LXVII
Descripción de Elías
En esta ocasión he visto muchas cosas sobre Elías. Era un hombre alto y
delgado, de mejillas rojizas algo caídas, mirada penetrante y vivaz,
barba larga y rara, cabeza calva con sólo unos cabellos detrás como una
corona. Arriba en la cabeza tenía tres gruesos nudos en forma de cebolla:
uno en el medio de la cabeza, y los otros dos más adelante, hacia la frente.
Llevaba un vestido compuesto de dos pieles unidas por los hombros, estaba
abierto a los lados y por la cintura atado con una cuerda. Del hombro y las
rodillas colgaban los mechones de las pieles de su vestido. Tenía un bastón
en la mano y sus tibias eran más oscuras que su rostro. Elías estuvo nueve
meses en este lugar, y en Sarepta, en casa de la viuda, estuvo dos años y tres
meses. Vivió aquí en una cueva, en la parte Este del valle, no lejos del río.
He visto cómo el pájaro le traía el alimento. Primero venía una figura
pequeña y oscura, como una sombra de la tierra, que traía en sus manos una
torta delgada: no era éste ningún hombre ni animal: era el enemigo (el
demonio) que le tentaba. Elías no tomaba este pan, sino que lo rechazaba.
Después veía yo a un pájaro que venía cerca de su cueva con pan y
alimentos, que escondía entre el follaje. Parecía como que lo escondía para
si mismo: debía ser un ave acuática, puesto que tenía membranas entre las
garras. Su cabeza era algo ancha y le colgaban como unas bolsas al lado del
pico, y debajo como un buche; tableteaba a semejanza de la cigüeña. He
visto que este pájaro se había familiarizado mucho con Elías, de modo que
éste le indicaba a derecha o izquierd, como si lo mandara ir y venir a algún
lugar. Esta misma clase de pájaros los he visto con frecuencia con los
solitarios, por ejemplo, con Zósimo y con María de Egipto. Cuando Elías
estuvo con la viuda de Sarepta, además de haberse multiplicado la harina y
el aceite, eran también traídos alimentos por algún cuervo.
Jesús fue con los levitas a esta cueva de Elías; estaba en la parte Este de la
ladera de la montaña. Bajo un bloque de piedra, que sobresalia, había un
pequeño asiento de piedra, donde Elías, cubierto por la roca, tomaba su
descanso en la noche. El lugar estaba cubierto de musgo.
Cuando empezaba el sábado del cuarto Tisri y se había terminado el ayuno,
se hizo una comida en el parque y lugar de baños, y los pobres fueron
nuevamente obsequiados. Cuando Jesús a la mañana siguiente enseñó de
nuevo en la sinagoga y sanó a los enfermos, caminó con los discípulos, los
levitas, los recabitas y algunos de la ciudad hacia la ladera Oeste de la
montaña, durante una hora, entre viñedos. Sobre estas montañas hasta
Gadara había montículos de piedras, unas naturales y otras colocadas a
propósito, a las cuales estaban apoyadas las vides. Estas viñas eran gruesas,
como el brazo de un hombre, estaban muy separadas una de otras y sus
ramas se extendían a distancia. Los racimos eran gruesos y largos como un
brazo, y los granos grandes como ciruelas. Las hojas eran más grandes que
entre nosotros, pero más pequeñas que los racimos. Los levitas preguntaban
diversos puntos de los salmos que se referían al Mesías. Decían: «Tú eres el
más cercano al Mesías; Tú nos lo puedes decir». Entre otros había este
verso: Dixit Dominus Domino meo, y de lsaías los versos que hablan del
lagar y de los vestidos manchados de sangre (lsaías, 63-3). Jesús les explicó
todos estos puntos, refiriéndolos a su propia Persona. Estaban sentados en
ese momento sobre una colinita de estos viñedos y comían uva. Los
recabitas no habían querido comer con ellos las uvas, porque les estaba
prohibido el vino. Jesús les djjo que comiesen, y se lo mandó, añadiendo
que si pecaban en eso Él tomaba sobre sí el pecado. Como viniese la
conversación sobre esta prohibición se habló de cómo Jeremías les mandó
una vez, por orden de Dios, que lo hicieran, y ellos no habían querido
obedecer. Ahora, que se lo mandaba Jesús, lo hicieron. A la tarde
regresaron, hubo una comida y los pobres fueron servidos. Después enseñó
Jesús en la sinagoga y pernoctó en casa de los levitas, sobre la azotea, bajo
una tienda.
