aún en su semblante algo de sobrenatural,
de resplandor y de desacostumbrado.
Un poco más abajo estaban reunidas muchas personas en
torno de los discípulos enviados el día anterior a misionar: ha-
bía entre la multitud algunos escribas. Esta gente venía de la
fiesta en viaje a sus casas y de paso se juntaron en torno de los
apóstoles y con ellos se habían dirigido hasta aquí esperando a
Jesús. Jesús los encontró en una disputa con sus discípulos.
Cuando vieron acercarse a Jesús corrieron algunos a su encuen-
tro, lo saludaron; pero se espantaron al ver su rostro, pues que-
daba todavía algún rastro de la Divinidad en su semblante.
Los otros apóstoles también notaron en la seriedad y temor de
los tres testigos de que algo maravilloso había tenido lugar en
el monte. Como preguntara Jesús por qué estaban discutiendo,
se adelantó un hombre de Amthar, población de las montañas
de Galilea (lugar donde había tenido lugar el hecho de Lázaro
y el rico Epulón). Se echó a los pies de Jesús y le rogó quisiera
ayudar a su hijo único, que era lunático y poseído de un demo-
nio mudo, que lo maltrataba, arrojándolo a veces en el fuego o
en el agua y lo maltrataba de tal manera que le hacía clamar
por el dolor. Decía que se lo habia presentado en Amthar a sus
apóstoles, pero que no lo habían podido librar del demonio, y
que sobre esto estaban ahora disputando con ellos y los escribas.
Dijo Jesús entonces: “¡Oh generación infiel y perversa! ¿Cuán-
to tiempo estaré todavía con vosotros, y por cuánto tiempo os
tendré que aguantar aún?” Mandó luego al hombre que le
trajese al niño. El hombre trajo a su hijo, al cual había con-
ducido hasta allí, sobre sus hombros, como una oveja. Ahora lo
traía de la mano. Al ver a Jesús comenzó a debatirse furiosa-
mente y el demonio lo echó al suelo. Se retorcia y se agitaba
mientras la baba le salía de la boca. Jesús lo mandó aquietarse,
y se quedó tranquilo. Preguntó al padre desde cuándo tenía ese
mal y el padre dijo que desde la niñez. “Si Tú puedes algo, ayú-
danos; ten compasión de nosotros”. Jesús contestó: “Si tú pue-
des creer, a quien tiene fe todo le es posible». El padre exclamó,
sollozando: «Señor, yo creo; pero ayuda a mi incredulidad”.
A esta exclamación fuerte del padre se acercaron los del
pueblo que se habían mantenido apartados. Jesús levantó su
mano en son de conminación hacia el niño y dijo: “Espíritu
mudo e inmundo, Yo te mando: sal de este niño y no vuelvas
jamás a él». Clamó fuertemente el espíritu en el niño, lo mal-
trató y salió de él. El niño quedó tendido, como muerto, pálido
y sin movimiento. Muchos de los presentes dijeron, al ver que
no volvía en sí y no lograban hacerlo reaccionar: “Está muerto,
y bien muerto”. Jesús lo tomó de la mano, lo levantó sano y
bueno y se lo entregó al padre, después de unas palabras de
amonestación. El padre agradeció con lágrimas y con alaban-
zas, y todos los presentes alabaron al Señor. Todo esto sucedió
como a unos tres cuartos de hora de un pequeño lugar, al pie
del Tabor, donde el año anterior había sanado Jesús de la lepra
al dueño del lugar, cuando el niño siervo de aquél se presentó
a Jesús rogando por su señor.
Jesús anduvo luego con sus discípulos por delante de Caná,
através del valle de los baños de Betulia, hasta llegar al pueblo
de Dothaím a tres horas de Cafarnaúm. Andaba casi siempre
por caminos no principales, para evitar el concurso de gentes
que venían en grandes cantidades de las fiestas de Jerusalén.
Marchaban en grupos, y Jesús a veces estaba solo, y a veces se
juntaba con uno de los grupos. En este camino se le juntaron
los apóstoles.que habían sido testigos de su Transfiguración y
le preguntaron la explicación de esas palabras: “Hasta que el
Hijo del Hombre resucite de entre los muertos». Sobre esto ha-
bían estado disputando y pensando a solas. Sobre esto decían:
“Los escribas enseñan que antes de la resurrección debe venir
Elías». Respondió Jesús: “Elías ha de venir y ha de restaurar
todas las cosas. Pero yo os digo que Elías ha venido ya. Pero
ellos no lo conocieron; al contrario, hicieron con él lo que qui-
sieron, según está escrito de él. De la misma manera sufrirá de
ellos el Hijo del Hombre”.
Habló otras cosas más y ellos entendieron que se refería a
Juan Bautista. Cuando estuvieron reunidos todos los discípulos
en el albergue, junto a Dothaím, preguntaron por qué no ha-
bían podido ellos echar al demonio mudo del niño. Jesús les
dijo: “Por causa de vuestra incredulidad; si tuvierais fe como
un grano de mostaza diríais a ese monte: pásate de allí, y él
se movería, y nada os sería imposible. Esta clase de demonios
sólo se echa con oración y ayuno». Les enseñó cómo debían
quebrar la resistencia del demonio; cómo la fe debe animar esta
acción; cómo esta fe se fortifica con el ayuno y la oración, en
cuanto que se le quita dentro de sí la fuerza al enemigo que se
quiere echar del cuerpo de los demás.
XXVIII
Jesús en Cafarnaúm y en los alrededores
Jesús partió desde Dothaím por el camino directo a Cafar-
naúm, donde fueron recibidos con fiestas los que venían del
viaje a Jerusalén. Jesús y sus apóstoles fueron invitados a una
comida, donde se encontraban algunos fariseos. Cuando se dis-
ponían a sentarse a la mesa llegó el discípulo Manahem de
Korea, y llegándose a Jesús, le presentó a un joven instruido de
Jericó, que pedía ser admitido como discípulo, aunque había
sido rechazado ya una vez. Esta vez se había dirigido al discí-
pulo Manahem, a quien conocía, Este joven poseía muchos bie-
nes en Samaria y Jesús le había dicho que se desprendiese de
ellos. Ahora venía de nuevo: había ordenado todo y repartido
entre sus parientes; pero reservábase una parte para si, porque
se mostraba muy preocupado por su subsistencia. Por esta razón
no lo recibió Jesús entre los suyos y se alejó malhumorado. Los
fariseos se irritaron contra Jesús, pues estimaban al joven; dije-
ron a Jesús que hablaba siempre de caridad y no tenía caridad;
que reprochaba a los fariseos que imponían cargas pesadas y que
Él las imponía más pesadas. Añadieron que este joven era ins-
truído y que Él se rodeaba sólo de pobres ignorantes; que no
permitía lo necesario y lícito y en cambio permitía lo prohibido.
Le reprocharon de nuevo la profanación del Sábado, el recoger
las espigas de trigo, el no lavarse las manos, etc. Las contestacio-
nes de Jesús los hicieron emnudecer.
Mientras estaba Jesús en la casa de Pedro, algunos venidos
de Cafarnaúm discutían sobre el pago que debía hacer Jesús de
dos dracmas como tributo. Pedro dijo que sí, que pagaría su
Maestro, y al entrar en la casa, Jesús le dijo: “¿Qué necesitas
tú, Pedro? ¿De quién exigen los reyes tributos en la tierra, de
sus hijos o de los extranjeros?” Pedro respondió: “De los extra-
ños”. Jesús dijo: “Los hijos entonces están libres; pero para que
no se escandalicen, vete al lago, echa el anzuelo y al primer
pez que pique sácale una moneda, con la cual pagarás por mí y
por ti”. Pedro, lleno de fe sencilla, echó el anzuelo y pescó un
pez. Le abrió la boca y encontró adentro una moneda redonda,
alargada y amarilla, y con ella pagó por sí y por Jesús. El pes-
cado era tan grande que pudieron comer de él todos en la comida
del mediodía.
Luego preguntó Jesús de qué habían hablado los apóstoles
en el camino desde Dothaím a Cafarnaúm. Callaron, porque
habían tratado de quién de ellos sería el mayor en el reino de
Dios. Jesús, que conocía sus pensamientos, les dijo: “Quien
quiera ser el primero, sea el último y el siervo de todos”. Des-
pués de la comida se retiró con los doce y los discípulos a Ca-
farnaúm, donde había una fiesta para los recién llegados de
Jerusalén, acabadas las fiestas. Las calles y las casas estaban
adornadas con festones de ramas y flores. Niños, ancianos, mu-
jeres y los escolares venían al encuentro de los viajeros, los
cuales se habían reunido como en procesión, caminando por las
calles, visitando las casas de los amigos y de los principales del
pueblo. Los fariseos y muchos otros andaban allí muy contentos
con Jesús y los discípulos; después se separaron. Jesús visitó
muchas casas de gente pobre y de amigos. Le traían a los ni-
ños, a los cuales bendecía y obsequiaba, En el mercado y pla-
za, de una parte estaba la sinagoga vieja y de la otra la nueva
edificada por Cornelio, con galerías y pórticos. Aquí saludaron
a Jesús los niños de las escuelas y muchas madres vinieron con
sus criaturas. Jesús permaneció enseñando todo el día. Bendijo a
los niños, los exhortó y les repartió a todos, pobres y ricos, ves-
tiditos iguales que habían confeccionado las santas mujeres de
la comunidad y que habían traído desde Jerusalén. Recibieron
también frutas, pizarras para escribir y otros regalos. Los dis-
cípulos volvieron a la cuestión de quién sería mayor en el reino
de los cielos. Entonces Jesús llamó a una mujer distinguida,
esposa de un comerciante, que estaba a cierta distancia con su
hijo de cuatro años. La mujer se cubrió con el velo y se ade-
lantó con su niño. Tomó Jesús al niño y la madre se retiró a
un lado. Jesús abrazó al niño, lo puso delante de los discípulos,
en medio de muchos otros niños que estaban alli, y dijo: “Quien
no se hiciere como niño, no entrará en el reino de los cielos.
Quien recibe a un niño en mi nombre, me recibe a Mí, y tam-
bién a Aquél que me envió. Quien se humillare como este niño,
éste será el mayor en el reino de los cielos».
