XLIII
Simón Cirineo. Tercera caída de Jesús
Llegaron a la puerta de una muralla vieja interior de la ciudad. Delante de ella
hay una plaza, de donde parten tres calles. En esa plaza, Jesús, al pasar sobre
una piedra gruesa, tropezó y cayó; la cruz quedó a su lado, y no se pudo
levantar. Algunas personas bien vestidas que pasaban para ir al templo,
exclamaron, llenas de compasión: «¡Ah! ¡El pobre Hombre se muere!» Hubo
algún tumulto: no podían poner a Jesús en pie, y los fariseos dijeron a los
soldados: «No podremos llevarlo vivo, si no buscáis un hombre que le ayude a
llevar la cruz». Vieron a poca distancia un pagano, llamado Simón Cirineo,
acompañado de sus tres hijos, que llevaba debajo del brazo un haz de ramas
menudas, pues era jardinero y venía de trabajar en los jardines situados cerca
de la muralla oriental de la ciudad. Estaba en medio de la multitud, de donde no
podía salir, y los soldados, habiendo reconocido por su traje que era un pagano
y un obrero de clase inferior, le tomaron y le mandaron que ayudara al Galileo a
llevar su cruz. Primero rehusó, pero tuvo que ceder a la fuerza. Sus hijos
lloraban y gritaban, y algunas mujeres que los conocían los recogieron. Simón
sentía mucho disgusto y repugnancia a causa del triste estado en que se
hallaba Jesús, y de su ropa toda llena de lodo. Mas Jesús lloraba, y le miraba
con ternura. Simón le ayudo a levantarse, y al instante los alguaciles ataron
sobre sus hombros uno de los brazos de la cruz. Él seguía a Jesús, que se
sentía aliviado de su carga. Se pusieron otra vez en marcha. Simón era un
hombre robusto, de cuarenta años; sus hijos llevaban vestidos de diversos
colores. Dos eran ya crecidos, se llamaban Rucio y Alejando; se reunieron
después a los discípulos de Jesús. El tercero era más pequeño, y lo he visto
con San Esteban, aun niño. Simón no llevó mucho tiempo la cruz sin sentirse
penetrado de compasión.
XLIV
Verónica y el sudario
La escolta entró en una calle larga, que torcía un poco a la izquierda, y que
estaba cortada por otras transversales. Muchas personas bien vestidas se
dirigían al templo; pero algunas se retiraban a vista de Jesús, por el temor
farisaico de contaminarse: otras mostraban alguna compasión. Habían andado unos
doscientos pasos desde que Simón ayudara a Jesús a llevar la cruz, cuando
una mujer de elevada estatura y de aspecto imponente, llevando de la mano a
una niña, salió de una hermosa casa situada a la izquierda, y se puso delante.
Era Serafia, mujer de Sirac, miembro del Consejo del templo, que llamó
Verónica, de Vera Icon (verdadero retrato), a causa de lo que hizo ese día.
Serafia había preparado en su casa un excelente vino aromatizado, con la
piadosa intención de dárselo a beber al Señor en su camino de agonía. Salió a
la calle, cubierta con su velo; tenía un lienzo sobre sus hombros; una niña de
nueve años, que había adoptado, estaba a su lado, y escondió, al acercarse la
escolta, el vaso lleno de vino. Los que iban delante quisieron rechazarla; mas
ella se abrió paso en medio de la multitud, de los soldados y de los alguaciles:
llegó hasta Jesús, se arrodilló, y le presento el lienzo extendido, diciendo:
«Permitidme que limpie la cara de mi Señor», El Señor tomó el paño, lo aplicó
sobre su cara ensangrentada, y se lo devolvió, dándole las gracias. Serafia,
después de haberlo besado, lo metió debajo de su manto, y se levantó. La niña
alzó tímidamente el vaso de vino hacia Jesús; pero los soldados no permitieron
que bebiera. La osadía y la prontitud de esta acción habían excitado un
movimiento en la multitud, por lo que se paró la escolta cerca de dos minutos, y
Verónica había podido presentar el sudario. Los fariseos y los alguaciles,
irritados de esta parada, y, sobre todo, de este homenaje público rendido al
Salvador, pegaron y maltrataron a Jesús, mientras la Verónica entraba en su
casa. Apenas había penetrado en su cuarto, extendió el sudario sobre la mesa
que tenía delante, y cayó sin conocimiento. La niña se arrodilló a su lado
llorando. Un amigo que venía a verla la halló así al lado de un lienzo extendido,
en que la cara ensangrentada de Jesús veíase estampada de un modo
maravilloso. Se sorprendió con ese espectáculo; la hizo volver en si, y le
mostró el sudario, delante del cual ella se arrodilló, llorando y diciendo: «Ahora
lo quiero dejar todo, pues el Señor me ha dado un recuerdo». Este sudario era
de lana fina, tres veces mas largo que ancho, y se llevaba habitualmente
alrededor del cuello: era costumbre ir con un sudario semejante a socorrer los
afligidos o los enfermos, y limpiarles la cara en señal de dolor o de compasión.