LXVIII
Jesús se dirige a Gadara
Acompañado por los levitas se dirigió Jesús desde Abila a Gadara,
adonde llegó por la tarde delante de la parte de la ciudad habitada por
los judíos, separada de la habitada por los paganos, que era mayor y tenía
cuatro templos de ídolos. Conocí que Gadara era una ciudad de paganos,
porque allí estaba el ídolo de Baal bajo un grueso árbol. A Jesús lo
recibieron bien. Había un sanedrín para esta comarca y fariseos y saduceos,
aunque no pasaban de trescientos a cuatrocientos los hombres judíos.
Llegaron algunos discípulos de Galilea: Natanael Chased, Jonatán y creo
que Felipe. Jesús se hospedaba en un albergue delante de la ciudad judaica,
donde se había dispuesto una gran cantidad de ramas, plantas y hojas para
las fiestas de los Tabernáculos. A la mañana siguiente, cuando Jesús se
dirigía a la sinagoga para enseñar, habían reunido una gran cantidad de
enfermos y algunos endemoniados furiosos. Los fariseos y saduceos, que
parecían bien intencionados aquí, querían sacar a los enfermos: que no
fuesen cargosos, que no era tiempo todavía. Jesús, en cambio, les habló
cariñosamente, mandándoles que se quedasen, que había venido para ellos,
y sanó a muchos de los enfermos. El sanedrín judío se había reunido y había
tratado si lo dejarían enseñar o no, porque se levantaban en todas partes
protestas; pero decidieron unánimemente que podía hacerlo. Habían oído
hablar muy ventajosamente de Jesús y sabían de la curación del hijo del
centurión de Cafarnaúm. Los discípulos recién venidos le hablaron a Jesús
de otro muy necesitado de ayuda de Cafarnaúm, que merecía ser ayudado.
Jesús habló en la sinagoga de Elías, de Achab, de Jezabel y del ídolo Baal
levantado en Samaria. También habló de Jonás, que no recibió pan de un
cuervo porque había sido desobediente. Se refirió al rey de Babilonia,
Baltasar, que profanó los sagrados vasos del templo y que vio por eso la
escritura en la pared. Sobre el profeta lsaías habló largamente y con fuerza,
y aplicó admirablemente a Sí mismo sus palabras hablando de sus
padecimientos y de su triunfo. Habló del lagar, de la vestidura teñida en
sangre, del trabajo solitario y del pensar de los pueblos. Primero trató de la
renovación de Sión, de los guardianes sobre los muros de Sión, y sentí la
impresión de que hablaba de la Iglesia. Jesús habló tan claro, para mí, pero
tan honda y seriamente, que los sabios judíos se sintieron conmovidos y
tocados, aunque sin lograr entenderlo. Vinieron aún de noche a juntarse
entre ellos, revolviendo y consultando rollos y escritos, y hablaban y daban
diversos pareceres. Pensaban: «Debe estar Él en combinación con un pueblo
cercano, para venir con un gran ejército de soldados y apoderarse de la
Judea». El ídolo Baal, que estaba delante de la puerta de la ciudad pagana,
era de metal. Estaba debajo de un añoso árbol; tenía una gran cabeza y las
fauces abiertas. La cabeza terminaba algo en punta, como un pilón de
azúcar, y tenía una corona de hojas. Este ídolo grueso y ancho, aunque
corto, estaba como un buey erguido. En una mano tenía unas espigas de
trigo y en la otra algo como racimo de uvas o alguna planta. Tenía siete
aberturas en el cuerpo y estaba sentado como sobre un caldero, debajo del
cual se hacía fuego. En sus fiestas se le adornaba con vestidos. Gadara es
una fortaleza. La ciudad pagana es bastante grande y está más baja que la
parte más alta de la montaña. En el Norte de la ladera hay baños termales y
hermosos edificios. A la mañana siguiente, cuando Jesús sanó a muchos
enfermos, vinieron los sacerdotes. Él les dijo: «¿Por qué habéis estado tan
preocupados anoche por mis palabras de ayer? ¿Por qué teméis un ejército,
cuando Dios protege a los justos? Cumplid la ley y los profetas, y no tengáis
miedo». Luego enseñó como ayer en la sinagoga.
