Viaje de Jesús al país de los Reyes Magos y Egipto – Sección 2

VI
La resurrección de Lázaro
Estando Jesús en una población de Samaria adonde había
acudido la Virgen María con María Cleofás para celebrar el
Sábado, recibieron la noticia de la muerte de Lázaro. Las her-
manas de Lázaro dejaron a Betania, después de la muerte de
éste, y se trasladaron a una posesión en Gines para encontrarse
con Jesús y con María Santísima. Mientras tanto en Betania
se procedió con el cadáver de Lázaro según la costumbre judía:
fué embalsamado y colocado en un sarcófago hecho con madera
y mimbre entretejido. En torno de Jesús estaban todos los
apóstoles. Recorrieron varias poblaciones de la comarca de Gi-
nea, donde Jesús enseno en la sinagoga en el Sábado y después
se dirigió a la posesión de Lázaro adonde ya le había precedido
la Virgen María. Aquí fue donde le salió al encuentro Magda-
lena, anunciándole la muerte de su hermano Lázaro. Jesús le
contestó que el momento aún no había llegado y que convenía
que hubiese muerto. Dijo a ambas hermanas que dejasen todas
las cosas pertenecientes a Lázaro donde estaban y que Él iría
a Betania. Las santas mujeres fueron a Betania y Jesús volvió
a Ginea, y todavía se hospedó en otro albergue a una hora de
Betania. Aquí llegó de nuevo un mensajero de Marta y Mag-
dalena, rogándole que fuese a Betania; pero Jesús demoróse aún.
Reprochó también a los apóstoles sus quejas de que tardase
tanto en ir a consolar a las hermanas de Lázaro. Se produjo
de este modo una situación extraña: ellos no comprendían por
qué tardaba tanto, y Jesús no podía decir o no convenía decir
lo que pensaba hacer. Jesús trataba de corregir sus modos hu-
manos de obrar y pensar y, sin declararles lo que pensaba hacer
con Lázaro, inspirarles confianza y seguridad en su Persona.
Enseñó, hablando de los viñadores; y como oyese la madre de
Juan y Santiago que siempre hablaba de su próximo fin, se
acercó a Jesús y le pidió otra vez en favor de sus dos hijos un
buen puesto en el reino que iba a fundar. Jesús la despidió con
seriedad.
Después prosiguió, enseñando, por diversas localidades, en
dirección a Betania. La posesión de Lázaro estaba parte dentro
de las ruinosas murallas de la población y parte fuera de ellas,
el jardín y algunos patios. Lázaro había muerto hacía ocho días.
Por cuatro días lo habían dejado sin enterrar, pensando que
Jesús vendría para resucitarlo. Las hermanas habían ido a Gi-
nea, pero como Él no quisiese todavía ir a Betania, se volvieron
y lo hicieron enterrar. En este momento se encontraban los
amigos, hombres y mujeres de Jerusalén, en la casa para llorar
con las hermanas al difunto Lázaro. Me parecía ser ya de tarde
cuando María de Zebedeo entró y avisó a Marta, que estaba
entre las mujeres, que Jesús venía. Marta fue con ella al jardín
donde estaba Magdalena sola, bajo un ramaje, y le dijo que
Jesús se acercaba. Quería dejar ir primero a Magdalena, por
amor a ella, al encuentro de Jesús. Pero no he visto que se haya
acercado a Jesús. Cuando Él se encontraba rodeado de los após-
toles y discípulos no solía admitir fácilmente que se acercaran
las mujeres. Como ya oscurecía, volvió María a entrar en la
casa, tomó el sitio de Marta y ésta fue al encuentro de Jesús,
que estaba en el jardín, bajo una enramada, rodeado de los
discípulos y mucha gente. Marta habló con Jesús y volvió adon-
de estaba Magdalena, que salió y fue al encuentro de Jesús, y
echándose a sus pies, le dijo: “Si hubieras estado aquí, él no
hubiera muerto». Los presentes lloraban. Jesús también se en-
tristeció y lloró y habló largamente de la muerte. Algunos de
los oyentes bajo la enramada, cuyo número aumentaba por mo-
mentos, hablaban entre si, preguntándose por qué habría per-
mitido que muriese Lázaro.
