XLII
San Uberto
Cuando tomé entre mis manos su reliquia oí la voz y vi al santo obispo que decia: «Es
un hueso mío. Soy Uberto'». He visto muchos cuadros de su vida, desde que era niño en
un castillo antiguo que se erguía solitario rodeado de un foso. Llevaba vestidos
estrechos y con su arco iba por los bosques y campos donde había campesinos que
araban la tierra. Cazaba pájaros y los daba a los pobres que habitaban en torno del
castillo. A menudo lo he visto navegar secretamente sobre unas tablas en torno al foso
con agua para distribuir limosnas a los pobres. Mas tarde lo he visto casado, todavía
joven, tomando parte con otros en una gran cacería. Llevaba un yelmo de cuero;
pendíale del pecho un cuerno retorcido; sobre la espalda tenía la ballesta y en la mano
una lanza liviana. Todos los cazadores iban acompañados de perros pequeños, de pelo
amarillento o anaranjado; he visto algunos grandes junto a Uberto. Traían tablas sujetas
a dos jumentos para poner en ellas lo que lograsen cazar. Atravesaron una comarca
extensa y salvaje y comenzaron la partida en una llanura junto a un río. He visto a
Uberto perseguir por mucho tiempo, con sus perros, a un pequeño ciervo de pelaje
amarillento. Cuando los perros llegaban junto al ciervo, volvían arras, donde estaba
Uberto, y ladraban como si quisieran decirle algo. El ciervo se detenía y miraba a
Uberto. Después que esto sucedió varias veces, Uberto lanzó algunos perros de sus
compañeros en persecución del ciervo; pero también éstos volvieron arras y ladrando,
se ponían junto a sus dueños. El ansia de Uberto crecía siempre viendo que el ciervo, al
parecer, se volvía mas corpulento; de este modo, persiguiéndolo, alejóse de sus
compañeros. El ciervo corrió hacia un zarzal y pareció crecer de estatura. Uberto pensó
que el animal se enredaría de tal modo con los cuernos en el ramaje. que no podría
continuar la huida. El animal entró resueltamente entre el ramaje con mucha agilidad, y
Uberto, que solía vencer fácilmente estas dificultades, lo persiguió y penetró con trabajo
en aquel ramaje entrelazado. Allí dentro he visto al ciervo crecer y detenerse en toda su
belleza y tamaño; parecía un corpulento caballo de color amarillento y tenía en torno del
cuerpo crines largas y hermosas como seda. Uberto estaba a la derecha del animal y
levantó la lanza para herirlo. Entonces el ciervo dirigió una mirada llena de dulzura a
Uberto y entre sus cuernos aparecio una cruz luminosa con la imagen del Salvador.
Uberto cayó de rodillas, y dió voces con su cuerno de caza. Cuando acudieron sus
compañeros, lo encontraron desvanecido. Llegaron a ver también la aparición; luego la
cruz desapareció y el ciervo se hizo de nuevo pequeño, y desapareció. Llevaron a
Uberto a casa, enfermo, sobre la misma angarilla sujeta a los dos jumentos. Él era
cristiano y su padre me parece que era un duque, decaído por aquel tiempo. ya que el
castillo que habitaban estaba muy deteriorado. Uberto había ya visto en un lugar
desierto la aparición de un joven que lo había invitado a seguirlo. Se mostró muy
conmovido, pero por su gran pasión por la caza había olvidado la fuerte impresión del
primer momento. Otra vez había perseguido a través de los campos a un cordero que se
refugió en una zarza. Como no lo pudiese hallar, le aplicó fuego; pero el humo y el
fuego se volvieron contra él, de modo que recibió varias quemaduras y el cordero quedó
intacto.
Uberto, como he dicho, fué llevado a casa gravemente enfermo, y se creyó que se iba a
morir. Estaba lleno de arrepentimiento e imploraba a Dios la gracia de poder servirlo
fielmente hasta el fin de su vida, si le concedía la salud perdida. Sanó de aquella
enfermedad; al poco tiempo murió su mujer, y lo ví en traje de monje. Le fue concedido
en una visión, en gracia de haber vencido sus pasiones, que toda aquella fuerza de dañar
que antes había tenido, se convirtiera en fuerza saludable y benigna en favor de los
demás. Lo he visto luego curar, con la imposición de sus manos, los males del cólera, de
la rabia, de la sed de sangre, tanto en lo corporal como en lo espiritual. Sanaba también
a los mismos animales. Lo he visto poner su cordón en la boca de los perros rabiosos, y
sanaban. Lo he visto preparar y bendecir pequenos panes redondos para los hombres, y
otros mas alargados para los animales. Con ellos curaba la rabia. He sabido con certeza
que quien invoca al santo con fe firme, se sentirá, en fuerza y en mérito del don de curar
que se le concedió, fortificado moralmente contra el cólera y contra la rabia. Más tarde
lo he visto en Roma, donde el Papa, a raíz de una visión, lo consagró Obispo.
