XXXI
Jesús en Kirjathaim y Abram
Jesús estuvo con sus discípulos en los alrededores de la
ciudad y sanó a muchos enfermos. Por la mañana envió a uno
de los sobrinos de José de Arimatea y al hijo de Serafia a la
ciudad de Kirjathaim que está a tres horas de aquí, para pre-
parar el alojamiento, y después salió de Saphet. Durante el
camino los discípulos se esparcieron por uno y otro lado y
Jesús enseñaba y sanaba a los enfermos. Caminaron entre Be-
than y Elkese, hacia el Oeste; luego torcieron hacia el Sur. Un
poco detrás de Elkese, donde hay un pozo muy hermoso, vése
una laguna grande, como la de Betulia, de forma oval: sale de
ella al Sur un arroyo hacia el valle de Cafarnaúm. Este valle
a veces se estrecha y otras se ensancha: hasta Cafarnaúm puede
tener una longitud de siete horas de camino. En el camino a
Kirjathaim le salieron al encuentro algunos endemoniados, que
le pedían ayuda. Decían que los apóstoles no les habían podido
ayudar y ellos estaban convencidos que Él podía. Les dijo que
si los discípulos no les habían podido ayudar no era culpa de
ellos, sino de los endemoniados, que no tenían la fe necesaria, y
los mandó a Kirjathaim y que ayunasen hasta que pasase Él a
liberarlos. Los hizo esperar y hacer penitencia.
A una media hora antes de Kirjathaim le salieron al encuen-
tro los levitas de la ciudad y los maestros con los alumnos; esta-
ban los dos discípulos que habían sido enviados a preparar al-
bergue. Lo recibieron junto a un jardín con baños que recibían
el agua desde el arroyo por medio de un canal. Este jardín
estaba lleno de hermosos árboles y enramadas formando techos,
y rodeado de un tupido cerco de plantas. Allí lavaron los pies
a Jesús y a los discípulos y les ofrecieron un refresco. Jesús
enseñó a los niños y los bendijo. Serían como las cinco cuando entraron
en la ciudad, sobre una colina, mirando hacia el valle. Camino
de la sinagoga fue sanando toda clase de enfermos que se ali-
neaban a lo largo de la calle. En la sinagoga enseñó sobre las
ocho bienaventuranzas y sobre el castigo de los levitas que ha-
bían puesto su mano en el Arca de la Alianza. Pasó a decir que
mayor castigo vendría sobre los que pondrán sus manos en el
Hijo del Hombre, puesto que el Arca de la Alianza era solo una
figura del Mesías. Se albergó en una de las casas que los discí-
pulos habían dispuesto y alquilado de antemano. En una casa
donde cocinaban para personas enfermas se preparaban los
alimentos para los discípulos; Jesús y los levitas tomaban parte
en estas comidas.
Kirjathaim es una ciudad de levitas y no hay allí fariseos;
viven algunas familias emparentadas con Zacarías; Jesús las
visitó y ellas estaban muy preocupadas por la suerte de Juan.
Jesús les recordó el nacimiento de Juan y las cosas sucedidas
entonces y su manera admirable de vivir y su misión. Les dijo
muchas cosas del nacimiento del Hijo de María, en relación con
Juan, y como la suerte de Juan está en las manos de Dios: que
debía morir cuando llenase su misión y que estaba preparándose
para su muerte. Junto a la sinagoga fue asediado por los dos
endemoniados de ayer y otros muchos enfermos; sanó a varios
y a otros mandó ayunar, hacer limosna y orar. Esto lo mandaba
porque en este lugar las gentes estaban más acostumbradas al
ayuno, a la penitencia y a la oración. Después se dirigió con los
discípulos al jardín donde había sido recibido. Aquí enseñaba
mientras los discípulos bautizaban. Había paganos que vivían
en tiendas y le esperaban, pues habían estado en Cafarnaúm y
los encaminaron hacia aquí. Se bautizaron como cien personas.
Se ponían en el agua en un estanque: bautizaban Pedro y San-
tiago el Menor, y los demás ponían las manos como padrinos.
Por la tarde enseñó Jesús sobre las ocho bienaventuranzas, y
luego habló de la falsa alegría de los falsos profetas que contra-
decían las amenazas verdaderas de los profetas; estas amenazas
se habían cumplido. De paso repitió las amenazas contra aque-
llos que no recibían al enviado de Dios.
Jesús salió de Kirjathaim y se dirigió hacia el Sur con sus
discípulos. A su salida fue saludado solemnemente como a la
entrada por los levitas y los niños de la escuela. Los habitantes
viven aquí del comercio de tránsito y confeccionan vestiduras
y adornos de seda para los sacerdotes: la seda la traen del
extranjero. En la otra parte de la colina, al Sur, hay una plan-
tación de cañas de azúcar con las cuales comercian. Jesús pasó
por esta altura mientras los discípulos se esparcieron al Este,
por el valle. Enseñó en Naasón y encontró aquí gente de Cafar-
naúm y también algunos paganos. A menudo le acompañan
grupos de personas un trecho de camino. He visto que aquí sa-
nó a varios que le esperaban a lo largo del camino, entre ellos
algunos completamente encorvados y torcidos. Los tomó de la
mano y les mandó ponerse derecho. Quisieron seguirle, pero les
mandó volver a sus casas. Atravesó un valle y llegó a la ciudad
de Abram, en la tribu de Aser, y se albergó en una posada.
