Desde el fin de la primera Pascua hasta la prisión de San Juan Bautista – Sección 7

XXXI
Jesús en la Pequeña Séforis
Jesús se dirigió desde Cafarnaúm hacia Nazaret. Los discípulos de
Galilea le acompañaron unas cinco horas. Enseñó, durante el camino,
acerca de su futura misión, y le pidió a Pedro que saliera de su habitación,
cerca del lago, y fuese a su casa de Cafarnaúm, pues hablándole de su oficio le
dijo que convenía dejarlo.
Pasaron por pequeñas poblaciones y junto a las chozas a orilla del lago. En
un campo de pastores salieron a su encuentro algunos endemoniados
pidiendo ser librados. Eran dueños de campos, y sólo a intervalos eran
afligidos por el demonio; en ese momento estaban en buen estado. Jesús no
los libró aún: les dijo que primero tenían que mejorar de conducta, les hizo
la comparación de cómo uno teniendo dolor de estómago y deseando
curarse, volviese a llenarse de comida. Estos hombres se retiraron
confundidos de su presencia. Los discípulos dejaron a Jesús a unas horas de
Séforis, y Saturnino volvió con ellos a la casa de Pedro. Con Jesús quedaron
sólo dos discípulos de Jerusalén, que querían volverse. Jesús se dirigíó
primero hacia la Baja Séforis, una pequeña ciudad, y se refugió en casa de
parientes de Ana. Esta casa no es la paterna que está entre Séforis y la Alta
Séforis, un lugar separado como de una hora de camino. Pertenecen a
Séforis muchas casas desparramadas como a cinco horas de camino. No
estuvo en esta ocasión en la Gran Séforis. Allí hay grandes escuelas de todas
las sectas y juzgados. En la Baja Séforis no hay mucha gente rica. Trabajan
allí en fabricar lienzos. Las mujeres ricas hacen franjas y borlas para el
templo. Toda esta comarca es como un jardín, con muchas aldeas y casas
desparramadas con sus huertas y avenidas. La Gran Séforis es importante y
está edificada en lugar espacioso con castillos y grandes viviendas. La
comarca es rica en pozos y buen ganado. Estos parientes de Jesús tenían tres
hijos, uno de los cuales, de nombre Colaya, era discípulo de Jesús. La
madre hubiera deseado que Jesús tomase también a los demás, y habló de
María Cleofás. Jesús le dio buena esperanza. He visto que estos hijos,
después de la muerte de Jesús, fueron no sólo discípulos sino consagrados
sacerdotes por José Barsabas, en Eleuterópolis, donde él era obispo.
Jesús enseñó en la sinagoga donde se había reunido mucha gente de los
alrededores. Anduvo con estos parientes por esas comarcas y enseñó en
diversos lugares, en pequeñas reuniones, que a veces le seguían y a veces le
esperaban en determinado sitio. Cuando volvió, sanó a muchos enfermos
delante de la sinagoga y enseñó en ella sobre el matrimonio y el divorcio.
Jesús reprochó a los maestros y escribas que añadiesen cosas a los escritos y
a un anciano maestro o escriba le señaló en un rollo algo que él había
añadido; lo convenció de falsedad y le mandó que borrase la añadidura. El
escriba se humilló delante de Él, se echó de rodillas delante de todos,
confesó su culpa y dio gracias por la advertencia de Jesús.