XLIII
Santa Gertrudis
Antes del nacimiento de la niña, la madre había tenido una visión en la cual le parecía
que daba a luz una niña, que tenía un báculo pastoral de abadesa, del cual salía y se
extendía una vid. La madre habitaba un antiguo castillo. En una ocasión se encontró en
graves angustias con la gente de aquella comarca a causa de las numerosas ratas que
destruían los sembradíos y las provisiones almacenadas. Estaba presa de horror y de
asco y contó a su hija Gertrudis las devastaciones que hacían los dañinos roedores.
Gertrudis se hincó de rodillas delante de la madre y rogó a Dios con todo fervor que las
librase de aquel flagelo. He visto que todas las ratas huían del castillo y se ahogaban en
el foso lleno de agua que lo circundaba. Gertrudis, en fuerza de su fe inocente y
confiada, obtuvo gran eficacia contra estos y otros dañinos anímales. Más tarde vi que
tenían en torno suyo algunos ratones, como también liebres y pájaros que iban y venían
según ella les mandaba, y les daba alimento. He visto que era deseada en matrimonio
por un joven a quien ella le dijo que era mejor que eligiese por esposa a la Iglesia y se
hiciese eclesiástico. Este joven lo hizo, después que vio morir a algunas otras jóvenes, a
las cuales había pedido en matrimonio. Más tarde he visto a Gertrudis como monja, a la
madre como abadesa; después de su madre fue elegida abadesa ella misma. En el
momento en que le fue llevado el báculo pastoral, salió del punto en que el báculo
forma la curva, una vid con diecinueve granos de uva, que ella dividió dando uno a su
madre y los demás a las dieciocho monjas del convento. Vi también correr en torno del
báculo un par de ratones, como ofreciendo su homenaje a la nueva abadesa. El sueño de
la madre se vio realizado en ese momento.
XLIV
La beata Magdalena de Hadamar
El 19 de Enero de 1820, el Peregrino presentó a Ana Catalina una reliquia de esta
santa estigmatizada, y ella dijo:
¿Qué debo hacer con este vestido tan largo? No puedo llegar hasta esa monjita; está
demasiado distante de mí. Han atormentado tanto a esta pobre monjita que no pudo
cumplir su misión. La han hecho morir antes de que pudiera realizarla. He visto a la
pequeña Magdalena, a la cual pertenece este hábito, en el cementerio del convento, en
un ángulo en el que se encuentra un pequeño Rosario. Cerca, en el muro, veíanse las
estaciones del Via Crucis y en el nicho del Rosario la imagen del Salvador llevando la
cruz. Delante del edificio había una planta de sauco, y una especie de cerco de nogales.
Sobre la plazoleta, que se extendía cerca, habían depositado una gran cantidad de
trabajos no terminados: paños no cosidos completamente, bordados y cosas semejantes.
Me he puesto alegremente a trabajar: he cosido y remendado, y mientras tanto recitaba
el Oficio. Tuve que sudar mucho en este trabajo y tuve dolores muy agudos en el cuero
cabelludo. Me dolía separadamente cada cabello de mi cabeza. Conocí muy bien el
significado de aquel trabajo y el de cada uno de los objetos que me rodeaban y que
debía trabajar.