LXIX
Jesús con una sacerdotisa de los ídolos
Hacia el mediodía, vino una mujer pagana, temerosa, rogando a los
discípulos dijeran a Jesús se dignase llegarse hasta su casa, que tenía
un hijo a punto de morir. Jesús fue con varios discípulos a la ciudad pagana.
El marido de esta mujer recibió a Jesús en la puerta y lo introdujo en la casa.
La mujer se echó a sus pies y le dijo: «Señor, he oído hablar de tus obras y
que haces mayores maravillas de las que hizo Elías. Mira, mi único hijo está
por morir y nuestra sabia sacerdotisa no lo pudo sanar. Ten piedad de
nosotros». En efecto, el niño estaba recostado en una especie de cajón en un
ángulo de la casa: parecía como de tres años de edad. Su padre había estado
ayer en la viña con el niño; había comido pocas uvas, y tuvo que traer a casa
al niño que se quejaba de dolor. La madre lo había tenido hasta ahora en su
regazo, tratando inútilmente de aliviarlo. Parecía muerto, quizás ya lo
estaba. Entonces la madre corrió a la ciudad judía y pidió ver a Jesús,
porque había oído hablar de las curaciones obradas ayer con los judíos.
Jesús le dijo: «Déjame solo con tu hijo y mándame dos de mis discípulos».
Entraron Judas Barsabas y Natanael el de Caná. Jesús tomó al niño del lecho
en sus brazos, y acercó el pecho del niño a su pecho, y su rostro al del niño,
y sopló sobre él. Entonces el niño abrió los ojos; se incorporó luego, y Jesús
puso al niño delante de Sí, y dijo a los discípulos que pusieran sus manos
sobre la cabeza del niño y lo bendijeran. Así lo hicieron. El niño se sintió
completamente sano y Jesús lo llevó a sus ansiosos padres, que lo
abrazaron, y se echaron a los pies de Jesús. La mujer exclamó: «Grande es el
Dios de Israel. Es sobre todos los dioses. Mi marido ya me lo había dicho, y
yo no quiero servir sino a ese Dios sólo». Se habían reunido entretanto
muchas personas, que le trajeron sus niños. A un niñito de un año sanó con
la imposición de las manos. Otro de siete años tenía convulsiones, era
mentecato y estaba endemoniado; pero sin ataques furiosos y a veces
impedido y mudo. Jesús lo bendijo y mandó lavarlo en un baño de tres
aguas: las aguas termales de la fuente Amathus, al Norte de Gadara; de la
fuente de Karith, cerca de Abila, y en las aguas del Jordán. Los judíos de
aquí solían tener consigo agua del Jordán del lugar donde Elías pasó el río, y
la usaban para los enfermos de lepra.
Se quejaban las madres que tenían tantas desgracias con sus criaturas y que
su sacerdotisa no podía ayudarles en todos los casos. Mandó Jesús que
llamasen a esa sacerdotisa. Vino ésta de mala gana, y no quería entrar.
Estaba cubierta con su velo. Jesús la mandó acercarse. Ella no quería
mirarlo de frente, y apartaba el rostro: su comportamiento era como el de los
endemoniados, que eran obligados por una fuerza interior a apartar su
mirada de la de Jesús; con todo, se sentía obligada por el mandato de Jesús a
acercarse. Jesús dijo entonces a los paganos reunidos allí, hombres y
mujeres: «Yo os quiero mostrar qué ciencia y poder veneráis en esta mujer y
en su arte». Mandó a los espíritus que saliesen de ella. Salió entonces, a vista
de todos, como un vapor negro de ella en forma de toda clase de animales
asquerosos: serpientes. sapos. ratas. dragones. Era una vista espantosa, y
Jesús dijo: «Mirad qué doctrina seguís vosotros». La mujer cayó de rodillas
y comenzó a llorar y a gemir. Luego se tornó tranquila y obsecuente, y Jesús
le mandó dijese ante todos cómo procedía para sanar a los niños. Ella, entre
lágrimas, aun contra su voluntad, dijo como procedía: que primero, por
medio de artes de magia demoníaca, los hacía enfermar, y luego, al parecer,
los volvía a sanar para honra de su ídolo y de sus dioses.