Juan habló en esta ocasión, ya que hablaba de recibir en
su nombre, diciendo a Jesús que habían prohibido a uno, que
no era de los discípulos, el echar los demonios. Jesús los repren-
dió por ello y habló aún largamente. Luego bendijo al niño, que
era muy amable, y le dio frutas y un vestidito; hizo señas a la
madre y le entregó su criatura, mientras le decía palabras pro-
féticas sobre el niño y su futuro, cosas que sólo se entendieron
después. Más tarde fue discípulo de los apóstoles, y es Ignacio,
obispo y mártir.
Mientras ocurría esto, había allí una mujer entre el pueblo
cubierta con un velo. Estaba fuera de sí por el contento y la
emoción y decía muchas veces a media voz, con sus manos
juntas, de modo que la oían las demás mujeres: “Bendito el
seno que te llevó y benditos los pechos que te criaron. Y felices
más aún los que oyen las palabras de Dios y las observan”. Decía
esto con tono de profunda devoción, con movimiento de las
manos, en cada pausa que hacía Jesús, llena de emoción, de
amor y de ternura. Tomaba parte así, en modo sencillo de niña,
en los dolores y vida de Jesús. Esta mujer era Lea, esposa de
un fariseo, muy contrario a Jesús, de Cesarea de Filipo. Era
hermana del marido difunto de Enué, la mujer sanada del flujo
de sangre de Cesarea de Filipo. Esas palabras: “Feliz el seno
que te llevó» ya la había proclamado aquí y Jesús le había res-
pondido: “Más dichosos aún los que oyen la palabra de Dios y
la guardan». Desde entonces decía estas palabras con la añadi-
dura de Jesús y las repetía de continuo, como una oración llena
de afecto y de ternura hacia Jesús. Se juntó más tarde a las
santas mujeres y dio mucha limosna para la comunidad de
Jesús. Jesús enseñó en la plaza hasta que llegó el Sábado y se
dirigió a la sinagoga. La lección versó sobre la purificación de
los leprosos y sobre la carestía y hambre de Samaria, según lo
predicho por Eliseo. Jesús, los apóstoles y algunos discípulos
se dirigieron a Betsaida, adonde habían llegado otros muchos
discípulos; algunos de retorno de sus misiones, otros de los
pueblos en donde habían estado. Unos venían de la Decápolis y
Gergesa, atravesando el lago, y estaban bastante maltratados y
necesitados de cuidados. Fueron recibidos con afecto en la orilla,
se abrazaron y les prodigaron toda clase de cuidados. Fueron
llevados a la casa de Andrés, se les lavó los pies, se les preparó
un baño, se les dio otros vestidos y se les preparó una comida.
Como Jesús se mostrase lleno de solicitud, sirviendo, dijo Pedro:
«Señor, ¿por qué quieres Tú servir? Deja esto a nosotros». Jesús
le dijo que había sido enviado para servir; lo que se hacía a éstos,
es como si se hiciera al Padre celestial. Habló de nuevo sobre
la humildad. Quien se hace el menor de todos y servidor de
todos, ése será el mayor. Quien sirve, no por amor, y hace estas
cosas en favor de] prójimo, no por ayudar al hermano, sino con
intención de ser el primero. ése es hipócrita y servidor intere-
sado y renuncia al galardón de Dios; ése se sirve a si mismo en
el prójimo. Había allí esa vez 70 discípulos juntos: hay todavía
algunos misionando en torno de Jerusalén.
Jesús tuvo en esta ocasión la oportunidad de hacer una
tierna y misteriosa aclaración a sus discípulos, en la cual les
dijo claramente que Él no había nacido de hombre, sino por
obra del Espiritu Santo. Habló con gran veneración de su santa
Madre María; la llamó la más pura, santa y elegida criatura;
la Virgen predestinada por la cual habían suspirado a través de
los siglos los corazones de todos los fieles, con las lenguas de
los profetas. Les recordó el testimonio de su Padre celestial en
las orillas del Jordán. No habló de la Transfiguración. Habló
de la felicidad del tiempo en que vivían, por tenerlo a Él pre-
sente, que había venido para reconciliar al hombre con su Dios.
Habló con palabras llenas de misterio de la caída del hombre,
de su apartamiento de su Padre celestial, del poder del espíritu
del mal y de Satanás sobre ellos, y cómo por la venida de Él,
el Mesías nacido de la suspirada Virgen María, se había resta-
blecido de nuevo el reino de Dios entre los hombres, y cómo
por Él y en Él podían todos ser recibidos de nuevo entre los
hijos de Dios. Por Él se restablecía el puente de unión entre
Dios y el hombre; por eso el que quiera ir a Dios debe pasar
por Él y con Él, dejando lo terreno y lo pasajero del mundo.
Dijo también que el poder de Satanás había sido quebrado en
el mundo, y cómo todo lo malo entre los hombres y la natura-
leza puede ser vencido con unirse a Él en la fe y en el amor
y en su Nombre. De esto habló con solemnidad y con intensa
seriedad. No entendieron todo y estaban turbados cuando Jesús
les habló también de su Pasión. Los tres que habían estado con
Él en el Tabor estaban ahora más serios y pensativos. Todo esto
sucedió durante el Sábado. Los discípulos se albergaban en Ca-
farnaúm y en la casa de Pedro, delante de la ciudad. Todos
tomaban su alimento juntos, como religiosos que viven en los
conventos. Al día siguiente después del Sábado se dirigió Jesús
con los suyos al Norte de Cafarnaúm, hacia la montaña de la
despedida, a unas dos horas de distancia, donde estaban los hom-
bres segando las mieses, y, andando entre ellos, a veces enseñaba
a los discípulos y a los apóstoles.
He visto al trigal más alto que la estatura del hombre. Lo
cortaban a una altura cómoda, un medio codo de largo. Los
granos eran mucho más gruesos y grandes que entre nosotros y
para que los tallos no se inclinasen al suelo suelen rodear los
campos de trigo con vallados de palos y estacas. Tenían una
especie de hoz que más parecían azadones que hoces. Con la
mano derecha cortaban un manojo de tallos, que sujetaban con
la mano izquierda, de tal manera que cortados les caían en los
brazos, que luego ataban en gavillas. Era un trabajo pesado, pero
lo hacían con rapidez. Todo lo que caía al suelo pertenecía de
derecho a los pobres cosechadores. Jesús enseñaba a estos obreros
en los momentos de descanso; les preguntaba cuánto habían
cosechado, cuánto sembrado, a quién pertenecía el trigo, cómo
era el suelo, cómo lo solían cultivar. Con estas preguntas unía
sus parábolas de la semilla, de la cizaña, del grano de trigo, del
juntar y quemar la paja. Enseñaba a los discípulos cómo debían
ellos a su vez evangelizar, y de lo predicado hacía enseñanza:
declaraba espiritualmente la cosecha, el sembrador y el segador
y que ahora debían ver de acopiar semillas para sembrar luego,
pues Él no estaría mucho tiempo aún en su compañía. Los após-
toles se asustaron y preguntaban si se quedaría con ellos hasta
Pentecostés. Jesús les dijo: “¿Qué sería de vosotros si Yo no
estuviera algún tiempo con vosotros?”
Entre los pastores aprovechaba la ocasión de hablar con ellos.
“¿Esta majada es tuya? ¿Es de varios dueños? ¿Cómo haces para
cuidarlas? ¿Por qué se apartan algunas de tu rebaño?» Les
hablaba luego de la oveja perdida, del buen pastor y de otras
parábolas. Después Jesús se fue a un valle que se extendía al
Oeste, más alto que Cafarnaúm. A su derecha estaba la montaña
de Safet. Aquí caminaba entre los pastores y segadores con sus
discípulos, enseñando. Hablaba de los deberes del buen pastor,
lo refería a Si mismo, y cómo Él iba a la muerte para salvar
sus ovejas. Así enseñaba a los discípulos cómo tenían que ir y
enseñar a los pobres trabajadores en esos apartados sitios, espar-
ciendo entre ellos la buena semilla. Este andar y enseñar por
estos lugares apartados, llenos de tranquilidad y de paz, era
sumamente conmovedor. Después de haber ido por el Norte,
torcieron hacia el Oriente de donde habían venido y entraron
en la población de Lekkum, que está a una media hora del Jor-
dán, adonde se habían dirigido los seis apóstoles en la primera
salida que hicieron para misionar.
Jesús no había visitado aún este lugar. Habían llegado a
la ciudad los peregrinos que volvieron de Jerusalén y cierta
cantidad de fariseos. La gente contaba a los que la visitaban
las atrocidades de las matanzas de los galileos en el templo; a
Jesús aún no le habían dicho nada.
Lekkum es un lugar pequeño, pero próspero, a media hora
del Jordán y a unas horas de su entrada en el lago. Los habi-
tantes son judíos; sólo en las afueras viven algunos paganos
pobres dejados por las caravanas que pasan y que viven en
chozas. Todos están ocupados en la industria del algodón. Pre-
paran la materia prima y hacen mantas y géneros. Veo que
hasta los niños trabajan en esta industria.
Celebran una fiesta por la vuelta de los peregrinos de Jeru-
salén, como en Cafarnaúm. Las calles están adornadas con fes-
tones de ramas y flores; los recién llegados visitan las casas de
sus amigos y los niños de la escuela salen a su encuentro. Jesús
entró en algunas casas de pobres y enfermos y sanó a algunos.
En la plaza hizo un sermón, primero a los niños, a los cuales
besaba y abrazaba; luego a los jóvenes y doncellas, que habían
acudido con sus respectivos maestros con ocasión de esta fiesta.
Cuando los niños y jóvenes volvieron a sus casas, enseñó a gru-
pos de hombres y de mujeres, y les habló del matrimonio con
toda clase de parábolas y comparaciones. Les dijo que la natu-
raleza humana está muy manchada con pasiones malas, las que
hay que dominar con la oración y la mortificación. Quien sigue
sus malas inclinaciones se acarrea males: las obras malas le
siguen al hombre, le acusan y le delatan. Nuestro cuerpo es una
imagen del Creador, y Satanás quiso destruir esa imagen. Las
demasías traen pecado y enfermedad; producen deformación y
maldad. Exhortó a la castidad, a la templanza y a la oración.
