Testimonios de quienes la conocieron

 

TESTIMONIO DE UN MÉDICO
por Guillermo Wesener

El doctor Guillermo Wesener era uno de los médicos que integraba una
de los comisiones estimadoras de los estigmas de Ana Catalina Emmerick.
En largas pláticas que con ella mantuvo el facultativo, recobró la fe perdida,
se reconcilió con Dios y abandonó las prácticas del magnetismo que empleaba
en algunos casos para curar a sus enfermos.

En 1806 había yo oído hablar por primera vez de Ana Catalina.
Hallándome establecido en Recklinghausen, fui llamado a una junta
por Krauthausen, médico del convento de Agnetenberg, para tratar de
los extraordinarios fenómenos de la enfermedad de esta religiosa. Yo
había leído acerca del magnetismo en los archivos del Reil, y así pude
contar a mis colegas algunos casos de catalepsia; pero este profesor
no se dejó convencer por ellos, sino continuó haciendo uso de las me-
dicinas. Era éste un anciano melancólico que visitaba el convento con
entero desinterés, circunstancia que movió más y más a Ana Catalina
a seguir fielmente sus prescripciones, tomando las medicinas que él le
recetaba, y que ella había costear. Díjome dicho profesor que era muy
larga la serie de aquellas enfermedades, y que todas tenían un ca-
rácter propio, pues apenas había salido de una la enferma, ya estaba
padeciendo otra; que todas recorrían sus periodos, y cuando llegaban
a un punto en que parecía la muerte inevitable, sobrevenía de repente
una mudanza favorable, sin que la medicina ejerciera en ella ninguna
acción especial.
La vi por primera vez el 21 de marzo de 1813, pues habiendo oído
hablar de sus llagas, tomé de aquí ocasión para visitarla como médico.
Halléla en el lecho, sin conocimiento; pero cuando volvió en sí, me
miró con afabilidad, y a las palabras del abate Lambert, que le dijo
quien era yo, respondió con la sonrisa en los labios, que ya me conocía
muy bien. Como todo esto me pareciera muy extraño, y yo lo tenía por
simplicidad, luego al punto creí que desaparecería por completo aquella
escena mostrándome yo resueltamente contrario a ella. Pero mi cálcu-
lo salió fallido. Cuando iba conociendo mejor a la enferma, a medida
que hablaba con ella más frecuentemente, vi que era tan sencilla y
sincera como se me había mostrado desde el primer momento y tal
como era reputada por todos. Vi en ella cada vez con más claridad
un alma verdaderamente cristiana, que vivía en paz consigo misma
y con los demás, porque en todo veía la voluntad de Dios. Tenía a sí
misma por la persona más ruin de todas, y a todos los amaba más que
a sí misma. Nunca olvidaré cuán sencilla y bondadosamente disipó mis
tristes pensamientos y la inquietud que me inspiraba la guerra a la
sazón inminente. Me dijo muchas veces que pronto caería Napoleón, y
que Dülmen se vería libre de los ejércitos franceses; como sucedió, en
efecto. La ocupación francesa de Minden iba seguida de una turba de
malvados que cebaron su rapacidad en Dorsten: a Dülmen. Sin em-
bargo, no lo tocaron.
Siempre me pareció la enferma sincera y llana en su conversación.
Disgustábale mucho y le causaba vergüenza que se hiciera mucho caso
de ella. Era amistosa y afable con todos; a los pobres los socorría se-
cretamente y a los enfermos y desdichados les ayudaba a llevar sus
desgracias. Después he sabido más de la parte que tomaba en las des-
dichas ajenas; siempre se echó de ver en ella este género de compa-
sión. Poseía el don de consolar al prójimo; yo mismo he experimentado
frecuentemente los efectos de su caridad.
Esta mujer ha despertado en mí la confianza en Dios y me ha
conducido a la práctica de la oración, aligerando no poco, de esta
suerte, la carga que sobre mi pesaba, y que hacía más profunda mi
natural melancolía. Su alma vivía enteramente en Dios, aunque des-
cendía sin cesar al círculo de las pasiones humanas, pues muchos le
declaraban sus penas pidiéndole consuelo y consejo. Ambas cosas daba
ella y tranquilizaba a los que estaban turbados. De donde sacaba estos
consuelos para los demás, fácil es adivinarlo, considerando que su
propio corazón estaba libre de toda afición a las criaturas.
Con rostro alegre y con palabras dulces me decía, las primeras
veces que hablé con ella, que estuviera tranquilo y tuviera buen ánimo.
«Dios es infinitamente misericordioso», añadía, «y todo el que llega a
Él arrepentido y con buena voluntad, halla gracia en su presencia”.
Me instaba con fuerza a visitar y socorrer a los pobres, pues ésta es
una obra muy buena y agradable a Dios. Quejábase diciendo: “Nunca
ha habido en el mundo menos amor al prójimo que ahora, y eso que es
tan hermosa esta virtud, y tan grave pecado el menosprecio del
prójimo».
Hablaba de la fe católica como de la única verdadera, fuera de la
cual no hay salvación; y cuando se presentaba oportunidad, hablaba
también de la dicha incomparable de pertenecer a la Iglesia Católica.
“Confiemos en Dios y perseveremos en nuestra santa fe», gustaba
decir. “¿Hay en la tierra cosa más consoladora? ¿Qué religión o que
filósofo puede reemplazarla? Nadie me causa tanta lástima como los
judíos, pues su estado es más deplorable y ellos mismos más ciegos
que los paganos. Su religión no es otra cosa que un poema de los
rabinos, y la maldición de Dios pesa sobre ellos. Pero ¡cuán infinita-
mente bueno es con nosotros el Señor, que sale al encuentro de
nuestra buena voluntad, y sólo espera para otorgarnos cada vez ma-
yores gracias a que haya en nosotros verdadero deseo de alcanzarlas!
Aun los mismos paganos, o los que no conocen nuestra santa fe,
pueden salvarse con tal que sigan la divina luz puesta en nuestra
razón y practiquen obras de justicia y de amor al prójimo, queriendo
servir a Dios como a sumo Señor y hacedor de todas las cosas”.
Cuando le hablé de la oración diciendo que, a mi entender, la
verdadera oración consiste en cumplir nuestros deberes con fidelidad
y en la práctica de la caridad para con el prójimo, y que deseaba
saber cómo permanecía ella en oración largas horas, olvidada de to-
das las cosas que la rodeaban y abismada en Dios, me respondió:
«¿Acaso es imposible que se dé uno a la lectura de algún libro de
manera que se olvide al leerlo de todo cuanto le rodea? Pues, ¿cómo
sería imposible que hablando un alma con el mismo Dios, fuente
de toda belleza, no se embebiera del todo en esta conversación? Em-
piece usted por adorar a Dios humildemente, y Él hará todo lo demás».
Yo le opuse, contra este pensamiento, las tentaciones del enemigo,
a lo cual me dijo: “Es verdad que el enemigo trata de impedir al hom-
bre que haga oración, y cuanto más devota es esta oración, mayor
empeño pone él en combatirnos. Sobre este punto me fue mostrada
una vez esta semejanza: Hallábame en una hermosa iglesia, y vi a tres
mujeres en oración. Detrás de ellas había una figura horrible, la cual
empezó a halagar a la primera de las mujeres, que no tardó en dor-
mirse. Se acercó luego a la segunda con el mismo intento; pero no
pudo conseguirlo del todo. Habiéndose llegado después a la tercera,
la golpeó y maltrató tanto que tuve compasión de ella. Pregunté a
mi guía qué significaba aquella visión, y el me respondió que era un
símbolo de la oración. La primera mujer había empezado a orar sin
fervor ni gravedad, y por esto la durmió luego el demonio: la segunda
era mejor que la primera, pero también tibia; la tercera era buena y su
oración muy fervorosa, por lo cual la tentación fue más violenta,
pero felizmente ella la rechazó. Es oración especialmente agradable a
Dios la que se hace por los demás, y sobre todo por las almas del Pur-
gatorio. Rogando, pues, por ellas pone usted su oración a buen rédito.
Yo, por mi parte, me presento ante Dios, sumo Señor, como sierva suya,
y hago mi oración diciendo: «Haz, Señor, de mi lo que sea tu volun-
tad»; y me retiro tranquila, pues un Padre tan bueno y amoroso no
puede menos de darme pruebas de su bondad.
«Las ánimas benditas sufren en el Purgatorio tormentos indeci-
bles. La diferencia entre los tormentos del Purgatorio y los del In-
fierno reside que en este no hay sino desesperación, mientras que en
el Purgatorio reina la esperanza. El mayor tormento de los condenados
es la cólera de Dios. De esta cólera podremos concebir alguna idea
pensando en el espanto de una persona que ve venir sobre sí a un
hombre encendido en ira y no le es posible huir de su poder ni de
sus amenazas».
Cuando le hablaba yo del destino del hombre, me decía: «¿8abe
usted para qué ha criado Dios al hombre? Para gloria suya y feli-
cidad nuestra. Después de la caída de los ángeles determinó Dios
criar al hombre para ponerlo en el lugar de las legiones de los án-
geles réprobos. Por lo cual tan pronto como se complete el número
de los ángeles réprobos con otros tantos hombres justos, se acabará
el mundo».
También hablando de la limosna y de la práctica de los deberes
del propio estado me relataba sus visiones tocante a esto. Así díjo-
me una vez: “Aplique usted sus fuerzas y su fortuna al bien de sus
enfermos, pero sin perjuicio de su propia familia. No uno solo sino
muchos son los que claman a usted. Los méritos de los pobres están
en su misma pobreza, pues la fe nos enseña que el estado de pobreza
es el más envidiable, como quiera que el Hijo de Dios lo eligió para
sí, y porque los pobres son los primeros que tienen derecho al reino
de los cielos». Y con este motivo me refirió algunos rasgos muy in-
teresantes de la vida de Jesús; y me dijo que María se había ocultado
con el Niño algunos días después del nacimiento. en una cueva sub-
terránea, para huir de las miradas de los curiosos que les seguían.