Hay hermosos jardines en torno de la ciudad, Jesús llegó con
dos discípulos al albergue; los demás aún no se habían reunido.
La región del Este del barranco, que corre desde el Líbano
hasta el valle de Zabulón, es sumamente hermosa y rica en pra-
deras, y por eso se ve mucho ganado y camellos que pastorean.
Más hacia el mar abunda la fruta. La ciudad de Abram está
como a tres horas de Kirjathaim; pero Jesús empleó cinco ho-
ras, por andar enseñando y sanando. Por la noche llegaron To-
más, Juan y Natanael y se reunieron con Jesús en el albergue.
Los otros andaban aún por los alrededores. Los confines entre
Neftalí y Zabulón dividen la montaña donde está Abram. El
cuidador del albergue presentó a Jesús una cuestión para resol-
ver por causa de un pozo donde tomaban agua las bestias, que
él debía cuidar. Porque estaban tan cercanos los límites y ha-
bía mucho ganado, disputaban con frecuencia por el agua. El
cuidador dijo: «Señor, no te dejaremos ir hasta que no dirimas
esta cuestión». Jesús dirimió la cuestión más o menos en esta
forma: que dejasen acercarse una cantidad igual de animales
de una y otra parte, y a la parte que sin empuje fueran más
cantidad de animales por si mismos al pozo, se le reconociera
mayor derecho. Luego habló del agua viva que debían desear
y que Él les podía dar: los que mayormente la deseasen, ésas
la obtendrían. A la mañana siguiente entró en la ciudad, que
parecía dividida en dos partes por una calle principal. Se ven
muchos jardines alrededor.
Los maestros de la escuela vinieron a su encuentro, le lava-
ron los pies y lo acompañaron a la sinagoga. En el camino sanó
a varios enfermos estropeados, a ancianos demacrados tendidos
en los caminos y a endemoniados que aún no estaban furiosos,
pero que murmuraban entre si y se movían de un lado a otro, y
a otros hombres anormales. Estos endemoniados repetían lo que
otras veces: “Jesús de Nazaret; Jesús es Profeta; Hijo de Dios;
Jesús de Nazaret”. Jesús los sanó y liberó con su bendición. En
la sinagoga enseño sobre las bienaventuranzas y sobre la lección
del profeta Malaquías. Había aquí fariseos, saduceos y dos sina-
gogas, una en cada parte de la ciudad. Los saduceos se reunían
en otra sinagoga, donde Jesús no enseñó. Los fariseos se porta-
ron correctamente con Jesús. El albergue está como a un cuarto
de hora de camino al Sur de la ciudad y es uno de los ordenados
por Lázaro. El cuidador es un esenio casado, descendiente de
aquel Zacarías que fue muerto entre el templo y el altar. La
mujer de este hombre es una nieta de una hermana de santa
Ana. Tienen hijos ya crecidos y poseen ganado y praderas junto
al lugar donde Joaquín había orado antes de la concepción de
María. Ahora, como tienen poco trabajo en casa, se establecieron
aquí y más tarde serán relevados por otras personas. El albergue
está arreglado bien; tiene un jardín, un campito y un pozo de
agua. No hay en Abram paganos, pero viven algunos en las altu-
ras de la montaña.
Los otros apóstoles que Jesús dejó antes de entrar en Kirja-
thaim se juntaron aquí, entre ellos Andrés y Mateo. Tomás y
Santiago el Menor fueron, en lugar de ellos, a Achzib en Aser, a
diez u once horas. Con Andrés llegaron unos veinte hombres,
entre sanados y extranjeros, que querían oír la predicación de
Jesús. Los dos apóstoles contaron que todo les había salido bien:
sanar enfermos, echar demonios, enseñar y bautizar. Vinieron
al albergue varios hombres: unos pidieron consejos; otros eran
enfermos, estropeados y ancianos demacrados y también mujeres
enfermas, que aguardaban en otro lugar. Había endemoniados
entre ellos. Algunos enfermos sanados ayer se ofrecieron a
ayudar hoy a los otros enfermos y a Jesús, pero Él les dijo que
había venido no para ser servido sino para servir. Jesús estuvo
toda la mañana sanando enfermos y tuvo que zanjar otra cues-
tión de derechos de agua. Aquí corren los límites de Aser, Neftalí
y Zabulón; la gente tiene mucho ganado y se disputan por el
agua. Unos decían que los otros usaban del pozo que habían
cavado sus antepasados, y que estaban dispuestos a hacer lo
que dijese Jesús; pero que no querían sin más dejar los derechos
que les venían desde sus antepasados. Jesús decidió la cuestión
diciendo que cavasen un pozo en un lugar que señaló; que allí
encontrarían más y mejor agua.
Se bautizaron aquí unos veinte o treinta judíos, entre ellos
los venidos con Andrés y Mateo. Como no había un estanque
donde entrar, eran bautizados en círculo, derramándoseles el
agua sobre las cabezas. Después de esto entró Jesús en la ciudad.