Esta abstinencia, oración y continencia es lo que distinguió a los
santos y a los profetas. Todo esto lo explicó con parábolas del
sembrar el trigo y del limpiar el campo de piedras y de cizaña,
con el descanso en paz de los campos, con la bendición de Dios
sobre los sembrados, cuando son bienes poseídos honestamente.
También usó de la comparación del estado del matrimonio con
el cultivo de un viñedo y con la necesidad de podar sus sar-
mientos. Habló de las mejoras de las vides, de las familias pia-
dosas, con parábolas de podar e injertar buenas clases de vides,
y de mejorar las razas decaídas y depravadas. Habló de la san-
tidad del padre común Abraham y de la alianza de la circun-
cisión: de cómo sus descendientes volvieron a pervertirse, espe-
cialmente en la mezcla con los pueblos paganos y con las licen-
cias que se tomaban. Habló del dueño del viñedo que envía a
su propio Hijo y cómo habían de tratar a ese Hijo. Las gentes
estaban muy conmovidas; muchos lloraban y se sentían movi-
dos a convertirse. Esta enseñanza la dió Jesús porque nunca
habían sido instruídos en estos misterios y vivían bastante libre-
mente. Les habló de la necesidad de la cooperación, de la buena
voluntad en la oración, de la renuncia y de la abnegación. De-
cíales que lo que se privaban en alimento, bebida y superflui-
dades de la vida, lo pusieran llenos de confianza en las manos
de Dios, con la petición de que lo haga llegar a los pobres y a
los pastores que viven solitarios en los campos desiertos. El Pa-
dre que está en los cielos oirá, como buen Dispensador, la ora-
ción, si ellos, como siervos fieles, le entregan para los pobres o
conocidos o buscados voluntariamente, ya que el Padre mismo
les había dado a ellos muchas cosas superfluas. Esto era coope-
ración y Dios trabaja con aquellos siervos fieles y creyentes.
Trajo la comparación de ciertos árboles que favorecen el creci-
miento de otros como por amor y buen deseo, sin dañar ni per-
judicar a otros, ni tocarlos siquiera.
Desde Lekkum partió Jesús, a través del Jordán, a Betsaida-
Julias, donde enseñó. Aquí también se festejaba a los recién
llegados de Jerusalén. He visto a Jesús caminar con sus discí-
pulos, algunos fariseos, escribas y hombres principales de Ju-
lias, mientras enseñaba. Le contaron la matanza de los galileos
en el templo de Jerusalén. He oído en esta ocasión que murieron
unas cien personas de Jerusalén y unos 150 de los fanáticos que
seguían a Judas Gaulonita: éstos habían, en efecto, persuadido
a muchos de Jerusalén a acompañarlos al templo, pues temían
ir solos a hacer sus ofrendas y sacrificios. Esta gente se había
juntado con los fanáticos, aunque no participaban de sus ideas
de negar el tributo al César y así perecieron allí por estar con-
fundidos con los revoltosos.
La región de Julias a sobremanera hermosa, fértil, casi
solitaria y verde, llena de camellos y asnos, que andan pastando
y un refugio de toda clase de animales y pájaros, como un par-
que zoológico. Hay diversos caminitos y varios arroyuelos que
se dirigen al lago. Al sol de mediodía todo el lago brilla como
un terso espejo.
El camino principal corre junto al río Jordán. Aquí reina
la soledad. Jesús y los suyos pasaron el Jordán y se dirigieron
a Betsaida y Cafarnaúm, y siendo Sábado Jesús enseñó allí. Se
leyeron los rollos donde Moisés habla de los sacrificios de re-
conciliación que deben sacrificarse sin tomar la sangre. Habló
también de los parentescos prohibidos en los casamientos. La
lectura fue también de Ezequiel sobre los pecados de Jerusa-
lén (III, Moisés, 16-19; Ezeq. 22). Jesús fue invitado a una
comida con sus discípulos por un fariseo: la casa estaba cerca
de la del centurión Cornelio. Se encontraba allí un enfermo,
que pidió salud. Preguntó Jesús a los fariseos si era lícito curar
en Sábado. Como no contestaran, Jesús puso sus manos sobre
el enfermo, y lo sanó. Cuando éste se alejaba dando gracias y
cantando las alabanzas de Dios, Jesús dijo a los fariseos lo que
solía decir con frecuencia: “Ninguno de vosotros dejará a su
asno o a su buey perecer, si en día de Sábado cae en un pozo».
Se irritaron, pero no supieron qué contestar. Los fariseos ha-
bían invitado sólo a sus amigos y parientes, y como viera que
elegían los mejores puestos en la mesa, dijo Jesús: “Cuando
seas invitado no tomes los primeros puestos, pues puede venir
uno más principal, y el dueño hacerte desocupar, con vergüenza,
tu puesto. En cambio, si ocupas un lugar más bajo, vendrá el
dueño y dirá: Amigo, sube más alto, y esto será honroso para
ti. Quien se humilla será exaltado, quien se exalta será humi-
llado». Al dueño le dijo: “Quien invita a los amigos ricos y
principales, que le invitarán a él, ya recibió su merced. Quien
invita a pobres, enfermos, ciegos y estropeados, que no le pue-
den retribuir, recibirá su premio y será dichoso en el día de la
resurrección”. Uno de los presentes dijo: «Sí, dichoso el que
pueda sentarse a la mesa en el reino de Dios». Jesús se volvió
a él y contó la parábola de la gran cena.
Jesús había hecho venir, por medio de los apóstoles, a mu-
chos pobres, y preguntó a los fariseos si habian preparado para
Él esa comida, y como dijesen que sí, les agradeció. Luego que
hubieron comido hasta saciarse hizo repartir a los pobres lo que
quedaba en las mesas.
Después se dirigió con los suyos, atravesando las posesio-
nes de Zorobabel, a una comarca hermosa y solitaria entre Tibe-
ríades y Magdalum. Como le siguiera mucha gente, habló de su
seguimiento. Dijo que quien quería seguirle y ser su discípulo,
debía amarle a Él más que a sus próximos parientes, más que a
sí mismo y debía llevar su cruz en pos de Él. Quien quiere edi-
ficar una torre debe primero calcular si podrá concluir y no ser
burlado luego. Quien quiere ir a la guerra debe calcular sus
soldados contra los del enemigo, y si no tiene fuerzas debe pe-
dir la paz. Para ser su discípulo hay que renunciar a todo.
XXIX
Jesús predica en el monte, junto a Gabara
Jesús caminó, enseñando, a través de la comarca de Gene-
saret y envió a muchos de los más antiguos discípulos para que
invitasen al pueblo a un sermón de varios días en el monte,
junto a Gabara. Debía empezar el Miércoles a mediodía. Yo oí
indicar la fecha de otra manera, pero entendí que correspondía
a lo que sería más tarde un Miércoles. Muchos discípulos atra-
vesaron el lago para ir a Gergesa, a Dalmanutha y a Decápolis
para invitar a la gente. Les dijo que invitaran a todos; que ya
no estaría mucho tiempo con ellos; que trajeran al lugar a
cuantos fuera posible. Salieron en varias direcciones como 40
discípulos. Permanecieron con Él los que habían regresado últi-
mamente de sus misiones y los apóstoles a los cuales enseñaba.
Caminó con ellos hacia Tarichea, al Sur del lago. No se podía
ir desde la orilla del lago hasta Tarichea, pues a dos horas antes
de la ciudad hay costas acantiladas que llegan al mar. Jesús
pasó al Oeste de Tarichea cruzando un puente, hacia un poblado
que estaba en el dique de piedra, extendido desde Tarichea
hasta la desembocadura del Jordán en el mar. A los lados del
puente había dos hileras de casas. Antes de llegar allí tuvo que
pasar junto a la casa de los leprosos, donde el año pasado había
sanado a varios. La gente supo que se acercaba Jesús y le salió
al encuentro, agradeciéndole, mientras otros leprosos que habían
llegado, gritaban por salud, y Jesús los sanó. También en las
afueras de la ciudad le trajeron muchos enfermos, desde Dal-
manutha, en barcas: a todos los sanó.
Este dique se hundió, con ocasión del terremoto, en la
muerte de Jesús, con las casas de los alrededores, y no se reparó,
dado que también el lago revuelto cambió de aspecto en varios
lugares. Tiberíades era entonces como una ciudad a medias; de
la otra parte no se había edificado aún.
De todos lados iban yendo gente a la montaña de Gabara
y muchos en barcas, a través del lago. Llevaban tiendas y víve-
res para varios días; a los enfermos los cargaban sobre asnos.
Los discípulos tenían que ordenar a las multitudes. Cuando
Jesús se dirigía con sus apóstoles a Gabara, vinieron algunos
fariseos preguntado qué pasaba, pues estaba todo el país en
desorden y movimiento, corriendo hacia la montaña. Jesús les
contestó que viniesen ellos también al sermón mañana: que El
mismo los había invitado; que ya no estaría mucho tiempo con
ellos. También acudieron las santas mujeres al albergue al pie
de la montaña, para atender las necesidades de Jesús y de sus
discípulos. Era a eso de las diez de la mañana cuando llegó
Jesús a su sitial. Los discípulos habían dispuesto a la gente de
modo que se fuesen adelante, turnándose, para oír mejor, pues
había muchos más de los que podía contener el espacio de los
oyentes. La gente vivía bajo tiendas, cada uno con el grupo de
su ciudad. Cada comarca había adornado su campamento con
un arco triunfal de ramas y hojas y en el medio una muestra
de las mejores frutas de su región. Así unos tenían vides y
uvas, otros trigo o algodón, cañas de azúcar, hierbas y toda
clase de bayas y frutas. Todo estaba adornado de flores y hacía
el conjunto una hermosa figura. Una cantidad de palomas y
de aves de varias clases, atraídas por las frutas, se acercaban
mansas y se dejaban alimentar en las manos de los hombres.
Muchos fariseos, saduceos y herodianos se habían dado cita y
se colocaron cerca del sitial de Jesús. Tenían mejores asientos,
traídos de antemano. Jesús reunió a sus discípulos junto a Él,
ocupando lugar delante. Primero rezó y luego dijo al pueblo
que observara orden y atención, pues iba a enseñar lo que otros
no se habían ocupado de enseñar y que era necesario saber para
su salud.