 

 

IMPRESIONES DE UNA VISITA
Por el Conde de Stolberg

El Conde Federico Leopoldo de Stolberg llegó con
su esposa a Dülmen el 22 de julio de 1813. Poeta alemán
(1750-1819), amigo de Goethe y Klopstock; fue embajador
en Copenhague; escribió novelas, y tradujo
La Ilíada y la Historia de la Religión de Jesucristo.
La visita a la estigmatizada le produjo una honda
impresión, que transformó su vida. Ana Catalina
lo vio en una visión gloriosa del cielo.

Overberg nos anunció a Ana Catalina y nos condujo hasta ella
a las nueve de la mañana. Su reducida habitación que sólo tiene una
puerta, da a la calle, desde donde se ve muy bien que no hay allí
nada que no pueda ser examinado desde la misma calle. En aquella
habitación brilla la limpieza y no se percibe ningún olor. Aunque a
Ana Catalina le es muy penoso que la vean las gentes, nos recibió
con suma afabilidad. Overberg le rogó que sacara las manos del lienzo
donde ordinariamente las tiene envueltas. Era viernes, y de las llagas
de las espinas le había salido mucha sangre. Quitóse la toca y el
lienzo. Tenía la frente y la cabeza como atravesadas por fuertes es-
pinas; veíansele claramente las heridas frescas, llenas en parte de
sangre todavía líquida. Todo el circuito de su cabeza estaba también
ensangrentado. Ningún pintor ha representado estas heridas tan al
vivo. Las llagas de la parte exterior de las manos y de la superior
de los pies eran mayores que las de las palmas y que las de las plan-
tas: y las de los pies, mayores que las de las manos. Todas ellas es-
taban manando sangre.
Los médicos, antes, y más explícitamente que los sacerdotes, di-
jeron que aquel fenómeno era maravilloso, porque tienen datos evi-
dentes para juzgar de los hechos según las reglas ciertas de la cien-
cia. Dicen que es imposible que se conserven artificialmente siempre
en el mismo estado estas llagas, pues no se irritan, ni se inflaman,
ni llegan a curarse. Tienen por imposible explicar naturalmente que
no desfallezca a consecuencias de estas heridas, incomprensibles de
suyo, y del dolor, del que nunca se ve del todo libre; que lejos de
sucumbir ni siquiera palidece, y que sus miradas están llenas de la
vida del espíritu y del amor.
Desde hace algún tiempo es libre para recibir o no a las per-
sonas que van a visitarla. Estas visitas le son muy penosas; la mayor
parte de ellas no las recibe, aunque vengan de lugares lejanos. Sólo
hace excepción en favor de las personas por las que median sacer-
dotes o el médico. Dice que bastante ocupación tiene con rogar a
Dios que le dé paciencia para sufrir sus continuos dolores, y que es
tentar a Dios poner a prueba su paciencia los que vienen a verla,
movidos las más de las veces por curiosidad; que el que antes no cree
en Jesucristo, tampoco creerá ahora cuando mire las llagas. Lo cual
no debe extrañar, si se considera cuán molesto debería ser a una
religiosa tan sensible y recatada, el sufrir las miradas de los muchos
curiosos, a menudo poco delicados.
Ana Catalina, que en su niñez había guardado vacas y trabajado
en el campo, se expresa con ternura y usa de un lenguaje noble, que
por cierto no aprendió en el convento; cuando habla de la religión,
no sólo manifiesta dignidad y discreción, sino un espíritu verdade-
ramente ilustrado. Todo lo que dice respira ingenio, alegre afabili-
dad, sabiduría y amor. No hay en ella señal alguna de afectada gra-
vedad, porque el amor no entiende de artificios. En todas sus pala-
bras, obras y sentimientos se refleja lo que hay de más sublime: el
amor de Dios, la paciencia y la caridad con todos.»¡Qué felices somos
decía a Sofía, en conocer a Jesucristo! ¡Cuánto más difícil
era a nuestros padres, los paganos, llegarse a Dios!». Y lejos de glo-
riarse en los signos exteriores de la gracia divina, se siente indigna
de ellos, y lleva con humilde temor en vaso de frágil barro los tesoros
celestiales.

 

 

IMPRESIONES DEL CONFESOR
por el Deán Overberg

Uno de los integrantes de la comisión examinadora
de los estigmas fue el deán Bernardo Enrique Overberg,
gran filósofo, autor de numerosos tratados de
ascética, y rector del Seminario de Teología de
Münster. Lo que publicamos constituye parte de sus
observaciones acerca de Ana Catalina, de quien fue
director espiritual extraordinario.

