XIV
Curiosas comprobaciones en el reconocimiento de huesos
(9 de Mayo de 1820)
El doctor Wesener había sacado de un sarcófago pagano un fragmento de
cráneo y por medio del Peregrino lo depuso en el lecho de la enferma, que
estaba en éxtasis. No dió señal de reconocerlo. Cambiado de lugar varias
veces, dijo finalmente: «Qué quiere esa vieja Rebeca conmigo?»
El Peregrino aproximó el objeto a su mano y ella la retiró diciendo que la
perseguía una vieja morena y salvaje, girando en torno de ella con hijitos
desnudos como renacuajos; que sentía horror al mirarlos, porque le infundían
miedo; que habfa visto gente semejante en Egipto, pero que ignoraba lo que
querfan ahora con ella. Como no retiraran el objeto, ella, siempre en éxtasis,
tomó la cajita de sus reliquias, y poniéndola sobre el pecho con ambas manos,
dijo: «Ahora esa mujer no me puede hacer daño». Luego siguió con la cabeza al
lugar donde el Peregrino ponía el hueso pagano. Cuando lo hubo alejado dijo
que aquella se habfa escondido por evitar la visfta de los santos. El confesor le
puso los dedos consagrados delante, y ella los seguía con el movimiento de la
cabeza. Preguntada: ,gQué es eso?, contesto: Es algo más grande de lo que
tú comprendes».
El Peregrino acercó entonces el hueso de un animal que el doctor Wesener
había encontrado en la orilla del rio Lipa. Ella dijo al punto: «Esto puede estar
aquí sin inconveniente; no hace ningún mal; es una buena bestia y no ha
cometido pecado alguno». Luego, refiriéndose al objeto anterior, dijo al
Peregrino: «Vete con ese objeto; líbrate de esa vieja; está atento con ella; te
puede hacer mucho mal». Esto lo repitió varias veces estando en éxtasis.
Al día siguiente volvió la conversación sobre el tema y dijo al Peregrino que era
muy inconveniente presentarle huesos paganos que excitaban en ella
impresiones siniestras.
Aquel hueso pagano me repugnó, excitando en mi contrariedad y aversión. No
puedo afirmar que esa mujer estuviese condenada; pero sentía en aquel hueso
tenebroso, alejado de Dios, propagador de tinieblas, engendrador de oscuridad,
precisamente todo lo opuesto al efecto de los huesos de los Santos, que son
luminosos, atrayentes y benéficos. He visto a aquella vieja mirar en torno con
miedo; me parecía que estuviese ligada con tenebrosas potestades y que
podía causar mucho daño. Todo era oscuro en torno de ella. El espacio era
como un bosque o una pradera; pero todo era oscuro allí, no como la noche,
sino como veo la oscuridad espiritual de malas doctrinas, la ausencia y
alejamiento de la luz del mundo por la relación con la zona de las tinieblas. La
he visto sola con sus hijos. En torno había cabañas miserables, de formas
variadas, cavadas en la tierra y cubiertas por arriba con una especie de techo;
algunas eran redondas y tenían techos de hierbas; otras, cuadradas, con
techos de juncos tejidos. He visto algunas casas algo mas altas, pocas, de
forma aguda, compuestas en orden. Entre estas cabañas he visto caminos de
comunicación, cubiertos por fuera. Esta acción desagradable resultante de
huesos malos puede ocasionar daño a la gente si se sirve de ellos como de
medio profano y supersticioso; las personas que usan de ellos pueden
participar, sin saberlo, de las emanaciones de esos huesos, pues da
nacimiento a cierta comunicación entre ellas y los huesos. De la misma manera
nece una participación de las bendiciones y de los efectos de la gracia que
emana de todo aquello que es redimido y santificado, por la veneracion de los
huesos de los santos.