Les dijo que lo que ahora no podían comprender, se lo
repetirían los discípulos después. “Los mandaré a ellos, porque
ya no estaré mucho tiempo con vosotros”. Previno a sus discí-
pulos públicamente que se guardasen de los fariseos y de los
falsos profetas. Después enseñó al pueblo sobre la oración y el
amor fraterno. Los discípulos cambiaban a los oyentes próximos
para que se acercaran los más alejados. Los fariseos y escribas
interrupción. La gente se turnaba para ir a comer. No he visto
nes. Él no los escuchaba; hablaba severamente contra su con-
ducta, previniendo al pueblo: esto los irritaba mayormente. No
sanó, sino que hacía traer más cerca a los enfermos en sus cami-
llas para que oyesen mejor; les dijo que tuvieran paciencia y
esperasen el final de su predicación. Enseñó hasta la tarde, sin
interrupción. La gente se turnaba para ir a comer. No he visto
a Jesús comer en todo este tiempo. Enseñó todo el día al pue-
blo, de modo que su voz al final era débil, apenas perceptible.
Por último bajó del albergue que estaba al pie de la montaña.
Había pertenecido esta casa al castillo de Magdalum de María
Magdalena; cuando Lázaro vendió el castillo se la reservó para
albergue de los discípulos.
Lázaro y Marta, Dina y la Suphanita, Maroni de Naím y
María, Madre de Jesús, y otras mujeres de Galilea habíanse reu-
nido allí trayendo telas y géneros para hacer ropas, y vestidos
ya hechos. Habían preparado una modesta comida para Jesús
y sus discípulos; lo sobrante lo repartieron entre los necesitados.
Al día siguiente continuó Jesús su enseñanza en la montaña:
habló de nuevo de la oración, del amor fraterno, de la vigilan-
cia en el buen obrar y de la confianza en la bondad de Dios, y
avisó a los oyentes que no se dejasen seducir de personas que
los perseguirían y hablarían mal de ellos. Los fariseos estaban
hoy más inquietos que ayer; se habían reunido en gran cantidad
con intención de contradecir y disputar con Jesús. Decían que
era un agitador, perturbador del orden, que sacaba a la gente
de su trabajo para seguirle a Él por todo el pais. Añadían que
tenían sus sábados, sus fiestas y su doctrina y no necesitaban
oír novedades. Le echaron en cara las mil cosas que ya habían
dicho a Él y a sus discípulos, y terminaron amenazándolo con
denunciarlo a Herodes: que lo acusarían de su doctrina y de su
proceder; añadieron que ya Herodes lo tenía en vista y pronto
terminaría con Él.
Jesús les contestó severamente, diciendo que seguiría ense-
ñando y obrando sin cuidarse de Herodes, hasta completar su
misión. Los fariseos se pusieron tan atrevidos e irritados que el
pueblo tuvo que rodear a Jesús: de este modo se alejaron llenos
de enojo. Jesús continuó enseñando con palabras conmovedoras
y llenas de ternura. Como muchos de los oyentes estaban ren-
didos por el viaje y otros habían consumido sus provisiones,
mandó Jesús a los discípulos que trajeran panes, miel y pesca-
dos para que los repartieran entre ellos. Trajeron en grandes
cestos estos alimentos. Se repartió entre los necesitados telas,
mantas, géneros y vestiditos para niños. Las mujeres repartían
estas prendas a las mujeres y niños, mientras los discípulos ha-
cían lo mismo entre los hombres. Todo lo habían provisto las
santas mujeres.
Jesús continuó enseñando a los nuevos llegados y las muje-
res se retiraron al albergue para preparar la cena. Jesús les pro-
metió enviarles a sus discípulos para repetirles sus enseñanzas,
puesto que Él iba a retirarse por algún tiempo. Bendijo a los
oyentes, los despidió y les dijo que al día siguiente por la ma-
ñana sanaría a los enfermos traídos. Permaneció largo tiempo
aún con sus discípulos, les advirtió la manera de proceder de
los fariseos y cómo debían guardarse de sus insidias. Muy tarde
bajó con los suyos de la montaña para ir al albergue donde
estaba preparada una comida para todos. Lázaro habló de la
matanza de los galileos en el templo, que era la conversación
común entre los discípulos, y dijeron también cómo algunas
de las personas parientes de Juan Bautista, de Hebrón y de
Jerusalén, habían ido a Macherus para rescatar la cabeza de
Juan Bautista, pues ahora estaba la fortaleza desocupada y se
estaba edificando allí.
Al tercer día por la mañana volvieron Lázaro y las mujeres
a sus casas, mientras Jesús y sus discípulos fueron a las tiendas
a ver a los enfermos que habían traído hasta cerca del albergue.
Otras tiendas estaban aún al pie del monte donde había pre-
dicado Jesús. Jesús sanó ayudado de los apóstoles a todos los
enfermos, los cuales no se alejaron hasta que estuvieron todos
restablecidos. Los discípulos repartieron restos de telas y ali-
mentos entre los necesitados. Los sanados llenaron el aire con
sus cantos de alabanza y de acción de gracias; todos se alejaron
para llegar a sus casas antes del comienzo del Sábado.
Jesús se dirigió hacia Garisima, como a una hora de camino
al norte de Séforis, al final del valle. Envió delante a algunos
discípulos para que preparasen el albergue; Él tomó un camino
algo desviado, para evitar el encuentro con más enfermos. Los
he visto entrar por algún tiempo en la población de Kapharot,
cerca de Jotapata. Por aquí pasaba un camino de Cafarnaúm a
Jerusalén. En esta región anduvo Saúl poco antes de consultar
a la adivina de Endor. De Kapharot a Garisima había como
cinco horas de camino. Este lugar estaba rodeado de viñedos;
tenía el sol por el Este y el Sur. Los discípulos enviados le sa-
lieron al encuentro en una parte del camino: habían preparado
un albergue delante de la ciudad. Le lavaron los pies y comieron.
Jesús se dirigió a la sinagoga y enseñó sobre el Levítico y el
profeta Ezequiel. No hubo aquí contradictores. Todos estaban
maravillados de su conocimiento de la ley y de sus admirables
explicaciones. Después se retiró Jesús al albergue con los suyos.
Comieron con Él algunos parientes venidos de Séforis. Habló
de su próxima partida. Se reunieron aquí como un centenar,
entre apóstoles y discípulos. Estaban los dos hijos de aquel Ci-
rino de Chipre, ya bautizado, y otros judíos venidos de Chipre.
Había una cantidad considerable de judíos que, de vuelta de
las fiestas de Jerusalén, se disponían a volver a Chipre. Éstos
escucharon su explicación del Sábado con admiración. Todos
desearían a Jesús en Chipre, donde estaban radicados muchos
judíos, en completo abandono religioso.
Jesús enseñó en Garisima sobre una colina: luego a solas
con sus discípulos, de los cuales algunos habían estado ausentes,
les repitió y aclaró sus enseñanzas y parábolas; repasó en gene-
ral toda su enseñanza en modo fácil y sencillo, como a niños.
Se retiró luego con los suyos a unas cuatro o seis horas de Ga-
risima, hacia la montaña al Noroeste, y en una comarca solitaria
pasaron la noche. Había allí rebaños de camellos, de asnos y de
ovejas en las praderas, al Oeste de la montaña que corre en
medio de la comarca. Las praderas están en zigzag entre coli-
nas y alturas. En este lugar solitario había muchas palmeras y
cierta clase de árboles que entrelazan sus ramajes, de modo que
se podía estar bajo ellos como a cubierto de una choza. Allí
vivían muchos pastores. Jesús empleó el mayor tiempo en ora-
ción y en instruir a sus discípulos. Volvió a repetirles muchas
enseñanzas. Me llamó la atención que les dijera que no debían
tener bolsas aparte con dinero y las entregaran al principal de
cada grupo. Cada grupo de diez tenia un jefe. Les dijo cómo
debían conocer los lugares donde podian hacer algún bien; que
debían sacudir las suelas de sus sandalias en los sitios donde no
los recibieran y cómo debían comportarse donde los recibían
bien. En cuanto a lo que deberían responder, al ser preguntados,
que no se preocuparan, pues se les vendría a la boca lo que de-
bían decir; que por lo demás, no se asustaran de nadie, pues sus
vidas no estaban aún en peligro.
Yo veía con frecuencia a algunos hombres de largos bas-
tones y especie de hachas que andaban por los valles: eran cui-
dadores de los ganados, porque solían venirse fieras desde la
orilla del mar a devorar las ovejas.
Muy temprano, a la mañana siguiente, Jesús envió a sus
discípulos. Antes les había impuesto las manos a algunos após-
toles y principales discípulos; a los demás sólo he visto que los
bendecía. Los llenó a todos de nuevo vigor y fuerza. No fue
ésta todavía una consagración, sino sólo un refuerzo y una
ayuda. Les recomendó obediencia al jefe de cada grupo. Pedro
y Juan no quedaron con Jesús: Pedro se dirigió al Sur, hacia
Joppe, y Juan al Este, en dirección de Judea. Otros partieron a
la Alta Galilea y otros a Decápolis. Tomás recibió la misión de
ir a los gerasenos; se dirigió con un grupo de discípulos a la
población de Asach, ciudad situada sobre una altura, entre dos
valles, a nueve horas de Séforis. Había aquí muchos judíos
levitas. Jesús se dirigió al Noroeste con cinco apóstoles, cada
uno de los cuales tenía a sus órdenes diez discípulos. Recuerdo
haber visto a Judas, a Santiago el Menor, a Tadeo, a Saturnino,
a Nathanael, a Barsabas, Asor Mnason y a los discípulos de
Chipre. Caminaron el primer día unas seis a ocho horas. Había
ciudades a derecha e izquierda, y varios grupos se dirigían a
algunas de ellas. Jesús caminó, dejando a Tiro a su izquierda,
a orillas del mar. Había señalado a los apóstoles y discípulos un
lugar donde al cabo de treinta días debían volver a encontrarse.
Pernoctó bajo el follaje, con sus acompañantes, como la noche
anterior.