Jesús pasó la noche en oración. Desde la casa de sus parientes en la Pequeña
Séforis fue andando entre la Pequeña y la Gran Séforis en la que fue en otro
tiempo posesión de Ana. Llevaba un solo discípulo consigo. Los moradores
eran parientes, muy lejanos, por diversos casamientos; sólo había una
anciana, enferma de hidropesía, que era pariente bastante cercana; tenía
consigo a un pequeñuelo ciego. Jesús oró con la anciana, que repetía las
preces. Le puso luego la mano por un minuto en la cabeza y en la región del
estómago. Y ella volvió a su estado normal. después de haber estado como
desfallecida; no estaba sana del todo; pero poco a poco pudo caminar; con
algunas traspiraciones quedó del todo buena. La mujer pidió por el niño que
tenía como ocho años de edad y nunca había visto ni hablado; sólo oía lo
que se le decía; alabó la piedad y la obediencia del niño. Jesús puso su dedo
índice en la boca y sopló sobre los pulgares de sus manos, los mojó en su
saliva y los puso sobre los ojos cerrados, orando y mirando a lo alto. El niño
entonces abrió los ojos. Lo primero que ve es a Jesús, su Salvador. Fuera de
sí de contento se echa a los pies de Jesús, agradeciendo y llorando. Jesús lo
exhortó a obediencia y amor a sus padres; ya que siendo ciego había sido
obediente, lo fuera ahora que veía a sus padres y no usase nunca sus ojos
para el pecado. Llegaron luego los padres, y la gente de la casa, y hubo allí
una gran alegría y cantos de alabanzas.

XXXII
Modo de sanar de Jesús
Jesús no sanaba de la misma manera a todos los enfermos que le
presentaban. No sanaba de otro modo que los apóstoles y los santos
después y los sacerdotes hasta nuestros días. Él ponía sus manos sobre el
enfermo y rezaba con ellos. Él lo hacía más pronto que los apóstoles. Sus
curaciones debían ser también modelo para los apóstoles y sucesores. Lo
hacía siempre en una forma en relación con la necesidad o gravedad o causa
del mal. A los baldados los movía y sus músculos eran desatados y ellos se
levantaban sobre sus pies. Si se trataba de miembros quebrados tomaba
entre sus dedos la quebradura y los miembros se consolidaban. Si tocaba a
los leprosos veía yo que las costras caían y quedaban manchas coloradas, las
cuales desaparecían poco a poco según el mérito del enfermo. Nunca he
visto que un jorobado se pusiera de repente derecho o que un hueso
quebrado se curase de repente. No es que Jesús no pudiera hacerlo así: Él no
lo hacía de este modo porque quería que sus curaciones no fuesen como
espectáculos teatrales, si no como obras de misericordia; eran como
símbolos de su misión: desatar, reconciliar, enseñar, desarrollar, redimir. Y
como Jesús pedía la cooperación del hombre para ser participante de la
redención, así debían en estas curaciones intervenir la fe, la esperanza, el
amor, el arrepentimiento y la mejoría de conducta como cooperación de la
salud corporal. A cada estado del enfermo correspondía un modo diferente,
en cuanto que cada enfermedad era símbolo de una enfermedad espiritual,
de un pecado y de un castigo, así como cada curación era símbolo de un
perdón y de una mejoría espiritual. Sólo tratándose de paganos veía yo que
sus curaciones eran más espectaculares y raras. Los prodigios de los
apóstoles y santos posteriores fueron más visibles y más contrarios al curso
normal de la naturaleza; los paganos necesitaban conmoción y admiración;
los judíos, sólo ser librados de sus enfermedades. A menudo sanaba con la
oración a distancia; a veces con la mirada, desde lejos, con las mujeres que
padecían flujo de sangre, las cuales no se atrevían a acercarse y que no lo
podían hacer según prescripción judaica. Aquellos preceptos que tenían un
sentido misterioso los observaba Jesús; los demás, no.

