XLII
Jesús visita a los mineros de Cythrus
Desde Mallep se dirigió Jesús a Cythrus acompañado de
los suyos, y del discípulo de Naím y los hijos de Cirino que
habían llegado en estos días. Eran unos doce. Se encaminaron a
una aldea de mineros y excavaciones haciendo un largo rodeo,
como de siete horas, para tener ocasión de hablar más tiempo
con sus discípulos. Se detuvo en casa de varios de ellos para
prepararlos a recibir la salud. Jesús había sido invitado por
medio de Barnabás y de otras personas de Cythrus, porque los
mineros judíos celebraban una festividad y recibían parte de
la cosecha y del fruto de su trabajo. Jesús pidió al discípulo de
Naím que contara las noticias que traía. Aunque sabíalo Jesús
todo, se portaba como los demás mortales, para no molestar a
los que vivían con Él.
La víspera de Pentecostés, este discípulo, después de haber
ofrecido sus dones, antes que sucediera en Jerusalén la matan-
za de los soldados de Pilatos, había salido para Naím, de aquí
a Nazaret y a Ptolemaida, y habíase embarcado para Chipre.
Contó a Jesús que María su Madre y las santas mujeres, con
Juan y otros discípulos, habían celebrado las fiestas de Pente-
costés tranquilamente en Nazaret, y que su Madre y los ami-
gos lo saludaban y le pedían se quedase algún tiempo más en
Chipre, para que se sosegaran más los ánimos excitados contra
Él. Los fariseos decían que se había escapado a tiempo, y que
Herodes lo quería hacer ir a Maqueronte, con el pretexto de
hablar sobre el asunto de los presos librados en Thirza y que
una vez allí lo tomaría preso como a Juan. Contó lo sucedido
el día antes de Pentecostés cuando los soldados de Pilatos asal-
taron a los que habían ido al templo a ofrecer sus dones. En
esta matanza perecieron algunos amigos de Jesús, servidores
del templo y algunos parientes de Zacarías. Jesús lo sabía y
se había entristecido. Estas noticias lo llenaron nuevamente de
pesar, como a los que estaban con Él. Pilatos había salido el
día antes de la ciudad manteniéndose retirado con algunas tro-
pas en una casa que poseía en el camino a Joppe. Esperaba
poseer el dinero recogido de las ofertas al templo para hacer
un acueducto que venía de bastante lejos, y para este fin ha-
bía hecho colgar de unas columnas, a la salida del templo, unos
edictos que llevaban encima una imagen de bronce del César
en que se hablaba del destino de esos dineros. Como el pueblo
estaba muy irritado por la figura del César puesta en las co-
lumnas del templo, los herodianos incitaron a un grupo de gali-
leos, partidarios de Judas el Gaulonita, que se amotinaron y
perecieron en la matanza. Herodes permanecía en Jerusalén
en el mayor secreto y sabía todo lo que pasaba en el templo.
Los amotinados fueron locamente, la víspera, al lugar de los
edictos, bajaron las tablas con ellos; uno injurió y rompió las
imágenes del César, arrojando los trozos del edicto y de la
imagen a la explayada del pretorio, gritando: “Ahí tienes el
dinero que exiges de las ofrendas». Luego se separaron sin dar
mucha importancia al hecho. Cuando a la mañana siguiente qui-
sieron salir del templo, encontraron las puertas guardadas por
soldados romanos. Como hicieran fuerza para salir, se levan-
taron los soldados romanos ocultos en el templo y con sus es-
padas cortas, guardadas entre sus vestidos, ultimaron a los que
se resistieron a entregar el dinero que exigía Pilatos. Aumentó
el tumulto y como acudieran los dos guardianes de templo, fue-
ron ultimados ellos también. Los judíos acudieron a la defensa
y los soldados romanos se refugiaron en la fortaleza Antonia.