Jesús le mandó entonces venir con Él y sus discípulos al lugar donde estaba
el ídolo Moloch, y mandó también que acudieran los sacerdotes de los
ídolos. Se reunió gran multitud de gente, porque se había ya propagado la
curación del niño. El lugar no era un templo sino una colina rodeada de
excavaciones, y el mismo ídolo estaba en una de esas excavaciones y con
una techumbre encima. Jesús les dijo que llamasen afuera a su dios, y como
lo hiciesen salir por medio de artificio que habían hecho para eso, les dijo
Jesús que los compadecía por tener un dios a quien tenían que ayudar para
salir de su escondite, ya que no podía hacerlo solo. Dijo entonces Jesús a la
sacerdotisa que dijese las alabanzas de su dios, cómo le servían y lo que ese
dios les daba. Entonces le pasó a esta mujer lo que al profeta de Balaam:
tuvo que decir públicamente todas las atrocidades de su culto y publicó
abiertamente las maravillas del Dios de Israel, delante de todo el pueblo allí
presente. Jesús mandó entonces a sus discípulos que volteasen al ídolo y
ellos lo hicieron así. Jesús les dijo: «Mirad qué ídolo adoráis y qué espíritus
son los que están en él y que adoráis». En este momento, a la vista de todo el
pueblo, salieron de allí figuras espantosas de demonios de diversas formas
que, temblando, se escurrían, y reptando. se ocultaban debajo de tierra, entre
las tumbas y excavaciones del lugar. Los paganos estaban muy
atemorizados y avergonzados. Jesús les dijo: «Si vosotros metéis de nuevo a
vuestro ídolo en la cueva, se despedazará». Los sacerdotes le rogaron
entonces que no lo destruyera y Jesús dejó que ellos lo levantasen de nuevo
y lo izasen en alto. La mayoría de los paganos estaban conmovidos y
avergonzados, especialmente los sacerdotes; pero algunos de ellos estaban
irritados. El pueblo estaba, sin embargo, de parte de Jesús. Les hizo todavía
una conmovedora y hermosa exhortación, y muchos de estos paganos se
convirtieron.
Este ídolo Moloch parecía un buey sentado sobre sus patas traseras; tenía
los brazos como quien quiere abrazar algo, y podía cerrarlos por medio de
un mecanismo. La cabeza tenía una boca ancha abierta y en la frente un
cuerno retorcido. Estaba asentado sobre una extensa fuente y tenía en el
cuerpo varias formas de bolsas abultadas y abiertas. En las fiestas le
colgaban del cuello largas correas y adornos. En el tazón, debajo de él, se
hacía fuego cuando ofrecían sacrificios. Ardían siempre muchas lámparas
en torno de la fuente donde estaba asentado. En otras épocas le ofrecían
niños; ahora ya no les era permitido. Le ofrecían toda clase de animales, que
quemaban en las aberturas de su cuerpo, o echaban por la abertura de su
cabeza. El sacrificio que más apreciaban para él era una alpaca. Había aquí
unos aparatos con los cuales descendían hasta el fondo, donde estaba el
ídolo entre excavaciones y cavernas. No había ya con el ídolo un culto
regular: lo invocaban sólo en actos de magia, y la sacerdotisa tenía que ver
con él en estos casos de enfermedades ficticias, que luego aparecían como
curaciones milagrosas. En cada una de las aberturas de su cuerpo recibía un
don particular. En otros tiempos le ponían los niños en sus brazos, que eran
quemados por el fuego debajo de él y alrededor, pues era todo hueco. Por un
mecanismo se estrechaban sus brazos de modo que las víctimas no podían
dar voces ni hacerse oír sus gritos. Tenía un mecanismo en las piernas y
podían por medio del mismo levantarlo sobre sus pies. Tenía además rayos
en torno de su cabeza.