XXXIII
Los fariseos disputan con Jesús
Después se dirigió Jesús a una escuela que estaba a igual distancia de
Nazaret como de la Pequeña Séforis, donde se le unió el discípulo
Pármenas de Nazaret. Este hombre había sido compañero de infancia de
Jesús y hubiera seguido en seguida a Jesús, como los otros discípulos, si no
hubiera tenido que mantener a sus padres de Nazaret con el servicio de
mensajero. En esta escuela se hallaban reunidos muchos escribas y fariseos
de la Gran Séforis y de la Pequeña y algunos del pueblo. Los fariseos
querían disputar con Jesús sobre el divorcio, que Jesús había declarado al
maestro en la sinagoga que era añadidura hecha en el rollo de escrituras. Lo
habían tomado muy a mal en la Gran Séforis, porque esta añadidura
procedía precisamente de la enseñanza de éstos. Los divorcios se hacían allí
con suma facilidad y tenían éstos una casa a propósito para las mujeres
divorciadas. El maestro convicto de su culpa había copiado de un rollo y
había añadido falsas explicaciones por su cuenta. Disputaron largo tiempo
con Jesús y no querían entender que debían borrar las añadiduras
introducidas en los rollos. Jesús los hizo enmudecer, pero no reconocieron
que estaban en error como confesó el doctor primero. Él les probó la
prohibición de las añadiduras y por consiguiente la obligación de borrarlas,
les probó la falsedad de su explicación fundada en la añadidura y les
reprochó severamente la facilidad de los divorcios en la ciudad. Les dijo
también en qué casos no es permitido al hombre repudiar a la mujer, y
añadió que si una parte no puede de ninguna manera avenirse con la otra,
pueden separarse uno de otro por consentimiento mutuo, pero no puede la
parte más fuerte repudiar a la otra sin consentimiento y sin culpa. No
consiguió nada con ellos, a pesar de que no pudieron contradecir su
doctrina; estaban irritados y eran engreídos de su ciencia. El escriba de la
Baja Séforis, convencido por Jesús de la falsedad por sus añadiduras, se
convirtió y se apartó completamente de los fariseos y declaró a su
comunidad que él enseñaría en adelante la ley sin añadidura, y si no lo
querían así, se retiraría de ellos.
Esa añadidura en la ley del divorcio era la siguiente: «Si una parte de los dos
casados tuvo relación antes con algún otro, entonces no subsiste el
matrimonio, y aquél que tuvo relación con esa parte puede reclamar esa
parte como suya, aun en el caso de que ambos vivan perfectamente de
acuerdo». Esta añadidura y su explicación las rechazó Jesús declarando que
la ley de la separación y del divorcio es ley dado sólo para un pueblo
grosero. Dos de los principales fariseos estaban a punto de declarar una
separación semejante para su propia conveniencia y por esto habían
introducido esta añadidura a la ley general. Nadie sabía esto; pero lo sabía
bien Jesús; por esto les dijo: «¿No estáis vosotros defendiendo con esta
añadidura quizás vuestro propio asunto?» Estos fariseos se irritaron
sobremanera al verse descubiertos.

XXXIV
Jesús en Nazaret
Jesús se dirigió a Nazaret para llegar a la cual tenía un camino de dos
horas. Entró en la casa que había sido, fuera de la ciudad, del esenio ya
difunto, Eliud, su amigo. Allí le lavaron los pies, le dieron alimento y le
dijeron cuanto se alegraban los nazarenos de su venida. Jesús les respondió:
«Esa alegría no durará mucho; pues no querrán oírme lo que les quiero
decir». Subió a la ciudad. En la puerta había apostado uno que debía dar el
aviso de su llegada. Apenas apareció Él le salieron al encuentro varios
fariseos y gente del pueblo. Lo recibieron solemnemente y quisieron llevarlo
a un albergue público donde le prepararon una comida de recepción antes
del sábado.
Él no aceptó y dijo que tenía otras cosas que hacer, y entró en la sinagoga,
adonde le siguieron y donde se reunió mucha gente. Era antes del comienzo
del sábado.