Verónica guardó siempre el sudario a la cabecera de su cama. Después de su
muerte fue para la Virgen, y después para la Iglesia por intermedio de los
apóstoles.
Serafia era prima de Juan Bautista, pues su padre y Zacarías eran hijos de dos
hermanos.
Cuando María, a la edad de cuatro años, fue llevada a Jerusalén para formar
parte de las vírgenes del templo, Joaquín y Ana se hospedaron en casa de
Zacarías. Se hallaba en ella Serafia, que tenía lo menos cinco años más que la
Virgen, y asistió a su casamiento con San José. Era también parienta del viejo
Simeón, que profetizó entonces la presentación de Jesús en el templo, y
estaba unida con sus hijos desde su infancia. Estos tenían, como su padre, un
vivo deseo de la venida del Mesías, y también lo tenía Serafia. Cuando Jesús,
de edad de doce años, se quedó en Jerusalén para enseñar en el templo,
Serafia, que estaba todavía soltera, le enviaba su comida a una pequeña
posada a un cuarto de legua de Jerusalén, en que permanecía cuando no
estaba en el templo, y adonde María poco después de la Natividad, viniendo de
Belén para presentar a Jesús en el templo, se había detenido un día y dos
noches en casa de dos ancianos. Eran esenios, que conocían a la Sagrada
Familia. Esta posada era una fundación para los pobres: Jesús y los discípulos
venían con frecuencia a alojarse en ella.
Serafia se casó tarde; su marido, Sirac, era descendiente de la casta Susana:
era miembro del Consejo del templo, Al principio era muy opuesto a Jesús, y su
mujer tuvo mucho que sufrir de él a causa de su amor al Salvador. José de
Arimatea y Nicodemo lo redujeron a mejores sentimientos, y permitió a Serafia
que siguiera a Jesús. En el juicio en casa de Caifás se declaró en favor de
Jesús con José y Nicodemo, y, como ellos, se separó del Sanedrín. Serafia era
mujer de mas de cincuenta años: en la entrada triunfal del Domingo de Ramos
la vi desatar su velo y echarlo en el camino por donde pasaba el Salvador. Este
mismo velo fue el que presento a Jesús en esta marcha todavía más triunfante
para limpiarle el rostro adorable, y que le hizo dar, a la que lo poseía, el nuevo
nombre de Verónica.
XLV
Cuarta y quinta caídas de Jesús
La escolta estaba todavía a cierta distancia de la puerta situada en la dirección
del Sudoeste. Se pasa debajo de una bóveda, por encima de un puente y
debajo de otra bóveda. A la izquierda de la puerta, la muralla de la ciudad se
dirige al Mediodía para rodear el monte de Sión. Al acercarse a la puerta, los
alguaciles empujaron a Jesús en medio de un lodazal. Simón Cirineo quiso
pasar al lado, y habiendo ladeado la cruz, Jesús cayó por la cuarta vez en el
lodo. Entonces, en medio de sus lamentos, dijo con voz inteligible; «¡Ah
Jerusalén, cuanto te he amado! ¡He querido juntar a tus hijos como la gallina
junta a sus polluelos debajo de sus alas, y tu me echas tan cruelmente fuera de
tus puertas!» Al oír estas palabras, los fariseos le insultaron de nuevo, le
pegaron y le arrastraron para sacarle del lodo. Simón Cirineo se indignó tanto
de ver esa crueldad, que exclamó: «Si no ceséis en vuestras infamias, dejo la
cruz, aunque me matéis también».