Ana Catalina no ha sentido desde su niñez movimiento alguno de
sensualidad; nunca ha tenido que acusarse de impureza alguna ni
aún de pensamiento. Ella confesó después, interrogada bajo obediencia
acerca de esta exención de tentaciones contra la pureza, que por la
temprana mortificación y la perseverante sujeción de las demás in-
clinaciones y deseos, había sepultado los malos apetitos antes de ha-
berlos sentido en sí.
Desde los cinco años Ana Catalina no conoció alegría alguna fuera
de Dios, ni pena ni turbacion alguna, sino sólo a causa de las ofensas
que Dios recibe de los hombres. Cuando concebía el pensamiento de
imponerse privaciones y mortificaciones, era tan vivo el amor de Dios
en que su corazón se encendía, que acostumbraba decir: “Aunque no
hubiera cielo ni infierno ni purgatorio, te amaría a Ti, oh Dios mío,
con todo mi corazón, sobre todas las cosas”.
Había llegado su amor al prójimo a tan alto grado, que sentía sin-
gular alegría mostrando su amor con obras al que la había ofendido,
Por lo cual se confesaba de aquellos supuestos pecados mortales con
tal contrición, que se figuraba, aterrada, que el confesor le iba a negar
la absolución. Pero acaeció la contrario; el confesor le decía: “Hija
mía, aún no puedes cometer pecados mortales». Entonces rompía ella
a llorar a gritos tan amargamente, que era preciso apartarla del con-
fesonario.
Ana Catalina no pidió a Dios muchas cosas el día de su primera
comunión; pidióle principalmente que la hiciera buena y que se cum-
pliera en ella su voluntad. Se consagró a Dios del todo, sin restricción
ninguna.
Desde este día fue mayor y más radical su ardiente deseo de ne-
garse a si misma y mortificarse, pues estaba persuadida de que sin la
mortificación es imposible consagrarse por completo a Dios. Su amor
a Jesús fue la escuela en que aprendió esta lección: y así decía: “Sé
por experiencia que el amor a las criaturas es capaz de inducir a
muchos a llevar a cabo obras grandes y difíciles; pues ¿por qué no
habrá de poder mucho más el amor a Jesús?» Mortificábase la vista
bajando los ojos o mirando a otro lugar cuando se le ofrecía alguna
cosa bella o agradable, o que pudiera excitar la curiosidad; en la
iglesia, sobre todo, no dejaba a sus ojos libertad alguna. Decíase a Sí
misma: “No mires tal o cual cosa, que podría turbarte, o agradarte
demasiado. ¿De qué te aprovecharía mirarla? Por el amor de Dios,
no la mires». Cuando se hablaba de alguna cosa agradable, o que ex-
citara la curiosidad, se decía: “No quiero oirla por amor de Dios».
Mortificabase la lengua callando lo que más quisiera decir, y pri-
vándose de los manjares que le gustaban. Cuando sus padres advir-
tieron que no comía de ciertas cosas, atribuyéronlo a capricho y la
reprendieron obligándola algunas veces a tomar de ellas. Siempre que
sentía deseo de ir a algún lugar, sin ser obligada por deber o por ca-
ridad, mortificaba sus pies, diciendo: “No iré; mejor es no ir por amor
de Dios; acaso me arrepentiría de haber ido». Solía hacer el Via Crucis
en el camino de Koesfeld con los pies descalzos. Se negaba asimismo
algunas alegrías interiores de que sin peligro hubiera podido gozar.
Su cuerpo lo afligía con ortigas, azotes y cilicios. Una doble cruz de
madera le sirvió mucho tiempo de lecho; otras veces ponía sobre dos
tablas, dos transversales, y allí pasaba las pocas horas de su repaso
de noche.
Antes de entrar en el convento, Ana Catalina mostro mucho más
rigor con su cuerpo que después, porque no sabía que estas aspere-
zas no deben practicarse sin permiso del confesor. Las que ella me
enumeraba, como si fueran insignificantes, consistían en cadenas y
cuerdas, que se ceñía, y en un vestido interior del paño mas grosero
que podía hallar, y que ella misma se hacía.
Era tan grande el amor de Ana Catalina a sus hermanas las re-
ligiosas, que hubiera derramado su sangre por ellas. Aunque sabía
que muchas no la querían bien, hacía cuanto estaba en sus manos
para complacerlas. Su mayor alegría consistía en que las religiosas
le pidieran alguna cosa, porque entonces esperaba contentarlas más
Dios permitió que la superiora y las demás religiosas no la cono-
cieron, y que todo lo que hiciera ella fuese tenido y castigado como
hipocresía, lisonja y orgullo. Al principio procuró disculparse, pero
como no lo consiguiera, sólo decia después: «Yo me enmendaré».
Siempre que veía a las religiosas, sobre todo en la iglesia, rompía a
llorar; por lo cual fue reprendida, pues se tenía aquel llanto por
signo de descontento y amor propio. Especialmente fue censurada
cuando lloraba durante la Misa. Era muy sensible a lo que le hacían
padecer sus hermanas, porque veía y oía en espíritu los sentimientos
de sus corazones, y lo que hablaban entre sí de ella y lo que deliberaban
con el fin de humillarla y curarla de lo que tenían por capricho y
pereza.
Ella me confirmó que sabía todo cuanto sus hermanas decían y
proponían acerca de ella. «Yo veía -son sus palabras- y sabía mejor
entonces que ahora (22 de abril de 1813) lo que sucedía en las almas.
A veces les di a entender que sabía lo que hablaban y deliberraban
secretamente acerca de mí. Entonces debía decirles por donde lo sa-
bía. pero no podía decirlo. Creían ellas que alguna me informaba de
todo. Habiendo consultado al confesor, este me aconsejó que sólo
dijera que ya había hablado de esto en la confesión, por lo cual no