Jesús enseñó de la venida del reino, del cumplimiento de las profecías; pidió
el rollo de Isaías, lo abrió y leyó (61 -1 ): «El Espíritu del Señor sobre mí.
porque el Señor me ha ungido y me ha enviado para evangelizar a los
mansos, para curar a los de corazón contrito y predicar la redención de los
esclavos y la libertad a los que están encarcelados». Estas frases las explicó
como si se tratase de Él mismo: de que el Espíritu del Señor había venido
sobre Él para predicar la salud a los pobres, a los miserables, y cómo debía
ser arreglado todo lo injusto, consolando a las viudas, sanando a los
enfermos y perdonando a los pecadores. Habló tan hermosamente y tan
amablemente que todos estaban llenos de admiración y de alegría,
diciéndose entre sí: «Habla como si realmente fuera Él mismo el Mesías».
La admiración los había entusiasmado de tal manera que ya se tenían por
gran cosa porque Él fuera de su ciudad. Jesús siguió enseñando mientras
llegó el Sábado y habló de la voz del que prepara el camino en el desierto y
como debe ser reparado lo injusto y allanado lo tortuoso. Después de esto
estuvo Jesús con ellos en una comida. Se mostraron muy amigos y dijeron
que había muchos enfermos y que se dignase curarlos. Jesús no aceptó y
ellos lo llevaron a bien, pensando que a la mañana quizás lo haría. Después
de la comida salió fuera de la ciudad, con los esenios. Como éstos se
alegraban del buen recibimiento que le habían hecho en la ciudad, Jesús les
dijo que esperasen hasta el día siguiente, que ya verían otra cosa muy
diferente.
Cuando a la mañana siguiente Jesús entró de nuevo en la sinagoga, quiso un
judío, al cual le correspondía el turno acostumbrado, tomar los rollos de las
Escrituras; pero Jesús los pidió y leyó el libro quinto de Moisés, capítulo 4,
de la obediencia a los Mandamientos. y cómo no se debía hacer nada en
contra de ellos, y cómo Moisés les explicó a los hijos de Israel lo que Dios
mandaba y cómo ellos los observaban muy mal. Entraron también en la
lección los diez Mandamientos y la explicación del primero sobre el amor
de Dios. Jesús enseñó con severas palabras y les reprochó que añadiesen
muchas cosas a la ley para oprimir al pueblo, mientras ellos no observaban
ni siquiera la ley. Les reprochó tan severamente que ellos se irritaron, pues
no podían negarle que Él dijera la verdad. Murmuraban entre ellos.
diciendo: «¿Cómo es que de repente se ha puesto tan osado? … ¡Faltó algún
tiempo de aquí y ahora se presenta como si fuera una maravilla!. .. Habla
como si fuese el Mesías. Pero nosotros conocemos bien al que fue su padre,
el carpintero, y a Él le conocemos también. ¿Dónde ha aprendido? ¿Cómo
se atreve a decirnos esto?»
De este modo comenzaron silenciosamente a irritarse cada vez más contra
Él, porque se avergonzaban delante del pueblo, al verse reprendidos. Jesús
siguió enseñando; a su tiempo salió de la ciudad y se retiró con los esenios.
Aquí acudieron a verlo los hijos de un hombre rico, aquéllos mismos que le
habían pedido anteriormente que los recibiese entre los discípulos, pero
cuyos padres sólo buscaban fama y provecho de ciencia para sus hijos.
Pedían que Jesús comiese con ellos. Jesús no aceptó la invitación. Pidieron
de nuevo que los recibiese diciendo que ellos habían cumplido lo que les
había dicho. Entonces les contestó: «Si vosotros habéis cumplido todo eso,
entonces no necesitáis ser mis discípulos; podéis ser vosotros también
maestros». Con esto los despachó.
Jesús comió con los esenios y enseñó en rueda de familia. Ellos le contaron
que eran oprimidos allí. Él les aconsejó ir a vivir a Cafarnaúm, donde Él
también se retiraría a vivir en adelante.