Jesús habló mucho durante el camino sobre los habitantes
de Mallep, de su afición al dinero, y de lo costoso que se les
hacía abandonar este sitio y volver a la Judea. Habló de los
filósofos paganos que querían seguirle y enseñó cómo debían
portarse con ellos en Palestina cuando se encontrasen en su
compañía. Parece que no congeniaban los discípulos con estos
filósofos. A la tarde llegaron a la aldea de los mineros, a media
hora de Cythrus, en las cercanías de las minas, en una altura
con muchas viviendas cavadas en las rocas. Se ven jardines y
un sitial rodeado de árboles frondosos. Han hecho escalones que
conducen a esa altura, desde la cual se ve la aldea. Jesús se
retiró al albergue del capataz de los trabajadores, encargado
de proveer los víveres y pagar los salarios. Los mineros lo reci-
bieron con grandes muestras de contento. Las entradas a la
aldea, como la vivienda del capataz, estaban adornadas con
festones y arcos de triunfo con ramas, hojas y flores. Llevaron
a Jesús a una casa donde le lavaron los pies y le ofrecieron un
refresco. Después se dirigió al sitial de enseñanza. Se sentó y
todos se acomodaron en torno de Él. Habló de la dicha que
procura el trabajo y la pobreza; les dijo que eran más dichosos
que los judíos ricos de Salamina, que delante de Dios sólo es
rico el virtuoso, y que ellos tenían menos tentación y seducción
al pecado. Les dijo que venía a ellos porque no los despreciaba,
sino los estimaba y amaba. Habló hasta la noche sobre las peti-
ciones del Padrenuestro, en parábolas y comparaciones. Desde
Cythrus habían traído géneros, telas, comidas, bebidas y trigo.
Al día siguiente llegaron Barnabás, su padre, sus hermanos, va-
rios hombres principales dueños de las minas y algunos rabinos
de Cythrus. Después de depositar lo que traían en la plaza de la
aldea, se reunió el pueblo en torno. Se repartió trigo en baldes,
grandes panes, miel, frutas, vasos, vestidos de cueros, mantas
y utensilios familiares.
Las mujeres recibían trozos de género muy grueso, como
alfombras. Mientras se hacía el reparto, Jesús y los suyos pre-
senciaban la escena. Después enseñó desde la altura: habló de
los trabajadores de la viña, del samaritano caritativo, de la
suerte del trabajo y de la pobreza, del pan de cada día y de la
oración del Padrenuestro. Se preparó una comida al aire libre,
bajo los árboles, donde Jesús, los suyos y los principales servían
a los mineros. Los niños y las niñas tocaban en flautas y can-
taban. Después de la comida se desarrollaron juegos sencillos:
carreras, saltos, buscar con los ojos vendados y otros juegos
parecidos. Hubo también una danza rítmica, con inclinaciones,
pases y abrir y cerrar filas. Por la tarde se dirigió Jesús con
unos diez niños de seis a ocho años hacia las minas. Estos ni-
ños estaban vestidos de fiesta con coronas de flores y presen-
taban un hermoso aspecto. Mostraban a Jesús los mejores lu-
gares de las minas y contaban a su modo todo lo que sabían.
Jesús les enseñaba haciendo reflexiones sobre todas las cosas
que mostraban. A veces les proponía una adivinanza y les
contaba parábolas. Los mineros son en sus casas limpios y
aseados, a pesar de su trabajo pesado y bastante sucio. Des-
pués he visto a Jesús acompañando al discípulo de Naím al
puerto, que está a cinco horas de allí. Unos caminaban delante,
otros detrás y Jesús en el medio con los suyos. Jesús bendijo
al discípulo que partía y los otros lo abrazaron. Después vol-
vió a la aldea de los mineros. El discípulo se embarcó en un
lugar de mucho sol, junto a Citium. El puerto no estaba tan
distante del poblado como en Salamina. El mar entra bastante
y parecería que la ciudad está en el mar. No lejos se ve una
montaña muy alta y allí cerca una mina de sal. En el puerto
sólo se ven pequeñas embarcaciones. Hay mucho tráfico de
madera que transportan por agua.
XLIII
Jesús se dirige a Cerynia y visita la familia de Mnason
Cuando Jesús abandonó la aldea de los mineros pasó la
montaña en dirección Norte hacia el puerto de Cerynia. Mallep
quedaba a la derecha. Caminaron por el valle Lanisa, a través
de Leppe. De camino se detuvo Jesús en una altura sombreada,
y allí enseñó. Hacia las cuatro de la tarde llegaron cerca de la
ciudad donde fueron recibidos por la familia de Mnason y otros
judíos principales. Esta familia vive a media hora fuera de la
ciudad, en un recodo del camino. El padre de Mnason es un
hombre delgado, anciano, de larga barba, muy recio y movido.
Tiene dos hijas y tres hijos y varios emparentados que viven
con él desde hace unos diez años. Había sido comerciante via-
jero. Recibieron a Jesús con gran alegría y llenos de humildad;
lavaron los pies a los viajeros y les ofrecieron una refección.