XV
Visión de reliquias robadas
(16 de Diciembre de 1820)
He tenido una maravillosa claridad respecto al reconocimiento de reliquias. He
visto todas las cosas como si estuviesen en torno mío. He visto muchas
iglesias en el Rin y un cuadro donde una carroza fué sorprendida por ladrones,
y una cajita conteniendo reliquias fué echada en un campo y encontrada por
otros. El propietario, que pasó por aquel lugar, no las pudo encontrar. Esas
reliquias quedaron en el país donde fueron encontradas. En esta cajita he visto
los huesos que un amigo ha traído junto con otras; pero no me atrevo a
nombrarlas ni decir qué reliquias sean. Ese amigo (del Peregrino) debe esperar
y, ante todo, cambiar su modo de proceder. El es sorprendentemente lergo y
alto; también la fe es como su naturaleza, alta y larga, pero muchas veces debe
pasar por una pequeña abertura, como la de una llave. El amigo, en cuanto
respecta a mi persona y a mi destino, esta aún obstinadamente en el error.
XVI
Anuncia que reconocerá muchas reliquias
(21 de Diciembre de 1820) Ana Catalina habfa anunciado que el día de Santo
Tomás reconocerfa muchas reliquias. El Peregrino la encontró ese dfa con la
caja de las reliquias sobre el lecho. En visión, durante la noche, había
distribuído aquellos huesos y recubierto las paredes internas de la caja con
pedazos de seda. Habfa ordenado de modo especial las cinco reliquias de
Santiago el Menor, de Simón el Cananeo, de José de Arimatea, de Dionisia
Areopagita y de un discípulo de San Juan Evangelista, llamado Eliud.
He tenido una noche luminosa. He sabido el nombre de todas las reliquias que
se encuentran aquí y he visto los viajes de los apostoles y discípulos cuyas
reliquias poseo. En cuanto a Santo Tomás he visto un cuadro festivo, muy
solemne. He visto también como estas rel iquias han llegado aquí a Münster,
como un obispo extranjero las reunió y como llegaron a manos del obispo de
esta diócesis. Todo lo he visto con sus nombres y sus épocas. Confío en el
Señor que todo esto que he visto no se perderá. He obtenido permiso para
revelar a mi confesor los nombres de las re liquias que ha traído el amigo y que
el confesor se los pueda declarar; pero no me es permitido a mi decir estos
nombres. Ah l Yo creía que podría decirle los nombres de todas les reliquias! Lo
tenía ya en la punta de la lengua para decirlo, cuando salió sub~amente del
lado derecho del armario, que está junto a mi, una mano cándida y luminosa
que me cerró la boca, y no me dejó decir los nombres. Esto sucedió de modo
tan repentino y sorprendente que estuve a punto de reír.
Algunos días mas tarde se renovó una escena semejante:
Tuve de nuevo un gran deseo de nombrar a aquellos santos respecto de cuyos
huesos habíase originado tanto disgusto. Pero cuando estaba por hablar, oí
golpear en mi armario y me fué imposible pronunciarlos; no los sabía ya. No los
puedo decir ni me atrevería. He tenido varias veces la palabra en la punta de la
lengua; pero no la puedo pronunciar, y esta imposibilidad no esta en mi
voluntad.
Tanto el confesor como el amigo habfan ofdo los golpes en el armario sin
podérselos explicar. El confesor dijo: «Creo el que diablo no osará hacer una de
las suyas». Ana Catalina, tomando una reliquia del armario, dijo: «Es aquel
santo cuya reliquia ha traído el amigo del Peregrino».
XVII
Reconoce varias reliquias
(18 de Enero de 1821)
El confesor le presenta a Ana Catalina un paquetito conteniendo varios objetos.
Quién es esa monjita que yace en un estado tan miserable? El padre confesor
nada me dijo sobre ella. Debería ir él junto a ella porque está en un estado más
digno de compasión que el mío; yace como en medio de agudas espinas.
La enferma se había visto a sí misma. Después se supo que el paquetito
contenía cabellos de Ana Catalina, que el abate Lambert había recogido para
mandar a un amigo de París. Reconocida la reliquia de un santo Papa, se
habían olvidado los presentes del nombre. Presentada de nuevo, dijo al punto:
Es del Papa Bonifacio l.