podía volver a entrar en esta conversación con ellas».
Su confesor quería que ella recibiese la sagrada comunión con
más frecuencia que sus hermanas, las otras religiosas. Así lo prac-
ticaba desde hacía algún tiempo: pero dejó esta práctica, contra la
voluntad de su confesor, desde la Purificación hasta poco después de
Pascua de Pentecostés, por respeto humano, porque la frecuente co-
munión podría ser considerada como apariencia de santidad y se
burlarían de ella. Además, se tenía por demasiado pecadora para co-
mulgar tan frecuentemente. Pero por esta omisión llegó a un estado
tan lamentable, que no sabía cómo se salvaría y no podía abstenerse
de murmurar y lamentarse. Finalmente reconoció su falta en no se-
guir al confesor, y desde entonces comulgó con mas frecuencia. Sin
embargo, hubo de expiar esta desobediencia por espacio de dos años,
durante los cuales se vio privada de todo consuelo, en completa se-
quedad de espiritu.
Pasados estos dos años, volvieron de nuevo los consuelos y concibió
un deseo tan ardiente de comulgar, que no podía esperar a que lle-
gara la hora acostumbrada de recibir el Santísimo Sacramento. Por
esta razón le ordenó su confesor que cuando no comulgara con la
comunidad, recibiera este Sacramento antes que se levantaran las
otras religiosas, y de esta suerte no lo sabrían ni se fijarían especial-
mente en ella. Para conseguir este fin, llamaba a la puerta del abate
Lambert, el cual estaba siempre dispuesto a darle muy temprano la
sagrada comunión.
A menudo llegaba ella más temprano de lo convenido, porque no
podía resistir más tiempo a la violencia del deseo que sentía de comul-
gar. Una vez vino poco después de media noche, porque creyó sucum-
bir a la violencia de su deseo. Sentíase inflamado todo su ser e impul-
sada hacia la iglesia con tal fuerza, que le parecía que le arrancaban
del cuerpo todos sus miembros. El abate Lambert no tomó a bien que
le llamaron tan temprano; pero haciéndose luego cargo del estado de
Ana Catalina, le dio la sagrada comunión.
La última preparación de Ana Catalina para recibir el Santísimo
Sacramento consistía en pedir a su Salvador que le diera su corazón
para poder acogerle y albergarle dignamente en él. Ella le decía que
sólo en este corazón y por él podia amarle y alabarle como Él lo me-
rece. En trueque le ofrecía su propio corazón y le pedía que lo acep-
tara e hiciera con él lo que fuese su voluntad. Después de haber
entregado a Dios su corazón, examinaba todas las fuerzas de su
alma y de su cuerpo, dándolo todo a Dios. Ofreciale los ojos, los
oídos y todos sus miembros, rogándole que le diera su gracia para
emplearlos en servirle con perfección y que supliera lo que ella no
podía satisfacer. Luego hacía con Dios un pacto, obligándose a ala-
barle y darle gracias con todo lo que hay en ella, de suerte que
todas sus respiraciones, todos los movimientos de sus ojos y de sus
manos y todos sus sufrimientos fueran signos de gratitud y de
alabanzas al Señor.
Después se volvía a los santos y les pedía que le prestasen o die-
sen alguna parte de sus dones y virtudes, para prepararse mejor a re-
cibir el Santísimo Sacramento, y para darle gracias con más en-
cendidos afectos. Ante todo acudía a la Madre de Dios con el fin
de obtener algún don de la abundancia de su gloria y de sus vir-
tudes. Rogábale especialmente que le diera su divino Niño, como se
lo dio a los Magos de Oriente. Después recurría a los santos, uno
por uno, pidiéndoles limosnas, recordando a cada uno de ellos su
principal excelencia, para obtener alguna merced con que agradar
más y más a su divino Salvador. “Vosotros sois, les decía, muy ricos y
yo soy muy pobre. ¡Tened compasión de mi! ¡Sólo deseo alguna
parte de vuestra abundancia!» Después de la comunión se quedaba
en éxtasis.
La santa Misa la acostumbra oir con suma devoción. Al empezar
el sacerdote las primeras oraciones se representa a Jesús en el Monte
de las Olivas, y pide a Dios, en favor de todos los hombres, la
gracia de oir devotamente la santa Misa, y en favor del sacerdote
pide que ofrezca el santo Sacrificio de la manera más agradable a
Dios, y pide, en fin, que Jesús se digne mirar benignamente a todos
los presentes, como miró a San Pedro.
Al Gloria, alaba a Dios con los ángeles y los santos y con todos
los fieles de la tierra; da gracias al Salvador porque se ha dignado
renovar todos los días su sacrificio, y pide a Dios que ilumine a
todos los hombres y dé alivio y consuelo a las almas del Purgatorio.
Cuando el sacerdote lee el Evangelio, pide ella a Dios la gracia
de seguir fielmente ella y todos, las doctrinas contenidas en el mismo.
Al Ofertorio, ofrece a Dios, con el sacerdote, el pan y el vino, y
pide que sean convertidos en el cuerpo y sangre de Cristo: también
considera la próxima venida del Salvador.
Al Sanctus, ruega que el mundo entero se una con ella para
alabar a Dios.
Durante la Consagración, presenta al Salvador ante su Eterno
Padre, y lo ofrece por el mundo entero, especialmente por la con-
versión de los pecadores, por las almas del Purgatorio, por los mo-
ribundos y por sus hermanas las religiosas. Se representa el altar ro-
deado de muchos ángeles, que no se atreven a mirar al Salvador; y
se alegra de su dicha de poder mirarle ella misma sin miedo, y de
que no debe apartar de Él la vista.
Unas veces en torno del Santísimo Sacramento veía un gran