XXXV
Los fariseos se irritan contra Jesús e intentan precipitarlo
Mientras tanto habían hecho consulta los fariseos y habían resuelto que
si volvía a hablar tan osadamente como la tarde anterior le
mostrarían que no tenía derecho alguno y harían con Él lo que los fariseos
de Jerusalén deseaban hace tiempo. Esperaban, no obstante, que se
mostraría adulado y que haría prodigios por respeto a ellos. Cuando Jesús
llegó a la sinagoga para la conclusión del sábado habían traído algunos
enfermos. Jesús pasó entre ellos sin sanar a ninguno. En la sinagoga
continuó hablando del cumplimiento de los tiempos, de su misión, del
último tiempo de la gracia y de su corrupción y del castigo que sobrevendrá
si no se corregían; y de cómo Él había venido para ayudarlos, sanarlos y
enseñarles. Entonces se irritaron especialmente cuando dijo: «Vosotros
decís: Médico, cúrate a tí mismo. Como has hecho prodigios en Cafarnaúm,
hazlos también aquí, en tu patria. Pero no hay profeta acepto en su propia
patria».
Añadió que los tiempos presentes eran como tiempos de grande hambre, y
comparó las poblaciones a pobres viudas. «En tiempos de Elías, prosiguió,
había muchas viudas pobres en el país, pero el profeta no fue enviado a
ninguna de ellas, sino a la viuda de Sarepta; y en los tiempos de Elíseo había
muchos leprosos, y sin embargo no sanó sino a Naaman, que era un sirio».
Comparó su ciudad con un leproso, que no sería curado.
Los fariseos se irritaron sobremanera de que los igualase con los leprosos;
se levantaron de sus asientos. se enfurecieron y quisieron poner las manos
en Él; pero Jesús les dijo: «Cumplid lo que vosotros enseñáis sobre el
Sábado y no lo quebrantéis; más tarde podréis hacer lo que pensáis hacer».
Entonces lo dejaron enseñando y se fueron murmurando, con expresiones de
burla. Dejaron sus asientos y se dirigieron a la puerta. Jesús explicó sus
últimas palabras y salió de la sinagoga. Unos veinte fariseos le rodearon a la
salida y sujetándolo junto a la puerta, le dijeron: «Vamos, ahora ven con
nosotros a un lugar alto; allí podrás repetir tu enseñanza y nosotros te
contestaremos como se merece». Él les dijo que lo dejasen libre porque los
seguiría, y ellos marchaban rodeándole como guardias y mucho pueblo iba
detrás. Se levantó un griterío y una serie de burlas no bien concluyó el
Sábado. Se enfurecían cada vez más y cada uno quería rivalizar en decir
alguna burla más hiriente. «¡Queremos contestarte! ¡Queremos que vayas a
la viuda de Sarepta! ¡Conviene que vayas a sanar al sirio Naaman! ¡Si eres
Elías, conviene que marches al cielo! Nosotros queremos señalarte un buen
sitio. ¿Quién eres Tú? ¿Por qué no has traído a tus secuaces? No tuviste
valor de traerlos. ¿No tenías el pan asegurado en compañía de tus pobres
padres? … Y ahora que estás saciado, ¿quieres burlarte de nosotros?
Nosotros queremos oírte. Debes hablar ahora delante de todo el pueblo, a
cielo descubierto, y nosotros te contestaremos».
Con estos gritos sarcásticos y burlas fueron subiendo la pendiente de la
ciudad. Jesús continuaba enseñando tranquilo, contestando sus sarcasmos
con palabras de la Escritura y profundas reflexiones que los avergonzaban en
parte y aumentaban su irritación.