Había una terraza que era el lugar de oración, donde Jesús
enseñó hasta la noche sobre el bautismo, las peticiones del Pa-
drenuestro y las Bienaventuranzas. Después acompañó al padre
de Mnason, que se llama Moisés, y a los hermanos hasta la casa,
donde le salieron al encuentro cuatro hijitos de Mnason, a los
cuales bendijo. La madre y otras hermanas se acercaron a Jesús
cubiertas con el velo, y Jesús les habló. Hubo una comida con
la familia en un lugar sombreado. La gente trajo lo mejor que
tenía: panes, miel, aves, frutas que colgaban de las ramas. Jesús
enseñó de nuevo. Fueron hospedados en un lugar amplio, divi-
dido por tabiques, sombreados de ramas y juncos, donde habían
acomodado los lechos.
La madre de Mnason es una mujer robusta. El padre es de
la tribu de Judá, aunque sus antepasados se habían mezclado en
la cautividad de Babilonia y no habían vuelto de ella. Hizo vida
errante, dirigió caravanas de mercaderes y vivió un tiempo en
Arabia, cerca del Mar Rojo; finalmente, ya empobrecido, se
asentó aquí con su familia. El hijo fue a la escuela de Mallep y
luego a Palestina para estudiar, donde conoció a Jesús y se hizo
su discípulo. El padre vive con sus hijos mayores, de los cuales
Mnason es el menor. Sus habitaciones son varias chozas. No tie-
nen campos de cultivo, sino sólo quintas de árboles frutales
detrás de la casa. Antes había sido él conductor de caravanas y
ahora hospedaba a las que pasaban por aquí y Cerynia. El ancia-
no Moisés tiene algunos asnos y bueyes, con los cuales lleva las
mercaderias de las caravanas a los pueblos vecinos. Es pobre,
pero vive moderadamente al modo de los antiguos israelitas. No
hay mucho tráfico hacia Cerynia, porque el camino principal,
que va a Sapithus, pasa a pocas horas al Oeste.
Cuando Jesús, al día siguiente, volvió al lugar de enseñanza,
estaban algunos judíos de Cerynia y gentes de pequeñas carava-
nas, quienes se alegraron mucho de ver a Jesús de nuevo, pues
le habian conocido en Cafarnaúm, y estaban ya bautizados. Jesús
enseñó severamente contra la usura, la sed de riquezas y el
ansia de enriquecerse con los paganos. Luego habló del bautis-
mo, del Padrenuestro y de las Bienaventuranzas. Al mediodía
hubo comida en común. Jesús servía y enseñaba, y muy poco
se sentó Él mismo a la mesa. Una de las hermanas casadas de
Mnason no apareció porque anteayer se le había muerto una
hijita. Estaba sentada junto al cadáver, envuelta en su velo y
lloraba. La niña no había podido ser enterrada ayer, no sé por
qué causa. Hoy esperaban a los cuatro rabinos de Mallep para
llevarla, pues allá tienen su cementerio. La criatura era ya
crecidita, pero siempre enfermiza. No podía hablar bien, ni casi
caminar, a pesar de que entendía todo. Mnason, que había es-
tado aquí, habló a Jesús del caso, quien le anunció que moriría
pronto y cómo debían prepararla para la muerte. Esto lo había
cumplido Mnason en momentos en que la madre no estaba pre-
sente. Le había hablado del Mesías y cómo debía creer en Él,
que debía tener dolor de sus pecados, esperanza y fe en la sal-
vación. Había rezado con la criatura y la había ungido con el
óleo bendecido por Jesús. De este modo murió esta criatura
santamente. La he visto en su camilla junto a la madre, fajada
como una momia y cubierta la cara. Tiene una corona de flores
y hierbas aromáticas en torno. Sus manos y brazos, aunque cu-
biertos, se distinguían: tenía en los brazos una vara blanca y
en la punta un ramillete con un haz de trigo. una vid, una
rama de olivo, una rosa y otras hierbas del pais. Vinieron varias
mujeres y se lamentaban con ella de la desgracia. He visto que
ponían junto a ella varios juguetes, como dos flautitas, un cuerno
retorcido y un arco pequeño con su flecha. Tenía además otro
bastoncito dorado con un botoncito arriba. Cuando vinieron los
rabinos para trasladar el cadáver, ataron la tapa del ataúd, sin
clavarla, y cuatro hombres lo llevaron en andas. Tenían una
lámpara sobre un palo y una tropa de adultos y niños acompa-
ñó a los conductores. Jesús y los suyos estaban delante de la
casa mirando el acompañamiento. Jesús consoló a la madre y
a los presentes y les recordó la resurrección final.