XXX
Jesús va a Ornitópolis y se embarca para Chipre
He visto después a Jesús con unos cincuenta acompañantes,
discípulos y otros, caminando entre los peñascos y barrancos
de una montaña. Una admirable vista: a ambos lados de la
montaña se veían viviendas durante horas y horas: la gente
vivía allí en cavernas y cuevas naturales, con frecuencia cu-
biertas con juncos y hierbas. De trecho en trecho habían levan-
tado paredones para impedir desmoronamientos de la montaña.
Vivían aquí pobres familias paganas, que debían cuidar el ca-
mino e impedir el asalto de las fieras y animales en el poblado.
Esta gente acudió a Jesús implorando su ayuda contra las fie-
ras. Eran estas alimañas especies de lagartos de anchas patas,
con manchas sobre el cuerpo. Jesús bendijo esa comarca y man-
dó a las bestias retirarse a un oscuro pantano allí cerca.
A lo largo del camino crecían muchos árboles de naranjas
silvestres: era una región a unas cuatro horas de Tiro. Jesús
repartió aquí a sus acompañantes, y mientras marchaba, siempre
adelante, entre estos barrancos, iba enseñando a las gentes po-
bres que vivían en esas cuevas y refugios. El camino llevaba
hacia el pequeño río Seontes, de claras aguas, que se echa en el
mar a unas cuantas horas al Norte de Tiro. Un puente alto de
piedra pasa por este río y al otro lado se encuentra un amplio
albergue donde volvieron a encontrarse los discípulos con su
Maestro. Desde aquí envió a algunos discípulos a las ciudades
de la comarca Chabul, y a Judas Iscariote lo envió con algunos
discípulos a Caná, junto a Sidón. Los discípulos tenían que entre-
gar el dinero al jefe del grupo. Sólo a Judas le dió Jesús un
dinero para su uso: conocía la avaricia de este apóstol, y no
quiso ponerlo en la ocasión de sustraer acaso el dinero de sus
compañeros. Había manifestado ya Judas su ansia de dinero,
aunque se gloriaba de vivir como pobre y de hacer economía.
Cuando recibió Judas el dinero preguntó a Jesús cuánto podía
disponer para cada día. Jesús le contestó que el que vive pobre-
mente no necesita ni precepto ni medida, pues lleva la concien-
cia consigo como ley.
En este albergue le esperaban unas cien personas de aque-
llas que había consolado y enseñado en Ornitópolis y en Sarepta.
En parte le habían seguido, en parte vivían aquí, donde habían
levantado una sinagoga. Recibieron a Jesús y a los discípulos
con gran contento; les levaron los pies y les dieron alimentos.
Estaban vestidos de fiesta con ropas antiguas, llevaban barbas
largas y manípulos. Tenían costumbres propias y usos al modo
de los esenios. También los paganos del lugar se mostraron cor-
teses, pues, en general, estiman a los judíos, cosa que en otros
lugares no sucede, por ejemplo en la Decápolis. Estos judíos
descienden de un hermanastro del patriarca Judá, que había
sido perseguido por sus hermanos Her y Onán y refugiado en
esta comarca. Su familia se mezcló con los paganos y no pasó
a Egipto. Los paganos, con los cuales se habían casado sus hijos,
habían deseado unirse en matrimonio con los hijos o los siervos
de Jacob, cuando éste vino a habitar aquí después del caso de
Dina. Traspasaron los montes y se apersonaron humildemente a
Jacob pidiéndole poder casarse con algunos de su descendencia,
comprometiéndose a someterse a la circuncisión. Jacob los
desechó absolutamente. Cuando el hijastro de Judá se vino a
habitar entre ellos, lo recibieron amigablemente y sus hijos se
casaron entre sí. ¡Cómo aparece la Divina Providencia! ¡El deseo
de estos pobres paganos en la esperanza de la redención, median-
te el casamiento con la raza elegida, se ve cumplido de modo
imprevisto por el arribo de este hermanastro de uno de los
hijos de Jacob!
A pesar de las mezclas con los paganos, una familia se había
mantenido incontaminada y fue instruída en la ley por el pro-
feta Elías que anduvo mucho tiempo en estas regiones. Salomón
había intentado reincorporarlos con los judíos, pero no había
podido conseguirlo. Ahora había como cien personas de pura
descendencia entre ellos. Elías había juntado esta descendencia
de un hermano de Judá, y en tiempos de Joaquín y Ana algu-
nos maestros judíos fueron a esa comarca para instruírlos y
mantenerlos en la ley y en las costumbres judías. Estas fami-
lias vivían alli y la Sirofenisa se juntó a ellos cuando se vió
libre de su enfermedad. Se mantenían muy humildes y no se
consideraban dignas de habitar en la tierra santa con los demás.
El chipriota Cirino había hablado mucho de ellos a Jesús en
Dabrath, y Jesús tomó ocasión de estas referencias para hablar
ahora con ellos familiarmente.
Enseñó primeramente, delante de un albergue, a una mul-
titud congregada bajo una techumbre de follaje. Este albergue
pertenecía a los judíos o había sido contratado por ellos. Des-
pués enseñó en la sinagoga donde muchos paganos lo escucha-
ron, pero desde fuera. Esta sinagoga era bastante hermosa y
alta: arriba tenía una azotea desde donde he visto un extenso
paisaje. Por la tarde prepararon los judíos comida de fiesta a
Jesús. Todos se esmeraron en manifestarle su admiración y su
gratitud, porque no había desdeñado Él en venir hacia ellos,
como el buen pastor en busca de las ovejas descarriadas, para
predicarles la salud. Tenían sus registros de genealogía bien
ordenados: se los mostraron a Jesús y se alegraron mucho al
constatar que tenían el mismo origen que Jesús. Fue una comi-
da cordial: estuvieron todos presentes. Se habló mucho de los
profetas, en especial de Elías y sus profecías sobre el Mesías,
como de Malaquías y que ya era el tiempo del cumplimiento.
Jesús les declaró todas estas cosas y les prometió introducirlos
en Judea. En efecto, más tarde los trajo al Sur de Judea, entre
Hebrón y Gaza. Jesús tenía en esta ocasión un vestido blanco
largo, para viajar. Se solía ceñir y levantar un tanto los vesti-
dos cuando se disponía a viajar. No llevaban bultos: lo indis-
pensable lo llevaban debajo del vestido, en torno del ceñidor.
Algunos tenían bastones. Nunca he visto a Jesús cubrirse la
cabeza, fuera del caso de ponerse la tela que solía llevar al
cuello y que alzaba sobre la cabeza para protegerse contra los
rayos del sol. Habia en esta región una invasión de asquerosos
animales, con alas de piel, de cuerpo manchados que volaban
velozmente. Eran como enormes murciélagos, que de noche
chupaban la sangre de hombres y animales. Provenían de lu-
gares pantanosos y hacían mucho daño. De ellos he visto tam-
bién muchos en Egipto. No eran los llamados dragones, ni tan
espantables. Los dragones no eran tan abundantes y se los víia
sólo en lugares muy desiertos. La gente vivía aquí de juntar
nueces, castañas y otras bayas que colgaban como racimos de uva.
Desde el albergue se dirigió Jesús al puerto como a tres
horas de Tiro. Allí se extiende una zona montañosa dentro del
mar, como una isla: allí está la ciudad pagana Ornitópolis. Los
pocos y buenos judíos que allí viven parecen servir a los paga-
nos. He visto en los alrededores como treinta templos idolátri-
cos. Me parece que toda la región del puerto pertenece a Orni-
tópolis. La Sirofenisa tiene allí tantas posesiones, edificios, teje
durías y aún barcos que me hace pensar que todo esto pertenecía
a su marido y a sus antepasados. Ella no vive en Ornitópolis, sino
en un castillo a la entrada. Detrás de Ornitópolis hay una altura
y más allá está Sidón. Corre un riacho entre Ornitópolis y el
puerto. Las costas entre Tiro y Sidón son en general escarpadas y
agrestes, a excepción del puerto. Hay tantos barcos en el puerto
que el conjunto parece otra ciudad.
La posesión de la Sirofenisa parece un conjunto de casas y
campos, con industrias y fábricas, jardines y plantaciones, donde
trabajan numerosas personas como siervos y esclavos. Se nota,
con todo, que no hay ya tanta actividad, porque esta mujer quiere
desprenderse de todo y que la gente se busque a otro patron que
los dirija. Ornitópolis está como a tres horas del lugar donde Je-
sús pernoctó; el de los judíos pobres está a sólo media hora de
distancia.
Cuando Jesús va en línea recta desde aquí hacia el puerto,
queda a su izquierda la ciudad de Ornitópolis. El lugar de los
judíos está más hacia Sarepta, que tiene el sol por la mañana,
puesto que de este lado se levanta la montaña suavemente.
En la parte Norte hay sombra y se está bien. Entre Ornitópolis,
el lugar de los judíos y el puerto hay muchas casitas desparra-
madas, de modo que mirando desde la altura es raro pensar que
todas estas edificaciones formaron en un tiempo una sola cosa.
Con Jesús estaban aún Santiago el Menor, Barnabás, Mnasón
Azor, los dos hijos de Cirino y otro discípulo de Chipre que
habían presentado al Señor. Todos los demás apóstoles y discí-
pulos habían partido en misión. Judas Iscariote fue el postrero
en partir con su comitiva hacia la Gran Caná.
Jesús fue con sus acompañantes a la casa de la Sirofenisa,
la cual se lo había rogado por medio de aquel pariente sanado.
Se reunieron muchos allí; también enfermos, pobres y estro-
peados, a los cuales sanó. La posesión de la Sirofenisa con sus
talleres, fábricas, jardines y dependencias formaba un conjunto
grande, como nuestra ciudad de Dülmen. En muchas galerías de
edificios, donde se podía andar, estaban extendidas telas colo-
readas de amarillo, violeta, rojo y azul celeste. El amarillo lo
sacan de una planta que cultivan allí mismo. Para el colorado
y el violeta usan unos caracoles del mar: había allí grandes de-
pósitos, donde los criaban y conservaban cuando los pescaban
en el mar. Se cultivaba también el algodón, aunque no era
originario del lugar, que en general no es fértil, como los de
Tierra Santa, y hay sitios pantanosos.
Cuando se mira desde aquí al mar, parecería que está más
alto que el conjunto de las tierras: se ve azulado, como levan-
tado hacia el cielo. En las orillas hay árboles gruesos y oscuros,
no muy altos, cuyas ramas se extienden mucho. Estas ramas
negruzcas son generalmente vacías: están llenas de insectos y
alimañas que encuentran allí su refugio.