Me pareció que era de mañana muy temprano cuando Jesús
fue con sus apóstoles al sepulcro. María Santísima, Marta, Mag-
dalena y otras mujeres, en número total de siete, estaban pre-
sentes y muchas otras personas. Se suscitó casi un tumulto,
pues crecía el número de personas por momentos: me recordó
la confusión de los curiosos el día de la crucifixión. Caminaron
por un sendero bordeado por un seto de plantas, atravesaron
una puerta y anduvieron como un cuarto de hora hasta llegar
al cementerio de Betania que estaba circundado de una mu-
ralla. De la puerta del cementerio partía un sendero a derecha
e izquierda de una colinita, en el medio cortada y abovedada,
donde a los lados se encontraban las Sepulturas cercadas por
una reja. Desde este espacio abovedado se veía el verdor de
los árboles de afuera. De trecho en trecho había en el techo
claraboyas que proyectaban luz en el interior del corredor. La
sepultura de Lázaro era la primera a la derecha y habia esca-
lones para bajar hasta ella. La sepultura era rectangular, de
casi un metro de profundidad, cubierta con una piedra. Dentro
de la cavidad se veía el cajón, hecho de mimbres entretejidos,
muy liviano y en torno había espacio para andar. Jesús se ade-
lantó con algunos apóstoles hasta el sarcófago, mientras las
santas mujeres permanecieron en la puerta. Los demás se agol-
paban en forma desordenada, curiosos por ver lo que iba a
suceder. Jesús mandó a los apóstoles levantar la piedra del
sepulcro, la cual apoyaron contra la pared; asimismo levanta-
ron otra puerta de madera liviana. En ese momento habló Marta
diciendo que hacía cuatro días que estaba en el sepulcro y que
ya hedía el cadáver. Los apóstoles alzaron también la tapa
liviana del sarcófago y se vio el cadáver envuelto como acos-
tumbraban los judíos. Jesús levantó los ojos al cielo, oró en
voz alta y clamó con voz fuerte: “¡Lázaro, sal afuera!» Al ins-
tante el cadáver se movió y se sentó en su cajón. La muche-
dumbre se agolpó de tal manera para ver, que Jesús tuvo que
mandar la hiciesen salir fuera del recinto. Los apóstoles que
estaban en torno del cadáver resucitado le quitaron el lienzo
del rostro, que aparecía como de uno que recién despierta; le
desataron manos y pies de las envolturas; entregaron esas cosas
a las mujeres de afuera, y recibieron un manto para envolver
a Lázaro. Lázaro subió las gradas de su sepultura y salió de
la hoya caminando como una sombra. Le pusieron el manto
encima. Caminaba como un borracho, delante de Jesús, hacia
afuera, donde las mujeres y sus hermanas retrocedieron como
ante la vista de un fantasma, y se echaron al suelo sobre sus
rostros sin atreverse a abrazarlo. Jesús, que salió detrás de él,
lo tomó amigablemente de ambas manos. Después se dirigieron
hacia la casa de Lázaro. La muchedumbre era grande; pero
como estaban llenos de temor, abrieron paso a Jesús y a Lázaro,
siguiéndolos detrás, llenos de admiración. Lázaro caminaba aún
como rasando la tierra, con todas las señales de un cadáver
ambulante. Jesús iba al lado de él; los demás los rodeaban y
seguían detrás llorando, o en profundo silencio, llenos de ex-
pectación. Pasaron el portón, recorrieron el sendero bordeado,
llegaron a la enramada y Jesús entró en la casa con Lázaro y
los suyos. La muchedumbre, desde afuera, comenzó a agitarse
en comentarios y en desordenadas conversaciones. Ya adentro,
Lázaro se echó al suelo, como suelen echarse los que profesan
en una orden. Cuando Jesús terminó de hablar, fueron a las
piezas de Lázaro, que estaban como a cien pasos de aquí. Jesús,
los apóstoles y Lázaro permanecieron en el comedor. Los após-
toles se pusieron en círculo, en torno de Jesús y de Lázaro, que
se echó de rodillas. Jesús le puso su mano derecha sobre la
cabeza y sopló sobre él siete veces con un aliento luminoso. Vi
cómo salía de Lázaro un vapor oscuro, y he visto al demonio,
como una forma alada y negra, salir fuera del círculo, rabioso
y derrotado. Después consagró Jesús a Lázaro a su servicio, lo
libertó de todas las ataduras y aficiones a las cosas de este
mundo y con el pecado, y lo fortaleció con dones espirituales.