XVIII
Penetra en las catacumbas
Descendí las catacumbas y ví delante de mí una mesa cubierta de luces, y a
muchos hombres y mujeres, de rodillas, rezando. Un sacerdote oraba en alta
voz, otro incensaba con un turíbulo. Parecía que todos ofrecían algo,
deponiendo la ofrenda en una taza que posaba sobre la mesa. Estas oraciones
eran preparatorias de inminentes martirios. Después he visto a una mujer noble
expuesta en el anfiteatro con tres hijas, de dieciséis a veinte años. El juez que
presidía, no era el mismo de antes. Muchas fieras eran soltadas y lanzadas
contra los mártires; pero no les hacian daño; antes bien lamían amigablemente
a la más joven de las vírgenes. Fueron traidas delante del juez y llevadas a otra
plaza menor. La mayor de las jóvenes fué primeramente abrasada con
antorchas negras bajo los brazos, en los pechos; luego despedazado con
tenazas el resto del cuerpo y reconducida delante del juez. Ella ni siquiera le
dirigió una mirada, sino que miraba hacia las hermanas que en ese momento
eran atormentadas. Después que todas fueron así atormentadas, fueron
decapitadas, estando sentadas, y por último la madre, que había sufrido
increíbles tormentos viendo martirizar a sus hijas. Ví también a un Santo
pontífice delatado, sacado de las catacumbas y martirizado. Uno de los
romanos, el más furibundo de los perseguidores, se declaró partidario de los
cristianos y murió también martirizado. Sentr un deseo tan vehemente de
martirio que clamé en alta voz invocándolo; pero me fué dicho: «Cada uno tiene
su propio camino. Nosotros hemos soportado el martirio una sola vez; tu, en
cambio, serás martirizada constantemente. Nosotros hemos tenido un solo
enemigo; tú tienes muchos».
XIX
Sensación a la vista de las reliquias
Posteriormente el Peregrino le presentó cierto numero de reliquias. Ana
Catalina las posó, una después de otra, sobre su corazón; separó alguna como
no auténtica, y de las demás dijo:
Son tan magnificas! No es posible decir cuán bellas son!
Interrogada acerca de su propia sensacion a la vista de las reliquias, dijo:
Yo veo y siento la luz. Es como un rayo, como una flecha que me penetra y me
lleva consigo; luego siento la dependencia y la correlación de aquel rayo de luz
con aquel cuerpo luminoso del cual deriva, y delante de mí se presentan los
cuadros de la vida terrena de aquel cuerpo luminoso y su lugar en los coros de
la Iglesia triunfante. Hay una maravillosa relación entre el cuerpo y el alma,
relación que no cesa ni con la muerte, de tal manera que los espíritus
bienaventurados no cesen de obrar sobre los fieles por medio de cada partícula
de su cuerpo. En el día del juicio sera muy fácil cosa para los ángeles separar a
los buenos de los malos, ya que todo sera luz y tinieblas.
XX
Distingue una reliquia de San Ignacio
(31 de Julio de 1821)
Había separado, estando en visión, entre centenares de reliquias, una de San
Ignacio de Loyola.
Siento un impulso interno de mirar estas reliquias; tenía un ardiente deseo, me
atraían. El reconocerlas y distinguirlas es cosa fácil; ellas difunden luces
diversas. Veo pequeños cuadros, como si fuesen retratos de los rostros de las
diferentes personas a las cuales pertenecen esas reliquias; de los fragmentos
de huesos salen hilitos de luz que se juntan con estos cuadros. No puedo
expresarlo, es algo maravilloso; es como si una cosa fuese encerrada dentro
de nuestra individualidad y esta cosa quisiera salir fuera. Todo esto cansa
muchísimo y al fin cae una exhausta de fuerzas.
XXI
Explica el modo de reconocer las reliquias.
