LXXIII
La Sagrada Familia llega a casa de Santa Ana
Esta noche vi que la Sagrada Familia había llegado a la casa de Ana, a
media legua de Nazaret, hacia el valle de Zabulón. Tuvo lugar allí una
fiestecita familiar, como aquella celebrada cuando partió María para el templo.
Estaba María de Helí, la hija mayor de Ana. Habían quitado la carga al
asno porque pensaban quedarse algún tiempo. Todos recibieron al Niño Jesús
con alegría, con una alegría tranquila, interior: no había nada de apasionado
en todas estas personas. Estuvieron presentes algunos sacerdotes de
edad y hubo una fiestecita con una comida. Las mujeres comían separadas
de los hombres.
En otra ocasión veo de nuevo a la Sagrada Familia en casa de Ana. Están
presentes algunas mujeres, entre ellas María Helí, hija mayor de Ana, con su
hija María de Cleofás; veo, además, a otra mujer del país de Santa Isabel, y
aquella sirvienta que había estado con María en Belén. Esta sirvienta, después
de perder a su marido, que la había tratado mal no quiso volver a casarse
y se fue a Juta, a casa de Isabel, donde María la conoció cuando fue a
visitar a su prima. De allí la viuda fue a casa de Ana.
Hoy he visto a José atareado, cargando muchos bultos en casa de Ana, e ir
luego con la criada de Ana a Nazaret, seguido de dos o tres asnos cargados.
En los casos desesperados invoco a Santa Ana, Madre de María, y hoy, estando
en visión en su casa, vi en el jardín muchas peras, ciruelas y otras frutas
pendientes de los árboles, a pesar de no ser estación de frutas, y los árboles
estuviesen sin hojas. Recogí algunas antes de salir de la casa y llevé las
peras a personas enfermas, que se curaron de inmediato. Di también frutas a
otras personas conocidas y desconocidas, que sintieron gran alivio en sus
penas y enfermedades. Creo que estas frutas indican favores obtenidos por
intercesión de Santa Ana, y que significan para mi nuevos sufrimientos de
expiación. Por experiencia sé que sucede esto al tomar frutas de los jardines
de los santos: pago el favor que recibo con nuevos dolores en favor de las
almas.
En Palestina veo ahora a menudo brumas y lluvias; a veces un poco de nieve
que se derrite en seguida. Veo también árboles sin hojas, pero con algunas
frutas. Veo varias cosechas en el año y una que corresponde a nuestra estación
de primavera.
En el invierno veo a la gente completamente cubierta, con mantos sobre la
cabeza.
Hoy, por la tarde, he visto a María con el Niño, acompañada de su madre,
que iban a la casa de José en Nazaret. El camino es agradable. Habrá una
media legua de distancia, entre colinas, jardines y huertas. Ana envía alimentos
a José y a María a su casa de Nazaret. ¡Qué conmovedor es todo lo
que veo en la Sagrada Familia! Maria es como una Madre y al mismo tiempo
como la servidora del Niño Jesús y la servidora de San José, y José es
para María como el amigo más devoto y el servidor más humilde. ¡Cuánto
me conmueve ver a Maria mover y dar vueltas al Niño Jesús como a un nifio
que no puede valerse por si mismo!
El Niño Jesús puede tener un año de edad. Lo vi jugando en torno de un balsamero,
en un momento en que sus padres se detuvieron durante el viaje;
algunas veces lo hacían andar un rato. Vi a la Virgen tejiendo vestiditos a
punta de aguja o ganchillo. Tenía madeja de lana sujeta a la cadera derecha
y en las manos dos palillos de hueso, si no me equivoco, con unos
ganchillos en la extremidad. Uno de ellos podía medir media vara de largo,
el otro era más corto. La Virgen trabajaba de pie o sentada, junto al Nifío,
que se hallaba acostado en una pequeña cesta. A José lo he visto trabajar
trenzando diferentes objetos y hacer tabiques y entarimados para las habitaciones
con largas tiras de cortezas amarillas, pardas y verdes. Tenía una
provisión de objetos semejantes superpuestos en un cobertizo contiguo a la
casa. Me inspiraba compasión pensando que pronto tendría que dejar todo y
huir a Egipto. Santa Ana venía con frecuencia, casi todos los días, desde su
casa que está a solo media legua.