resplandor; otras, una cruz clara, pero no blanca, en la hostia. Si
hubiera sido esta cruz del mismo color que la hostia. no hubiera po-
dido verla. La cruz que veía no era mayor que la hostia, pero esta
parecía entonces de mayor tamaño que las hostias ordinarias.
Desde la Elevación del cáliz hasta el Agnus Dei ruega por las
almas del Purgatorio y ofrece a Cristo crucificado a su Eterno Padre
pidiendo que el mismo Cristo haga todo lo que ella no puede. En-
tonces a menudo es arrebatada en éxtasis, lo mismo que antes de
la consagración.
En la Comunión, considera el sepulcro de Cristo, y le pide al
mismo Cristo que dé sepultura al hombre viejo y se digne revestirnos
del nuevo.
Cuando en la santa Misa o en otras ocasiones oía el órgano,
decia para sí: «¡Qué hermosa es la armonía en todas las cosas! Si
los seres inanimados conciertan entre sí tan armónicamente. ¿por
que no han de concordar unos con otros los corazones de los hombres?
¡Qué hermosa sería lu conformidad!»; y al decir esto en su interior,
no podía contener las lágrimas.
En la Misa de Nochebuena veía al Niño Jesús sobre el cáliz.
Causábale grande admiracion que el sacerdote sostuviera los pies del
Niño y que, sin embargo, viera ella además el cáliz. Otras muchos
veces había visto al Niño Jesús en la santa Hostia, pero en forma
más pequeña.
Cuando estaba a su cargo la sacristía, tenia en el coro un sitio
desde donde no podía ver el altar, pues que li suyo propio lo había
cedido a una hermana para que ésta oyera misa sin la dificultad
que se le ofrecía en el que antes ocupaba.
Teniendo una vez en sus manos la cuerda de la campana para
tocar durante la Consagración, vio sobre el cáliz al Niño Jesús. ¡Que
hermoso era! Creyó hallarse ya en el cielo y quiso saltar sobre la
reja para llegarse a Él. Pero hubo de decirse a sí misma: «¿Qué es
lo que vas a hacer?»; y se contuvo; pero se le olvidó tocar la cam-
pana, según le sucedió otras veces; por lo cual luego fue reprendida.
Así. estando en el convento, como antes de entrar en él, oóo
siempre por las almas del Purgatorio y por los pecadores; y en el
convento por las religiosas más que por ella misma.
Fuera de aquellas a que la obligaba la regla, eran pocas las
oraciones vocales que rezaba; pero usaba mucho de oraciones jacu-
latorias. Su oración ordinaria consistía en conversar con Dios, como un
hijo con su padre; generalmente alcanzaba lo que pedía de un modo
especial.
No dejaba de meditar o de conversar con Dios de día y de noche,
ni aún sentada a la mesa, y así no advertía nada de lo que en este
tiempo se hablaba, aunque de ella misma se hablase, si no es que
se hablara muy recio. Una vez le preguntó el abate Lambert, cómo
podía ella consentir que en hablar de tales cosas se emplease todo
el tiempo de la comida; pero Ana Catalina no había entendido nada
de lo que se había dicho.
Por espacio de mucho tiempo tuvo la costumbre de tratar con
Dios de por qué no convierte a los grandes pecadores y por qué cas-
tiga eternamente a los que no se convierten. Decía a Dios, que no
sabía cómo podía ser así, pues esta era contra su divina naturaleza;
que convirtiéndolos ejercitaría su bondad, ya que nada le costaba
convertir a los pecadores, los cuales estaban bajo su mano; que
debía acordarse de lo que Él y su amado Hijo habían hecho por ellos,
pues su Hijo había derramado su sangre y dado su vida en la cruz;
y de lo que Él mismo ha dicho en la Sagrada Escritura acerca de
su bondad y misericordia y de las promesas que ha hecho. Si el
Señor no es fiel a su palabra, ¿cómo puede pedir a los hombres que
cumplan la suya?
El abate Lambert, a quien ella le dijo estas cosas, le repuso di-
ciendo: “Poco a poco, que vas demasiado lejos». Después vio ella que
eso debía ser así como Dios lo tiene dispuesto.
En la Madre de Dios tuvo constantemente singular confianza, y
acudía a ella más especialmente cuando había pecado. Entonces acos-
tumbraba a orar de esta manera:
«¡Oh Madre de mi Salvador! Tú eres por dos razones Madre
mía; pues tu Hijo me dio a ti misma por Madre cuando al apóstol
San Juan le dijo: «He aquí tu Madre»; y porque yo me he desposado
con tu Hijo. Ahora, habiendo desobedecido a mi Esposo, tu Hijo, me
avergüenzo de parecer en su presencia. Ten, pues, compasión de mi,
ya que es tan bondadoso tu corazón maternal. Pídele que me perdone,
que a ti no te negará mi perdón».
Como en cierta ocasión, poco tiempo antes de la disolución del
convento. hubiera ella buscado, aunque inútilmente, consuelo en un
hombre, corrió, llorando, a la iglesia desde la puerta de la escuela,
atravesando la plaza del convento, y se postró ante el Santísimo,
pidiéndole gracia. Casi había llegado a la desesperación, porque le
parecía tener ella sola la culpa de todos los males que afligían al
convento. En esta necesidad oró diciendo:
«Yo soy, oh Dios mio, el hijo pródigo. He disipado la herencia
que Tú me diste: no soy digna de llamarme hija tuyo. Compadécete
de mi. Recibeme de nuevo. Te lo pido por mi dulcísima Madre, que
también es Madre tuya».
Entonces le respondió el Señor, que estuviese tranquila, pues su
gracia le bastaba; y que en adelante no buscase consuelo en los
hombres.
Muchas veces. cuando pedía algo con instancias y prometía al
Señor grandes cosas, Dios le preguntaba por qué hacía aquellas pro-
mesas, costándole tanto trabajo las cosas más pequeñas.