El vicario Hilgenberg le trajo dos largas tiras de género, a las cuales estaban
sujetadas varias reliquias. Ana Catalina se conmovió y dijo:
Veo a muchas de estas reliquias ornadas de una aureola de luces de varios
colores, despidiendo luces. Me detengo con la mirada. Se presenta en el seno
de cada una de ellas, una pequeña figura, que crece, y yo penetro en ella. Veo
entonces el semblante, la forma, el vestido y todo el modo de ser y veo la vida,
el nombre y la historia de dicho santo. El nombre, si se trata de santos, lo veo
siempre bajo los pies; en las mujeres lo veo situado en el lado derecho. Estos
nombres no están enteramente escritos, sino sólo las primeras sílabas. Las
otras son pronunciadas o entendidas internamente. Las letras tienen el mismo
color de la luz de la reliquia y la aureola del santo al cual pertenecen. Parece
que estos nombres sean algo esencial, como si tuviesen sustancia; hay en ello
un misterio. Cuando veo a los Santos, no en relación con la distinción de las
reliquias, sino en general, los veo también distribuidos en órdenes y coros,
según sus méritos y vestidos, sus grados y condiciones. Estos vestidos son
algo esencial con los vestidos de la Iglesia celestial y no con los del tiempo
transitorio. Veo entonces a todos los Obispos, a los Papas, a los mártires, a los
consagrados y ungidos, a los reyes, a las vírgenes, y a los demás con los
vestidos propios del reino de los cielos, siempre con la aureola de la gloria. Los
sexos no están separados. Las vírgenes tienen un grado místico sumamente
distinto. Veo a las vírgenes que lo fueron por deseo y voluntad; entre ellas hay
mujeres casadas y mártires, a quienes se les hizo violencia por los verdugos.
No veo a Magdalena entre las vírgenes, aunque se halla en muy alto grado.
Era alta de estatura, bella y tan enérgica, que de no haberse convertido a
Jesús, habría sido un monstruo de maldad femenina. Ella obtuvo un gran
triunfo sobre si misma.
A veces no veo en los santos nada más que la cabeza circundada de
resplandor; otras veces, hasta el pecho. La luz que difunden es de diferente
color. En las vírgenes y en aquellos que han vivido tranquilamente, cuya lucha
consistió solo en la paciencia necesaria en las tribulaciones de cada día y en
las penas domésticas, este resplandor es blanco como la nieve. Lo mismo es
en los jovencitos, a quienes veo muchas veces con lirios en las manos. Los que
han sido martirizados por secretos e íntimos padecimientos por amor a
Jesucristo, los veo resplandecer de un rojo pálido. De un rojo fulgurante es la
luz de los mártires que lleven una palme. A los doctores y confesores los veo
circundados de esplendente luz amarilla y verde, llevando en las manos ramas
ondeantes. A los santos mártires los veo con diferente naturaleza de gloria,
según el grado de sus tormentos. Entre las rel iquias que se encuentran aquí,
veo algunos que llegaron a ser mártires por interno martirio del alma, sin
efusión de sangre.
XXII
Cuenta cómo ve a los ángeles
A los ángeles los veo sin aureola. Los veo en forma humana, con semblante y
cabellos; pero mucho más esbeltos, nobles y de rostros más finos e inteligentes
que las criaturas humanas. Los veo transparentes, todo luz, con diferentes
grados unos de los otros. A los seres humanos que han llegado a la celeste
beatitud, los veo envueltos en una luz corpórea, más cándida que
resplandeciente, y en torno de ellos veo una esfera luminosa, una gloria, una
apariencia de santidad de diversos colores, los cuales estan en relación con el
grado y el género de sus purificaciones. No veo que los ángeles muevan los
pies, ni tampoco lo veo en los santos, fuera de los cuadros históricos, donde los
veo con vida humana o en su acción entre los hombres. Veo en todas estas
apariciones, en su estado perfecto en el cielo, que jamás se comunican por
medio de la palabra: los unos se dirigen a los otros y se compenetran
íntimamente; así leen en el otro lo que piensa.
Tenía dos fragmentos óseos de Santa Hildegarda, uno mayor que otro. Cierto
dfa se mostró sorprendida, como si alguien se le acercara, y exclamó:
Quién es esa que se acerca en largo y cándido manto? Es Hildegarda. Tengo
dos huesos de ella; el más grande no viene nunca a mí, el más pequeño viene
a menudo. El hueso mayor resplendece menos, porque es de una parte menos
noble (*). (Era de un fémur). Los huesos son diversos en su dignidad. Los
vestidos que pertenecieron a Santa Magdalena antes de su conversión,
resplandecen menos. Los miembros de un santo, perdidos antes de su
conversión, son reliquias, como toda la humanidad entera anterior a la venida
de Jesucristo, ha sido redimida por Él. Los huesos que han pertenecido a
ánimas puras, púdicas y fuertes, son siempre mas fuertes y mas duros que los
huesos de aquéllas que estuvieron abandonades a las pasiones. Los huesos
de los simples tiempos antiguos son más fuertes y producen impresión mas
agradable que los huesos de épocas posteriores.