LXXIV
Agitación de Herodes en Jerusalén
He visto lo que sucedía en Jerusalén, y cómo Herodes mandó llamar a
mucha gente como cuando recluían soldados en nuestra tierra. Los
soldados recibieron trajes y armas en un amplio patio donde se habían reunido.
En el brazo tenían una media luna (una rodela). Tenían venablos y
sables cortos y anchos, como cuchillas, y sobre la cabeza cascos; muchos de
ellos se ceñían las piernas con cintas. Todo esto tenia relación con la matanza
de los niños inocentes, porque Herodes andaba sumamente agitado. Hoy
lo he visto de nuevo en gran agitación, como cuando llegaron los Reyes
Magos a preguntarle acerca del Rey de los judíos recién nacido. Estuvo consultando
a viejos escribas y doctores, que portaban largos rollos de pergamino
fijos sobre dos pedazos de madera, y estuvieron leyendo allí algo. He
visto que los soldados vestidos y equipados la víspera fueron enviados a diversas
direcciones, a los alrededores de Jerusalén y de Belén. Creo que fue
para ocupar aquellos lugares donde más tarde las madres debían acudir con
sus hijos a Jerusalén, sin sospechar que habrían de ser degolladas allí las
criaturas. Quería impedir Herodes que su crueldad fuera causa de algún levantamiento.
Hoy he visto a los soldados llegar a tres sitios diversos cuando
salieron de Jerusalén: fueron a Hebrón, a Belén y a un tercer lugar que está
entre los dos en dirección al Mar Muerto, cuyo nombre no recuerdo. Los
habitantes de estos lugares, no sabiendo la causa de la llegada de los soldados,
estaban intranquilos y sobresaltados. Como Herodes era astuto, no se
traslucían sus malas ideas y buscaba a Jesús secretamente. Los soldados
apostados en esos lugares permanecieron allí algún tiempo con el propósito
de no dejar escapar al Niño recién nacido en Belén. Herodes hizo degollar a
todas las criaturas menores de dos años.
LXXV
La Sagrada Framilia en Nazaret
Hoy he visto a Ana yendo con su criada desde su casa a Nazaret. La
criada llevaba un paquete colgado a su costado, una cesta sobre la cabeza
y otra en la mano. Estas cestas eran redondas y una de ellas calada,
porque dentro tenía aves. Llevaban alimentos para María, que no tenía instalada
la cocina, porque recibía todo de la casa de Ana.
Hoy por la tarde volví a ver a Ana y a su hija mayor, María de Helí, la cual
tenía junto a sí a un niñito muy robusto de cuatro a cinco años: era ya un
nieto, hijo de su hija María de Cleofás. José estaba ausente, en casa de Ana.
Yo pensé entre mis adentros: las mujeres son siempre del mismo modo. Las
veía sentadas juntas, hablando familiarmente, jugando con el Niño Jesús,
con besos y caricias y poniéndolo en los brazos del niñito de María Cleofás;
todo pasaba como pasa en nuestros días en iguales casos. María de Helí vivía
en una aldea a unas tres leguas de Nazaret, hacia el Oriente, y su casa
estaba también arreglada casi como la de Ana, con un patio rodeado de muros
y un pozo de bomba, del cual salia un chorro de agua cuando se ponía el
pie sobre un sitio determinado, cayendo el agua sobre una fuente de piedra.
Su marido se llama Cleofás y su hija, casada con Alfeo, vivía en otro extremo
de la aldea. Por la noche he visto a las mujeres en oración. Estaban delante
de una mesa pequeña arrimada al muro y cubierta con un tapete rojo y
blanco. María estaba delante de Ana y su hermana cerca de ella. A veces
cruzaban las manos sobre el pecho, las juntaban y luego las extendían y María
leyó en un rollo que tenía delante. Sus oraciones me recordaban la salmodia
de un coro conventual, por el tono y el ritmo con que procedían.
LXXVI
El Ángel se aparece a José y le manda huir a Egipto
Los veo partir de Nazaret. Ayer José había vuelto temprano de Nazaret
y Ana y su hija estaban aún en Nazaret con María, Ya habían ido a
descansar cuando el Ángel apareció a José. María y el Niño descansaban a
la derecha del hogar; Ana a la izquierda; María de Helí entre la habitación
de su madre y la de José. Estas diversas habitaciones estaban separadas por
tabiques de ramas de árboles trenzadas y cubiertos en lo alto con zarzos de
la misma clase. El lecho de María estaba separado de los demás de la pieza
por medio de una mampara. El Niño Jesús dormía a los pies de María sobre
unas alfombras en el suelo. Al levantarse, lo podía fácilmente tomar en brazos.