LXX
Jesús en Dión
Los paganos, a quienes había Jesús sanado los hijos, preguntaron a
Jesús adonde debían dirigirse ahora, porque ellos no querían más
adorar a su ídolo. Jesús les habló del bautismo, y que por ahora se quedasen
quietos allí y esperasen. Les habló de Dios, como de un Padre a quien hay
que ofrecer como sacrificio las propias pasiones, puesto que no necesita
ningún otro sacrificio: que el de nuestros propios corazones. Cuando Jesús
hablaba a los paganos les decía más claramente que a los judíos que Dios no
necesita de nuestros sacrificios. Los exhortaba a la penitencia, al
agradecimiento por los beneficios y la compasión por los miserables. En la
ciudad de los judíos celebró la festividad del sábado, tomó parte en una
comida, y luego comenzó el ayuno por causa de la adoración del becerro de
oro, que se hacía el ocho de Tisri, porque el siete, que era el verdadero día,
caía ese año en día Sábado. Jesús abandonó esta ciudad por la tarde. Los
paganos, cuyos hijos había sanado, volvieron a agradecer a Jesús delante de
su ciudad. Jesús los bendijo y caminó con doce discípulos a través del valle,
al Sur de Gadara; luego, sobre una montaña hasta un arroyo que baja de la
montaña de Betharamphta-Julias, donde existen talleres de fundición de
metales. Había tres horas de camino desde Gadara hasta el albergue junto al
río donde entró Jesús con sus discípulos. Los judíos que vivían allí estaban
ocupados con la colecta de frutas y fueron adoctrinados por Jesús. Había
también allí un grupo de paganos que juntaban flores blancas de unos
arbustos de cerco y juntamente unos gruesos insectos y escarabajos. Cuando
Jesús se acercaba a ellos. se retiraban, mostrándose esquivos.
Me fue enseñado que juntaban esos escarabajos para su dios Beelzebub
que tenían en Dión. He visto a este ídolo sentado bajo un grueso árbol
delante de la puerta de la ciudad. Tenia forma de mono, con brazos cortos y
piernas delgadas, y estaba sentado como los hombres. Su cabeza era
puntiaguda con dos cuernos retorcidos como fases de luna; su rostro
espantable con una nariz muy pronunciada. La barbilla era hundida, y la
boca grande como de una bestia, el cuerpo esbelto y en torno del vientre
como un delantal, las piernas largas y delgadas con garras en los dedos. En
una mano tenía un recipiente sobre un estilo y en la otra una figura como
mariposa que salía de la larva. Esta mariposa parecía en parte ave y en parte
insecto asqueroso, y era brillante y variopinta. En tomo de la cabeza tenía
una corona de asquerosos insectos y gusanos voladores: uno tenía al otro
agarrado; y sobre la frente y en medio de la cabeza puntiaguda había un
insecto más grande y más repugnante. Eran brillantes y de varios colores,
pero de formas asquerosas, y venenosos, con vientres abultados, pies,
garras, aguijones y pinchos. Cuando Jesús se acercó a estos paganos que
juntaban insectos para el ídolo, toda esa corona se deshizo como un oscuro
enjambre de insectos, que se refugiaron en los agujeros y escondrijos del
lugar, y se vieron toda clase de figuras de espíritus inmundos que se
escurrían como escarabajos en los agujeros del suelo. Eran los espíritus
inmundos que eran adorados en los cuerpos de esos asquerosos insectos.
Al día siguiente por la mañana llegó Jesús a la ciudad judía de Dión, que es
mucho más pequeña que la parte pagana de la misma ciudad, que está mejor
edificada sobre la ladera de la montaña y tiene varios templos. Esta ciudad
de los judíos está completamente separada de la pagana. En la parte donde
entró Jesús estaban ya en gran número hechas las chozas para las fiestas de
los Tabernáculos, y en una de ellas fue recibido por los sacerdotes y
ancianos, con lavatorio de los pies y una refección, como de costumbre. Se
dirigió en seguida a los muchos enfermos allí estacionados en las chozas.