Junto al sauco, en un rinconcito tranquilo, verdaderamente agradable, la pequeña
Magdalena se había abandonado demasiado al gusto de la piedad y se había descuidado,
dejando incompletos varios trabajos para los pobres. Cuando al fin me hube desocupado
de tanto quehacer, me metí en aquella casucha delante de un armario, donde Magdalena
se me presentó dándome las gracias, con semblante muy alegre, como si desde tiempo
atrás no hubiese visto a nadie. Abrió el armario y vio allí reunidos todos los bocados de
los que se había privado en favor de los pobres. Me dio las gracias por haber yo
limpiado aquel lugar y terminado los trabajos. «Aquí, en la vida terrena, se puede hacer,
en una hora, dijo ella, lo que allá, en la otra vida, no se podrá compensar». Me prometió
ropas para mis niños pobres. Dijo que había tomado sobre sí demasiadas tareas, por
exceso de buen corazón y de benevolencia, de modo que tuvo luego que descuidar e
interrumpir varias cosas. Me enseñó que el orden y la discreción son necesarios aún en
los padecimientos: de otro modo nace confusión y desorden. No era alta, pero si muy
delgada de cuerpo. El rostro era lleno y florido. Me mostró la casa de sus padres y me
indicó también la puerta por donde salió para ir al convento.
Vi en seguida muchos cuadros de su vida en el mismo convento. Era muy benévola y
ayudadora y trabajaba y se afanaba en provecho de los otros en todo cuanto le era
posible. La he visto, tendida en el lecho, sobrevenirle diversas enfermedades y sanarse
de modo repentino. He visto las efusiones de sangre de sus estigmas. En sus
sufrimientos recibía ayuda del cielo. Cuando la priora o las otras monjas estaban de un
lado de su lecho, yo veía del otro figuras de ángeles o de monjas, que estaban en el aire
y la consolaban, le daban de beber o la sostenían. La he visto bien tratada por sus
hermanas; pero cuando su estado fue conocido por el público, la he visto sufrir mucho
por las visitas continuas y por la falsa veneración que le prodigaban. Todas las cosas
que le sucedían habían sido tan exageradas que le daba muchísimo dolor; así me lo
aseguró ella misma. He visto a su confesor anotando y escribiendo: pero él más hablaba
de su propia maravilla que de las cosas mismas que la motivaban. La he visto sometida
a una pesquisa, después de la supresión del convento, hecha por eclesiásticos y médicos
militares. No he visto que le hiciesen ningún ultraje, pero se portaban rudamente y de
mala manera, aunque estaban lejos de la malicia y de la falsedad de los que me han
tratado a mí en el mismo caso. La atormentaban especialmente con pretender que
comiese, y así tuvo que padecer frecuentes vomitos. Desde niña se había acostumbrado
a las privaciones y a la abstinencia; sus padres eran de pobre condición. pero muy
piadosos. Su madre le decía, en sus primeros años, cuando comía o bebía: «Ahora,
prívate de este bocado o de este trago en favor de los pobres o de las ánimas del
Purgatorio.» De este modo le había inculcado la abstinencia y el espíritu de
mortificación.
Los eclesiásticos, en la última investigación, habían dejado hacer todo a los médicos y
se mantenían muy fríos con ella. Ella tuvo cosas muy maravillosas, pero era demasiado
conocida. Murió muy temprano; se había angustiado mucho internamente y todas estas
penas sofocadas y reprimidas obraron de tal modo que le abreviaron la vida. He visto su
muerte; no las ceremonias y circunstancias de su sepultura y el trato de su cadáver, sino
que he visto al alma cuando partía dejando el cuerpo inerte.
Cuando más tarde el Peregrino le trajo de nuevo el pañito con sangre de la
estigmatizada, Ana Catalina exclamó:
¡Ah! ¿estas aquí, querida mía? … ¡Oh, cuan lista es, ayudadora, benévola y amable!
(Permaneció algún tiempo silenciosa y añadió):
Por qué dijo Jesús a la Magdalena: «Mujer, ¿por qué lloras?» … Yo sé porqué: mi Esposo
celestial me lo dijo. Magdalena lo había buscado con tanta ansia y con tanto ardor
inquieto, y cuando lo encontró, lo tomó por el jardinero. Por eso le dijo: «Mujer, ¿por qué
lloras? … » Pero cuando ella exclama: «¡Maestro!», y lo reconoció, entonces Él le dijo:
«María.» Según el modo como buscamos a Dios, así lo encontramos. Así lo vi también
con ésta mi Magdalena. La he visto yacer en una oscura estancia y llegar a ella muchas
personas: las que la querían examinar y preguntar. Eran groseros en su modo de tratar;
pero no tan malos como los que vinieron a verme a mi con el mismo fin. Le hablaron de
un clister, y este lenguaje le causó tanta molestia y lo recibió de tan ingrata manera, que
cayó en intensa pesadumbre. Cuando se redujo a mayor sujeción, nada le aconteció de
lo que temía. He visto este cuadro cuando estaba cerca de la ventana que daba al jardín.