Al salir de la puerta se ve un camino estrecho y pedregoso, que se dirige al
Norte y conduce al Calvario. El camino real, del cual se aparta aquel, se divide
en tres a cierta distancia: el uno vuelve a la izquierda y conduce a Belén por el
valle de Gihón; el otro se dirige al Occidente y conduce a Emaús y a Joppé; el
tercero da la vuelta al Calvario, y concluye en la puerta del ángulo que conduce
a Betsur. Desde esta puerta, por donde salió Jesús, se puede ver la de Belén.
Habían puesto en el sitio donde empieza el camino del Calvario, sobre un palo,
una tabla anunciando la condenación a muerte de Jesús y de los dos ladrones.
En el ángulo de este camino había una multitud de mujeres que lloraban y
gemían. Eran vírgenes y pobres mujeres de Jerusalén, con sus niños, que
habían ido delante; otras habían venido, para la Pascua, de Belén, de Hebroso
y de los lugares circunvecinos. Jesús se desfalleció, pero no cayó al suelo,
porque Simón dejó la cruz en tierra, se acercó a Él y le sostuvo. Esta es la
quinta caída de Jesús debajo de la cruz. A vista de su cara tan desfigurada y
tan llena de heridas, comenzaron a dar lamentos, y según la costumbre de los
judíos, le presentaron lienzos para limpiarse el rostro. El Salvador se volvió
hacia ellas, y les dijo: «Hijas de Jerusalén, no lloréis por Mí; llorad sobre
vosotras mismas y sobre vuestros hijos, pues vendrá un tiempo en que se dirá:
¡felices las estériles y las entrañas que no han engendrado y los pechos que no
han dado de mamar! Entonces empezarán a decir a los montes: «¡Caed sobre
nosotros!» y a las alturas: «¡Cubridnos!», Pues si así se trata a la madera verde,
¿qué será con la seca?». Aquí se pararon en este sitio: los que llevaban los
instrumentos del suplicio fueron al monte Calvario, seguidos de cien soldados
romanos de la escolta de Pilatos, que le seguían de lejos. Al llegar a la puerta,
se volvió al interior de la ciudad.
XLVI
Jesús sobre el Gólgota. Sexta y séptima caídas de Jesús
Se pusieron en marcha. Jesús, doblado bajo su carga y bajo los golpes de los
verdugos, subió con mucho trabajo el rudo camino que dirigía al Norte, entre
las murallas de la ciudad y el monte Calvario. En el sitio en donde el camino
tuerce al Mediodía, se cayó por la sexta vez, y esta caída fue muy dolorosa. Le
empujaron y pegaron más brutalmente que nunca, y llegó a la roca del
Calvario, adonde cayó por la séptima vez.
Simón Pirineo, maltratado también cansado, estaba lleno de indignación y de
piedad: hubiera querido aliviar todavía a Jesús, pero los alguaciles le echaron,
llenándole de injurias. Se reunió poco después a los discípulos. Echaron
también toda la gente que había venido sin tener nada que hacer. Los fariseos
a caballo habían seguido caminos cómodos, situados al lado occidental del
Calvario. Desde esta altura se puede ver por encima de los muros de la ciudad.
El llano que hay en la elevación, teatro horrendo del suplicio, es de forma
circular; esta rodeado de un terraplén cortado por cinco caminos. Estos cinco
caminos se hallan en muchos sitios del país, en los cuales se baña, se bautiza,
en la piscina de Betesda: muchos pueblos tienen también cinco puertas. Hay
en esto, como en todo lo de la Tierra Santa, una profunda significación
profética, a causa de la abertura de los cinco medios de salvación en las cinco
llagas del Salvador. Los fariseos a caballo se pararon delante de la llanura al
lado occidental, adonde la cuesta es suave: el lado por donde conducen a los
condenados es áspero y rápido. Cien soldados romanos se hallaban dispersos
acá y allá, Algunos estaban con los ladrones, que no habían sido conducidos al
llano para dejar la plaza libre; pero los habían recostado sobre las espaldas un
poco más abajo, dejándoles los brazos atados a los maderos trasversales de
sus cruces. Mucha gente, la mayor parte de baja clase, extranjeros, esclavos,
paganos, estaban alrededor del llano o sobre las alturas circunvecinas.