Habló largamente con él, diciéndole que lo resucitó para que
se consagrase a su servicio y que padecería gran persecución
de parte de los judíos. Lázaro estaba aún con sus telas del se-
pulcro y con el manto. Ahora se fué a su pieza para dejar esas
envolturas y vestirse como antes. Entonces lo abrazaron sus
hermanas y sus amigos, pues hasta ese momento tenia un as-
pecto cadavérico que asustaba.
He visto que su alma, al separarse del cuerpo, fue a un
lugar silencioso, de luz y de penumbra, donde no había penas,
y que allí contaba a los justos José, Joaquín, Ana, Zacarías,
Juan y otros lo que estaba pasando con el Redentor y en qué
punto se encontraba de su misión. Cuando Jesús sopló siete
veces sobre Lázaro, éste recibió los siete dones del Espíritu
Santo y se sintió libre de las ataduras de la tierra. Recibió estos
dones antes que los mismos apóstoles, pues con la muerte había
conocido grandes misterios, y visto las cosas del otro mundo;
había muerto realmente y era como si hubiese nacido a nueva
vida: podía, pues, recibir estos dones. Lázaro encierra una gran
significación y un profundo misterio.
Se preparó una gran comida y todos se sentaron a la mesa.
Trajeron varias clases de alimentos; había pequeños vasos so-
bre la mesa. Un hombre cuidaba el orden. Las mujeres vinieron
después de la comida y se colocaron detrás para oir la ense-
ñanza de Jesús. Afuera había un rumor ensordecedor: habían
venido muchísimos de Jerusalén, hasta soldados para custodiar
la casa. Jesús envió a los apóstoles a echar a la gente y a los
guardias. Jesús habló largo tiempo, hasta que encendieron las
lámparas. Dijo a los apóstoles que mañana irá a Jerusalén con
sólo dos de ellos. Como le presentaran el peligro a que se ex-
ponía, Jesús contestó que no pensaba mostrarse en público y
que no advertírían su presencia.
Luego, arrimados a las paredes, descansaron. Antes de
aclarar, Jesús tomó a Juan y a Mateo, que se arreglaron algo
diferente de lo acostumbrado, y salieron para Jerusalén. Ro-
dearon la ciudad y llegaron por caminos extravìados a la casa
donde más tarde se celebró la Cena pascual. Permanecieron allí
todo el día y la noche siguiente en soledad y silencio. Jesús
enseñó y fortaleció a algunos amigos que tenía en Jerusalén.
Vi en la casa a María Marcos y a la Verónica y a unos doce
hombres. Nicodemo, el dueño de la casa, que la presta gustoso
para los amigos de Jesús, no estaba allí. Habia ido a Betania
para saludar a Lázaro.