Había tenido este desagradable incidente por haber dudado encontrar a su celestial
Esposo, que estaba junto a ella. Magdalena me debe aún las ropas prometidas para mis
pobres.
XLV
Santa Paula
El padre Limberg le presentó un fragmento de paño extraído de un paquete de reliquias
para que lo reconociese. La vidente lo observó atentamente y luego dijo:
Pertenece al velo de aquella dama que fue peregrinando de Roma a Jerusalén y a Belén.
Es del velo de Santa Paula. He aquí a la santa junto a mí. Aquel velo es largo y pende
hacia abajo, descendiendo desde el rostro. Tiene en las manos un bastón con un grueso
puño.
Reconoció también un fragmento de seda que Santa Paula había usado como cortina
delante de lo imagen del pesebre, en su pequeña capilla. La santa había rezado a
menudo con su hija detrás de esta cortina, y también Jesús Niño se le apareció a
menudo en este lugar. Preguntó el Peregrino: ¿Esta cortina estuvo delante del verdadero
pesebre o sólo en la gruta del pesebre? Respondió:
Estaba delante del pequeño pesebre que las monjas de Santa Paula tenían en su capilla.
El convento estaba tan próximo a la gruta del pesebre que parecía como si la capilla
estuviese edificada al lado y se apoyase en el punto preciso donde nacio Jesús. La
capilla era de madera con un trabajo entrelazado y, dentro, todo cubierto de tapetes. De
allí salían como cuatro líneas de celdas pequeñas y ligeras, como se fabrican los
alojamientos en la Tierra Santa. Cada celda tenía delante un jardincito. Allí Santa Paula
y su hija reunieron a las primeras compañeras. En la capilla se levantaba un altar aislado
con un tabernáculo y detrás de este altar, separado solamente por un cortinado tejido en
seda colorada y blanca, se veía el lugar donde estaba el pesebre erigido por Santa Paula,
dividido sólo por una pared de la gruta del Pesebre, que fue el lugar donde nació
Jesucristo. Este pesebre de Santa Paula imitaba exactamente al verdadero, aunque más
pequeño y construído en piedra blanca; estaba hecho con tanto arte que se veía hasta el
heno y la paja. El Niño Jesús estaba expuesto, vestido con estrechas fajas azules. A
menudo en la oración Santa Paula lo tomaba en brazos. De la parte donde el pesebre se
apoyaba en la pared descendía un techado en el cual estaba atado un asnillo con la
cabeza vuelta hacia el pesebre; estaba hecho de leño, pintado y sus pelos imitados con
hilos. En la parte alta del pesebre estaba suspendida una estrella. Delante de la cortina, a
derecha e izquierda del altar, pendían lámparas.
XLVI
Santa Escolástica y San Benito
Por medio de una reliquia de Santa Escolástica he visto muchos cuadros de su vida y de
la de San Benito. He visto la casa paterna en una gran ciudad, no lejos de Roma. No
estaba fabricada del todo al estilo de los romanos. Del lado que daba sobre la calle había
un espacio empedrado, cerrado por un muro más bajo con una reja de color rojizo.
Detrás había un patio con un jardín y una fuente que surtía agua. En el jardín había un
lugar sombreado, donde vi a Benito y a Escolástica jugando inocentemente y de
acuerdo, como estuvieron siempre desde niños. El lugar estaba cubierto exteriormente
de plantas y enredaderas. El techo era llano y adornado de figuras de color. Creo que
estas figuras eran primero talladas y luego colocadas allí, porque tenían un relieve muy
visible. Hermano y hermana se querían mucho y me parecían gemelos. A la ventana de
aquella casita campestre acudían pajaritos, muy familiares con ellos, que traían en el
pico ramitas y flores, y miraban alrededor, buscando a los niños, los cuales se divertían
con las flores y plantas y clavaban en el suelo varías clases de leños formando pequeños
recuadros en el jardín. Los he visto escribir y grabar toda clase de figuras en una materia
de color. De tiempo en tiempo venía un aya que los vigilaba en sus recreaciones.