Eran las doce menos cuarto cuando el Señor dio la última caída y echaron a
Simón. Los alguaciles tiraron de Jesús para levantarlo, desataron los pedazos
de la cruz, y los pusieron en el suelo. ¡Qué doloroso espectáculo presentaba el
Salvador, de pie, en el sitio de su suplicio, tan triste, tan pálido, tan
despedazado, tan ensangrentado! Los alguaciles lo tiraron al suelo,
insultándolo: «Rey de los judíos, le decían, vamos a alzar tu trono». Pero Él
mismo se acostó sobre la cruz, y lo extendieron para tomar medidas de sus
miembros; después lo condujeron a sesenta pasos al Norte, a una especie de
cavidad abierta en la roca, que parecía una cisterna: lo empujaron tan
brutalmente, que se hubiera roto las rodillas contra la piedra, si los ángeles no
lo hubiesen socorrido. Le oí gemir de un modo que partía el corazón. Cerraron
la entrada, y dejaron centinelas. Entonces comenzaron sus preparativos. En
medio del llano circular estaba el punto más elevado de la roca del Calvario:
era una eminencia redonda, de dos pies de altura, a la cual se subía por
escalones. Abrieron en ella tres hoyos, adonde debían plantarse las tres
cruces, y pusieron a derecha y a izquierda las cruces de los dos ladrones,
excepto las piezas trasversales, a las cuales ellos tenían las manos atadas, y
que fueron clavadas después sobre la pieza principal. Pusieron la cruz en el
sitio adonde debían clavarlo, de modo que pudieran levantarla sin dificultad
y dejarla caer en el hoyo. Clavaron los dos brazos y el pedazo de madera para
sostener los pies; abrieron agujeros para los clavos y para la inscripción;
hicieron muescas para la corona y para los rincones del Señor, a fin de que
todo su cuerpo fuese sostenido y no colgado, y que el peso no pendiera de las
manos, que se hubieran podido arrancar de los clavos. Clavaron estacas en la
tierra, y fijaron en ellas un madero que debía servir de apoyo a las cuerdas
para levantar la cruz; en fin, hicieron otros preparativos de esta especie.
XLVII
María y sus amigas van al Calvario
Cuando la Virgen, después de su doloroso encuentro con Jesús llevando la
cruz, fue trasladada sin conocimiento, el amor y el deseo ardiente de estar con
su Hijo, y de no abandonarle, le dieron una fuerza sobrenatural. Se fue a casa
de Lázaro, cerca de la puerta del ángulo adonde estaban las otras santas
mujeres, y salieron diez y siete para seguir el camino de la Pasión. Las vi,
cubiertas con sus velos, ir a la plaza, sin cuidarse de las injurias del pueblo;
besar el suelo en donde Jesús se había cargado con la cruz, y seguir el camino
que había llevado. María buscaba los vestigios de sus pasos, y mostraba a sus
compañeros los sitios consagrados por alguna circunstancia dolorosa. De este
modo la devoción más tierna de la Iglesia fue escrita por la primera vez en el
corazón maternal de María con la espada que predijo el viejo Simeón: pasó de
su boca sagrada a sus compañeros, y de éstas hasta nosotros. Así la tradición
de la Iglesia se perpetúa del corazón de la madre al corazón de los hijos. En
todo tiempo los judíos han venerado los lugares consagrados por alguna acción
santa. Levantan piedras, hacen peregrinaciones, y van a adorar. Así el culto del
camino sagrado de la cruz tuvo su origen bajo los pies mismos de Jesús,
gracias al amor de la más tierna de las madres, y según las miras de Dios
sobre su pueblo.