La sinagoga estaba situada en la parte occidental de la ciudad. Era ya oscuro
y portaban algunas antorchas consigo. Llevaron a Jesús a la parte oriental de
la sinagoga, y detrás de ella se volvieron a una ancha calle hacia el
occidente. Llegaron a una alta pendiente en cuyo lado Norte había un
pantano y en la parte del Mediodia formaba una prominencia rocosa sobre
un precipicio escarpado. Había alli un lugar donde solían precipitar a los
malhechores. Una vez en el lugar pretendian primero preguntar y hacer
hablar a Jesús, para arrojarlo luego al precipicio, que terminaba en una
estrecha garganta rocosa. Cuando se acercaban al lugar, se detuvo Jesús, que
estaba entre los fariseos, como un preso, mientras ellos continuaron su
camino, injuriando y denostando al Señor. En ese momento vi dos figuras
luminosas al lado de Jesús: éste volvió sobre sus pasos y pasó por en medio
del populacho que vociferaba (sin ser visto); luego lo vi caminando
tranquilamente junto al muro de la ciudad hasta la puerta por donde había
entrado ayer. Entró de nuevo a la casa de los esenios. Ellos no habían estado
temerosos por Él; creían en Él y esperaban su llegada. Jesús habló con ellos de
su caso: les dijo de nuevo se retirasen a Cafarnaúm: les recordó que les había
predicho este suceso de Nazaret y después de media hora abandonó el lugar y
partió en dirección de Caná.
Nada puede imaginarse de más ridículo que la locura y la confusión que se
originó entre los fariseos y demás cuando no vieron más a Jesús entre ellos,
a quien creían tener seguro en sus manos. Era un griterío: «¡Alto! ¿Dónde
está?» El populacho que venía detrás, avanzaba irresistiblemente. Ellos
querían retroceder para ver donde se ocultaba y en el sendero angosto se
formó una confusión y un desorden de gritos, de órdenes y contraórdenes,
de inculpaciones recíprocas, mientras corrían a todos los huecos y cuevas
pensando encontrarlo escondido en algún lugar secreto. Con las antorchas
iluminaban todos los rincones y corrían peligro de romperse el pescuezo
bajando y subiendo por los riscos en busca de Jesús. Terminaron por
insultarse unos a otros culpándose de haberlo dejado escapar. Finalmente se
dieron por vencidos y se volvieron calladitos a la ciudad. Jesús ya hacía
tiempo que estaba fuera de la ciudad, de modo que tuvieron un nuevo
desengaño al custodiar las laderas de la montaña y las salidas de la ciudad.
Al regresar quisieron justificar su fracaso, diciendo: «Ya veis qué hombre es
éste; un hombre entregado a la magia; un endemoniado; el diablo le ha
ayudado; ahora aparecerá en otro rincón del pais para perturbar allí el orden y
causar trastorno».
A sus discípulos ya les había dicho Jesús que abandonasen la ciudad de
Nazaret y le esperasen en un determinado lugar camino de Tarichea.
Saturnino y otros discípulos habían sido citados también en este lugar. A la
alborada se encontraron todos juntos con Jesús y descansaron en un valle
solitario. Saturnino había traído panes y miel. Jesús habló de los sucesos de
Nazaret, mandándoles mantenerse serenos y callados para no estorbar su
futura misión. Luego anduvieron por sendas solitarias, junto a algunas
ciudades, a través de valles, hacia la desembocadura del Jordán en el mar de
Galilea. Había una gran ciudad al pie de una montaña al extremo Sur del
mar de Galilea, no lejos de la desembocadura del Jordán, en una especie de
península. Había un gran puente y un dique para entrar en la ciudad. Entre la
ciudad y el mar se extendía una faja de tierra con suave pendiente cubierta
de verdor. La ciudad se llama Tarichea.

XXXVI
Jesús sana a los leprosos de Tarichea
Jesús no entró en la ciudad sino que por un sendero lateral se acercó a
una muralla del Sur, no lejos de la entrada donde había una serie de
chozas habitadas por leprosos. Cuando Jesús se acercó a estas chozas, dijo a
los discípulos: «Llamad desde la distancia a estos leprosos para que me
sigan, que los voy a sanar. Cuando salgan, apartaos para que no os espantéis
y no contraigáis impureza legal y no habléis luego de lo que veáis aquí.
Vosotros conocéis la ira de los nazarenos. y no debéis irritar a nadie». Jesús
continuó su camino hacia el Jordán. Mientras los discípulos clamaban a los
leprosos: «Salid fuera y seguid al profeta de Nazaret. Él os ha de sanar».