He visto también una gran reunión de fariseos y grandes
sacerdotes, por causa de Jesús y del caso de Lázaro, y oí entre
otras cosas que temían que Jesús se pusiese a resucitar a otros
muertos y se produjera un gran desorden. En Betania, en efec-
to, se produjo un gran tumulto. Si hubiese estado allá Jesús
quizás lo hubieran apedreado. Lázaro y los amigos de Jesús de
Betania tuvieron que ocultarse y los apóstoles huyeron en di-
versas direcciones. Más tarde se aquietaron, pensando que Lá-
zaro, al fin, no tenia la culpa de haber vuelto a la vida. Jesús
permaneció toda la noche en la casa del monte Sión. Antes de
amanecer salió de Jerusalén y anduvo por la orilla del Jordán,
no por el camino de Bethabara, sino en dirección Noreste. Al
mediodía había pasado el Jordán. Por la tarde fueron llegando
los apóstoles de Betania. Pasaron la noche al amparo de un
extenso árbol.
A la mañana siguiente entraron en una pequeña población.
A la vera del camino Jesús vio a un ciego al cual conducían
dos niños que no eran ni parientes del ciego. Éste era un pastor
de la comarca de Jericó; habia oido a los apóstoles que venía
Jesús, y asi comenzó a suplicar por ayuda. Jesús puso su mano
sobre la cabeza del ciego y se abrieron sus ojos. El ciego arrojó
sus harapos y con el vestido interior siguió a Jesús hasta el
poblado, donde Jesús enseñó y habló de su seguimiento: que
uno debe, como este ciego, dejar sus harapos, costumbres malas
y seguirlo viendo. Aquí le dieron al ciego un manto para cu-
brirse mejor. Quería quedar con Jesús y seguirle, pero le di-
jeron que debía primero mostrar cómo se portaría. Jesús enseñó
hasta la tarde. Estaban allí con Él unos ocho apóstoles. Como
se acercara a una población, tuvo hambre. Me reí de esta ham-
bre de Jesús, que era hambre de almas. Le acompañaban desde
la última población y no estaba todo en orden en algunas per-
sonas. El camino pasaba junto a una higuera sin fruto. Jesús
acercóse al árbol y lo maldijo: el árbol se secó de inmediato,
sus hojas se pusieron amarillas y el árbol se contrajo sobre si
mismo. Después, en la escuela del lugar, Jesús habló de la
higuera que no da frutos. Había algunos escribas, doctores y
fariseos de malas intenciones, quienes le dijeron que se vol-
viera por donde había venido. Aquí corre un arroyo que tiene
un puente en el lugar llamado Betharán. La escuela está sobre
una altura. Pasaron la noche en un albergue.

 

VII
Jesús se dirige al país de los Reyes Magos
Jesús y sus acompañantes se dirigieron al dia siguiente al
Noreste, a la región de Gad. Le oí decir que se apartaría de
ellos por algún tiempo, dónde pensaba ir, y dónde debian en-
señar y dónde no, y les indicó el lugar donde volverían a
reunirse. Jesús va a iniciar un viaje admirable. El Sábado lo
pasará en la Gran Corozaín, luego irá a Betsaida y de allí
partirá hacia el Sur, por la región de Maqueronte, en Madián.
Llegará hasta el lugar donde Agar abandonó a su hijo Ismael
y donde Jacob levantó la piedra recordatoria. lrá por la región
Este del Mar Muerto y llegará adonde Melquisedec hizo el sa-
crificio en presencia de Abraham. Allá existe todavía una ca-
pilla, donde a veces dicen la Misa. La veo hecha de piedra bruta,
toda cubierta de verdor y de musgo. Jesús piensa ir también a
Egipto, a Heliópolis, donde vivió cuando niño. Hay allí algunas
buenas personas que jugaron con Él, y que nunca lo olvidaron.