Estas santas mujeres entraron en casa de Verónica, porque Pilatos volvía por
la misma calle con su escolta. Las santas mujeres examinaron llorando la cara
de Jesús estampada en el sudario, y admirando la gracia que había hecho a su
fiel amiga. Tomaron el vaso de vino aromatizado que no habían dejado beber a
Jesús, y se dirigieron todas juntas hacia la puerta del Gólgota. Su número se
había aumentado con muchas personas bien intencionadas, entre ellas cierto
número de hombres. Subieron al Calvario por el lado occidental, por donde la
subida es más cómoda. La Madre de Jesús, su sobrina María, hija de Cleofás,
Salomé y Juan, se acercaron hasta el llano circular; Marta, María Helí,
Verónica, Juana Chusa, Susana y María, madre de Marcos, se detuvieron a
cierta distancia con Magdalena, que estaba como fuera de sí. Más lejos
estaban otras siete, y algunas personas compasivas que establecían las
comunicaciones de un grupo al otro. Los fariseos a caballo estaban acá y allá
alrededor de la llanura, y en las cinco entradas había soldados romanos. ¡Qué
espectáculo para María el ver este sitio del suplicio, los clavos, los martillos, las
cuerdas, la terrible cruz, los verdugos medio desnudos y casi borrachos,
haciendo sus horrendos preparativos con mil imprecaciones! La ausencia de
Jesús prolongaba su martirio: sabía que estaba todavía vivo, deseaba verlo, y
temblaba al pensar en los tormentos a que lo vería expuesto.
Desde por la mañana hasta las diez hubo granizo por intervalos; mas a las
doce, una niebla encarnada oscureció el sol.
XLVIII
Jesús desnudo y clavado en la cruz
Cuatro alguaciles fueron a sacar a Jesús del sitio en donde le habían
encerrado. Le dieron golpes y lo llenaron de ultrajes en estos últimos pasos que
le quedaban por andar, y lo arrastraron sobre la eminencia. Cuando las santas
mujeres lo vieron, dieron dinero a un hombre para obtener de los alguaciles el
permiso de dar de beber a Jesús el vino aromatizado de Verónica. Mas los
miserables no se lo dieron, y se lo bebieron. Tenían ellos dos vasos, uno con
vinagre y hiel, el otro con una bebida que parecía vino, mezclado con mirra y
con ajenjo; presentaron esta última bebida al Señor: Jesús, habiendo mojado
sus labios, no bebió.
Había diez y ocho alguaciles sobre la altura: los seis que habían azotado a
Jesús, los cuatro que lo habían conducido, dos que habían tenido las cuerdas
atadas a la cruz, y seis que debían crucificarlo. Estaban ocupados con el
Salvador o con los dos ladrones; eran hombres pequeños y robustos, tenían
cara de extranjeros, y los cabellos erizados; parecían animales feroces; servían
a los romanos y a los judíos por el dinero.
El aspecto de todo esto era tanto más espantoso para mí, cuanto que veía
figuras horrorosas de demonios que parecían ayudar a estos hombres crueles,
y una infinidad de horribles visiones bajo la forma de sapos, de serpientes, de
dragones, de insectos venenosos de toda especie que oscurecían el cielo.
Entraban en la boca y en el corazón de los circunstantes. y se ponían sobre
sus hombros, y éstos se sentían el alma llena de pensamientos abominables, o
proferían horribles imprecaciones. Veía con frecuencia sobre Jesús figuras de
ángeles llorando, o rayos donde no distinguía más que cabecitas. También veía
ángeles compasivos y consoladores sobre la Virgen y sobre todos los amigos
de Jesús.
Los alguaciles quitaron a Nuestro Señor su capa, el cinturón con el cual le
habían arrastrado, y su propio cinturón. Le quitaron después su vestido exterior
de lana blanca, y como no podían sacarle la túnica inconsútil que su Madre
le había hecho, a causa de la corona de espinas, arrancaron con violencia esta
corona de la cabeza, abriendo todas sus heridas. No le quedaba más que su
escapulario corto de lana, y un lienzo alrededor de los riñones. El escapulario
se había pegado a sus llagas, y sufrió dolores indecibles cuando se lo
arrancaron del pecho. El Hijo del hombre estaba temblando, cubierto de llagas,
echando sangre, o cerradas. Sus hombros y sus espaldas estaban
despedazados hasta los huesos. Le hicieron sentar sobre una piedra, le
pusieron la corona sobre la cabeza, y le presentaron un vaso con hiel y vinagre;
mas Jesús volvió la cabeza sin decir palabra.
En seguida lo extendieron sobre la cruz, y habiendo estirado su brazo derecho
sobre el aspa derecha de la cruz, lo ataron fuertemente; uno de ellos puso la
rodilla sobre su pecho sagrado, otro le abrió la mano, y el tercero apoyó sobre la carne un clavo
grueso y largo, y lo clavó con un martillo de hierro. Un gemido dulce y claro
salió del pecho de Jesús: su sangre saltó sobre los brazos de sus verdugos. He
contado los martillazos, pero se me han olvidado. Los clavos eran muy largos,
la cabeza chata y del diámetro de un duro: tenían tres esquinas; eran del
grueso de un dedo pulgar a la cabeza; la punta salía detrás de la cruz.