La gente que sanaba en la ciudad eran enfermos de casi la mis-
ma clase; dependía de la altura de la ciudad y de las costumbres
de los habitantes. Estuvo con los niños que le esperaban en las
calles, en las plazas y en todos los rincones; los bendecía, les
preguntaba, les enseñaba y los despedía contentos. Las madres
le traían niños enfermos a los cuales curaba; se había reunido
una gran multitud. En la sinagoga estuvieron los fariseos muy
corteses con Él; se señalaron el mejor lugar y dispusieron en
torno a sus discípulos y le presentaron los rollos abiertos. Ense-
ñó sobre una de las bienaventuranzas y pasó a hablar de las
persecuciones de que serían objeto El y sus discípulos, y del
castigo que sobrevendría a los perseguidores con la destrucción
de la ciudad y del templo. Los fariseos interrumpían para que
aclarase esto o aquello de lo que iba diciendo. Esto se suele ha-
cer. Las gentes son laboriosas: preparan algodón para la venta;
fabrican telas y tejen una especie de lino. Nace de una caña
gruesa de la cual se sacan delgadas hojas, que luego trabajan y
preparan sobre huesos cortantes o maderas; así las reducen a
finas hebras amarillas brillantes, que cosen a las ropas como
adornos. No es ni lino ni el cáñamo nuestro. Fabrican también
mantas y telas para tiendas de campaña y divisiones de estera
para las casas.
Jesús y los apóstoles emplearon toda la mañana siguiente y
una parte de la tarde en visitar casas particulares en el Sur de
la ciudad. Enseñaban, consolaban, reconciliaban y exhortaban a
la unión, al amor, a la paz en las familias. Donde había mucha
gente en los hogares allí Jesús enseñaba; si eran pocos se lla-
maba a las familias vecinas por medio de los discípulos. Mu-
chas cosas se arreglaban de este modo: estas visitas eran para
aquellas familias donde había ancianos y enfermos que no po-
dían ir a la sinagoga. Algunos muy ancianos fueron bautizados
en sus lechos y otros que apenas podían enderezarse eran bauti-
zados con un recipiente de agua. En el primer día de su entrada
en Abram exhortó a dos novios y asistió después a su casa-
miento. A otras tres parejas que estaban en una casa donde ha-
bía parientes, fariseos y sacerdotes, las exhortó y les hizo una
enseñanza sobre el matrimonio. Habló de la sumisión que deben
las mujeres al marido, por mandato de Dios, después del pecado;
pero que los hombres vieran en sus mujeres la promesa y respe-
taran esa promesa: la semilla de la Mujer debe pisar la cabeza
de la serpiente. Ahora que el tiempo es llegado y la promesa
cumplida, entra la gracia en lugar de la ley, y así las mujeres
obedezcan con reverencia y humildad, y los hombres manden
con caridad y bondad. En esta ocasión dijo que no preguntasen
cómo vino el pecado en el mundo: vino por la desobediencia, y
la salud viene por la obediencia y la fe. Hablando del divorcio,
dijo que el hombre y la mujer formaban un solo cuerpo, y no
podían por eso ser separados; y si de la unión de los mismos
resultaran grandes dificultades y pecados, se podían separar,
pero no podían casarse nuevamente con otros. Las leyes de
separación y de divorcio, dijo, fueron leyes para la rudeza y la
infancia de los pueblos; pero que no siendo ellos ya niños, y
habiendo llegado la plenitud de los tiempos, el casarse con otro
es una falta a la eterna ley de la naturaleza misma. La separa-
ción sea sólo para evitar mayores pecados y después de serio
examen. Tuvo esta enseñanza en la casa de uno de los novios;
pero estaban los demás novios presentes, aunque separados unos
de otros, hombres y mujeres, por una cortina. Jesús estaba
sentado en un extremo de la pieza enseñando, rodeado de algu-
nos apóstoles y discípulos. Estaban presentes los padres de los
novios, separados según su sexo. Esta enseñanza sobre el ma-
trimonio dio ocasión a contradicciones de los fariseos, no en la
casa, sino más tarde, en la sinagoga, cuando Jesús enseñaba
sobre la opresión de los israelitas en Egipto y del profeta Isaías.
Aquí disputaron sobre la enseñanza de Jesús, pareciéndoles de-
masiado poco lo dicho sobre la sumisión de las mujeres a sus
maridos y demasiado severo lo dicho sobre el divorcio. Estuvie-
ron desenrollando toda clase de escritos, y no pudieron, sin
embargo, aceptar la doctrina de Jesús explicada antes; pero, a
pesar de todo, la disputa no pasó los límites de la cortesía y de
la buena educación.
Unos días después estuvo Jesús en el casamiento de los
otros, con algunos discípulos, como testigo. Fueron casados, se-
gún la ley, bajo el cielo abierto, porque se descubrió la cúpula
de la sinagoga para este caso. He visto que de ambos se sacó un
poco de sangre del dedo anular, que bebieron esto mezclado con
vino y se cambiaban los anillos. Después de las ceremonias de
la sinagoga, siguieron las danzas, la comida y los juegos, a los
cuales invitaron a Jesús y a sus discípulos. Esto transcurrió en
un hermoso salón con columnas. Los recién casados no eran
todos de la ciudad: algunos eran de lugares vecinos, pero se ha-
bían concertado de celebrar sus casamientos todos aquí, apro-
vechando la venida de Jesús. Algunos de ellos habían estado
con sus padres en las enseñanzas de Jesús en Cafarnaúm. La
gente era buena y bien intencionada, y los casamientos de
los pobres, eran celebrados con solemnidad, igual que
los de los ricos, aunque no pudieran pagar los gastos.