Parecióme que sus padres eran gente de dinero, muy ocupados en negocios. porque veía
como a unas veinte personas en casa, y él observaba a los que iban y venían. No parecía
que se ocupaban mucho de sus hijos. El padre era un hombre fuerte y corpulento,
vestido completamente a la moda de los romanos. El comía con la mujer y con algunas
personas en la parte baja de la casa; los hijos habitaban la parte alta y separados. Benito
tenía por preceptor a un anciano eclesiástico con el cual vivía solo. Escolástica estaba
con su aya en una pieza donde también dormía. Observé que sus guardianes no los
dejaban ni solos ni mucho tiempo juntos; de modo que cuando se encontraban por
casualidad solos se ponían muy contentos y felices. He visto que Escolástica aprendía
de su aya una especie particular de trabajo. En una estancia próxima a en la que dormía
había una mesa sobre la cual tenía sus labores femeniles. Allí se veían muchos cestos
llenos de géneros de todos colores, con los cuales ella hacía figuras de pájaros, flores,
ornatos de espirales y otros que luego eran cosidos sobre un paño más fuerte, de manera
que parecían entallados. El techo de la habitación estaba también adornado con figuras
de colores como la estancia del jardín. Las ventanas no tenían vidrios, sino paños sobre
los cuales se veían dibujadas figuras de árboles, de espirales y de otros adornos
contorneados. Escolástica dormía detrás de un cortinado; su lecho estaba muy poco
elevado sobre el suelo. La he visto por la mañana, cuando el aya salió de la estancia,
saltar del lecho y echarse al pie de una cruz que pendía de la pared y allí orar: cuando
sentía los pasos del aya se refugiaba detrás de la cortina y así estaba en el lecho cuando
la sirvienta llegaba. He visto a Benito y a Escolástica en la escuela del preceptor; pero
cada cual en hora diversa. Los vi leer en grandes libros, como también dibujar letras con
oro y con rojo y con un azul verdaderamente hermoso. Lo que se escribía y adornaba se
conservaba arrollado. Para hacer esto se usaba de cierto utensilio largo como de un
dedo. Cuanto más crecían los niños en edad, menos se los dejaba solos.
He visto luego a Benito que estaba ya en el décimo cuarto año de edad ir a Roma y
entrar en un edificio grande, en el cual había un corredor con muchas estancias. Parecía
una escuela o un monasterio. He visto a muchos jovencitos y a algunos eclesiásticos de
edad celebrar una fiesta en una gran sala, adornada con cuadros y pinturas semejantes a
los de la casa de Benito. Vi que aquellos convidados no comían recostados, sino
sentados sobre sillones redondos y bajos, de modo que tenían que extender las piernas
bastante y así se sentaban los unos juntos a los otros a aquella mesa tan baja. Para posar
los platos y los vasos, que eran de color amarillo, había cavidades hechas en la misma
mesa. No he visto muchas viandas; en el medio había tres grandes platos llenos de
viandas de color amarillento y de forma aplastada. Cuando la comida tocó a su fin, vi
entrar seis mujeres de diversas edades. Llevaban figuras hechas de pastas y confituras y
cestas con botellas pendientes de los brazos; eran parientes de jóvenes que allí se
educaban. Los alumnos se habían levantado de la mesa y se entretenían con esas
personas en un ángulo de la mesa y recibían las confituras, pastas, dulces y bebidas.
Había entre ellas una mujer de unos treinta años, que yo había visto otras veces en casa
de Benito; ésta se acercó de modo mas insinuante a Benito, que era puro e inocente y no
abrigaba sospecha de nadie. Supe que esta mujer insidiaba la inocencia del joven y que
le dio de beber de su frasco y que en aquella bebida había algo venenoso, mágicamente
embriagador. Benito no tenía de ello el menor presentimiento. Lo vi luego durante la
noche agitado en su celda por efecto de aquella bebida, y en grande angustia se fue a
uno, de quien recabo permiso para poder descender al patio, puesto que sin permiso
jamas se ausentaba de la celda. Lo vi en la oscuridad de la noche azorarse en un ángulo
de aquel patio, con ramas de espino y ortigas, las espaldas con mucho rigor. Mas tarde
he visto que, siendo ya solitario, ayudó generosamente a aquella seductora, que se
encontraba en grandes apuros, y que lo hizo así precisamente para hacer bien a una
enemiga. Había conocido por voz interior la mala intencion de esa mujer.