Después de haber clavado la mano derecha del Salvador, los verdugos vieron
que la mano izquierda no llegaba al agujero que habían abierto: entonces
ataron una cuerda a su brazo izquierdo, y tiraron de él con toda su fuerza,
hasta que la mano llegó al agujero. Esta dislocación violenta de sus brazos lo
atormentó horriblemente: su pecho se levantaba y sus rodillas se separaban:
Se arrodillaron de nuevo sobre su cuerpo, le ataron el brazo, y hundieron el
segundo clavo en la mano izquierda: se oían los quejidos del Señor en medio
de los martillazos. Los brazos de Jesús estaban extendidos horizontalmente,
de modo que no cubrían los brazos de la cruz, que se elevaban oblicuamente.
La Virgen Santísima sentía todos los dolores de su Hijo: estaba pálida como un
cadáver, y hondos gemidos se exhalaban de su pecho. Los fariseos la llenaban
de insultos y de burlas. Magdalena estaba como loca: se despedazaba la cara;
sus ojos y sus carrillos vertían sangre.
Habían clavado a la cruz un pedazo de madera para sostener los pies de
Jesús, a fin de que todo el peso del cuerpo no pendiera de las manos, y para
que los huesos de los pies no se rompieran cuando los clavaran. Habían hecho
ya un agujero para el clavo que debía de clavar los pies, y una excavación para
los talones. Todo el cuerpo de Jesús se había subido a lo alto de la cruz por la
violenta tensión de los brazos, y sus rodillas se habían separado. Los verdugos
las extendieron y las ataron con cuerdas, pero los pies no llegaban al pedazo
de madera puesto para sostenerlos. Entonces, llenos de furia, los unos querían
hacer nuevos agujeros para los clavos de las manos, pues era difícil poner el
pedazo de madera más arriba; otros vomitaban imprecaciones contra Jesús:
«No quiere estirarse, decían; pero vamos a ayudarle». Entonces ataron cuerdas
a su pierna derecha, y lo tendieron violentamente, hasta que el pie llego al
pedazo de madera. Fué una dislocación tan horrible, que se oyó crujir el pecho
de Jesús, que exclamo diciendo: «¡Oh Dios mio! ¡Oh Dios mio!» Habían atado su
pecho y sus brazos para no arrancar las manos de los clavos. Fue un horrible
padecimiento. Ataron después el pie izquierdo sobre el derecho, y lo horadaron
primero con una especie de taladro, porque no estaban bien puestos para
poderse clavar juntos. Tomaron un clavo más largo que los de las manos, y lo
clavaron, atravesando los pies y el pedazo de madera hasta el árbol de la cruz.
Esta operación fue mas dolorosa que todo lo demás, a causa de la dislocación
del cuerpo. Conté hasta treinta martillazos.
Los gemidos que los dolores arrancaban a Jesús se mezclaban a una continua
oración, llena de pasajes de los salmos y de los profetas, cuyas predicciones
estaba cumpliendo; no había cesado de orar así en el camino de la cruz, y lo
hizo hasta su muerte. He oído y repetido con Él todos estos pasajes, y los
recuerdo algunas veces rezando los salmos; pero estoy tan abatida de dolor,
que no puedo coordinarlos.
El jefe de la tropa romana había hecho clavar encima de la cruz la inscripción
de Pilatos. Como los romanos se burlaban del titulo de Rey de los judíos,
algunos fariseos volvieron a la ciudad para pedir a Pilatos otra inscripción. Eran
las doce y cuarto cuando Jesús fue crucificado, y en el mismo momento en que
elevaban la cruz, el templo resonaba con el ruido de las trompetas que
celebraban la inmolación del cordero pascual.
XLIX
Exaltación de la cruz
Los verdugos, habiendo crucificado a nuestro Señor, ataron cuerdas a la parte
superior de la cruz, pasándolas alrededor de un madero transversal fijado del
lado opuesto, y con ellas alzaron la cruz, mientras otros la sostenían y otros
empujaban el pie hasta el hoyo, en donde se hundió con todo su peso y con un
estremecimiento espantoso; Jesús dio un grito doloroso, sus heridas se
abrieron, su sangre corrió abundantemente, y sus huesos dislocados chocaban
unos con otros. Los verdugos, para asegurar la cruz, la alzaron todavía, y
clavaron cinco cuñas alrededor.