XXXII
Jesús en las bodas de Abram
He visto que los invitados daban ciertos regalos y que Je-
sús también hizo su regalo consistente en dinero de la comu-
nidad, por sí y por sus discípulos. Pero he visto luego que le
enviaron canastos con panes y tortas de bodas al albergue y
que Jesús los mandó repartir entre los pobres. La danza al prin-
cipio fué muy moderada y a pasos lentos. Las novias bailan con
el velo, colocadas frente a sus novios, y cada novio danzó una
vez con la novia. No hubo entre ellos tocamiento alguno; lleva-
ban en las manos pañuelos, y sostenían los cabos de los mismos
cuando danzaban. Después danzaron todos juntos. La fiesta duró
una hora, después de lo cual se sentaron a la mesa, separados
los hombres de las mujeres. Los músicos eran niños y niñas, con
coronas en las cabezas y en los brazos. Tenían flautas, cornetas
y otros instrumentos. Las mesas estaban dispuestas de tal ma-
nera que se podían oír hombres y mujeres, pero no ver. Jesús se
acercó a la mesa de los novios y contó una parábola semejante
a las diez vírgenes, y declaró el sentido de las prudentes y de
las necias muy acertada y familiarmente. Les iba diciendo a
cada pareja lo que tenían preparado en su nueva casa y decla-
raba su sentido espiritual. Las cosas que decía venían muy a
propósito del carácter y del vicio predominante de cada uno, de
tal manera que corregía y advertía sin que los demás se dieran
cuenta. Tomó ocasión también de las lámparas encendidas, ha-
ciendo oportunas aplicaciones. Después de la comida se pasó
al patio, donde se jugó a las adivinanzas y a las suertes. Los
acertijos caían a través de una madera dispuesta con agujeros y
cada uno tenía que resolver el acertijo que le tocaba o pagar
alguna pena. Los acertijos no resueltos volvían a entrar en
juego, y el perdedor podía volver a ganar lo perdido si resolvía
bien. Jesús presenciaba el juego, haciendo oportunas adverten-
cias y aclaraciones.
Después de la fiesta volvió Jesús con los suyos al albergue
fuera de la ciudad y le acompañaron festivamente con antorchas.
Visitó de nuevo la sinagoga y enseñó y se fué a la escuela de
los niños y de los jóvenes, a quienes preguntaba y exhortaba.
Se despidió de algunas personas, y después de la comida fue
a la escuela de las niñas, que era al mismo tiempo un taller de
bordados y costuras. Las niñas contaban de seis a catorce años
y estaban con sus vestidos de fiesta; eran muy numerosas. Esta-
ban presentes dos escribas que todos los días enseñaban allí la
ley; también ellos estaban vestidos de fiesta, con anchas fajas y
largos manípulos en los brazos. Unas diez viudas cuidaban de
las niñas; además de aprender a leer, escribir y contar y conocer
la ley, hacían bordados que luego se vendían para mantenerse.
En largas salas estaban extendidas telas anchas como de una
vara y otras más angostas, hasta el ancho de una faja; las partes
terminadas eran arrolladas. Se veían delante de ellas las mues-
tras dibujadas que debían imitar. Eran flores, hojas, árboles,
figuras y líneas que serpenteaban en medio de las figuras. Las
telas eran muy finas, de lana liviana, parecidas a los mantos de
los Reyes Magos: sólo que parecían más resistentes y de diver-
sos colores. Trabajaban con lanas de distintos tonos, y también
con seda, mayormente amarilla. Tenían pequeños ganchitos en
lugar de agujas. Algunas trabajaban sobre telas blancas. Otras
bordaban fajas y ponían palabras en ellas. Las niñas estaban en
el trabajo unas junto a las otras. Sus tareas estaban graduadas,
de modo que adelantaban según la edad y la capacidad. He visto
que las más pequeñas preparaban los hilos; otras extendían la
lana y la peinaban; otras hilaban, y otras alcanzaban a las ma-
yorcitas los hilos y los instrumentos que necesitaban. Hoy no
trabajaban, pero mientras pasaba Jesús entre ellas y las maes-
tras mostraban los trabajos, a mí me era enseñado en cuadros
todo el procedimiento que se usaba en la escuela. He visto que
le mostraban también grandes figuras bordadas, trabajos encar-
gados por personas interesadas. Muchos trabajos eran encar-
gados y vendidos. Aun los paganos cambiaban estos bordados
por telas crudas o los compraban. Algunas de estas niñas vivían
allí mismo como pupilas; otras venían de la ciudad. La casa
tenía dos pisos y la ganancia se invertía en la escuela. Había
una sala para enseñanza, y Jesús preguntaba. Las niñas tenían
todas sus pequeños rollos en las manos. Las más pequeñas esta-
ban delante y las maestras detrás de todas. Pasaron en varios
turnos delante de Jesús, junto a su sitial, y Él les enseñaba con
semejanzas de sus trabajos y luego las bendecía. Después de
esto dejó la escuela y ellas le hicieron a Jesús un regalo de
telas bordadas y fajas que mandaron al albergue, y que luego
envió Jesús a la sinagoga.