 

 

SEMBLANZA DE ANA CATALINA
Por Clemente Brentano

Reproducimos los principales fragmentos del diario
de Brentano, el poeta que copió las visiones bajo el
dictado de Ana Catalina. En ellos descubrirá el lector
las impresiones desaprensivas que recibió al principio,
y las profundas huellas que fue gradualmente dejando
en su espítiru, hasta transformarlo, la dulce extática
de Dülmen.

Llegué a Dülmen el jueves 24 de setiembre de 1818, a las diez
de la mañana. El doctor Wesener me anunció a Ana Catalina Emme-
rick, para que ella no se turbara. Me recibió amistosamente. Des-
pués de recorrer una granja y una antigua bodega, llegamos a una
escalera de piedra en forma de caracol, que conduce a su habita-
ción. Llamamos, y nos abrió su hermana, y después de atravesar una
cocina reducida, nos encontramos en donde ella estaba postrada en
su lecho. Después de haberme saludado, me dijo amablemente: “Al
verle, no se puede menos de reconocer en usted a su hermano”.
No pude menos de experimentar íntima alegría al ver su cán-
dido rostro y la inocente y alegre viveza de su conversación. Ni en
su semblante ni en toda su persona se notaba huella de violencia ni
de excitación. No son expresión sus palabras de una moral pedantesca,
ni son un sermón pesado sobre la abnegación, y menos todavía un
lenguaje todo él dulce y empalagoso. Todo lo que dice es breve, sen-
cillo y llano, pero profundo y henchido de amor y de vida. Yo es-
taba en aquella misma disposición y por esto lo entendía, y recogía
cuanto pasaba en torno mío.
Me tomaré el cuidado de anotar todo lo que observare y sepa
de la enferma. Tengo esperanza de llegar a ser su biógrafo.
Ella habla como una flor del campo y como un pájaro del aire,
y a menudo algo de profundo y de profético resuena en su canto.
Este lugar ofrece mucho de aquello que las almas simples sue-
len desear: es un pequeño pueblo campestre, sin arte y sin ciencia,
donde no se habla de literatura ni de poetas; donde por la tarde se
ordenan las vacas delante de las puertas de las casas. La mayoría
de la gente lleva zuecos; y los lleva hasta el que ayuda a Misa. Los
niños van al encuentro en la calle de todo pasajero de apariencia y
le dirigen besos con las manos. Muchos pobres prometen, a quienes
les dan limosna  el Via crucis, rezanndo con sus hijos por los bienhecho-
res; y efectivamente, cuando cesa por la tarde el trabajo, el Via
crucis es visitado por familias enteras. Los trabajos delicados de
las mujeres consisten en las labores del campo y de la huerta, en
preparar lino, desmenuzarlo, peinarlo, hilarlo, blanquearlo; y hasta
las hijas de ciudadanos de mejor condición, van vestidas como en
otros lugares las sirvientas. No se encuentra en toda esta tierra una
novela y de seguro ni una moda nueva. Cada uno lleva lo que tiene
que sea llevadero. En este lugar hay un correo postal y está la resi-
dencia de veraneo del duque de Croy-Dülmen, donde puede albergar
un séquito de treinta personas. Con todo esto se quejan del inaudito
lujo y de la decadencia de las buenas costumbres de diez años atrás.
He dejado la casa de correo adonde había llegado, y alquilado un
par de cuartos en la parte superior de la misma casa donde ella
habita. Aquí están el horno y la fonda del hermano del confesor.
He hecho esto para poder observarla mejor. Me detendré aquí un
par de semanas, por lo menos.
Bien pronto espero tener noticias de sus circunstancias exter-
nas. Tratándose de una persona aislada del mundo, no produce
mayor fatiga conocer todo esto a fondo. Quiero escribir cada una
de mis impresiones de lo que me rodea sin seguir un orden fijo has-
ta que se me presente un punto de vista firme desde el cual pueda
contemplarse el conjunto.
Necesito una autoridad que me atraiga a sí por la atmósfera
divina de la inocencia y de la piedad; que me conduzca. como a un
ciego, pues de mi mismo no puedo fiarme.
La pobre enferma vive en grande angustia, careciendo del todo
de asistencia esmerada, lo cual me aflige constantemente. Su her-
mana es muy punzante; y como, por otra parte, carece de experien-
cia, la enferma se ve en la necesidad de ayudarle en las demás fae-
nas domésticas; pero nunca se queja ni se impacienta. Una vez le
pusieron sobre la cama tal cantidad de ropa recién lavada y todavía
húmeda, que no pudo moverse hasta aligerarse de aquel peso. Con
sus manos llagadas tuvo que arreglar aquella ropa mojada y fría,
disponiéndola así para que la prensaran y plancharan; sus dedos
amoratados no podían moverse a causa del frió. Así trabaja muchas
veces medio día, y cuando se halla en estado de visión, si entonces
pronuncia alguna palabra o hace, extática, algún movimiento, su
dura hermana, que de esto nada entiende, se lo reprende con la
aspereza con que una criada ruda pudiera reprender a un niño en-
fermo o a un delirante.
La vida entera de esta simpática criatura es un continuo mar-
tirio, a causa de los infinitos dolores corporales y de los sufrimien-
tos de su alma, constantemente turbada por las visitas de curiosos e
ignorantes. Pero siempre se muestra afable y cariñosa, y en todas
las circunstancias da el honor debido a la voluntad de Dios, que así
es servido de probarla y humillarla.
Acepta y agradece con extraordinaria bondad mi solicitud de
procurarle algún alivio en medio de su situación incómoda y por
tantos conceptos molesta. Hay muchas cosas que por descuido, por
inadvertencla o torpeza, le causan graves molestias. Así, por ejemplo.
junto a su lecho había una hendidura en el muro por donde penetra-
ba el aire helado, y nadie había caído en que era mejor taparla.
Clavé alli un pedazo de hule, y ella agradeció mucho aquel cuida-
do mío.
Su situación no puede ser mas aflictiva, pero ella siempre se
muestra alegre y afable. Desde su miserable lecho no puede siquiera
ver la luz del cielo, ni las copas de los árboles que crecen delante de
su ventana; ¡ella, que se ha criado en la soledad de los campos que
rodean la casa de su padre, y que tan vivas y no comunes emociones
sentía a la vista de la naturaleza!