Fue un espectáculo horrible y doloroso el ver, en medio de los gritos insultantes
de los verdugos, de los fariseos, del pueblo que miraba desde lejos, la cruz
vacilar un instante sobre su base y hundirse temblando en la tierra; mas
también se elevaron hacia ella voces piadosas y compasivas. Las voces más
santas del mundo: la voz de María, de Juan, de las santas mujeres y de todos
los que tenían el corazón puro, saludaron con un acento doloroso al Verbo
humanado elevado sobre la cruz. Sus manos vacilantes se elevaron para
socorrerlo; pero cuando la cruz se hundió en el hoyo de la roca con grande
ruido, hubo un momento de silencio solemne: todo el mundo parecía penetrado
de una sensación nueva y desconocida hasta entonces. El Infierno mismo se
estremeció de terror al sentir el golpe de la cruz que se hundió, y redobló sus
esfuerzos contra ella. Las almas encerradas en el Limbo lo oyeron con una
alegría llena de esperanza: para ellas era el ruido del Triunfador que se
acercaba a las puertas de la Redención. La sagrada cruz se elevaba por la
primera vez en medio de la Tierra, como otro árbol de vida en el Paraíso, y de
las llagas de Jesús corrían sobre la tierra cuatro arroyos sagrados para
fertilizarla y hacer de ella el nuevo Paraíso del nuevo Adán. El sitio donde
estaba clavada la cruz era más elevado que el terreno circunvecino. Los pies
de Jesús estaban bastante bajos para que sus amigos pudieran besarlos. La
cara del Señor estaba vuelta hacia el Noroeste.
L
Crucifixión de los ladrones
Mientras crucificaban a Jesús, los ladrones estaban tendidos de espaldas a
poca distancia de los guardas que los vigilaban. Los acusaban de haber
asesinado a una mujer con sus hijos, que iban desde Jerusalén a Joppé; los
habían, prendido en un palacio donde Pilatos habitaba algunas veces cuando
hacia maniobrar sus tropas, y pasaban por dos ricos mercaderes. Habían
estado mucho tiempo en la cárcel antes de su condenación. El ladrón de la
izquierda tenía más edad: era un gran criminal, el maestro y el corruptor del
otro. Los llaman ordinariamente Dimas y Gestas; he olvidado sus verdaderos
nombres: los llamaré, pues, el buen Dimas, y Gestas, el malo. Los dos hacían
parte de la compañía de ladrones establecidos en la frontera de Egipto que
habían hospedado una noche a la Sagrada Familia en la huida a Egipto con el
Niño Jesús. Dimas era aquel niño leproso que su madre, por el consejo de
María, lavó en el agua donde se había bañado el Niño Jesús, y que se curó al
instante. Los cuidados de su madre para con la Familia fueron recompensados
con esa purificación, símbolo de la que la sangre del Salvador iba a cumplir por
él en la cruz. Dimas no conocía a Jesús; mas como su corazón no era malo, se
conmovió al ver tanta paciencia. Habiendo plantado la cruz de Jesús, los
verdugos vinieron a decirles que se preparasen, y los desataron de las piezas
transversales, pues el sol se oscurecía ya, y en toda la naturaleza había un
movimiento como cuando se acerca una tormenta. Arrimaron escaleras a las
dos cruces ya plantadas, y clavaron las piezas transversales. Habiéndoles
dado de beber vinagre con mirra, les pasaron cuerdas debajo de los brazos, y
los levantaron en el aire, ayudándose de escalones en donde ponían los pies.
Les ataron los brazos a los de la cruz con cuerdas de corteza de arboles; les
ataron los puños, los codos, las rodillas y los pies, y apretaron tan fuerte las
cuerdas, que se dislocaron las coyunturas, y brotó la sangre. Dieron gritos
terribles, y el buen ladrón dijo cuando lo subían: «Si nos hubieseis tratado como
al pobre Galileo, no tendríais ahora el trabajo de levantarnos así en el aire».