Jesús terminó el Sábado enseñando en la sinagoga. La ciu-
dad estaba llena de gente y todos se habían reunido. Varios
discípulos habían visitado diversas casas y Jesús se despidió
delante de la sinagoga de todos los presentes, resumiendo bre-
vemente lo que había enseñado. Todos estaban muy conmo-
vidos y deseaban que se quedase más tiempo allí. Antes que
dejase la ciudad para ir a Dothaim, envió a dos discípulos a
Cafarnaúm con un mensaje y otros dos a Cydessa,y Él se
quedó solo con Andrés y Mateo, porque los otros se esparcieron
por los pueblos de los alrededores. Dothaim está en el mismo
barranco, como Abram, a cinco horas de camino. Estaba pre-
parado allí un albergue para Jesús y sus discípulos. Se encon-
tró con Lázaro que había venido de Jerusalén en compañía de
dos discípulos. Las mujeres de Jerusalén también habíanse reu-
nido aquí con Lázaro.
XXXIII
Jesús enseña en Asanoth. Marta y Magdalena
A una hora escasa al Sudeste del albergue de Dothaim está
situada, en una altura, la pequeña población de Azanoth, donde
hay un sitial de enseñanza desde el cual en los tiempos antiguos
habían enseñado los profetas. Por medio de los discípulos se ha-
bía esparcido la voz de que Jesús tendría aquí un gran sermón;
por eso se reunieron muchos oyentes del contorno y de toda
Galilea.
Marta había viajado con su criada a casa de su hermana
Magdalena para moverla a oír la predicación de Jesús. Fué reci-
bida muy descortésmente por Magdalena, precisamente ocupada
en sus arreglos mujeriles, y le mandó decir que no podía aten-
derla en este momento. Marta, con una paciencia admirable,
aguardó y se entregó a la oración. Finalmente vino Magdalena
descortés, orgullosa y descomedida a ver a su hermana, porque
se avergonzaba de los vestidos sencillos de Marta, y temía se
dieran cuenta los visitantes de la presencia de su hermana, y
así le indicó el deseo de que se alejara cuanto antes. Marta pidió
sólo un rincón para descansar. La llevaron con su criada a una
pieza, y alli permaneció sin comida ni bebida, olvidada o des-
cuidada. Esto pasaba por la tarde. Mientras tanto, se adornaba
Magdalena para recibir sus visitas sentada en un alto sitial.
Marta y su criada lo pasaban en oración. Al final de las charlas
y visitas vino Magdalena adonde estaba Marta trayendo ali-
mento sobre un platillo y una bebida: era un platillo con bordes
azules. Habló ligeramente, orgullosa y despreciativa. Se mostra-
ba irritada e intranquila. Marta la invitó, con grande humildad
y paciencia, a escuchar un gran sermón de Jesús en las cerca-
nías. Todas las amigas se reunirían otra vez y deseaban mucho
verla de nuevo entre ellas. Ella misma, dijo Marta, había dado
pruebas de cuanto estimaba a Jesús; que hiciera este gusto a
ella, a Lázaro y a todas yendo el sermón de Jesús; que no ten-
dría otra ocasión semejante de estar tan cerca de Jesús y de todas
sus amigas, que esperaban tener el gusto de verla; que ella ba-
bía demostrado en Gabara, durante el convite, cuando derramó
el bálsamo, como sabía honrar todo lo grande y lo sublime; que
ahora podía de nuevo saludar a Aquél que había honrado tan
dignamente en aquella ocasión. No es para describir con qué
caridad hablaba Marta y con qué paciencia sostenía la descor-
tesía y el orgullo de su hermana. Finalmente dijo Magdalena:
«Sí, iré; pero no contigo; tú puedes ir delante; yo no quiero ir
vestida tan pobremente; quiero ir arreglada, según mi condi-
ción, e ir con mis amigas».
Se apartaron ambas hermanas porque era ya muy tarde.
A la mañana siguiente, mientras se vestía, Magdalena hizo lla-
mar a Marta, la cual rezaba y se armaba de extrema paciencia
pidiendo al Señor que Magdalena partiese y se mejorase. Mag-
dalena estaba sentada sobre un asiento bajo, envuelta en un
vestido largo de pura lana. Dos criadas estaban con ella, laván-
dole los pies y los brazos, que perfumaban con agua de olor.
Sus cabellos, partidos en tres partes, les eran peinados y arre-
glados, untados y perfumados. Púsose sobre su túnica de lana
un vestido verde, con grandes flores amarillas, y sobre él, el otro
vestido con pliegues. En la cabeza se puso una especie de mitra,
que sobresalía en la frente. Tanto los cabellos como esta mitra
estaban adomados de perlas y piedras de valor, y en las orejas
llevaba aros. Mientras se arreglaba, sostenía en las manos un
espejo redondo y brillante. Marta tuvo que admirar el atavío
de su hermana; luego se despidió de Magdalena y se dirigió a
Damna, al albergue, para contar a María y a las mujeres que
había conseguido persuadir a Magdalena que concurriese a la
gran enseñanza de Jesús en Azanoth. Con María Santísima
había más de doce mujeres en Damna, para dirigirse a Azanoth.