El viernes 9 de octubre vi con espanto y temor todas sus llagas.
Su confesor quiso que las viera para poder dar testimonio de ellas.
La herida de la lanza en el costado derecho causa profunda impre-
sión. A lo largo tendría unas dos pulgadas y media; la contemplaba
con tal sentimiento, que no pude pronunciar palabra alguna. Ade-
mas de la cruz aspada que se ve en el pecho, tiene también una cruz
latina cerca del estómago, de una pulgada, que nunca mana sangre,
sino sólo agua. Hoy le he visto también sangrar las heridas de los
pies. Es cosa que traspasa el alma ver tan maravillosamente sellado
con tales sellos el mísero cuerpo demacrado de esta paciente, que
sólo puede mover las manos y los pies, pero no puede levantarse ni
estar sentada, y que padece, ademas, los dolores de la coronación
de espinas; verla con semblante afable y lleno de amor, expresando
con sus labios inocentes palabras de consuelo y de consejo, y ala-
banzas al Señor. Junto al lecho de esta bienaventurada, instruída
desde sus primeros años, no por los hombres, sino por el Señor y por
sus ángeles y santos, yo entiendo por mil maneras lo que es la Igle-
sia Católica, y lo que es aspirar en ella a la comunión de los santos.
¡Cuán admirables y extraordinarias son las cosas que todos los
días observa en ella su confesor! Lo más sorprendente es la acción
de la consagración sacerdotal. Cuando estando en éxtasis se le acer-
can las manos ungidas del confesor, levanta la cabeza y las sigue
con ella hasta que el confesor las retira; entonces vuelve ella a dejar
caer la cabeza. Esto le sucede con todos los sacerdotes. Quien tal ve,
como lo vi yo, no puede menos de reconocer que sólo en la Iglesia
hay sacerdocio, y que la consagración sacerdotal es algo más que una
ceremonia. Una vez le oí decir, llorando, estas palabras: “Los dedos
consagrados de los sacerdotes seran conocidos en el Purgatorio y
aún en el Infierno, y arderán con un fuego especial. Todos los co-
nocerán y vituperarán».
¡Qué obediencia la suya tan entera y conmovedora a los supe-
riores eclesiásticos! Cuando llega el momento de mudarle su her-
mana las ropas del lecho, y su confesor le dice: “Emmerick, leván-
tate por obediencia”, entonces despierta ella con un repentino es-
tremecimiento y, moviéndose trabajosamente, intenta ponerse dere-
cha. Hoy rogué al confesor que le dijera en latín, en voz muy baja,
que se levantara. Acercóse éste algo al lecho desde el lugar algo apar-
tado donde se hallaba rezando el breviario, y pronunció estas pala-
bras en voz ininteligible: “Tu debes obedire et surgere, vent”. Al
punto hizo ella un rápido movimiento como si quisiera levantarse.
Asustado el confesor, le preguntó que quería, a lo cual respondió ella:
“Me llaman». Pero al momento se tranquillzó cuando le dijo el con-
fesor que no se moviera.
Este repentino despertar al oir la voz del superior siempre es
muy conmovedor a mis ojos, pues me causa mucha lástima ver como
aquella pobre enferma, sin tener en cuenta su vida interior de vi-
siones, es lanzada repentinamente desde el mundo de luz en que
propiamente vive, a una realidad turbada y profundamente dolorosa.
Cáusame la misma penosa impresión que me produciría el ver arro-
jar en una oscura nevera a un pobre niño enfermo que se hallara
jugando entre las flores. Pero su vocación es padecer, y aunque al
volver en sí y al mundo exterior tiene que esforzarse y luchar con-
sigo misma, da gracias sonriéndose afectuosamente por todo lo que
padece. Esta obediencia la presta ella libremente y sin necesidad;
pero aunque fuera moralmente irresistible, el efecto seria el mismo,
pues su alma está en todo tiempo tan pronta, como un niño obediente,
para acudir cuando lo llaman. Al despertarse, la oía yo decir con voz
conmovedora: «|Debo ir!». «Si, voy»: o bien: “No puedo; tengo los
pies enclavados; desenclavádmelos”. Con esta súplica daba a enten-
der que tenía los pies siempre en la misma posición, extendidos co-
mo los de un crucifijo. tanto que al despertar, sólo con gran trabajo
podía separar el uno del otro. Después se pasa la mano por los ojos,
vuelve del todo en sí al rociarse con agua bendita, se hace la señal
de la cruz y toma el rosario si durante el éxtasis se le ha caído de
las manos.
Poco tiempo después, habiendo rogado yo a su confesor que le
impusiera su precepto por escrito, este escribió en mi presencia las
siguientes palabras: “Levántate, se obediente». La enferma se ha-
llaba en éxtasis, con la cabeza cubierta con dos tocas y ceñida con
un lienzo doblado. En el momento en que el escrito tocó a los lienzos
que cubrían la cabeza de la enferma, esta exhialó un profundo sus-
piro y se levantó. «¿Qué quieres?”, le preguntó el confesor. «Levan-
tarme», respondió ella, “que me llaman». Pero habiendole dicho el
confesor que permaneciera tranquila, y habiendo apartado de ella el
papel, volvió a caer en la misma inmovilidad que antes. Este escrito
lo conservo para probar si en ausencia del confesor puedo desper-
tarla también yo.
Estando el confesor ausente, y hallándose ella esta tarde en éx-
tasis sin que nadie pudiera hacerla volver en sí, fui por el mandato
escrito, y apenas se lo coloque sobre el pecho, despertó.