He visto después a Benito sobre un alto monte lleno de escollos. Estaba en el vigésimo
año de su edad. He visto como se cavaba una celda dentro de un escollo, luego un
corredor y otra celda, y así de ese modo excavó varias celdas en la roca. Por lo demás,
sólo la primera tenía puerta abierta hacia fuera. He visto que en la parte superior las
redondeaba como bóvedas y allí entrelazó y sujetó ciertas imágenes o pinturas
compuestas de piedrecitas unas junto a las otras. He visto en una celda tres cuadros
semejantes: el de arriba representaba el cielo; el de un lado, el nacimiento de Cristo, y el
del otro, el juicio final. Recuerdo que en este último cuadro el Senor estaba sentado
sobre un árbol, con una espada que salía de la boca, y abajo, entre los beatos y los
condenados, se veía un ángel con una balanza. Había representado también un
monasterio, con un abad y detrás de él, muchos monjes. Parecía que Benito hubiese
previsto el desarrollo de su propia obra. A su hermana, que había quedado en casa, la vi
varias veces ir a visitarlo a pie. El no permitía que pernoctase allí. A veces ella le
llevaba un volumen que había transcripto y dibujado. Hablaban juntos de cosas divinas.
Benito había plantado árboles a lo largo del camino que llevaba a su celda, como si
estuviese dispuesto para una procesión. Se mostraba siempre severo en el porte y en el
trato con su hermana. Ella, en su gran inocencia, se mostraba siempre muy amable y
alegre. Cuando Benito no le contaba muchas cosas que ella deseaba, se volvía a Dios y
le rogaba, exponiéndole su deseo. Luego veía yo que el hermano se mostraba alegre y
benévolo con ella. La he visto, bajo la dirección de su hermano, edificar un monasterio
sobre un alto monte distante cerca de un día de camino y entrar en él con un número
grande de monjas. La he visto instruir a aquellas monjas en el canto. No había allí
órgano alguno; los órganos han traído grave daño; han envilecido el canto. He visto
como aquellas monjas preparaban y confeccionaban ornamentos eclesiásticos, y
especialmente con aquel género de trabajo que Escolástica había aprendido desde niña
en su casa paterna. Ella había dispuesto un mantel grande sobre la mesa del refectorio
con bordados de varios colores de imágenes y sentencias de las Escrituras: lo había
hecho de tal manera que cada monja, al sentarse en su sitio, tuviera ante los ojos aquello
en que debía precisamente ejercitarse y obrar. Escolástica me dijo muchas cosas
amables y consoladoras acerca del trabajo espiritual y respecto del trabajo de los
eclesiásticos. He visto que tanto ella como Benito estaban siempre rodeados de pájaros
y aves muy familiares y domesticados. Mientras estaba ella aún en casa, he visto a
palomas salir de la casa e ir adonde se encontraba Benito en la soledad. En el
monasterio los he visto rodeados de palomas y de alondras que traían en el pico flores
blancas, coloradas y violáceas. Una vez una paloma le trajo una rosa con una hoja. He
visto muchos otros cuadros de ellos, que ahora no puedo narrar porque estoy demasiado
enferma y en misero estado. Escolástica era purísima. La veo ahora en el cielo, cándida
como la nieve.
XLVII
Santa Valburga
Tomó de su cajita el hueso de un dedo, estuvo en silencio unos instantes, y luego dijo:
¡Oh, qué simpática monjita! ¡Tan hermosa, tan esbelta, tan resplandeciente! Es
verdaderamente toda angélica. ¡Es Valburga! He aqui su monasterio. Fui conducida por
dos monjitas bienaventuradas a una iglesia donde había una fiesta solemne, como si se
hubiese llevado el cuerpo de una santa o como si ella hubiese sido declarada santa.
Estaba allí un obispo que tenía el cuidado de todos y que indicaba a cada uno su puesto.
No era la iglesia del monasterio donde había vivido, sino que estaba situada en un lugar
elevado y muy vasto. Concurrió mucha gente, que no he visto tanto en las fiestas de la
Cruz, de Coesfeld. La mayor parte de la gente tuvo que quedarse fuera de la iglesia, al
aire libre. Yo me había ubicado cerca del altar, no lejos de la sacristía, y las dos
monjitas se colocaron junto a mí. Sobre las gradas del altar estaba una simple caja
blanca que contenía el cuerpo de la santa. La sábana cándida que la cubría pendía
colocada a ambos lados del féretro. El cuerpo era tan blanco como la nieve, parecía
animado y viviente y las mejillas estaban sonrosadas. Santa Valburga tuvo siempre un
color tan puro en el rostro como puede tenerlo un niño cándido y delicado. Comenzó la
fiesta, que consistió en una Misa solemne. No pude permanecer allí; me parecía que me
desvanecía y me encontré en tierra apoyada en un brazo y con mis dos compañeras que
estaban a mi cabecera y a mis pies apoyándose también sobre mis brazos.