Entre ellas estaban Ana Cleofás, Susana de Alfeo, Susana de
Jerusalén, Verónica, Juana Chusa, María Marcos, Dina, Maroni
y la Sufanita.
Desde el albergue de Dothaim fué Jesús, acompañado con
seis apóstoles y muchos discípulos, a Azanoth. En el camino se
encontró con las santas mujeres que venían de Damna. Lázaro
iba con Jesús. Magdalena fue muy atormentada, después de la
ausencia de Marta, por el demonio que quería impedirle de todos
modos que acudiera a la predicación de Jesús. No hubiera ido
quizás si no fuera porque sus mismos visitantes no se hubiesen
determinado, ellos también, para ir a ver el gran espectáculo
de Azanoth, como decían. Magdalena y las otras pecadoras iban
montadas en asnos hacia el albergue de las fuentes de agua de
Betulia. Otros asnos traían el sillón de Magdalena y los almoha-
dones y mantas para las otras pecadoras. Al día siguiente se
adornó nuevamente Magdalena y apareció con sus amigas en el
lugar de la enseñanza, después de una hora de camino desde el
albergue. Con grande ruido, charlando alegremente y mirando
a todas partes se acomodaron, apartadas de la otras mujeres, en
una tienda abierta levantada para ellas. Había entre ellas algu-
nos hombres de su ralea. Estaban sentadas sobre almohadones,
mantas, sillones, a la vista de todos, Magdalena en primera línea.
Era objeto de general murmullo entre los presentes, porque era
aquí más odiada y despreciada que en la misma Gabara. Los
fariseos, que conocían su primera conversión y su recaída, se
mostraban de un modo especial escandalizados por su aparición
en este lugar.
XXXIV
Sermón de Jesús y conversión definitiva de Magdalena
Jesús comenzó su gran sermón, que fue severo, después de
haber sanado a muchos enfermos. No puedo ya recordar los de-
talles, pero sí los ayes que lanzó sobre Cafarnaúm, Betsaida y
Corazín; que la reina de Sabá habia venido del Mediodía para
oír la sabiduría de Salomón, y que más que Salomón había aquí.
Era admirable cosa en esta ocasión que varios niños, que nunca
habían hablado, ahora decían en los brazos de sus madres: “Je-
sús de Nazaret; Santo Profeta; Hijo de David; Hijo de Dios».
Muchos, también la Magdalena, estaban ya conmovidos por esto.
Con respecto a Magdalena, dijo: “Cuando un demonio es echado
y la casa es barrida, entonces va el demonio y vuelve con otros
seis, peores que él, y hacen su obra peor que antes». Magdalena
se asustó mucho de esto. Después que Jesús hubo conmovido los
corazones de muchos, se volvió hacia todos lados y mandó, en
general, al demonio salir de aquellos que en alguna manera lo
hubiesen deseado, y que, en cambio, los que querían quedar
unidos con él, se alejasen con el demonio de este lugar. A este
mandato clamaron los poseídos de un lado y de otro: “¡Jesús,
Hijo de Diosl» Y caían en desmayo en varias partes los ende-
moniados.
Magdalena, que estaba sobre un soberbio sitial, cayó tam-
bién en medio de convulsiones, mientras las otras pecadoras in-
tentaban aliviarla con perfumes y sacarla de allí, esta vez disi-
muladamente, puesto que querían éstas permanecer con sus
demonios. Como clamase el pueblo: “Detente, Señor; detente, Se-
ñor, que una mujer muere», interrumpió Jesús su discurso y
dijo: “Sentadla sobre su silla. La muerte que ahora la sorprende,
es buena muerte; esta muerte la hará vivir». Después de algún
tiempo de nuevo la hirió una palabra de Jesús, cayó de su asiento
entre convulsiones y salieron de ella oscuras sombras. De nuevo
hubo conmoción y tumulto en derredor de ella, mientras las
otras querían hacerla volver en sí. Se sentó nuevamente sobre
su hermoso sitial y aparentó que había tenido sus acostumbra-
das caídas y desmayos. La admiración crecía cuando vieron que
otras personas, detrás de ella, tenían iguales caídas y convul-
siones, a medida que salían los demonios de ellas. Al ser atacada
Magdalena de convulsiones, por tercera vez, se hizo el tumulto
mayor, y Marta acudió al lado de ella, y como se aquietara
nuevamente, estaba ya fuera de sí por la conmoción, y quería
estar con las otras santas mujeres. Las pecadoras la detuvieron,
diciéndole que no fuera loca de querer ir con las otras. Entonces
la llevaron arriba, en un lugar, y Lázaro, Marta y otras se acer-
caron a ella y la condujeron al albergue de las santas mujeres,
mientras las pecadores que la habían rodeado hasta entonces,
salieron de allí lo mejor que les fué posible.