Vi a José descansando en su habitación, acostado de lado, con la cabeza sobre
el brazo, cuando un joven resplandeciente se acercó a su lecho y le
habló. José se incorporó; pero como estaba abrumado de sueño, volvió a
caer. El Ángel lo tomó de la mano y lo levantó hasta que José volvió completamente
en sí y se levantó. El Ángel desapareció. José encendió su propia
lámpara en otra que estaba colgada delante del hogar en medio de la casa;
luego golpeó a la entrada donde estaba María y preguntó si podía recibirlo.
Lo vi entrar y hablar con María, la cual no descorrió la cortina que tenía delante.
Luego José entró en una cuadra donde tenia el asno y pasó a una habitación
donde había diversos objetos y arregló todo para la pronta partida.
Cuando: José dejó a María, ésta se levantó y se vistió para el viaje. Fue a ver
a su santa madre y le dio cuenta de la orden del Ángel de partir. Ana se levantó,
como también María de Helí con su nieto. Al Niño Jesús lo dejaron
aún descansando. Para aquellas santas personas la voluntad de Dios era lo
primero. Estaban muy afectados y afligidos, pero no se dejaron llevar por la
tristeza y dispusieron lo necesario para el viaje. María no tomó casi nada de
lo que habían traído de Belén. Hicieron un envoltorio de regular tamaño con
las cosas que José había dispuesto y añadieron algunas colchas. Todo esto se
hizo con calma y muy rápidamente, como cuando se despierta uno para huir
en secreto. María tomó al Niño y su prisa fue tanta que no la vi cambiarle
pañales.
El momento de partir había llegado y no es posible decir cuánta era la aflicción
de Ana y de su hija mayor: estrechaban contra su pecho al Niño Jesús,
llorando, y el niñito besó también a Jesús. Ana besó varias veces a María,
llorando, como si no la hubiera de ver más, mientras María de Helí se echó
al suelo derramando abundantes lágrimas. Aún no era media noche cuando
dejaron la casa, y Ana y María Helí acompañaron a los viajeros un trecho de
camino. José marchaba detrás con el asno y aunque iban en dirección de la
casa de Ana, la dejaron a un lado hacia la derecha. María llevaba al Niño
Jesús sujeto con una faja que descansaba sobre sus hombros. Tenía un largo
manto que la envolvía toda con el Niño y un gran velo cuadrado que no cubría
más que la parte posterior de la cabeza y caía a ambos lados de la cara.
Habían avanzado algo en el camino cuando José los alcanzó con el asno,
cargado con un odre lleno de agua y un cesto lleno de objetos, como panecillos,
aves vivas y un cantarito. El pobre equipaje de los viajeros, junto con
algunas colchas, iba empaquetado alrededor del asiento, puesto de través
con una tablilla para descansar los pies. Otra vez volvieron a besarse, llorando,
y Ana bendijo a María, que montó sobre el asno, que conducía José,
y prosiguieron su camino.
Por la mañana temprano he visto a María de Helí que iba con su muchachito
a la casa de Ana; después envió a su suegro con un servidor a Nazaret, y regresó
a su propia casa. Ana estaba empaquetando y ordenando todo lo que
había quedado en la casa de José. Por la mañana acudieron dos hombres de
la casa de Ana: uno de ellos no llevaba encima mas que una piel de carnero,
con toscas sandalias sujetas por correas en tomo de las piernas; el otro llevaba
ropas largas.
Ayudaron a poner orden en la casa de José, empaquetando las cosas que
debían llevar a casa de Ana.
Mientras tanto vi a la Sagrada Familia, la noche de su partida, descansar en
varios lugares y por la mañana en un cobertizo. Por la tarde, no pudiendo
llegar más lejos, entraron en un lugar llamado Nazara, en una casa separada
de las demás, porque eran tratados con cierto desprecio los dueños de ella.
No eran judíos: en su religión había algo de paganismo, porque iban a adorar
al monte Garizím, cerca de Samaria, por un camino montañoso y abrupto.