Mientras tanto los ejecutores habían hecho pedazos los vestidos de Jesús para
repartírselos. Partieron en trozos su capa y su vestidura blanca; lo mismo
hicieron con el lienzo que llevaba alrededor del cuello, el cinturón y el
escapulario. No pudiendo saber a quién le tocaría su túnica inconsútil, como no
podía servir en retazos, trajeron una mesa con números, sacaron unos dados
que tenían la figura de habas, y la sortearon. Pero un criado de Nicodemo y de
José de Arimatea vino a decirles que hallarían compradores de los vestidos de
Jesús; entonces los juntaron todos, y los vendieron, y así conservaron
entonces los cristianos estos preciosos despojos.
LI
Jesús crucificado y los dos ladrones
El golpe terrible de la cruz que se hundía en la tierra agitó violentamente la
cabeza de Jesús, coronada de espinas, e hizo saltar una gran abundancia de
sangre, así como de sus pies y manos. Los verdugos aplicaron escaleras a la
cruz, y cortaron las cuerdas con que habían atado al Salvador. La sangre, cuya
circulación había sido interceptada por la posición horizontal y la compresión de
los cordeles, corrió con ímpetu de las heridas, y fue tal el padecimiento, que
inclino la cabeza sobre el pecho y se quedó como muerto siete minutos.
Entonces hubo un rato de silencio: los verdugos estaban ocupados en
distribuirse los vestidos de Jesús, el sonido de las trompetas del templo se
perdía en el aire, y todos los circunstantes estaban desalentados de rabia o de
dolor. Yo miraba a Jesús llena de confusión y de espanto; lo veía sin
movimiento, casi sin vida, y hasta yo misma pensé morirme. Mi corazón estaba
lleno de amargura, de amor y de dolor; mi cabeza estaba como perdida, mis
pies y mis manos estaban abrasando; mis venas, mis nervios, todos los
miembros estaban penetrados de dolores indecibles; me hallaba en una
oscuridad profunda, donde no veía más que a mi Esposo clavado en la cruz.
Su rostro, con la terrible corona y la sangre que llenaba sus ojos; su boca
entreabierta, los cabellos y su barba caídos sobre el pecho; su cuerpo estaba
todo desgarrado; los hombros, los codos, los puños tendidos hasta ser
dislocados; la sangre de sus manos corría por los brazos; su pecho hinchado
formaba por debajo una cavidad profunda. Sus piernas estaban dislocadas
como los brazos; sus miembros, sus músculos, la piel sufrían tensión tan
violenta, que se podían contar los huesos; su cuerpo estaba todo cubierto de
heridas y llagas, de manchas negras, lívidas y amarillas; su sangre, de
colorada, se volvió pálida y como agua, y su cuerpo sagrado cada vez mas
blanco.
Jesús tenía el pecho ancho: no era velludo como el de Juan Bautista, que
estaba cubierto de vello colorado. Sus hombros eran anchos; sus brazos
robustos; sus muslos nerviosos; sus rodillas fuertes y endurecidas como las de
un hombre que ha viajado mucho y que se ha arrodillado mucho para orar; sus
piernas eran largas, y las pantorrillas nerviosas; sus pies eran de hermoso
aspecto y reciamente formados; sus manos eran bellas y los dedos largos y
aguzados, y sin ser delicadas, no se parecían a las de un hombre que las
emplea en trabajos penosos. Su cuello no era corto, mas robusto y nervudo; su
cabeza de hermosa proporción; la frente alta y ancha; su cara formaba un
ovalo muy puro; sus cabellos, de un color de cobre oscuro, no eran muy
espesos, estaban separados naturalmente en lo alto de la frente, y caían sobre
sus hombros; su barba no era larga y acababa en punta. Ahora sus cabellos
estaban arrancados y llenos de sangre; el cuerpo era todo una llaga; todos sus
miembros estaban quebrantados.
Entre las cruces de los ladrones y la de Jesús había bastante espacio para que
un hombre a caballo pudiese pasar; estaban puestas un poco mas abajo. Los
ladrones sobre sus cruces presentaban un horrible espectáculo, sobre todo el
de la izquierda, que tenía siempre en la boca las injurias y las imprecaciones.
Las cuerdas con que estaban atados los hacían sufrir mucho: su cara era
lívida; sus ojos enrojecidos se les saltaban de la cabeza.