Jesús sanó aún a unos ciegos y otros enfermos, fué a su
albergue y más tarde enseñó en la escuela del lugar. Magdalena
estuvo de nuevo presente; no estaba del todo curada, pero muy
conmovida y ya no vestida con tanto lujo. Había dejado sus
adornos superfluos que consistían en puntas muy curiosas que
sólo se podían usar algunas veces. Ahora estaba cubierta con el
velo. Jesús enseñó de nuevo con relación a su estado, y al
mirarla una vez con mirada penetrante ella cayó de nuevo des-
mayada y la abandonó otro demonio que en ella anidaba. Sus
criadas la llevaron de ahí y Marta y la Virgen la recibieron
delante de la sinagoga y la condujeron al albergue. Ahora esta-
ba como loca, gritaba y lloraba, corría por las calles, clamaba
a las gentes, diciendo que era una pecadora, una criminal, un
deshecho de las gentes. Las mujeres tuvieron mucho trabajo
en hacerla callar. Rasgaba sus vestidos, se mesaba los cabe-
llos, se envolvía en sus ropas. Cuando más tarde Jesús estaba
en su albergue con los discípulos y algunos fariseos, donde de
pie tomaban algún alimento, pudo la Magdalma desprenderse
de las mujeres, y vino, con los cabellos descompuestos y gran-
des clamores, se abrió paso entre los demás, y se echó a los pies
de Jesús. Lamentóse y lloró, preguntando si aún había salvación
para su alma. Los fariseos y aún los discípulos dijeron a Jesús
que no permitiese más tiempo que esa pecadora perturbara en
todas partes el orden; que la apartase para siempre. Jesús dijo.
“Dejadla llorar y gemir: Vosotros no sabéis lo que está pasando
dentro de ella». Luego se volvió a Magdalena y le dijo, para
consolarla, que se arrepintiese de corazón, creyera y esperara,
que pronto encontraría paz; que ahora, confiada, se retirase.
Marta, que la había seguido con sus criadas, la llevó a casa. Ella
no hacía sino apretarse las manos y llorar. No estaba aún libre
del todo, y el demonio la aterraba y la hacía sufrir con los más
amargos remordimientos y con sentimientos de desesperación.
No encontraba paz y se creía perdida. Lázaro entre tanto fue a
Magdala, por pedido de Magdalena, para tomar posesión del
castillo y de todo lo que allí había, y deshacer todos los compro-
misos contraídos. Tenía en Azanoth y en los alrededores campos
y viñedos que Lázaro, en vista de sus prodigalìdades, ya había
tomado bajo su tutela.
En la misma noche anduvo Jesús, por causa de la muche-
dumbre, con sus discípulos, en los alrededores de Damna, donde
había una colina con un sitial para enseñar y un albergue. Cuan-
do a la mañana siguiente vinieron las mujeres con Magdalena al
lugar, encontraron a Jesús rodeado de mucha gente que buscaba
ayuda. Cuando se supo en Azanoth que había partido de allí, le
siguieron muchos; y otros que venían de Azanoth para encon-
trarlo, prosiguieron hasta hallarlo en Damna. De este modo,
durante el tiempo de la enseñanza, acudían siempre nuevos
oyentes.
Magdalena estaba entre las santas mujeres, completamente
deshecha y demacrada. Jesús habló severamente contra los peca-
dos de la impureza y dijo que estos pecados habían hecho des-
cender el fuego sobre Sodoma y Gomorra. Habló de la miseri-
cordia de Dios, diciendo que ahora era el tiempo de su miseri-
cordia, y rogaba encarecidamente a todos a recibir esta gracia.
Por tres veces miró a la Magdalena durante este sermón y por
tres veces vi a Magdalena caer en desmayo y salir de ella una
sombra oscura. La tercera vez las mujeres la llevaron de allí.
Estaba como anonadada, deshecha, demacrada, casi irreconocible.
Sus lágrimas eran continuas. Estaba toda cambiada: se lamen-
taba fuertemente y quería confesar sus pecados a Jesús, para
recibir el perdón. Después de la enseñanza Jesús fue hacia ella,
a su lugar apartado. María y Marta la llevaron allá. Ella se pos-
tró, con los cabellos descompuestos, sobre su rostro. Jesús la
consoló, y habiéndose retirado las demás, ella gritó pidiendo
perdón, contó sus muchos pecados y decía: “Señor ¿habrá
perdón y salvación para mí?» Jesús le perdonó sus pecados, y
ella rogó al Señor le concediera no recaer jamás en ellos. Jesús
se lo prometió. La bendijo, le habló de la virtud de la pureza y
de su Madre María, que era libre de toda mancha. Ensalzó mu-
cho a su Madre, diciéndola elegida, cosa que nunca había oído
decir a Él hasta ahora, y le dijo a Magdalena se juntase del
todo con Ella y tomase de Ella todo consuelo, ayuda y consejo.