Estaban obligados a pesadas tareas y trabajaban como esclavos en el
templo y en otras obras públicas. Esta gente recibió a la Sagrada Familia
con mucha amabilidad. Se quedaron allí el día siguiente. Al volver de Egipto
la Sagrada Familia visitó a esa buena gente, y también más tarde, cuando
Jesús tenía doce años, y fueron al templo, y cuando volvió a Nazaret toda
esa familia se hizo bautizar por San Juan y se unió a los discípulos de Jesús.
El pueblo de Nazara no está lejos de otra ciudad puesta sobre una altura, cuyo
nombre no recuerdo, pues he oído nombrar varias ciudades en los alrededores,
como Legio, Massoloth, y entre ellas está Nazara, si mal no recuerdo.
LXXVII
Descanso bajo el terebinto de Abraham
Ayer, sábado, después de la fiesta, la Sagrada Familia dejó a Nazara
durante la noche. La he visto todo el domingo y la noche siguiente
ocultándose cerca de aquel árbol grande bajo el cual habían estado cuando
fueron a Belén y donde María había sufrido tanto el frío. Este árbol era el
terebinto de Abraham, cerca del bosque de Moré, no muy distante de Siquem,
de Yhenat, de Silch y de Anima. Las intenciones de Herodes se conocían
en aquel país y por eso no se sentían seguros. Cerca de este árbol fue
donde Jacob enterró los ídolos robados a Labán, y junto a este terebinto Josué
reunió al pueblo y estuvo levantado el tabernáculo donde se hallaba el
Arca de la Alianza y exigió al pueblo renuncia de los ídolos. Allí fue saludado
como rey por lo siquemitas, Abimelec, hijo de Gedeón.
Esta mañana he visto a la Sagrada Familia descansando, muy temprano, junto
a una fuente, bajo unos arbustos de bálsamo, en una región fértil. El Niño
Jesús estaba con los pies desnudos sobre las rodillas de María. Los arbustos
estaban cubiertos de bayas rojas: en algunas ramas había incisiones, de las
que salía el líquido que era recogido en pequeños recipientes. Yo me maravillaba
de que no los robaran. José llenó su cantarito con el licor que manaba
y comieron lo que habían traído, pan y bayas recogidas en los arbustos
vecinos, mientras el asno pastaba y abrevaba junto a ellos. Hacia la izquierda
se veía, en lontananza, la altura donde estaba asentada Jerusalén. Era un
cuadro conmovedor mirarla desde este lugar.
LXXVITI
Santa Isabel huye al desierto con el niño Juan
Zacarías e Isabel conocían el peligro qué amenazaba a los niños, porque
creo que la Sagrada Familia les envió un mensaje de confianza. He
visto a Isabel llevándose al niño Juan a un sitio muy retirado del desierto, a
unas dos leguas de Hebrón. Zacarías los acompañó hasta el lugar donde
atravesaron un arroyuelo, pasando sobre una viga tendida. Allí se separó de
ellos y se encaminó a Nazaret por el camino que María había tomado cuando
fue a visitar a su prima Isabel. Creo que iba a pedir mejores informes a
Santa Ana. Allí, en Nazaret, varios amigos de la Sagrada Familia estaban
muy tristes por la partida. He visto que Juan. en el desierto, no llevaba sobre
el cuerpo más que una piel de cordero, y a los dieciocho meses ya podía correr
y saltar. Tenía en la mano un bastoncito blanco, con el que jugaba como
juegan los niños. El desierto no era una inmiensa extensión arenosa y estéril,
sino una soledad con muchas rocas, barrancos y grutas, donde crecían arbustos
diversos con bayas y frutos silvestres. Isabel llevó al niño Juan a una
gruta donde más tarde vivió María Magdalena después de la muerte del Salvador.
No sé cuánto tiempo estuvo oculta allí Isabel con el niño: probablemente
quedó todo el tiempo hasta que no podía ya temerse la persecución de
Herodes. Regresó con su hijo a Juta, pero volvió a huir cuando Herodes
convocó a las madres que tenían hijos menores de dos años, lo cual tuvo lugar
un año más tarde. No puedo decir los días, pero contaré las escenas de la
huida conforme recuerdo haberlas visto.