He visto a una abadesa que provenía del monasterio de Valburga preparando en la
sacristía tres clases de pastas para hacer panecillos; dos de aquellas pastas eran de
refinada calidad; la tercera, muy ordinaria, consistía en harina blanca, llena de
impurezas. Yo pensaba entre mí misma: «¿ Qué harán con todo esto? … » Entonces
perdí de vista la fiesta y me encontré en visión en un jardín celestial, donde vi la
recompensa de Valburga en el Paraíso. La vi en un jardín celestial con Benito,
Escolástica, Mauro, Plácido y muchos otros santos monjes y monjas de la regla de San
Benito. Había alli una mesa preparada con flores y viandas maravillosas. Valburga
estaba sentada en la cabecera de la mesa, toda circundada de guirnaldas y arcos de
flores. Cuando volví a la iglesia, la solemnidad tocaba a su fin, pero obtuve de la
abadesa y del obispo un pan de la masa mas ordinaria, sobre el cual estaba grabada la
cifra IV. Los panes de calidad más fina las obtuvieron mis compañeras. El obispo me
dijo que ese pan debía servir para mi sola y que no debía dar de él a nadie. Luego me
condujo afuera, a la puerta de la iglesia, dentro de la cual las monjas de Santa Valburga
estaban distribuidas en el coro en pequeños grupos. He visto en otro cuadro que
Valburga, no mucho antes de su muerte, fue encontrada al parecer muerta en su lugar en
el coro. Su hermano Vilibaldo fue llamado de inmediato y la encontró con el rostro y las
manos bañados con gotas como de rocio semejante al maná. Vilibaldo recogió aquel
rocío dentro de una taza oscura y lo dio a las monjas, que lo conservaron como cosa
sagrada: después de la muerte de Valburga se obraron muchos milagros con ese licor.
Cuando la santa volvió en sí, Vilibaldo le administró el Santísimo Sacramento. Este
rocío era el símbolo del aceite de Santa Valburga. He visto que este aceite de Santa
Valburga comenzó a destilar un día jueves, porque la santa tenía gran devoción al
Santísimo Sacramento y porque ese aceite se refiere al Salvador, cuando sudó sangre en
el monte de los Olivos. Cada vez que me es dado gustar de este aceite me siento
restablecida como con un rocío celestial. Me ha sido de grande ayuda en graves
enfermedades. Valburga estaba llena de caritativo amor hacia los pobres. Los veía en
visión y así sabía, aún antes que viniesen a pedirle, como debía repartirles el pan.
Distribuía panes enteros, medios y fragmentos, y los cortaba ella misma. Les daba
también aceite; creo que era óleo de adormidera bastante espeso, y mezclándolo con
manteca lo extendía sobre el pan de los pobres, y les daba también para cocinar en sus
casas. En recompensa de tanta bondad y de las dulces y caritativas palabras que decía a
los pobres, obtuvo del Señor que sus huesos destilasen una especie de óleo. Este óleo se
usa contra las mordeduras de perros rabiosos y de otras bestias feroces. He visto que iba
de noche a visitar a una enferma, hija del gentilhombre que habitaba en la cercanía del
monasterio, y fue asaltada por perros furiosos, que ella logró echar lejos de sí. Llevaba
vestido oscuro y estrecho, larga correa, velo blanco y encima otro negro. Era más bien
que vestido de monjas, el vestido propio de la gente devota de aquel tiempo.
He visto un gran milagro en ocasión de una devota peregrinación a su sepulcro. Dos
malhechores se juntaron a un peregrino que iba al sepulcro de la santa; él dividió su pan
con ellos, pero éstos, ingratos, lo ultimaron durante el sueño. Cuando uno de ellos quiso
sacar el cadaver de allí para enterrarlo, sucedió que el cadáver se quedó sobre sus
hombros de tal manera que no pudo quitárselo, porque quedó como injertado sobre el
asesino. De este modo lo vi errando de un lado a otro y a lo lejos, con aquel cadaver
sobre las espaldas, hasta que se echó con él en el agua; pero el río no lo quiso retener:
no pudo ir al fondo y con su cadáver a cuestas fue arrojado a la otra orilla. Uno quiso
hasta cortar una mano al muerto con una espada y no le fué posible hacerlo, y el asesino
quedó siempre con el cadáver sobre los hombros. Al fin logró con la oración y el
arrepentimiento librarse de su crimen.