Jesús fue recibido con mucha fiesta en la casa de la Siro-
fenisa. Mientras estaba sentado a la mesa, la hija de la viuda
vino a derramar un perfume sobre la cabeza del Salvador. La
madre regaló a Jesús varias telas, fajas y monedas de oro trian-
gulares; la hija, monedas que estaban unidas entre sí. Jesús no
permaneció mucho tiempo aquí; se dirigió al puerto, donde fue
recibido jubilosamente por los judios congregados y por los que
habían regresado de Jerusalén y se embarcaban ahora para
Chipre.
Enseñó en la sinagoga: muchos paganos quedaron afuera
de ella escuchando. Al claror de la luna le acompañaron todos
hasta el puerto y allí se embarcó con ellos. Era una noche clara
de luna. Las estrellas parecen de mayor tamaño que en otras
partes. Había allí una pequeña flotilla: una barcaza recibió el
equipaje, las mercancías y los animales, especialmente asnos.
Diez pequeñas embarcaciones a remo llevaban a los que habían
asistido a las fiestas de Pascua, y a Jesús con los suyos. Cinco
de estas embarcaciones arrastraban a la barcaza que estaba
unida a ellas por delante y los lados por largas sogas. Las otras
barcas navegaban en torno. Todas tenían, como la de Pedro en
el mar de Galilea, sitios levantados en torno del mástil, para
remar y descansar. En una de las barcas atadas estaba Jesús
sobre ese sitio levantado, y bendijo el mar y la tierra mientras
se disponían a marchar. He visto a muchos peces seguir detrás
de las barcas, algunos muy grandes con bocas de forma parti-
cular. Parecía que jugaban y mostraban sus cabezas como escu-
chando las palabras de Jesús, que enseñaba durante la trave-
sía. El viaje resultó tan feliz y rápido, con mar tranquilo y
óptimo tiempo, que todos, judíos y paganos, exclamaban: “¡Qué
travesía tan feliz! Esto lo debemos a Ti, ¡gran Profeta!» Jesús,
que estaba junto al mástil, les dijo que callaran y dieran la
gloria sólo a Dios; les habló del único Dios y de sus obras, de
la vanidad de los dioses paganos, de la proximidad de los tiem-
pos, del tiempo ausente, y de la gran salud que había venido
al mundo, aún para los paganos, llamados también al reino. Toda
la enseñanza fue dirigida a los paganos que la escuchaban.
Las pocas mujeres que estaban en las embarcaciones tenían
lugar aparte. Muchas personas sufrieron fuertes mareos durante
la travesía: estaban en los rincones de las naves y tenian fre-
cuentes vómitos. Jesús sanó a los que estaban en su barca; pronto
se supo esto y los de las otras naves clamaban a Él por salud.
Jesús los sanó a distancia a todos. Luego los he visto en la hora
de la comida. Llevaban fuego en recipientes de hierro y en
agua caliente derretían unas substancias claroscuras tajadas y
enrolladas. Distribuían los alimentos a cada uno sobre platillos
con borde y mango. En cada uno de estos recipientes había
varios hoyos cavados donde se depositaban varias clases de ali-
mentos, tortas y hierbas; el caldo o salsa se echaba encima.
Desde aquí a Chipre no se ve el mar tan ancho, como desde
Joppe: no se ve más que agua. Las barcas llegaron hacia la ma-
ñana al puerto de Salamina: es un puerto seguro y muy ancho;
las dos lenguas de tierra entran en el mar a ambos lados. La
ciudad está como a media hora tierra adentro. No se conoce en
seguida porque todo ese espacio está lleno de jardines y arbo-
leda. Había muchas embarcaciones. El barco donde habían lle-
gado no pudo anclar porque la playa era como un alto paredón:
calaba mucho y no pudo entrar. Echaron anclas a cierta distan-
cia. En la playa había muchos barquitos que acudieron para
transportar a los recién llegados: estos barquitos eran tirados con
sogas hacia el puerto. En la barca donde llevaban a Jesús a la
playa había sólo judíos, que lo recibieron con gran alegría.
En la playa se habían congregado muchos judíos de la ciu-
dad, vestidos de fiesta. Esperaban la barca que habían visto
venir de lejos y era costumbre recibir con regocijo a los que
volvían de las fiestas de la Pascua de Jerusalén. Había allí
ancianos, mujeres, doncellas y alumnos de las escuelas judías
con sus maestros. Los niños llevaban flautas en las que tocaban
aires alegres y llevaban astas con gallardetes de ramas y coro-
nas de flores. Cirino, tres hermanos mayores de Barnabás y
otros ancianos judíos recibieron a Jesús y a sus acompañantes,
los llevaron a un lado del puerto y subieron sobre una hermosa
terraza llena de verdor. Allí había tapices extendidos, palanga-
nas con agua para lavarse y bandejas con bebidas refrescantes.
Lavaron los pies a Jesús y a los suyos y les ofrecieron refrescos.
Fue presentado a Jesús un anciano judío, que era el padre
del discípulo Jonás. Este anciano se echó en los brazos de su
hijo, que volvía de Palestina y el hijo lo llevó a Jesús, delante
del cual el anciano se inclinó profundamente. No sabía el ancia-
no por donde había estado su hijo, pues el compañero de su
viaje a Palestina había regresado mucho antes. Todos habían
estado muy inquietos por la ausencia de este joven. Muchos se
acercaban y decían: “¿Es él? ¿Ha venido?» Luego lo abrazaron
y se lo llevaron aparte. La noticia de la matanza de los galileos
por orden de Pilatos, que había tenido lugar en Jerusalén, ya
había cundido, muy aumentada, y todos estaban en gran temor
por los suyos. El lugar donde Jesús fue recibido era sobrema-
nera hermoso. Por el Oeste se veía a distancia la ciudad con
muchas cúpulas y edificios altos, dorados por el sol rojizo que
se ocultaba. Hacia el Este se veían el mar y las montañas de
Siria, que parecían nubes a la distancia. En torno de la ciudad
de Salamina hay una pradera con muchos árboles altos, terra-
zas y otras dependencias. El suelo me pareció como arena o tie-
rra fina; el agua potable no era abundante. La entrada al puerto
no es abierta: está flanqueada por islotes fortificados tiene una
entrada ancha y otras angostas. Estas islas están llenas de pe-
queñas torres gruesas, semicirculares, con ventanas arriba por
la cuales se puede observar cuanto sucede en los alrededores.
Cuando se apartaron del puerto y caminaron una media hora
hacia la ciudad, torcieron a la derecha y anduvieron por esos
alrededores hacia el Norte. Cuando llegó Jesús con los suyos,
ya estaban allí reunidos los recién venidos en un espacio libre
en forma de terraza. El anciano jefe de la sinagoga estaba en
un sitio alto para observar el orden. Parecía un capitán que
pasara lista a los presentes. Se averiguó si alguno había sufrido
daño en el viaje; si habia quejas de unos contra otros y se ha-
bló de lo que había pasado en Jerusalén. Jesús y los suyos no
estaban aún entre ellos. Jesús fué saludado solemnemente por
ancianos y venerables judíos; en seguida dirigió la palabra a la
multitud desde la altura y luego se encaminó cada uno con los
suyos a su respectiva casa.
Delante de las dos calles de la ciudad judía estaban las
espléndidas sinagogas, las habitaciones de los ancianos y rabi-
nos y las escuelas, y a cierta distancia, el hospital con un tanque
de agua. El camino a la ciudad estaba afirmado y cubierto de
arenilla, con árboles muy frondosos a los lados. En la parte
elevada donde se reunían los judíos había un árbol tan grueso
y fuerte que podían sentarse varios hombres en sus ramas.
Jesús y los suyos fueron llevados por el jefe de la sinagoga a
unas salas cercanas donde pasaron la noche. Aquí sanó Jesús
a un enfermo traído en una camilla. Esta casa era un lugar
espacioso donde solían alojar a los rabinos que los visitaban.
Estaba edificada al estilo de los paganos con columnas en torno.
El interior era una gran sala con terraza arriba y en torno
asientos para escuchar el sermón. En el piso bajo había camas
enrolladas contra las paredes; se podían bajar las cortinas su-
jetas arriba y formar separaciones para dormir. En la terraza
había plantas en tiestos y jarrones. El padre del joven discí-
pulo llamado Jonás estaba también allí, aunque no vivía en esa
misma ciudad; Cirino había partido con sus hijos a su pro-
pia casa.
XXXI
Jesús enseña en Salamìna (Chipre)
A la mañana siguiente fue llevado Jesús por el anciano
venerable y acompañado por los maestros al hospital edificado
en torno de un jardín, en medio del cual había un gran estan-
que para el baño de los enfermos. El agua para beber, cocinar
y usos domésticos la tenían en otros tanques donde echaban
ciertas frutas para purificarla. Junto al estanque de los baños
había plantaciones de hierbas medicinales. La tercera parte del
hospital estaba ocupada por hombres. Jesús sanó a varios hom-
bres enfermos, algunos de los cuales tenían enfermedades en
la piel, o lepra muy leve. Estos le siguieron a un lugar donde
se habían reunido los demás judíos, donde Jesús enseñó sobre
el maná y la manera de juntarlo en el desierto; les dijo que
ahora era el tiempo del verdadero maná de la enseñanza y de
la conversión, y que se le daría a ellos un nuevo pan del cielo
dentro de breve tiempo.
Después dejaron los hombres el lugar, que fue ocupado por
las mujeres. Vinieron muchas paganas que permanecieron a
cierta distancia, separadas de las judías. Jesús enseñó a todas,
porque había muchas paganas. Habló del único Dios, Creador
del cielo y de la tierra, de la vanidad e insensatez de adorar a
muchos dioses y del amor de ese único Dios a los hombres.