La festividad del Sábado la celebraron en Cerynia, que
tiene tres caminos que van al mar: el del medio es muy ancho
y hay otros dos que atraviesan a estos tres principales. La ciu-
dad tiene una muralla muy gruesa donde se ven las casas de
los pocos judíos que viven afuera. En torno de estas viviendas
hay tambien un vallado. Aqui viven los judíos separados por
las murallas de los paganos de adentro. En la ciudad
veo como unos diez templos de ídolos. Los judíos son pocos, no
son ricos, aunque tienen sus casitas en orden, con ciertas como-
didades. Tienen escuela, sinagoga y viviendas para los rabinos
y los maestros. Están en una altura y cuentan con un arroyo
y el brazo de otro río que han apresado para formar una fuente
para beber y un depósito de agua para baños.
Los maestros recibieron a Jesús con mucha reverencia y lo
acompañaron al local de la escuela y a la sinagoga, donde ha-
bían colocado a siete enfermos en sus camillas para que escu-
charan la doctrina. Había como cien hombres. Dejaron que
enseñase a Jesús sólo. Se leyó el II libro de Moisés, I, 4-21, la
enumeración de los hijos de Israel y un trozo del profeta Oseas,
I, 10; Il. 21. Jesús habló severamente contra la idolatría. Se
leyó el pasaje donde Dios manda a Oseas que tome a una ra-
mera y tenga hijos, a los cuales se dan nombres especiales. Pre-
guntaron sobre esto a Jesús y les declaró la explicación. El
profeta tenía que representar con su cuerpo y su vida el estado
de la alianza de Dios con la casa de Israel y los nombres de los
hijos significaban los castigos que Dios había de mandarles.
Añadió que a veces sucede que los mejores tengan que casarse
con otros malos, para deshacer el germen del pecado. Esta
unión de Oseas con una ramera y los diversos nombres de los
hijos, son testimonio de las muchas bondades de Dios y de la
perversidad de los hombres. Habló severamente, exhortando a
la penitencia y al bautismo; habló de la proximidad del reino de
Dios, del castigo de aquellos que lo rechazan y de la destruc-
ción de Jerusalén.
Mientras duraba la prédica, los enfermos clamaron: “Señor,
creemos en tus palabras; pero ten piedad de nosotros. Ayúdanos”.
Cuando vieron que estaba por dejar la sinagoga, se hicieron
llevar afuera. Los pusieron en el pórtico en dos hileras y cla-
maban: «Señor, haz con nosotros lo que Tú puedes hacer. Se¬
ñor, lo que se te ha concedido, hazlo con nosotros». Jesús no los
sanó en seguida, y como los rabinos también le rogaran, pre-
guntó Jesús a los enfermos: “¿Qué es lo que yo puedo hacer
con vosotros?” Ellos contestaron: “Señor, ayúdanos en nuestra
enfermedad”. “¿Creéis que Yo puedo hacer eso?», preguntó Je-
sús. Todos contestaron: «Sí, Señor, nosotros creemos que Tú lo
puedes hacer”. Mandó entonces Jesús a los rabinos traer algu-
nas Escrituras y orar sobre ellos. Trajeron los rollos y rezaban.
A los discípulos les mandó poner las manos sobre las cabezas
de los enfermos y así lo hicieron: a unos sobre los ojos, a otros
sobre el pecho, y a otros en distintos sitios. Jesús preguntó
nuevamente: “¿Creéis, y queréis ser sanos?” Ellos contestaron:
«Si, Señor, creemos que Tú puedes ayudarnos». Jesús les dijo:
“¡Levantaos; vuestra fe os ha ayudado!” Los siete se levanta-
ron al punto, y dieron gracias a Jesús, que les mandó purificarse.