Ante esta relación, el Peregrino hizo notar a la vidente su extrañeza de que ella viese
ciertos portentos que movían a risa a veces hasta a los eclesiásticos y personas devotas.
Ella respondió: No me es posible decir cuan simples, naturales y correlativos se me
aparecen en estado de visión estas cosas y como me parece, por el contrario, incauto,
perverso y a veces una locura el modo de pensar de los hombres del mundo llamado
iluminado. Veo a menudo a personas, que se reputan dotadas ellas mismas de mucha
inteligencia y que por tales son tenidas de los demás, en tal estado de estupidez y faltas
de sentido común, que se las podría encerrar en una casa de dementes.
XLVIII
Santo Tomás de Aquino
Había recibido mi hermana, como regalo de cierta pobre mujer, una reliquia colocada en
un relicario. Conocí que la reliquia estaba allí y logré que me la diera a cambio de una
imagen de un santo. Vi que salía de ella un resplandor muy hermoso y la guardé en mi
armario. Ayer por la noche, cuando sentía todos los dolores que pueden lacerar el
cuerpo de una persona, vi un cuadro da la vida da Santo Tomás. En un gran edificio
había un niño en brazos de su ama, que le daba un papel en que estaban escritas estas
palabras: «Ave María». El niño se llevó el papel a los labios y no quiso soltarlo. Cuando
vino su madre, que se hallaba al lado opuesto da la casa, e intentó quitárselo, el niño se
resistió, llorando vivamente. Abrióle antonces la manecita su madre y le quitó el papel;
pero viendo la gran aflición del niño, volvió a dárselo y el niño se lo tragó. Yo había
oído una voz an mi interior que decía: «Este es Tomás de Aquino».
Vi a esta santo llegarse a mí muchas veces desde mi armario, en diferentes etápas de su
vida. Dijo que quería curarme de las punzadas que siento al costado. Entonces se me
ocurrió que mi confesor es de su orden y que si pudiera decirle que Tomás era el que me
había curado, él creerá que tengo conmigo una reliquia de este santo. Pero el mismo
santo me dijo: «Bien; dile que quiero curarte». Se acercó a mi y me puso un cinturon
sobre la cabeza … Ya no siento dolor ninguno en el costado. El santo me ha curado y me
ha dicho que los otros dolores los debo soportar. Vi, además, otras muchas escenas de la
vida del santo, especialmente que siendo muy niño siempre estaba hojeando libros que
no quería dejar ni siquiera cuando lo bañaban. Vi que esta reliquia había sido regalada al
convento por un agustino, al primer rector de nuestro monasterio. Vi muchas cosas da la
vida de este piadoso varón, que mandó adornar todas las reliquias del monasterio. Vivía
a la sazón en nuestro convento una doncella bienaventurada. La he visto ahora y en
muchas otras ocasiones.
XLIX
El Beato Hernán José
Vi represantaciones relativas a los años da su infancia. Cuando niño tenía una imagen
de la Vírgen en un pergamino que formaba un rollo. Ató una cuerda e este pergamino y
se lo puso al cuello a manera de prenda de vestir. Todo esto lo hizo con mucha fe,
sencillez y veneración. Cuando estaba solo jugando en el patio de su casa, venían a
hacerle compañía otros dos niños que no eran niños de la tierra; pero él no lo sabía y
jugaba con ellos libremente y muchas veces lo buscaba entre los otros niños de la
ciudad, pero no podía hallarlos. Ellos venían únicamente cuando él estaba sólo. Una vez
lo vi en una pradera, próxima a Colonia jugando en un arroyo que corre por el campo,
donde fue martirizada Santa Úrsula. Vi que habiéndose caído en el arroyo, levantó con
filial confianza la imagen de la Virgen para que no se mojase. Vi que la Virgen lo tomó
de la espalda y lo sacó afuera. Vi además otros cuadros en que resplandecía la gran
confianza que tenía en la Santísima Virgen y en el Niño Jesús, al cual dió en la iglesia
una manzana, que el Niño aceptó. Vi que debajo de una piedra que la Virgen le señaló
encontró algunas monedas en ocasión que no tenía zapatos. Vi que la Virgen le ayudó
en sus estudios.