LXXIX
La Sagrada Familia se detiene en una gruta y ve al niño Juan
Cuando hubo pasado la Sagrada Familia algunas alturas del Monte de
los Olivos, la vi huyendo hacia Belén, en dirección de Hebrón. A unas
dos leguas del bosque de Mambré los vi refugiarse en una gruta amplia,
abierta en un desfiladero agreste, encima del cual se hallaba un lugar parecido
al nombre de Efraín, Me parece que era la sexta vez que se detenían en el
camino. Llegaron llenos de fatiga y de tristeza. María estaba muy afligida y
lloraba. Sufrían toda clase de privaciones, pues tenían que tomar los senderos
apartados y evitar los poblados y las posadas públicas. Descansaron durante
todo el día. Tuvieron lugar aquí algunos hechos milagrosos para aliviar
su miseria. Brotó una fuente en la gruta, por la oración de María, y una
cabra salvaje se acercó a ellos y se dejó ordeñar. Finalmente se les apareció
un ángel, que los consoló y animó. En esta gruta había rezado a menudo un
profeta y Samuel se detuvo algunas veces. David guardaba en la vecindad
los rebaños de su padre, y aquí mismo mientras oraba recibió de un ángel la
orden y el mandato de combatir contra Goliat.
Después de dejar la gruta caminaron siete leguas hacia el Mediodía, dejando
a su izquierda el Mar Muerto, y unas dos leguas más allá de Hebrón entraron
en el desierto donde se encontraba por entonces el pequeño Juan, pasando
a un tiro de flecha de la gruta donde estaban refugiados. Los he visto
avanzar en medio de un desierto de arena, muy lánguidos y cansados. El recipiente
de agua y el cantarillo de bálsamo estaban vacíos; María estaba sedienta
y triste, y el Niño también tenía sed. Se detuvieron fuera del camino
en una hondonada donde había zarzales y un poco de césped reseco. María
bajó del asno, sentóse en el suelo y puso al Niño ante sí. Estaba triste y rezaba.
Mientras María, como Agar en el desierto, pedía un poco de agua para
el Niño, mis ojos vieron una escena conmovedora. La gruta donde Isabel
tenía escondido al niño Juan, estaba a poca distancia, en medio de unas rocas
altas. Pude ver al niño Juan vagando entre malezas y piedras. Me pareció
lleno de inquietud y como si esperara algo; no pude ver a su madre.
La vista de aquel niño corriendo con paso seguro por ese lugar desierto producía
una viva impresión. De la misma manera que se había estremecido en
el seno de su madre, como queriendo ir al encuentro de su Señor, esta vez se
hallaba excitado por la vecindad de su Redentor, que estaba sediento. Tenía
sobre los hombros una piel de cordero, sujeta por la cintura, y en la mano un
bastoncito, en cuya alta punta flotaba una banderola de corteza. Sentía que
Jesús pasaba y que tenía sed. Se puso de rodillas y clamó a Dios con los
bracitos tendidos. Luego se levantó con rapidez corrió impulsado por el espíritu
hasta un costado de la roca, y golpeó el suelo con su vara, brotando de
inmediato agua abundante. Juan corrió hacia el sitio donde caía, y allí se detuvo,
y vio a lo lejos a la Sagrada Familia que pasaba. Maria alzó al Niño en
los brazos y señalando hacia el lugar, dijo: «Mira a Juan en el desierto». Vi a
Juan estremecerse de alegría junto al agua que caía; hizo una señal con su
banderola, y luego huyó a su soledad. El arroyo, después de algún tiempo,
llegó hasta el camino que seguían los viajeros. Los he visto pasar y detenerse
junto a unos zarzales en un lugar cómodo donde había un poco de césped,
aunque seco. María bajó con el Niño de la cabalgadura y se sentó sobre el
césped. Todos estaban llenos de alegría. José cavó una pequeña hondura,
que pronto se llenó de agua, y cuando estuvo limpia todos bebieron. María
bañó al Niño y luego se lavaron las manos, la cara y los pies; José trajo el
asno y le dio de beber, y finalmente llenó de agua su recipiente. Estaban llenos
de alegría y de agradecimiento. El césped seco reverdeció con el agua;
el sol se mostró brillante, y todos se, encontraron reanimados, aunque silenciosos.
Se detuvieron allí dos o tres horas.
A poca distancia de una ciudad sobre la frontera del desierto, a dos leguas
más o menos del Mar Muerto, fue donde se detuvo la Sagrada Familia por
última vez en los dominios de Herodes. El nombre de la ciudad era así como
Anam, Anem o Anim.