Algunos estaban hinchados por la enfermedad. Su enfermedad
estaba curada, pero al salir de allí estaban aún débiles y se
apoyaban en sus bastones. Esta manera de sanar mediante la
oración de los rabinos la he visto usar por Jesús varias veces en
Chipre, en Cytlirus, en Mallep y en Salamina. En razón de que
los rabinos y los maestros eran buenos, los hacía Jesús participar
en las curaciones, como a sus discípulos, para despertar la con-
fianza del pueblo en las oraciones de los mismos. Esta manera
de obrar en Chipre la usó para dar ejemplo a sus discípulos y
porque muchos rabinos de aquí formaban parte del grupo de
las 570 almas que ganó Jesús en su estadía en la isla.
Los enfermos sanados fueron bautizados con otros judíos en
un lugar arreglado en casa del anciano Moisés, padre de Mnason.
Se trajo agua de una fuente vecina, pues la casa de Moisés esta-
ba sobre una altura, y allí no había agua; pero tenía depósitos
que se llenaban y de allí partían canales para surtir a las nece-
sidades de la casa. En el depósito había agua clara. En los cana-
les solían lavar la ropa y los pies. Tenían otro depósito para dar
de beber a los animales y para regar las plantas. Los bautizados
ponían los pies en el agua. Primero enseñó Jesús sobre la peni-
tencia y la purificación por medio del bautismo. Los hombres
usaban largas vestiduras blancas, con fajas de inscripciones y
manípulos. Además de los siete sanados, había ocho hombres
que se hicieron bautizar con ellos.
Había hablado antes cada uno con Jesús, en particular,
confesando sus pecados. Jesús les dijo que aprovechaban el
momento de la gracia y llenaban la ley según el sentir de los
profetas; pero que no debían vivir como esclavos de la ley, pues
la ley se les había dado a ellos y no ellos entregados a la ley.
Les fue dada la ley para que merecieran por ella la gracia.
Entre los bautizados estaban los hermanos y cuñados del disci-
pulo Mnason. Su padre, aunque piadoso, era obstinado en su
manera y no se dejó persuadir. Mnason se había ocupado todo
este tiempo en prepararlo, y aún Jesús habló hoy con él; pero
este anciano testarudo no se dejó convencer. Alzó los hombros,
movió la cabeza y puso toda clase de objeciones diciendo que
tenía la circuncisión, que le bastaba. Mnason se entristeció tanto
por esto, que comenzó a llorar. Jesús lo consoló diciendo que
su padre era anciano y algo testarudo; que por otra parte había
vivido siempre como creyente piadoso; que al fin lloraría su
ceguera en otro lugar y allí vería claro. Jesús había bendecido
antes el agua del bautismo, mezclando un poco de la del Jor-
dán que llevaban los discípulos consigo. Después del bautismo
lo sobrante fue sacado del recipiente y enterrado.
Durante el bautismo dirigióse Jesús a una altura, detrás del
sitial de doctrina donde le esperaban treinta o cuarenta muje-
res judías en una quinta de árboles frutales. Estaban cubiertas
con el velo y al ver a Jesús se inclinaron profundamente. Mu-
chas de ellas estaban angustiadas pensando que sus maridos
seguirían a Jesús y las abandonarían. Pedíanle que sus maridos
no las desampararan. Jesús les dijo que si los hombres aban-
donaban este lugar, debían ellas seguirlos: que en la Palestina
encontrarían medios de vida. Les contó el ejemplo de las santas
mujeres y les dijo que el tiempo era demasiado precioso para
pasar la vida tranquilamente: que no eran estos tiempos de
buscar comodidades; que importaba mucho ir al encuentro de
la gracia y del reino y prepararse gpara recibir al Esposo. Habló
de la moneda perdida, y de las vírgenes prudentes y necias.
Algunas mujeres le pidieron dijera a sus maridos que no fueran
con las doncellas paganas, ya que había hablado tan severamente
explicando a Oseas, contra las uniones y seducciones de las hijas
de los infieles. Algunas estaban atormentadas por el celo. Jesús
les preguntó sobre su propia conducta con sus maridos, y las
exhortó a ser buenas, humildes, pacientes y obedientes: que no
se entregaran a las críticas contra ellos y a las charlas con las
vecinas. Después cerró la enseñanza de la sinagoga de Cerynia
y se dirigió a Mallep.