Lo que escribe Ludwig Clarus en su libro Briefe der H. Hildegard (1 -24) puede
referirse a los demás casos de reconocimiento de reliquias por la vidente: «El
cuerpo de Santa Hlldegarda se encuentra aún en Eibingen en su caja. Fueron
sacadas diversas partes de su cuerpo. Una partícula semejante poseyó
Cristiano Brentano, el cual la entregó a su hermano Clemente que estaba por
este tiempo en relación frecuente con la monja Ana Catalina Emmerick, de
Dülmen(1824) oyendo y escribiendo las visiones de esta vidente. De una carta
de Cristiano Brentano, de principios del año 1851, que tengo a la vista, escrita
a una amiga, transcribo los siguientes párrafos: «La monja Emmerick recibió de
mí, entregada por Clemente, una reliquia insignis que yo había recibido, sacada
del cuerpo de Santa Hlldegarda. Ni a mi hermeno Clemente ni a la monja dije
de quién fuese esa reliquia. Mi hermano, que habfa dejado la reliquia durante la
noche junto a Ana Catalina, me dijo a la mañana siguiente que tal reliquia debía
ser de Santa Hildegarda, pues duraute toda la noche habfa estado la vidente
en conversación y visiones con esta Santa».
XXIII
Reconoce las reliquias que trae el Peregrino
El Peregrino le trajo una vez una caja con cincuenta fragmentos de reliquias
mezcladas. Apenas las tuvo y contempló, comenzó a separarlas, dando cuenta
de quienes eran y a qué parte del cuerpo pertenecían:
Estas estuvieron en el fuego; veo que las buscan en medio de las cenizas.
Estas estuvieron en la iglesia de una ciudad; veo que las adornan y purifican.
Aquellas otras resplandecen de luz más viva. Estas resplandecen menos, y he
aquí una que resplandece con una especial luz dorada. Al decir esto la vidente
cayo en éxtasis y dijo: Veo a un viejo oprimido por el reumatismo, que yace
sobre una camilla en una plaza pública. Un obispo, de báculo pastoral, se
inclina sobre él y apoya la cabeza sobre su espalda. Están presentes hombres
que lleven teas.
Ana Catalina dijo luego que el hueso que resplandecía de color dorado era de
aquel obispo, llamado Sérvulo. Nombró también a San Quirino, como si su
reliquia se encontrase allí presente. Cuando el Peregrino le presentó un
paquete de reliquias perteneciente a la casa ducal de los Dülmen, Ana Catalina
separó los retazos de paños diciendo:
Esto lo ha llevado un santo; es el fragmento de una estola. Este paño es de un
ornamento de Misa que ha tocado cosas santas.
Preguntada cómo lo había reconocido, respondió que en el momento en que el
paquete se haUó en su pieza había visto junto a ella a cuatro santos revestidos
con esos paños, que fueron luego cortados y distribuídos. Preguntada si veía
también a Santa Tecla, cuya reliquia estaba allí, dijo:
«Si, la veo én un cuadro cómo espía y escucha atentamente a San Pablo,
encerrado en la cárcel. La veo a veces arrastrarse a lo largo de un muro; otras,
bajo un arco como quien buscara algo con inquietud.
Al presentarle el Peregrino un pequeño fragmento de leño, dijo:
«Este fragmento es de aquella clase de leño del que fué hecha la cruz y que
María tenía consigo en Éfeso; es leño de cedro. Aquel fragmento de seda
pertenece a un pequeño manto, con el cual estuvo vestida una estatua de
María; es antiquísimo».
El 6 de noviembre de 1821 encontró entre sus reliquias un fragmemto de leño
que dió al Peregrino, diciéndole:
«Esto ha sido llevado, hace mucho tiempo, por un ermitaño de la Palestina.
Pertenece a un árbol que estaba plantado en el jardín de un antiguo esenio.
Sobre este árbol fué conducido Jesús por el tentador al final de su ayuno de 40
días».