Después se dirigió con los suyos a la casa del jefe de los
ancianos para una comida, acompañado de varios rabinos. Era
un gran edificio de estilo pagano, con galerías, columnas y te-
rrazas. Habían preparado una gran comida. Se veían muchas
mesas bajo los pórticos; habían colgado gallardetes, coronas y
arcos de triunfo con ramas y hojas. Era una fiesta para Jesús y
para los que habían vuelto de Jerusalén. El anciano llevó a
Jesús a un lado de la casa, donde lo presentó a su mujer que
estaba con otras mujeres allí reunidas; también estaban pre-
sentes varios escribas y maestros. Después que estas mujeres,
puestas el velo, saludaron con profunda inclinación a Jesús,
mientras Él les decía palabras llenas de bondad, se acercó una
tropa de niños adornados con coronas y guirnaldas, tocando
música con sus flautas, y lo llevaron al lugar de la comida.
La mesa estaba adornada con flores en tiestos y era algo más
elevada que en la Judea. Se lavaron las manos. Entre otras
comidas trajeron un cordero, que Jesús partió, distribuyendo
las porciones sobre panes redondos como tortas. En realidad
ya venía trinchado y compuesto como si estuviera entero. Vi-
nieron nuevamente los niños con su música, entre ellos algunos
ciegos y defectuosos. Siguieron a estos un grupo de niñas, de
ocho a diez años, con adornos y guirnaldas, entre ellas algunas
hijas o nietas del dueño de la casa, todas vestidas con trajes
blancos muy finos y hermosos. Los vestidos no son aquí tan
variopintos y abundantes como en Palestina. Las cabelleras
eran largas, partidas en tres, y tenían al final adornos de per-
las o semejantes a frutas para mantener los cabellos, general-
mente rubios, recogidos. Algunas niñas llevaban una gran co-
rona de flores y plantas; sobre la primera había otra formando
el todo una corona que terminaba en un ramillete, especie de
bandera. Me parece que no todas eran flores naturales, porque
brillaba una parte de ellas como de seda y algodón, y había
plumas de color y otros adornos. Las niñas llevaron esta corona
al asiento de Jesús, mientras otras traían hierbas olorosas y
perfumes en pequeños recipientes que depositaron delante de
Él. Una niña del dueño de casa quebró un frasco de perfume
sobre su cabeza y lo desparramó con un paño sobre los cabellos.
Hacían todas estas cosas con mucha modestia, sin hablar, con
los ojos bajos y sin mirar a los comensales. Jesús las dejó hacer
y les agradeció con sencillas expresiones; después de lo cual
las niñas se retiraron, sin levantar los ojos, al departamento de
las mujeres.
He visto que Jesús no estuvo mucho tiempo en la mesa.
Enviaba viandas y bebidas a las mesas de los más pobres, por
medio de sus discípulos, que siempre servían a los demás. Des-
pués se levantó Él mismo e iba de mesa en mesa, enseñando,
contando y distribuyendo alimentos a los pobres. Después de
la comida el anciano llevó a Jesús, con los suyos y algunos
maestros, hacia el acueducto y depósito en el Oeste. La ciudad
tenía agua mala. Había alli grandes depósitos y cisternas: en
algunos debía bombearse, en otros sacar con baldes. Los depó-
sitos de los judíos estaban aparte. Le mostraron sus depósitos
insuficientes, de malas aguas y le rogaron quisiera mejorarlas.
Hablaron de un nuevo depósito que estaban haciendo y Jesús
dijo que quería hacer bautizar aquí y cómo debían disponerlo
para el caso. Luego se dirigieron a la sinagoga, porque ya empe-
zaba el Sábado. Esta sinagoga era grande y hermosa, iluminada
con muchas lámparas y ya estaba llena de gente.
Tenía en la parte superior terrazas escalonadas y podía
oirse desde allí la enseñanza. Estos lugares estaban ocupados
por paganos y muchos de ellos se habían metido dentro de la
sinagoga, mezclados amigablemente con los judíos. La lectura
y comentario refirióse al tercer libro de Moisés, que habla de
los sacrificios y varias prescripciones. También se trató del
profeta Ezequiel. Al principio leyeron algunos escribas y co-
mentaba Jesús. Al fin enseñó de modo tan hermoso que todos
estaban admirados y conmovidos. Habló de su misión y venida,
que pronto iba a terminar. Ellos pensaban que era un profeta,
y aún algo más: debia ser, por lo menos, aquél que debía pre-
ceder al Mesías. Jesús les declaró que el precursor había sido
Juan Bautista y habló de las señales del Mesías, por las cuales
podían conocerle, sin decirles, sin embargo, claramente, que
era Él. Con todo, ellos lo entendieron así y estaban llenos de
reverencia y devoto temor.
Después Jesús estuvo con los suyos en casa del jefe de los
ancianos; y luego los llevaron a sus habitaciones. Jesús fue
recibido aquí con gran amor. Todos se acercan a Él y quieren
manifestarle su amor y reverencia. No hay aquí secta ni dispu-
tas ni cuestiones. Jesús sanó a varios enfermos en sus propias
casas. Judíos y paganos viven en esta ciudad amigablemente,
aunque cada cual en sus propios barrios. Los judíos ocupan dos
calles. La casa de los hijos de Cirino es un gran edificio cuadra-
do: comercia con mercaderías en naves propias. Se ve otro tipo
de edificación: muchas torres y puntas, muchas ventanas con
rejas y toda clase de adornos sobre las casas. Trajeron a Jesús y
a los suyos nuevas suelas y vestidos e hiciéronles diversos rega-
los. Jesús los usó hasta que los suyos estuvieron limpios; luego
regaló los nuevos a los pobres del lugar. En la mañana del Sá-
bado enseñó de nuevo en la sinagoga, muy hondamente, del
tiempo de la gracia, del cumplimiento de las profecías: muchas
personas lloraban llenas de emoción. Los exhortó a la peniten-
cia y al bautismo. Este sermón duró de tres a cuatro horas.
Después se dirigió con algunos maestros a la casa de Cirino, que
le había invitado a comer.
La casa de Cirino estaba entre la ciudad de los paganos y
la de los judíos. Salamina tiene ocho calles, de las cuales dos
son de judíos. No caminaban por estas calles, sino por una que
estaba entre unos y otros por la parte posterior de las casas, cerca
de la gran puerta de la ciudad. Junto a esta puerta habíase con-
gregado una gran multitud de paganos, hombres, mujeres y ni-
ños, que saludaron reverentemente a Jesús y a los suyos, desde
cierta distancia, con temor respetuoso. Habían escuchado su ense-
ñanza en la sinagoga y se habían reunido allí para saludarlo. No
bien fue visible la casa de acercaron la mujer de Cirino y otras
con los criados para saludar a Jesús y a sus acompañantes.
Tenía Cirino cinco hijas, sobrinas y otros parientes. Todas sus
hijas traían regalos: se inclinaban profundamente ante Él, po-
nían alfombras a sus pies y dejaban los regalos: cosas raras y
preciosas, perlas, arbolitos de corales y otros adornos. Parecía
que cada una de estas hijas traía lo mejor que tenía para darlo
a Jesús: lo que no pudieron presentarle a Él lo entregaron a
sus apóstoles. La casa de Cirino es amplia, edificada al modo
pagano, con antesalas, pórticos y terrazas con escaleras. En la
terraza hay un verdadero jardín de plantas y flores en tiestos.
Todo estaba adornado de fiesta. La mesa era más alta que en
otros lugares: tenía un mantel y sobre él otro. Los asientos eran
de estilo pagano, no tan estirados como los judíos. Además de
Jesús y los apóstoles había otras veinte personas. Las mujeres
comían en lugar aparte. Después de esta comida hicieron el
acostumbrado paseo del Sábado, dirigiéndose a los depósitos
de agua.
Jesús se hizo llevar, por medio del discípulo Jonás, a la
casa de su padre situada, algo apartada, entre jardines. Es como
una casa grande de labradores con reparticiones parecidas a un
convento. El viejo es un esenio. Viven alli separadas varias per-
sonas, viudas, hijas o sobrinas, vestidas diferentes de los demás,
con trajes blancos. Se presentaron con velos caídos. El anciano
mostraba una alegría infantil y se hizo llevar por sus hijos a
presencia de Jesús. No atinaba qué cosa podía dar a Jesús. No
tenía tesoros que dar: mostraba todo lo que tenía, a su hijo, a
sus hijas, como diciendo: «Señor, todo lo que tenemos es tuyo;
yo mismo soy tuyo; mi hijo querido es tuyo». Invitó a Jesús
a una comida para el dia siguiente.
Luego se dirigió otra vez a los depósitos de agua y habló
con el jefe sobre el arreglo de una fuente, que aún no tenía
techumbre ni había recibido agua. Tenían que comprar y men¬
digar el agua a los paganos. Esta agua viene por canales, de una
fuente que está en la altura, desde la montaña. Este nuevo
pozo es poligonal. Se baja por escalones, y al apretar unos resor-
tes sale el agua, llenando los recipientes cavados allí mismo.
Todo el recinto está circundado y hay un lugar hermoso con
sitial techado para la enseñanza. Muchos judíos y paganos se
habían reunido allí y Jesús dijo que al día siguiente hablaría a
aquellos que deseaban ser bautizados. Los judíos hablaron mu-
cho de Elías y de Eliseo, que anduvieron por estos lugares. A lo
largo del camino habían situado a las madres con sus hijos, a
los cuales Jesús bendecía. Cerróse la fiesta del Sábado en la
sinagoga y Jesús enseñó acerca de los sacrificios, del tercer
libro de Moisés y del profeta Ezequiel. Relacionó todo esto con
lo que ahora se realizaba, de modo muy conmovedor. Habló del
sacrificio del corazón puro, cómo los demás sacrificios ya no
podían servir y que debían purificar el alma sacrificando las
propias pasiones y malas inclinaciones. No dijo nada contra
ninguna prescripción de la ley. Sólo declaraba estas prescrip-
ciones en sentido espiritual: así hacía a la ley aún más santa y
respetada. Preparó a algunos para el bautismo, exhortándolos
a la penitencia, ya que el tiempo de la salud había llegado.
Sus palabras, el tono de su voz, parecían como rayos vivos que
penetraban las almas de los oyentes. Hablaba siempre sosegado,
nunca apurado, a no ser cuando disputaba con los fariseos. Sus
palabras eran entonces como flechas agudas y el tono de voz
más severo con los fariseos. Su voz común es como la de un
tenor, bien sonora: no tiene comparación con ninguna otra voz
humana. Se le oye aún en medio de un alboroto, claramente,
sin que tenga que levantar la VOZ. Las lecciones y las oraciones
en las sinagogas suelen recitarse en una especie de tonada, co-
mo los corales de nuestras iglesias y las misas cantadas. A veces
recitan cantando, contestando un coro a otro. Jesús leía las lec-
ciones con la tonada de costumbre.