Pidieron entrada en una casa aislada, que era posada
para gentes que atravesaban el desierto. Contra una altura había algunas
cabañas y cobertizos, y en los alrededores muchos frutales silvestres. Me
pareció que los habitantes eran camelleros, porque he visto pastando varios
camellos rodeados de vallas. Eran gentes de costumbres salvajes, dedicadas,
me parece, al pillaje; con todo, recibieron bien a la Sagrada Familia y le dieron
hospitalidad. En la vecina ciudad habitaban gentes de costumbres desordenadas,
que hablan huido después de una guerra. Entre las personas de la
posada había un joven de unos veinte años, llamado Rubén.
En una noche estrellada he visto hoy a la Sagrada Familia atravesando un
terreno arenoso, cubierto de maleza corta. Me parecía viajar con ellos por el
desierto. El paraje era peligroso por la cantidad de serpientes ocultas en la
maleza y enrolladas entre la hojarasca. Se acercaban silbando y levantando
sus cabezas contra la Sagrada Familia, que pasaba tranquila, rodeada de luz.
He visto otros animales dañinos, de patas cortas, y una especie, con alas sin
plumas, como grandes aletas, y el cuerpo largo y negruzco. Pasaban rápidamente
como si volaran; la cabeza se parecía a la de los peces. (Quizás lagartos
voladores). La Sagrada Familia llegó a un camino ahuecado, que era
una excavación profunda del terreno y quisieron descansar allí entre los zar-
zales. Tuve miedo por ellos, porque el sitio era horrible y quise hacerles una
muralla de zarzas entrelazadas; pero se me presentó una bestia horrible, parecida
a un oso y me sentí llena de ansiedad terrible. De pronto apareció un
viejo amigo mio, sacerdote, que ha muerto hace poco, y se presentaba ahora
como un hermoso joven. Tomó a la bestia feroz por la nuca y la alejó de allí.
Yo le pregunté por qué había venido, pues seguramente se encontraría mejor
allá donde estaba, y me respondió: «Quería socorrerte; no me quedaré mucho
tiempo». Me dijo también que yo volvería a verlo.
LXXX
En la morada de los ladrones
La Santa Familia avanzó unas dos leguas hacia el Oriente por el camino
principal; el último sitio donde llegaron, entre la Judea y el desierto,
tenia el nombre de Mará. Pensé en el lugar donde había nacido Ana, pero no
es éste. Los habitantes eran bárbaros e inhospitalarios, y la Sagrada Familia
no recibió ayuda alguna. Entraron más tarde en un gran desierto arenoso,
donde no había camino ni nada que indicara la dirección que debían tomar,
y no sabían qué hacer. Después de haber andado un poco subieron por una
cadena de montañas sombrías. Estaban de nuevo tristes y se pusieron a rezar
de rodillas, clamando al Señor que los ayudase. Varios animales salvajes
grandes se agruparon a su alrededor. Me pareció al principio que eran peligrosos,
pero aquellas bestias no eran malas; por el contrario, miraban a los
viajeros amistosamente, como me mira el viejo perro de mi confesor cuando
viene hacia mí. Entendí que aquellas bestias fueron mandadas para indicarles
el camino. Miraban hacia la montaña; corrían delante; luego volvían,
como hace un perro cuando quiere guiar a su dueño.
Vi a la Sagrada Familia seguir a las bestias y, atravesando esas montañas,
llegar a una región triste y agreste. Todo estaba oscuro y los viajeros caminaron
a lo largo de un bosque, donde, fuera del camino delante del bosque,
había una choza de mal aspecto. A poca distancia de ella veíase colgada una
lámpara de un árbol, que se distinguía desde lejos, destinada a atraer a los
caminantes. El camino era dificil, cortado a trechos por zanjas. Había hoyos
alrededor de la choza y por el camino hilos ocultos tendidos unidos a unas
campanillas puestas en la cabaña. Los ladrones eran de este modo avisados
de la presencia de viajeros, y salían a despojarlos.