Entregó al Peregrino un pequeño paquete:
Esta es tierra del monte Sinaí. Os veo junto a aquel monte. Luego, tomando
otro hueso: Esto pertenece a un santo cuya solemnidad ocurre en el mes de
julio. Su nombre ampieza con E. Lo he visto encarcelado con otros dos que
chupaban los huesos de hambre. Conducido al martirio, por cause de sus
maravillosos discursos sobre Dios, lo tuvieron por loco y querían dejarlo libre,
Un soldado, empero, dijo: «Veamos si es capaz de llamar a su Dios del cielo,
porque entonces es merecedor del martirio como los demás». Este soldado fué
herido por un rayo. He visto luego al santo celebrando un servicio divino en la
iglesia y luego lo vi martirizado.
XXIV
Historia de una cruz llena de reliquias
(8 de Noviembre de 1819) Entregó/e el Peregrino una cruz muy antigua, llena
de reliquias. Al acercarse a Ana Catalina, esta exclamó:
He aquí que viene una procesión entera de santos. Abriendo la cruz, dijo: Helos
aquí a todos. Entre ellos; un Viejo puro y sincero, como el ermitaño de Suiza. El
Peregrino le dejó la cruz, y ella contó al día siguiente:
Cuando esta cruz me fué acercada, he visto en fila, precisamente como están
dispuestas aquí dentro las reliquias, a todos estos santos en forma de cruz en
el aire y debajo de ellos una comarca salvaje, llena de bosques, una espesa
cambronera, y a algunas personas, entre las cuales, un hombre semejante al
viejo ermitaño de Suiza. Después tuve una visión de aquella cruz. He visto en
un vallecito, cerca de un bosque situado en un país montañoso, no lejos del
mar, una ermita donde vivían recogidas seis mujeres que se habían dedicado a
la vida somaria. Eran todas de edad en que podían ayudarse unas a otras. Eran
muy recogidas, silenciosas y vivían muy pobremente; no tenían provisiones y
pedían limosna. Tenían una superiora y recitaban las horas canónicas.
Llevaban túnica burda y oscura con capuchón. Las vi andar por el jardincito,
dispuesto cerca de las celdas, donde cada una podía entrar por su entrada
particular. Los jardincitos eran muy lindos, aunque pequeños, y tenían árboles
de naranjas. Los cultivaban ellas mismas. Las vi ocupadas en un trabajo para
mí desconocido: tenían una máquina, semejante a un telar, de varias cuerdas,
con las cuales tejían tapetes rústicos y variopintos, hechos con sumo cuidado.
He visto que con cierta paja blanca y sutil tejían un delicado trabajo
entrelazado. Sus lechos estaban sobre el suelo desnudo y consistían en una
tabla con un mal colchón de paja y una manta. Allí no se cocinaba mucho.
Tomaban su comida en común, y en la mesa alta y profunda había ciertas
cavidades que les servían de platos. A derecha e izquierda de estas cavidades
había unas tapas que se bajaban sobre las cavidades y las cubrían. Las vi
comiendo a todas juntas una oscura sopa de hierbas. En su capilla reinaba la
mayor simplicidad. Cuanto había allí de ornamentos consistía en trabajos de
paja. Pensé entre mi: «Aquí dentro hay oración de oro con utensilios de paja;
así era entonces, ahora se usa oración de paja con utensilios de oro». El altar
de piedra estaba cubierto de una bella estera de paja entretejida y festoneada,
pendiente de los extremos. En el medio había un pequeño tabernáculo y, sobre
él, esa cruz que tenía el Peregrino. A diestra y siniestra veíanse dos
candelabros de leño y dos urnas o vasos, también de leño, que contenían
ramos de flores ordenados en forma de ostensorio. Esta ermita era un edificio
cuadrado de piedra, con techo de leña. Los espacios interiores estaban
divididos por estacas entrelazadas, de un palmo de largo, de madera
semejante a aquella con que fabrican las cajas. Las paredes, hechas con
maderas entrelazadas, eran de diversa altura; en la capilla, de la altura superior
a un hombre, no llegaban al techo; en las celdas, más bajas. Las religiosas
podían verse por encima. Estaban sostenidas por estacas, plantadas y
reforzadas contra los muros. El ingreso del lado del mar llevaba a la cocina, y a
ésta seguía el comedor con las extrañas mesas; detrás estaba la capilla. A la
derecha y a la izquierda estaban las tres celdas y delante los jardines. Las
puertas que daban al jardín tenían forma de arco: eran bajas, pequeñas, y la
ventana sobre la puerta estaba colocada de modo que no se podía mirar hacia
adentro. Delante de las ventanas había pequeñas cortinas de paja que podían
tenerse levantadas con palos a modo de tiendas. Las sillas estaban hechas con
estera, sin apoyo y tenían un mango de leño. El piso de la capilla estaba
cubierto de un tapete de varios colores, grueso, fabricado por ellas mismas.