XLIV
Partida de la isla de Chipre
En Mallep tuvo Jesús todavía una gran prédica junto a la
fuente de la ciudad. Habló de la proximidad del reino, de ir al
encuentro del mismo, del desapego, del poco tiempo que aún
quedaría en la tierra, del terrible final de su vida, de las con-
secuencias de esto y de su seguimiento. Habló de la futura des-
trucción de Jerusalén, como también de los que rechazan el
reino de Dios, no hacen penitencia y no se convierten, sino que
quieren permanecer apegados a sus bienes terrenos y a sus
pasiones. Dijo que aquí todo parecía bien y felicidad, pero que
todo esto no era sino un sepulcro blanqueado por fuera y po-
dredumbre y suciedad por dentro. Los exhortó a que se exami-
nasen en su interior: cómo les iba en su alma en medio de toda
esta apariencia de bienestar exterior. Les habló de la usura
que practicaban, de su avaricia, de su sed de dinero, de su
codicia que se manifestaba en sus mezclas y casamientos con
los paganos. Les afeó su apego a la tierra, a su apariencia de
vida devota: que mirasen todas estas cosas perecederas y estas
comodidades que serían pronto destruidas, y que llegaría un
tiempo en que ningún israelita podría ya permanecer y vivir
en esta isla. Habló claramente de su Persona y de la voz de los
profetas, aunque pocos entendieron lo que les quería decir.
Mientras duraba esta severa exhortación se iban cambiando los
grupos, de modo que se acercaban a su sìtial por turno, los hom-
bres, los jóvenes, los ancianos, las mujeres y las doncellas. To-
dos estaban muy conmovidos y sollozaban silenciosamente.
Se dirigió Jesús con los suyos y otros de Mallep al Sur, a
un lugar donde le habían invitado y donde ya había estado,
donde tenían un sitial de enseñanza lleno de sombra. El disci-
pulo de Naím había estado aquí para comunicar y tratar acerca
de los preparativos de su partida de Chipre. Jesús enseñó aquí,
en despedida, como lo habían hecho en Mallep. Fue después a
varias chozas, donde sanó a los enfermos que le habían rogado.
Al punto de volver a Mallep, se presentó un anciano labrador
pidiéndole ayuda para su hijo ciego. Había en la casa tres fa-
milias, compuestas de doce personas: abuelos y dos hijos casa-
dos ya con varios hijos. La madre, cubierta con el velo, trajo
ante Jesús al niño ciego, que ya hablaba y caminaba. Tomó al
niño y con los dedos de la mano derecha puso saliva sobre los
ojos, los bendijo, dejó al niño en el suelo y le mostró algo ante
los ojos. El niño extendió sus manos hacia el objeto, y luego,
al llamado del padre y de la madre, cayó en los brazos de uno
y otra. Los padres se acercaron con el niño a Jesús, se hincaron
delante y dieron gracias al Señor, llorando, llenos de contento.
Jesús abrazó al niño y se lo dio a los padres mandándoles que
cuidasen de educarlo en la verdadera luz para que no cayese
en la ceguera más peligrosa del alma. Bendijo también a los
otros niños y a toda la casa. La gente lloraba de emoción y can-
taba sus alabanzas. En Mallep hubo una comida en la gran sala
de fiestas, en la que tomaron parte todos. Los pobres fueron
agasajados y recibieron regalos. Jesús habló largamente sobre
la palabra Amén. Dijo que era el resumen y compendio de toda
la oración. Quien la pronuncia con ligereza echa a perder todo
lo que expresó en su oración. La oración es un llamado a Dios,
nos une con Dios, y nos atrae su misericordia; con la palabra
Amén bien dicha recibimos el don de Dios, agradecidos. Habló
admirablemente de la fuerza y significado de la palabra Amén.
La llamó principio y fin de todas las cosas y dijo que Dios hizo
el mundo entero en fuerza de esa palabra. Dijo un Amén sobre
todo lo que había enseñado, sobre su partida y sobre el cumpli-
miento de su misión, y terminó solemnemente con la palabra
Amén. ¡Así sea! Habló hasta entrada la noche. Bendijo a todos:
todos lloraban y se despedían a voces de su Persona.