Los discípulos ayudaban a mantener el orden. Había enfermos de todas
clases, baldados, mudos, ciegos, hidrópicos, gotosos. Sanó a muchos de
ellos, exhortándolos a todos. Había algunos que eran sostenidos con muletas
de tres pies; otros, que se apoyaban a estas muletas sin poner los pies al
suelo. Después fue también adonde estaban las mujeres enfermas, sentadas,
echadas o paradas, más cerca de la ciudad, en una choza larga que se había
armado sobre una ladera de la montaña, en forma de una terraza. Estos
asientos estaban cubiertos de hierba muy fina y delicada que colgaba desde
arriba como hilos de seda y sobre este verdor habían puesto alfombras.
Había allí mujeres con flujo de sangre, a la distancia, veladas, y otras
melancólicas, de rostro triste y pálido. Jesús les habló, lleno de amor, a
todas, y las iba sanando una después de otra, y les daba diversos avisos para
mejorar de ciertas faltas y hacer la debida penitencia. Sanó también y
bendijo a muchos niños que le traían las madres. Este trabajo duró hasta la
tarde y terminó con una alegría general. Todos los enfermos sanados,
cargando sus muletas y sus camillas, se pusieron en orden cantando
alegremente, llenos de contento. acompañados de sus parientes, conocidos y
siervos, y entraron en la ciudad con Jesús y sus discípulos en medio de ellos.
Es indescriptible la humildad y la seriedad amable de Jesús en estas
ocasiones. Los niños y las mujeres iban delante cantando el salmo 40:
Beatus qui intelligit super egenum et pauperem.
Se dirigieron a la sinagoga y dieron gracias a Dios. Luego hubo una comida
bajo un dosel de plantas y ramas, que consistió en frutas, aves, panal de miel
y panes tostados. Al comenzar el sábado se dirigieron todos en trajes de
penitencia a la sinagoga: empezaba el gran día de la reconciliación de los
judíos. Jesús hizo una exhortación a la penitencia y trató de la inutilidad de
las purificaciones sólo corporales, mientras no se purificara el alma. Se
azotaban algunos judíos debajo de sus amplios mantos en torno de las
caderas y en las piernas. También los paganos de Dión tenían una fiesta con
increíble cantidad de inciensos y se sentaban sobre asientos que tenían
debajo especies e incienso que, encendidos, llenaban de humo y de perfume
el ambiente.
He visto la fiesta de la reconciliación que se celebraba en Jerusalén; las
muchas purificaciones de los sacerdotes, sus prolijas preparaciones y
ayunos, los sacrificios, el rociar con sangre y el quemar de lo inciensos, y
también el cabrón emisario, elegido entre dos: el uno era sacrificado
mientras el otro era arrojado al desierto: a éste se le ataba algo en la cola,
donde había fuego. En el desierto era atemorizado y caía en el abismo. En
este desierto, que se extiende desde fuera del Huerto de los Olivos, estuvo
también David.
He visto que el Sumo Sacerdote estaba muy contristado y turbado: hubiera
deseado que otro hiciera su oficio y entró con grande temor en el Santuario.
Recomendó al pueblo que rezara mucho por él. El pueblo estaba también
persuadido que debía tener sobre sí el sacerdote una grave culpa y temía le
sucediera en el Santuario alguna desgracia. Le remordía la conciencia de
que él tenía culpa en la muerte de Zacarías, padre de Juan Bautista, y su
culpa estaba incubando en su yerno, que condenó a Jesús. No era Caifás:
creo que era su suegro Anas. En el Santuario ya no estaba el misterio en el
Arca de la Alianza: sólo había allí diversos paños y recipientes. El arca de la
alianza era nueva y de distinta forma que la primera; aun los ángeles eran
diferentes y estaban sentados rodeados de tres bandas con un pie arriba y
otro caído a un lado; la corona estaba aún entre ellos. Dentro había diversas
especies de aceites y perfumes de incienso. Recuerdo que el Sumo
Sacerdote ofrecía incienso y rociaba con sangre; que tomó un paño del
santuario, y que, hiriéndose en un dedo y sacando sangre, lo mezclaba con
agua y luego lo daba a beber a una hilera de otros sacerdotes. Era una
especie de santa comunión. He visto que el Sumo Sacerdote fue herido por
Dios; estaba muy decaído y enfermo de lepra. Se produjo una gran
confusión en el mismo templo.
Oí entonces una lectura muy conmovedora de Jeremías en el templo,
mientras veía muchos cuadros de la vida de los profetas y de la abominación del
culto de los ídolos en Israel.