Hoy se ha desmayado varias veces a consecuencia de los dolores,
por lo cual ha sido necesario darle almizcle; pero habiendo sentido
ansias y conatos de vómito, se le han dado fricciones de opio en el
estómago. Todas estas cosas las ha llevado con suma paciencia.
Estaba casi muerta. Yo me hallaba no lejos de su lecho, sintiendo
gran compasión, y ella me saludó con un ligero movimiento de ca-
beza. A todo lo que su confesor le decía, respondía, desmayada, en
voz baja: «Si, si». En medio de aquellas angustias mortales era una
imagen conmovedora de obediencia y sumisión. Al día siguiente decía:
«Por lo noche tuve mucho que padecer; pero si puedo sufrirlo en paz,
todo me parece muy suave. Es muy dulce pensar entonces en Dios.
Un solo pensamiento dirigido a Dios tiene a mis ojos mas valor que
ei mundo entero. Las medicinas no me aprovechaban, y yo no podía
tolerarlas».
Le he manifestado mi deseo de buscar alguna persona bien edu-
cada, sencilla y digna para que la cuide y asista en su enfermedad.
AL oírme ha empezado a llorar como una niña, lamentándose de no
haber recibido buena educación. Yo le repuse que parecía que no me
había comprendido, pues de ningún modo quería decirle que ella
careciera de tales dotes; que lo que deseaba para consuelo suyo era
una persona adornada de estas cualidades. que la asistiera. Pero ella
siempre volvía a lo mismo. aplicándose dichas palabras y negando
que tuviese tales prendas. Por último, como me impacientara, viendo
que no quería entenderme, díjome llorando con voz suplicante: “No
quiero ofenderle a usted. No tengo buenas prendas; pero Dios se
compadecerá de mi”.
Un día ella me refirió lo siguiente: “Muchas veces me he visto a
punto de morir a consecuencia de los dolores de cuerpo y alma que
he padecido, y de las espantosas imágenes que he visto. En tales oca-
siones desfallezco, y no tengo ni una gota de agua con que confor-
tarme, porque no puedo hacer movimiento alguno». Al oir de su boca
estas palabras, le di de beber, habiendo mojado con agua bendita el
borde del vaso. “Eso es vino», dijo, “vino del jardin de la Iglesia».
Otro día me hallaba sentado en su habitación, estando ella en
contemplación. Como empezara a suspirar penosamente, sin volver en
sí, me llegué a ella con el vaso que siempre había a su lado y que
debía contener agua bendita. Preguntéle si quería beber; pero ella
movió la cabeza y mirándome tristemente. dijo con voz apagada:
«¡Agua fresca y bendita! Aqui cerca hay dos sacerdotes que tienen
de Dios la facultad de bendecirla; pero se olvidan de mi; voy a desfa-
llecer. Dios quiere que yo viva de esto; no me dejen morir». Al punto
fui a la habitación próxima, del abate Lambert, en cuya compañía
encontré al confesor, a quien suponíamos ausente. Este bendijo agua
fresca y se la llevó. Después de haber bebido, dijo: “¡Ya he tomado
fuerzas!” Y como el confesor le dijera en broma: “Vente conmigo
por obediencia», ella intentó levantarse; pero como el mandato no
había sido verdadero, volvió a caer desmayada. Aunque extraordi-
nariamente conmovido a vista de esta escena, no me atrevi a pedir
al confesor que omitiera semejante prueba para no turbar la armo-
nía y buena correspondencia; pero no pude menos de llorar de com-
pasión al ver cuan tranquilamente y sin quejarse la sufrió.
Otra vez la oí expresarse en estos términos acerca de las ben-
diciones sacerdotales: “Es muy triste la negligencia de los sacerdotes
en nuestros días respecto a las bendiciones. No parece sino que no
saben muchas veces lo que son estas bendiciones; gran número de
ellos apenas creen en su virtud, y se avergüenzan de ellas como de
ceremonias anticuadas y supersticiosas; otros usan de este poder
y gracia, que Jesucristo les ha conferido, sin atención y como de
paso. Cuando ellos no me bendicen, Dios me suele bendecir; pero
como el mismo Dios ha instituido el sacerdocio y le ha otorgado la
potestad de bendecir, casi desfallezco por el deseo de recibirlas.
En la Iglesia todo forma un solo cuerpo: así que cuando a alguno
de sus miembros se le rehúsa algún bien, se siente como desfallecido».
Veíala en oración. Sus llagadas manos, de cuyos dedos el de en
medio estaba dolorosamente encorvado hacia adentro, las tenía
abiertas y apoyadas por bajo el pecho. Parecía sonreirse; su rostro
era expresión elocuente de inteligencia y perspicacia, y eso que tenía
cerrados los labios y los ojos. Su aspecto me conmovió profundamente.
Aquella paz y admirable devoción que se reflejaban en la inocencia
infantil de su rostro, avivaron extraordinariamente en mí el senti-
miento de mi indignidad y de mis culpas. Durante la tranquila so-
lemnidad de aquellos momentos estaba yo en su presencia como un
mendigo, suspirando tristemente.