Jesús abandonó la ciudad con sus discípulos. Barnabás y
Mnason le siguieron unos días después. Dejaron a Cythrus a la
derecha y tomaron un camino entre matorrales y rocas. Jesús
pagó el hospedaje, pues el discípulo de Naím había traído algún
dinero de las santas mujeres. Como no quisieran recibir esa paga
los hospederos, la suma fue repartida entre los pobres. Los cami-
nos que parten de Mallep, Cythrus y Salamina y que deben
tomar los que regresen a Palestina, fueron distribuidos así: unos
saldrán por la parte Noreste de Salamina, y otros, que tienen
negocios en Tiro, saldrán a través de Salamina. Los paganos
bautizados se dirigen en su mayor parte hacia Gessur. En Sala-
mina se alojaron Jesús y los suyos en la casa-escuela donde a su
llegada se habían hospedado. Vinieron por el Noroeste dejando el
acueducto a la derecha y la ciudad judía a la izquierda. Los he
visto aún ceñidos de tres en tres sentados en un pórtico delante
de la casa-escuela: ponían sus pies en unos recipientes de agua
cavados allí a ese efecto. Para cada tres había una toalla larga
para secarse los pies. No siempre se dejaba Jesús lavar los pies
por otros: la mayoría de las veces lo hacía cada uno por si mismo.
Los esperaban allí y les ofrecieron alguna refección. Había algu-
nos hombres de confianza y delante de ellos habló Jesús durante
algunas horas. Después tuvo una larga conferencia con el gober-
nador romano, el cual le presentó a dos jóvenes paganos que
juntamente con él pedían el bautismo. Confesaron con lágrimas sus
pecados y Jesús se los perdonó. A la tarde fueron bautizados
secretamente por Santiago en un lugar de la escuela. Estos jó-
venes piensan seguir a los filósofos bautizados y establecerse
en Gessur.
También Mercuria pidió ver a Jesús en un lugar junto al
acueducto. Jesús siguió al criado de Mercuria hasta el sitio se-
ñalado. Se acercó cubierta con el velo trayendo de la mano a sus
dos hijitas vestidas extrañamente. Llevaban vestidos solo hasta
la rodillas y estaban envueltas en telas transparentes donde
había lana y coronas de plumas; los brazos desnudos, los pies
con cintas y los cabellos sueltos. Parecían a los ángeles que entre
nosotros se suelen pintar en los Nacimientos. Jesús habló larga
y bondadosamente con Mercuria. Ella lloró mucho y se mani-
festó muy afligida de tener que dejar a su hijo, de que sus padres
mantenían alejada de ella a su hermana menor y por eso per-
manecería en su ceguera espiritual. Lloraba también sus pro-
pios pecados. Jesús la consoló y le aseguró nuevamente del per-
dón de sus culpas. Las dos hijas miraban a la madre, sin com-
prender, lloraban y se apretaban contra ella temerosas. Jesús
bendijo a las niñas y volvió a la casa-escuela.
Con Mnason llegó también uno de sus hermanos que quiere
seguirlos a Palestina. Después de una comida de despedida se
fueron al lugar donde el gobernador romano tenía dispuestos
algunos criados con asnos para los viajeros. Todos subieron.
Jesús se sentó de lado sobre un asiento dispuesto con apoyo
cómodo. El gobernador romano los quiso acompañar y ocupó su
asno. Cabalgaron a través del acueducto, llegaron detrás de
Salamina y pasaron el Río Pedius. Tomaron un camino vecinal
más corto, pues que el real pasa más cerca del mar. He visto al
gobernador romano viajando esa noche casi siempre al lado de
Jesús. Delante iba un grupo de doce, después otro de nueve,
entre ellos Jesús y el gobernador, y detrás otro grupo de doce.
Fuera del domingo de Ramos y de esta vez nunca vi a Jesús
cabalgando.
Cuando comenzó la aurora y faltaban aún tres horas para
llegar al mar, se despidió el gobemador de Jesús, para no llamar
la atención. Jesús le dio la mano y lo bendijo. El gobernador
había bajado del asno y quería abrazar los pies de Jesús: se
inclinó profundamente delante del Señor, y después de dar
unos pasos, nuevamente, según creo era costumbre en el país.
Volvió a montar en su asno y dio la vuelta. Los dos nuevos bau-
tizados volvieron con él a la ciudad. Jesús siguió cabalgando y
cuando estuvieron como a una hora de la playa, bajaron todos y
los criados se llevaron las cabalgaduras de regreso.
Llegaron, atravesando una montaña de sal, a un edificio
amplio donde encontraron a los tripulantes de la embarcación
que los esperaban. Era un lugar solitario junto al mar, con pocos
árboles y un largo vallado de plantas y hierbas. Hacia el mar
había habitaciones donde vivían algunas pobres familias paganas
y judías. Adentro había tres embarcaciones que esperaban a los
viajeros. Hay buen puerto y desde aquí se despacha la sal a las
demás ciudades de la costa. Comieron pescados, miel, pan y fru-
tas. El agua es muy mala: la tienen que purificar y para eso he
visto que ponen adentro algo que me pareció frutas. Llevan
el agua en odres y en otros recipientes. Siete judíos de los bu-
ques fueron bautizados en un recipiente. Jesús iba de casa en
casa, consolando, dando regalos a los pobres y sanando a heri-
dos y enfermos, que elevaban sus manos suplicantes hacia Él.