Cuando se reunió de nuevo donde estaban las mujeres, dijo
Jesús de ella: “Fué una gran pecadora; pero será ahora el mo-
delo de todos los penitentes por todos los tiempos”. Magdalena
estaba, por los sacudimientos y por sus lágrimas y arrepenti-
miento, tan desconocida, que no parecía sino una sombra de lo
que era antes; pero ahora se encontraba tranquila, llorosa y
cansada. Todas la querían consolar porque la amaban, y ella
pedía perdón a todas. Como las otras mujeres se dirigieron a
Naím por Caná, y Magdalena estaba demasiado débil para poder
seguirlas, se dirigieron Marta, Ana Cleofás y Maria Sufanita
con Magdalena hacia Damna, para seguirlas después de algún
descanso. Jesús con sus discípulos atravesó el valle de las aguas
termales, a cuatro o cinco horas de distancia de allí, hacia la
ciudad de Gatepher, sobre una montaña, entre Caná y Séforis.
Permanecieron allí, durante la noche, en un albergue delante
de la ciudad, junto a una caverna llamada la cueva de Juan.
XXXV
Jesús en Gatepher
Jesús llegó en la mañana a Gatepher. Los jefes de la escuela
y los fariseos le salieron al encuentro. Le recomendaron que no
alterase el orden en la ciudad, especialmente no tolerase el co-
rrer de las madres con sus niños; que podía enseñar tranquila-
mente en la sinagoga, pues no les gustaba el ruido en la ciudad.
Jesús les contestó severamente diciéndoles que venía para todos
aquellos que le esperaban y clamaban por El, y les reprochó su
hipocresía. Los fariseos habían mandado ya a decir en la ciudad
que no trajesen a sus criaturas, no apareciesen en las calles, no
saliesen al encuentro del Nazareno y no gritasen: “Hijo de Dios;
hijo de David y Cristo», que era un escándalo y no debía oírse;
que bien sabían ellos de donde era Él, y cuáles eran sus padres,
sus hermanos y parientes. Los enfermos podían reunirse delante
de la sinagoga y allí hacerse curar; pero que no querían tumulto
ni espectáculo. Habían dispuesto a los enfermos según su crite-
rio, en los lugares que les parecía, como si ellos tuvieran el
derecho de regular todo lo que iba a hacer Jesús.
Cuando llegaron a la ciudad vieron, con gran sorpresa, que
las madres llenaban las calles de la ciudad con sus criaturas en
brazos y que los niños extendían sus manos hacia Él gritando a
pleno pulmón: “Jesús de Nazaret; Hijo de David; Hijo de Dios;
Profeta santo”. Pretendieron los fariseos apartar a estas madres;
pero todo esfuerzo fue inútil. Salían de todas las casas y rincones
de la ciudad, y al fin los fariseos, avergonzados, abandonaron el
acompañamiento de Jesús. También los discípulos que seguían
con Jesús estaban algo contrariados y deseaban que las cosas
fueran más tranquilas y menos peligrosas; intentaban apartar
a las madres y hacían advertencias a Jesús. Jesús reprochó a los
discípulos su poquedad de ánimo, los hizo retirar y dejó venir
a los niños junto a Él, mostrándose bondadoso y familiar con
ellos. De este modo, entre aclamaciones continuas de los niños,
llegó hasta la sinagoga y los pequeños seguían clamando “Jesús
de Nazaret; Profeta santo». Hasta los niños de pecho, que jamás
habían hablado, gritaban ahora, para admiración y escándalo de
los fariseos. Delante de la sinagoga se colocaron los niños, apar-
tados de las niñas, y las madres con sus criaturas de pecho de-
trás de ellos. Jesús bendijo a los niños, enseñó a las madres y a
las que las acompañaban, criadas y personas, de las cuales dijo
Jesús que eran también hijas de esas madres. Habló a los discí-
pulos del valor de los niños delante de Dios. A los fariseos esto
les desagradó mucho; mientras tanto los enfermos tuvieron que
esperar. Más tarde fue hacia ellos, sanó a algunos y enseñó en
la sinagoga de José y del valor de los niños delante de Dios,
porque los fariseos comenzaron a quejarse de nuevo del estorbo
de los pequeños.
Cuando Jesús salió de la sinagoga, vinieron tres mujeres
que deseaban hablar a solas con Él. Como se apartase algún tanto
de los demás, estas mujeres cayeron a sus pies y le dijeron que
sus maridos eran atormentados por el demonio, y que a ellas
también las molestaba; como habían oído que había ayudado a
Magdalena, pedían las ayudase a ellas en su necesidad. Jesús
les prometió ir a sus casas. Primero, empero, fue a casa de un
cierto hombre, de nombre Simeón, un esenio casado, hombre
simple y recto. Era de mediana edad e hijo de un fariseo de
Dabrath del Tabor. En esa casa tomó con los discípulos algún
alimento, de pie. Este Simeón quería poner todo lo suyo a dis-
posición de la comunidad de Jesús. Después fue a las casas de
aquellas mujeres, y habló con los hombres y las mujeres; pero
las cosas no eran como las habían contado: ellas eran las cul-
pables y querían echar la culpa a sus maridos. Jesús exhortó a
todos a la unión, a la oración, al ayuno y a la limosna. Después
del Sábado le siguieron estas mujeres enfermas a la predicación
del monte, algo al Norte del Tabor, porque Jesús no permaneció
aquí sino que se dirigió al Sur, hacia Kisloth, por donde habían
pasado ya las santas mujeres con la Magdalena, camino de Naím.