Esta cabaña no estaba siempre en el mismo lugar: como era movible sus
habitantes la trasladaban de un lugar a otro, según las necesidades. Cuando
la Sagrada Familia llegó adonde estaba la linterna, se encontró rodeada por
el jefe de los ladrones y cinco de sus compañeros. Tenían al principio malas
intenciones; pero vi que partía del Niño Jesús un rayo luminoso que como
una flecha tocó el corazón del jefe de la banda, el cual ordenó a su gente que
no hicieran daño alguno a los viajeros. María vio este rayo luminoso llegar
al corazón del jefe, porque a su vuelta contó el hecho a la profetisa Ana. El
ladrón condujo a la Sagrada Familia a la cabaña, donde se encontraba su
mujer y sus dos hijos. Ya era de noche. El hombre contó a su mujer la impresión
extraordinaria que le produjo la vista del Niño y la mujer recibió a la
Sagrada Familia con timidez, aunque con buena voluntad. Los viajeros se
sentaron en el suelo, en un rincón de la casa y comieron algo de lo que llevaban.
Los dueños de casa se mostraron a los principios tímidos y reservados,
cosa no habitual en ellos; pero poco a poco se fueron acercando. Otros
hombres albergaron el asno de José bajo un cobertizo. Aquellas gentes se
animaron poco a poco y fueron colocándose en torno de la Sagrada Familia
y conversaron. La mujer ofreció a María panecillos con miel y frutas y trajo
agua para beber. El fuego estaba encendido en una excavación hecha en un
rincón de la casa.
La mujer arregló un sitio separado para María y le llenó, a su pedido, una
gamella llena de agua para bañar al Niño, lavando también sus pañales que
puso a secar junto al fuego. María bañó al Niño Jesús bajo una sábana.
El ladrón estaba tan conmovido, que dijo a su mujer: «Este Niño judío no es
un niño común: es un niño santo. Pídele a la madre que nos deje bañar a
nuestro hijo leproso en el agua donde ha lavado a su hijo. Quizás esto lo cure
de su enfermedad». Cuando la mujer se acercó, la Virgen le dijo, antes
que ella hablara, que debía bañar a su niño leproso en aquella agua, y la mujer
trajo a un muchacho de tres años más o menos en sus brazos. Estaba muy
comido por la lepra y su cara era toda una costra. El agua donde Jesús había
sido bañado aparecía más clara que antes y al ser puesto el niño dentro del
agua las costras se desprendieron y el niño se encontró perfectamente curado.
La madre estaba fuera de si de contenta, y quería besar a María y al Niño
Jesús; pero María no se dejó tocar por ella ni tocar al Niño. María le dijo
que cavara una pequeña cisterna, echase el agua dentro, y que la virtud curativa
del agua pasaría a la cisterna. Conversó un rato con ella, la cual prometió
dejar ese lugar en la primera oportunidad que se le presentara. Los padres
sentían gran alegría por la curación del hijo, y habiendo acudido otros
durante la noche, ellos les mostraban al niño, contándoles lo acontecido. Los
recién llegados, entre los cuales había algunos jóvenes, rodeaban a la Sagrada
Familia, mirándola con gran asombro. Me extraño más esta actitud de los
bandidos al mostrarse tan respetuosos con la Sagrada Familia, porque los
había visto esa misma noche asaltar a varios viajeros atraídos por la luz y
conducirlos a una gran caverna que estaba más abajo, en el bosque. Esta caverna,
con la entrada oculta por malezas, parecía servirles de depósito, porque
vi allí a varios niños robados de siete a ocho años y a una vieja que cuidaba
de todo lo que había almacenado. Allí adentro he visto vestidos, carpetas,
carne, camellos, carneros, animales grandes y presas de toda clase.
Durante la noche vi a María descansando un rato, la mayor parte del tiempo
sentada en su lecho. Salieron por la mañana temprano, provistos de alimentos
que les habían dado los bandidos. Aquellas gentes los acompañaron un tre-
cho, los guiaron a través de varias zanjas y se despidieron de ellos con gran
emoción. El jefe dijo a los viajeros de modo muy expresivo: «Acordaos de
nosotros dondequiera que vayáis». Al oír estas palabras vi de pronto la escena
de la crucifixión y escuché al buen ladrón diciendo a Jesús: «Señor,
acuérdate de mi cuando hayas llegado a tu reino». Reconocí en el buen ladrón
al niño curado de la lepra. La mujer del bandido dejó, después de algún
tiempo, la mala vida y fue a vivir en un sitio donde había descansado la Sagrada
Familia. Allí había brotado una fuente y crecido un jardín de arbustos
de bálsamos. Varías familias buenas fueron más tarde a habitar en aquel lugar.