Después de Jesús comenzó a hablar a las turbas un anciano
rabino. Tenía una larga barba blanca, era delgado, de rostro
atrayente y amable. No era de Salamina, sino un maestro pobre
y viajero, que iba de lugar a lugar por la isla, visitando a los
enfermos, consolando a los presos, juntando limosna para los
pobres, enseñando a los niños e ignorantes, consolando a las
viudas y hablando en las sinagogas. Este hombre se sintió como
lleno del Espíritu Santo y habló al pueblo dando testimonio de
Jesús, como jamás le he oído hablar públicamente a un rabino.
Les recordó todos los beneficios de Dios a sus padres y a ellos
mismos y les dijo que debían agradecer todo esto: que tenían
la dicha de vivir cuando había llegado semejante profeta como
Jesús que se había dignado visitarlos en su isla. Les recordó las
bondades de Dios con su tribu, la de Isacar, y los exhortó a la
penitencia y a la conversión. Les dijo que Dios no sería ya tan
riguroso como lo fue con los adoradores del becerro de oro.
No puedo dar todo el conjunto de las cosas que dijo; quizás mu-
chos de esta tribu pertenecían a los adoradores del becerro. Ha-
bló admirablemente de Jesús: que era más que profeta; que
no se atrevía a decir quien era en realidad; que había llegado
el tiempo de la promesa; que todos debían considerarse dichosos
de haber escuchado semejante enseñanza de tales labios, expre-
sando la esperanza de haber vivido hasta cumplirse las espe-
ranzas de Israel.
Entre los oyentes se produjo una gran conmoción y muchos
escuchaban llorando. Este discurso transcurrió en presencia del
mismo Jesús, que escuchaba callado, mezclado entre sus discí-
pulos. Después se dirigió Jesús con los suyos a la casa del ancia-
no, donde reinó animada conversación. Los presentes rogaban a
Jesús que se quedase con ellos. Hablaron de las palabras de algu-
nos profetas, de persecuciones y dolores que atribuían al Me-
sías, decían ellos. Esto ciertamente no había de suceder a Él.
Le preguntaban si Él era el precursor del Mesías. Jesús
habló de Juan como tal, y dijo que Él no podía quedarse entre
ellos. Uno de los presentes, que había estado en Palestina, co-
menzó a hablar del odio y mala voluntad de los fariseos contra
Jesús, expresándose severamente contra ellos. Jesús le repren-
dió su dureza, se expresó disculpándolos y se pasó a otro asunto.
Al día siguiente Jesús preparó en el hospital y luego junto a la
fuente a los que iban a bautizarse. En el hospital varios bauti-
zandos le confesaron privadamente sus pecados. Jesús mandó
apartar agua en varios baldes para el bautismo de estos enfermos.
En la fuente donde iban a ser bautizados se había reunido mu-
cha gente, entre ella numerosos paganos. Algunos ya habíanse
puesto en camino hacia este lugar durante la noche. Jesús ense-
ñó debajo de una tienda, hablando de su misión, de la peniten-
cia, del bautismo y de la oración del Padrenuestro.
XXXII
El jefe romano de Salamina
Mientras estaba Jesús enseñando llegó un soldado pagano
y habló al jefe de los ancianos diciendo que el gobernador
romano deseaba hablar con el nuevo Maestro y lo invitaba a
verlo. Dijo esto con cierto aire de queja porque no le hubiesen
presentado antes al recién venido Maestro Jesús. Por medio de
un discípulo se lo hicieron saber a Jesús en una pausa en la
predicación. Contestó que iría y siguió enseñando. Al concluir
se dirigió con los suyos y algunos ancianos adonde los llevaba
el mensajero. Hicieron un camino como de media hora, por el
sendero recorrido por Jesús desde el puerto hasta la puerta
principal de Salamina, que era un arco con hermosas columnas.
Cuando pasaban, desde los muros y jardines miraban los pa-
ganos curiosamente hacia Jesús; otros se asustaban y se escon-
dían entre las matas o tras las casas. Llegados a Salamina se
dirigieron hacia una plaza amplia. Muchas personas miraban
curiosamente desde las galerías, puertas y ventanas. En algunos
ángulos de las calles había madres con sus hijitos, paganas que
se inclinaban, veladas, al pasar Jesús, y los niños salían de en
medio de ellas y presentaban al Señor y a sus acompañantes
pequeños regalos consistentes en cajas de perfumes, hierbas aro-
máticas puestas en pequeñas tortas y objetos perfumados, como
estrellas y otros. Parece que era una costumbre y una muestra
de respeto. Jesús quedó pocos instantes, con mirada de bon-
dad seria ante estas demostraciones y bendecía a las criaturas
tocándolas. He visto en diversos lugares imágenes de sus dioses,
que no eran como en Roma y en Grecia, ídolos en figuras huma-
nas, sino en formas aladas o con escamas, y también niños faja-
dos, como había visto en Tiro, Sidón y Joppe. A medida que iban
entrando en la ciudad se iba engrosando el grupo que rodeaba
a Jesús, y cuando llegaron a la amplia plaza salieron otras gen-
tes. En el centro de esta plaza hay un hermoso pozo, al cual se
baja por escalones: en el medio de la fuente saltaba el agua.
Levantaron una techumbre sobre el pozo. Alrededor hay árbo-
les, arbustos y flores. La entrada al pozo está cerrada. La gente
obtiene por privilegio el permiso de sacar agua de allí, porque
es la mejor que tienen y la usan como medicina.
Enfrente está el palacio del gobernador: tiene galerías y
columnas. Bajo un techo con columnas, en un espacio abierto,
estaba el gobernador sobre un asiento de piedra, aguardando
la venida de Jesús. El gobernador era un militar romano. Estaba
vestido de blanco, con bandas coloradas; una túnica que termi-
naba en borlas y tiras, y tenía las piernas cruzadas con correas.
Llevaba un manto corto y sobre la cabeza un sombrero como
la bacía de un barbero. Era un hombre robusto, bien formado,
de barba negra, corta y ensortijada. Detrás de él y a los lados
había soldados romanos. Todos los paganos estaban admirados
de su respeto delante de Jesús. Al llegar Jesús, bajó de su
asiento, tomó la mano de Jesús con un pañuelo y la apretó con
la otra mano que tenía al cabo del pañuelo, mientras se incli-
naba un poco. Luego subió con Jesús a la terraza, donde, lleno
de alegría, le hizo una serie de preguntas curiosas. Por ejemplo:
que había oído decir que era un Maestro muy sabio; que él guar-
daba la ley de los judíos; si era cierto que había hecho tan gran-
des maravillas como contaba la gente. ¿Quién le daba poder para
hacer tales cosas? ¿Era acaso el Consolador, el Mesías prometido
de los judíos? Ya que los judios esperaban un rey, ¿acaso era Él
ese rey? ¿Con qué fuerzas contaba para inaugurar su reino?
¿Tenía en alguna parte sus soldados? ¿Acaso quería juntar gente
en Chipre para su reino? ¿Aún pasaría mucho tiempo antes de
mostrarse en todo su poder? Todas estas preguntas hizo el go-
bernador con cierta ansiedad y marcado interés, lleno de cierto
temor y reverencia. Jesús respondía sólo con generalidades, sin
precisar, como solía hacer generalmente con las autoridades.
Como: “Tú lo dices. Así se cree. El tiempo de la promesa está
por cumplirse. Los profetas lo anuncian así». A la pregunta so-
bre su reino y sus soldados, contestó que su reino no era de
este mundo. Los reyes de la tierra necesitan soldados. El reunía
las almas de las gentes para el reino de su Padre celestial, que
es el Creador del cielo y de la tierra. Mezcló así muchas pala-
bras, llenas de profunda significación, y el gobernador quedó
muy admirado de sus palabras y de su modo de ser. Había man-
dado traer un refresco junto al pozo y convidó a Jesús y a los
suyos a acompañarlo. Miraron la fuente y tomaron algún ali-
mento que depositaron sobre una mesa de piedra con mantel.
Había allí varias tazas de un jugo oscuro, en las cuales moja-
ban sus tortas. Comieron confituras y lonjas de queso largas
como de un codo, frutas y pasteles en formas de estrellas y de
flores. Pusieron también pequeños vasos de vino. Otros reci-
pientes parecidos a los de Caná, pero pequeños, fueron llena-
dos con el agua de la fuente. El gobernador habló de Pilatos,
de su crueldad en el templo y de su modo de obrar con disgusto;
se refirió también a la ruina de las obras del acueducto de Silo.
Jesús tuvo una conversación con él sobre el agua y las diversas
fuentes, claras o turbias, amargas o salobres; de la gran dife-
rencia de sus virtudes y como se reúnen en los pozos; y así vino
a hablar de los paganos y judíos, del agua del bautismo y del
renacimiento del hombre por la penitencia y la fe, y cómo de
esta manera se hacen todos hijos de Dios. Fue una conversación
admirable que me recordó la mantenida con la Samaritana.
Sus palabras produjeron profunda impresión en el gobernador,
el cual es amigo de los judíos, y desde ahora desea oír con fre-
cuencia a Jesús. No había aquí tanta separación entre judíos y
paganos; los judíos más inteligentes y los discípulos de Jesús
tomaban alimento con los paganos, aunque lo hacían siempre en
sus recipientes particulares.
A la vuelta saludaron a Jesús muchos paganos, más reveren-
tes aún que al principio, puesto que el gobernador les había dado
el ejemplo. Hay en el país muchas flores; veo que hacen tam-
bién flores artificiales de seda, algodón y plumas de colores.
Ahora veo a los niños, a quienes había bendecido Jesús, pre-
sentarse adornados de flores. Las niñas y los niños estaban con
vestiduras cortas y escasas; algunos niños pobres no tenían más
que una tela en torno del cuerpo. Las niñas de familias más aco-
modadas tenían vestidos amarillos con flores multicolores; en
la cabeza como coronas de flores artificiales. Debe haber aquí
también una industria de sedería, pues veo muchas moreras
con gusanos de seda.