No todos los domingos tenían la Misa. Un ermitaño venía a decirles la Misa y a
darles la comunión. Tenían, empero, el Santísimo Sacramento en la capilla.
Las ví una tarde en oración en su capillita, cuando fueron sorprendidas y
asaltadas por los piratas. Estos hallábanse armados de cimitarras cortas y
extremidades muy largas; tenían turbantes y hablaban una lengua extraña.
Robaban a los hombres para hacerlos esclavos. Eran feroces y como bestias.
Su embarcación era grande y estaba anclada a cierta distancia de la playa;
habían desembarcado en un bote. Devastaron la ermita y llevaron consigo a
aquellas pobres ermitañas. No vi que las ultrajasen. Una de aquellas vírgenes,
joven y fuerte, defendió la reliquia del altar y pidió al Señor ayuda con todo
fervor. Antes que los asaltantes llegasen al mar, vinieron a reñir sobre el
reparto del botín. En tanto aquella virgen consiguió arrastrarse con las manos y
los pies hasta el fondo del bosque e hizo voto de servir al Señor, haciendo vida
solitaria en el desierto, si la libraba del peligro. Los piratas la buscaron largo
tiempo, y ella vió como al amanecer se hacían a la vela.
Entonces dió gracias a Dios de rodillas delante de esta cruz. La selva virgen se
extendía distante de todo camino separada por un precipicio situado entre
glaciares. Ningún hombre, ningún cazador penetraba allí. Buscó largo tiempo
un lugar conveniente, hasta que lo encontró en lo más profundo del bosque.
Era un sitio pequeño, libre y desembarazado, rodeado de árboles y de zarzas,
suficiente para erigir allí una pequeña capilla. Por arriba estaba casi cubierto de
árboles, y el suelo atravesado por las raices de los mismos árboles. Decidió
servir a Dios allí mismo, aislada completamente de los hombres, sin ayuda
ninguna eclesiástica o profana. Tenía consigo la cruz que plantó sobre un altar
edificado por ella misma con piedras, y detrás de él dispuso su lecho. No tenía
fuego; lo tenía solamente en el corazón. Durante treinta años no vió siquiera el
pan. En aquellas cercanias vi a ciertos animales en lo alto de los montes,
semejantes a cabras, que saltaban de un escollo a otro; en torno de esta ermita
vi también liebres blancas y pájaros grandes como gallos.
He visto llegar a estos lugares a un cazador con sus perros. Estaba al servicio
de un noble, que tenía un castillo en lo alto del monte, a distancia de alguna
milla. He visto luego aquel castillo destruido, del que ahora queda solo un
fragmento de torre cubierto de hiedra y de plantas salvajes. Aquel cazador
vestía túnica gris muy ajustada y en torno al cuerpo un cinturón adornado.
Llevaba un pequeño sombrero redondo, de punta, y bajo el brazo, el arco. Sus
perros penetraron ladrando en lo espeso de las matas, y el cazador se acercó y
vió algo brillante, que era aquella cruz. Se acercó y clamó en alta voz. La
ermitaña se había ocultado, y al principio no quiso responder. Finalmente gritó
diciendo al cazador que no se espantase de ella si no le veía semblante
humano. Entonces él la vió y la vi yo también en visión. La vi circundada de
resplandor. Era alta, cubierta el cuerpo; largos y grises cabellos le pendían por
las espaldas y el pecho. Toscos eran sus pies y oscuros sus brazos; caminaba
encorvada por el peso de la edad. Con todo, a pesar de esta apariencia, tenía
algo de severo y de noble en sus modales. Al principio no quiso decir quién era;
pero cuando advirtió que el cazador era hombre piadoso, le dijo: «Veo que tu
eres siervo de Dios». Y le contó como había venido a parar a aquél lugar.