Cuando vieron que salia la gente ellos se apartaron prontamente de allí.
Jesús caminaba lentamente apartado del camino. Cinco hombres de diversas
edades salieron de las celdas hechas en las murallas, y seguían a Jesús en
fila hasta un lugar apartado, donde se detuvo. Los leprosos vestían túnica
larga y blanca, sin correa, llevaban una capucha sobre la cabeza que les
cubría también la cara y delante tenía dos tiras de tela negra con dos
aberturas para los ojos. El príncipe de ellos se echó al suelo y besó la orla de
su vestido. Jesús, volviéndose a él, le puso la mano en la cabeza, oró, lo
bendijo y le mandó ponerse a un lado. Luego hizo lo mismo con los cinco.
Después descubrieron los rostros y las manos. Las costras de la lepra se
desprendía de ellos. Jesús les hizo una admonición sobre el pecado por el
cual habían contraído la enfermedad, les enseñó cómo debían portarse en
adelante y les mandó no decir que Él los había sanado. Ellos decían:
«¡Señor, Tú apareciste tan inesperado entre nosotros! … Tanto tiempo
habíamos esperado tu presencia y suspirado por Ti. No teníamos a nadie que
representara nuestra miseria y te condujera hasta nosotros. Señor, Tú
apareces ahora de repente, ¿cómo quieres que callemos nuestra alegría y el
portento que obraste con nosotros?»
Jesús les mandó nuevamente que no hablasen del caso hasta que hubiesen
cumplido con las prescripciones de la ley; que se presentasen a los
sacerdotes para que vieran que estaban limpios y cumplieran con el
sacrificio y las purificaciones legales. Sólo entonces podían decir quién los
había sanado. Se echaron de nuevo a sus pies y volvieron a sus celdas. Jesús
se acercó a sus discípulos en dirección del Jordán. Estos leprosos no estaban
encerrados: tenían marcado el sitio hasta donde podían andar; nadie se
acercaba a ellos; se les hablaba desde la distancia; se les ponía la comida en
fuentes en determinados lugares: estas fuentes no volvían a los sanos, sino
que eran enterradas o deshechas por ellos mismos. Se les traía siempre
nuevos cacharros de poco valor.
Jesús anduvo un trecho con sus discípulos, entre amenos lugares llenos de
plantas e hileras de árboles hacia el Jordán donde descansaron y tomaron
alimento en un paraje solitario. Pasaron luego el río sobre una navecilla. En
diversos lugares del río se ven estos esquives para que uno mismo pueda
pasar y eran después llevados a su lugar por hombres que trabajan de trecho
en trecho en la playa y habitan en chozas de la ribera. Jesús marchó con sus
cuatro discípulos no muy cerca del mar. sino en dirección Este, hacia la
ciudad de Galaad. Los cuatro discípulos eran: Pármenas de Nazaret,
Saturnino y Tharzissus y su hermano Aristóbulo. Este Tharzissus fue más
tarde obispo de Atenas y Aristóbulo ayudante de Barsabas. Yo oí que se
hizo esto llamándolo «hermano», pero entiendo que era sólo hermano
espiritual. Estuvo mucho con Pablo y Barnabas y creo que fue obispo de
Britania. Fueron llevados a Jesús por medio de Lázaro. Eran extranjeros,
griegos, me parece y su padre había inmigrado hacia poco tiempo a
Jerusalén. Eran comerciantes de ultramar y he visto que los siervos y
esclavos de su padre habían venido sobre transportes con sus animales de
carga al bautismo de Juan, después de haber escuchado sus enseñanzas. Por
medio de estos siervos fueron noticiados los padres de estos jóvenes, que
concurrieron con sus hijos adonde estaba Juan; los padres se hicieron
bautizar y circuncidar y se establecieron en Jerusalén con toda la familia.