Jesús les preguntó si creían que Él podía sanarlos y respondie-
ron diciendo: “Sí, Señor, nosotros lo creemos”. Jesús los sanó.
Fue pasando por todas esas casas, también las de los paganos,
que lo recibían temerosos y retraídos. Bendecía a los niños y
enseñaba. Aquí estuvo el discípulo de Naím esperando a otros
dos discípulos, con los cuales se embarcó antes para anunciar
en la Palestina el arribo de Jesús.
La compañía de Jesús era de veintisiete hombres. Al caer
la tarde levaron anclas en tres embarcaciones. La nave de Je-
sús era la menor y estaban con Él cuatro discípulos y los
remeros. En todas estas embarcaciones había en torno del más-
til una altura con divisiones para poder descansar y dormir.
Fuera de los remeros no se veía a nadie en las barcas. La de
Jesús tomó la delantera, y me extrañó que las otras tomaban
diferente dirección. Después he visto, cuando era oscuro, a la
distancia y ya apartados de la costa, que encendían antorchas
en los mástiles en señal de pedir ayuda. Mandó entonces Jesús
a sus remeros dar la vuelta e ir hacia los extraviados. Se acer-
caron primero a uno, le echaron una soga y con esta nave atada
fueron al encuentro de la otra, a la cual también echaron sogas.
Así sujetas, navegaron siguiendo detrás de la barca del Señor.
Jesús les reprochó su pretensión de saber mejor el camino, su
obstinación, y habló de su seguimiento. Se habían encajado en
un remolino en medio de bancos de arena. A la tarde del siguien-
te día, ya cerca de la amplia ensenada entre Ptolemaida y Hepha,
al pie del Carmelo, vi a las tres embarcaciones entrar en la mar.
En la entrada de la ensenada se veía una embarcación gran-
de y otra pequeña en lucha con otras embarcaciones. La embar-
cación mayor salió victoriosa y he visto que echaban al mar a
varios muertos en la refriega. Cuando Jesús llegó cerca de los
combatientes se separaron unos de otros. No veían quizás la
barca de Jesús, que se detuvo a cierta distancia. Era una pelea
que ya había tenido comienzo en Chipre por cuestión de merca-
derías. Las embarcaciones pequeñas esperaron a la barca gran-
de en este lugar. Se herían con largas picas con tanto furor que
parecía no quedaría ninguno con vida, pues esto duró varias
horas. Al fin la embarcación grande tomó prisioneras a las pe-
queñas y las arrastró en pos de ella. Jesús desembarcó en la
desembocadura del Kisón, al oriente de Hepha, que está junto
al mar.
En la orilla lo recibieron algunos apóstoles y discípulos, entre
ellos Tomás, Simón, Tadeo, Natanael Chased y Heliachim. Se
manifestaron sumamente contentos, abrazando a Jesús y a sus
acompañantes. Caminaron algún tiempo a lo largo de la costa,
pasaron un torrente que se echa cerca de Ptolemaida en el
mar, sobre un puente largo que parecía una calle amurallada.
Este puente llega hasta el pie de la altura detrás de la cual
está el pantano Cendevia. Subieron por allí hacia la ciudad de
levitas Misael, que está en una vuelta de la ladera. La parte
anterior de la ciudad tiene vistas al mar por el Oeste, hacia el
Sur, a un hermoso valle y el Carmelo. Allí hay un albergue
y se ve un camino que lleva a las alturas. Aquí vino al encuen-
tro de Jesús una tropa de gente con niños que cantaban y toca-
ban junto a una fuente. Los niños llevaban palmas de las cua-
les colgaban aún los dátiles. Vivía aquí Simeón de Libnath,
con toda su familia, quien después del bautismo se había reti-
rado, pues sus hijos no le dejaban en paz hasta que no se hu-
biese reconciliado con los judíos. Este recibimiento lo había
organizado y costeado él mismo. Cuando llegaron al albergue
vinieron nueve levitas desde Misael para saludar a Jesús.