Rehuso salir de allí con él; y dijo al cazador que volviese dentro de un año con
un sacerdote ermitaño. He visto cómo recibió el Santísimo Sacramento.
Después quiso permanecer un rato sola y cuando aquellos dos se acercaron de
nuevo, la hallaron muerta. Quisieron llevarse consigo el cuerpo, mas no
pudieron moverla. La sepultaron en el mismo lugar y el cazador tomó
secretamente la cruz para memoria del hecho. Más tarde, sobre su tumba que
estaba en un matorral, se edificó una capi lla en honor del santo venerado por
ella de un modo especial y que había ella nombrado. De varios lados había
entradas que llevaban al interior de aquella capilla.
Aquella virgen había vivido completamente para Dios, en la mayor pobreza.
Antes del asalto de los piratas había tenido un sueño en el que vió, como si con
violencia, era transportada sobre el mar. También en sueño hizo voto a la
Virgen de Einsiedeln de que si era salvada del peligro ayunarfa siempre en la
soledad. Le había parecido que caía en un canal o curso de agua, donde se
arrastró largo tiempo hasta que saliendo llegó a una soledad que más tarde
conoció era precisamente aquella donde ahora estaba, y visto en la visión.
Entonces le fué dicho que alli debía quedar. Cuando preguntó de que debía
alimentarse, muchos higos y castañas cayeron de los árboles; y mientras ella
recogía los frutos, éstos se cambiaron en piedras preciosas, semejando los
frutos de las penitencias y mortificaciones. Ella le contó al cazador esta visión
suya. Cuando el cazador la encontró en aquella soledad habían pasado treinta
años. Le dijo que provenía de la Suiza y que podía informarse allí para
convencerse. Le nombró el lugar de su nacimiento, añadiendo que había tenido
siempre gran devoción a la Virgen de Einsiedeln. Desde la primera edad había
oído una voz que le decía que debía dejar su patria y debía servir a Dios en la
soledad. No había puesto mucha atención a esa voz; pero una vez le pareció
que se le acercaba un joven que le dijo: «¿Estas aún aquí? ¿Aún no has
partido? … «. Y así diciendo, la había llevado lejos de allí. Había creído que
soñaba, mas al despertarse se encontró lejos de su casa, en un país extraño,
hasta llegar a la ermita donde fué bien recibida.
El cazador tuvo devoción a la cruz por mucho tiempo; finalmente, por liviandad
e inconsideracion, la cedió a un habitante de una pequeña ciudad situada al pie
del monte. Éste la veneró mucho y oraba siempre delante de ella, y en una
tormenta que devastó la comarca quedaron él y su casa preservados del
desastre. Después de su muerte pasó la cruz a uno de sus herederos, y así
pasó de mano en mano hasta llegar a un campesino, que la vendió juntamente
con otros objetos. Perdió, por eso, casa y campos. Después he visto la cruz
relegada y despreciada en medio de mil cosas de todo género, en poder de
personas que no tenían temor de Dios. A esta gente la compró un extranjero,
incrédulo, no por devoción, sino por simple curiosidad, sin conocer el valor del
tesoro que poseía, y a pesar de ello aquella cruz le fué de inmenso provecho.
Esta última circunstancia conmovió al Peregrino; él habfa comprado la cruz en
Landshut a un pobre obrero, y desde entonces se sintió mejorado en lo
espiritual y en lo material. La vidente no lo podfa saber y la historia era tan
verdadera como el último episodio de la cruz. A rafz de esto el Peregrino se
manifestó preocupado y preguntó a Ana Catalina: «Si todo vuelve a verse como
sucedió, los pecados cometidos, de los que uno se arrepintió y confesó
volverán a verse?» Ella respondió:
Por estos pecados y faltas ha satisfecho el Señor. No existen más. No los
puedo ver a no ser que sea un caso como el de David penitente. Aquellos
pecados que no fueron expiados, que el hombre lleva consigo y los oculta,
esos los veo perfectamente. Los que fueron expiados son como huellas
impresas en la arena, que se borran con los pasos siguientes de
arrepentimiento y penitencia. La confesión contrita del pecado cancela la culpa.