Tenían riquezas y dejaron más tarde todo para provecho de la comunidad
cristiana. Ambos hermanos eran de alta estatura, algo morenos, diestros y
poseían una esmerada cultura. Eran dos hombres jóvenes osados, resueltos y
diestros en preparar lo necesario en los caminos.

XXXVII
Conversaciones con los discípulos
Jesús atravesó el arroyuelo que bajaba a la comarca. El profeta Elías
había estado también en este lugar. Jesús habló de esto y durante todo el
camino enseñó con comparaciones y parábolas tomadas de las cosas que se
presentaban a la vista: arbustos, piedras, plantas, lugares y de los estados y
ocupaciones de la vida. Los discípulos preguntaban sobre las cosas que
habían pasado en Séforis y en Nazaret. Jesús habló del matrimonio con
ocasión de la disputa con los fariseos de Séforis, contra el divorcio, y de la
indisolubilidad de la palabra dada. Añadió que el divorcio sólo fue
permitido por Moisés por tratarse de un pueblo grosero y pecador.
Los discípulos interrogaron a Jesús acerca de lo que decían los nazarenos,
de que Él no había tenido amor fraterno, pues no había querido sanar a los
enfermos en la ciudad paterna, que por eso debía serle más próxima; si no
debía, acaso, amarse a los ciudadanos como a nuestros prójimos más
cercanos. Les enseñó Jesús intensamente sobre el amor al prójimo con toda
clase de comparaciones y preguntas. Tomaba las comparaciones de varios
estados de la vida sobre los cuales hablaba, señalando lugares lejanos que se
podían ver desde allí y donde se ejercían diversos oficios. Les dijo que los
que pretendían seguirle debían dejar padre y madre, aún cumpliendo el
cuarto mandamiento. Debían tratar a su ciudad natal, como Él había tratado
a Nazaret, y, sin embargo, tener amor al prójimo. Dios, el Padre celestial, es
el prójimo más cercano, y es el que le había enviado a Él. Pasó a hablar del
amor al prójimo según la gente del mundo, y a propósito de Galaad, adonde
iban encaminados. dijo que los publicanos de allí amaban más a aquellos
que más dinero les proporcionaban, pagando más impuestos. Señalando
luego a Dalmanutha, que estaba a su izquierda, dijo: «Esos fabricantes de
tiendas y de alfombras aman a los prójimos que más tiendas y más
alfombras les compran, y dejan a sus pobres sin techo y abandonados».
Luego tomó una comparación de los fabricantes de sandalias y suelas para
los zapatos y la aplicó a los nazarenos que le invitaron por pura curiosidad.
Les dijo: «No necesito de vuestras demostraciones de honor, que son como
las suelas pintadas en los talleres de los zapateros y que luego se pisan y se
llevan sobre el lodo». Y añadió: «Ellos son como los zapateros de aquella
ciudad (y señaló una): desprecian a sus propios hijos y los despachan y
cuando vuelven del extranjero y han aprendido algo nuevo sobre suelas
pintadas, una nueva moda, entonces los hacen venir de nuevo por curiosidad
y vanidad, para pavonearse con las nuevas suelas, que luego serán pisadas y
arrastradas por el barro como ese mismo honor». Les hizo también una
pregunta: «Si uno rompe una suela en el viaje y va al zapatero para comprar
otra nueva, ¿le regalan acaso la otra?» De este modo habló también sobre la
pesca, la edificación y otros oficios manuales de los contornos.
Los discípulos le preguntaron dónde pensaba habitar, si quería edificarse
una casa en Cafarnaúm. Él les contestó que no edificaba sobre arena y habló
de otra clase de ciudad que deseaba edificar. Yo no entendía bien cuando
Jesús hablaba caminando. Cuando les hablaba estando sentado, entendía
mejor. Recuerdo que dijo que quería tener una barca propia para ir y venir
por el lago, pues deseaba enseñar desde el mar y desde la tierra.