Siempre preguntan adónde habrá ido ese Niño, pues no podrían
saber que es el mismo que los visitará. Volverá a atravesar el
valle de Josafat, irá adonde Juan lo bautizó y donde fue ten-
tado en el desierto. Dijo que su ausencia durará como tres me-
ses. Lo volverán a encontrar junto al pozo de Jacob, en Sichar,
aunque lo podrán ver antes, porque vendrá atravesando la Ju-
dea. Los instruyó en un sermón largo y les dio muchas instruc-
ciones de cómo debían portarse en la misión durante su ausen-
cia. Recuerdo aquellas palabras: que sacudieran el polvo de sus
sandalias donde no los recibieran. Mateo volvió por algún tiempo
a su casa. Está casado y su mujer es muy buena y piadosa.
Desde su llamamiento al apostolado viven voluntariamente en
continencia. Enseñará en su casa y pasará algún tiempo en
retiro.
En la Gran Corozaín enseñó Jesús el Sábado en la sinagoga.
Pedro, Andrés y Felipe estaban con Él. Al mediodía se le acercó
un hombre que lo esperaba: era de Cafarnaúm. Rogó al Señor
que fuera con él a sanar a su hijo. Jesús le dijo que se volviera
tranquilo, que su hijo estaba sano. Se habían reunido allí bas-
tantes enfermos de la ciudad y de afuera: a unos los sanó de
repente; a otros les dijo lo que debían hacer, y luego sanaron.
A la conclusión del Sábado, se despidió de la gente y se dirigió
con algunos apóstoles hacia donde el Jordán se echa en el lago,
para pasar al otro lado. Había un paso más arriba, algo lejos;
aquí se cruzaba el río en una especie de balsa remada con pa-
los, que tenía en medio un resalto donde se colocaban los bultos
para preservarlos del agua. El Jordán no es aquí muy hondo
y me pareció ver algunas isletas en él. Después vi a Jesús y a
los tres apóstoles caminando al claror de la luna. Delante de
Betsaida hay un galpón, como suelen encontrarse en Palestina,
en las afueras de las ciudades, donde los viajeros se detienen
antes de entrar en la ciudad para arreglar sus vestidos, lavarse
los pies y descansar. Se encuentran generalmente en estas casas
cuidadores que lavan los pies a los viajeros. Esto hicieron con
Jesús y sus apóstoles. Fueron a casa de Andrés, que está casado,
donde comieron miel, panecillos y uvas. La casa está a un lado
de la ciudad; tiene un patio delante y está rodeada de un muro.
Con Jesús llegaron Pedro y Felipe; ya Andrés los había pre-
cedido. En la mesa había doce personas y al final de la comida
se acercaron seis mujeres para oír a Jesús.
Cuando al día siguiente dejó la ciudad se entretuvo en una
casa de implementos de pesca, donde se habían reunido muchos
hombres para escucharlo. Después se dirigió al Norte, costeando
el Jordán, hasta el puente que lo atraviesa y anduvo por la
Galilea del Este, en el país de Basán. He visto que algunos
discípulos esperaban a Jesús al otro lado del Jordán, donde
había mucha arena y piedrecitas blanquizcas. Le esperaban en
una techumbre abierta por los lados. Había entre estos discí-
pulos tres jovencitos muy esbeltos que habían llevado. He visto
que cosechaban unas bayas verdes, grandes como higos, y pe-
queñas manzanas amarillas, que encontraban en los árboles,
que ellos arrancaban con unos palos provistos de ganchos. El
camino por donde llegó Jesús con los tres apóstoles me pareció
poco frecuentado, pues había mucha hierba alta y serpenteaba
entre árboles frutales de los cuales los apóstoles arrancaban
frutas que guardaban en sus sacos: Jesús no tomó de esos frutos.
Habían caminado toda la noche, siempre ascendiendo.
Los discípulos, que lo esperaban, le salieron al encuentro, y
lo rodearon, saludándole, sin darle la mano. Delante de la te-
chumbre había un tirante bastante largo y ancho y en torno
de él, como si fuera una mesa, se colocaron Jesús y sus acom-
pañantes. Cada uno puso una porción de las frutas y bayas que
habían recogido. Llevaban bebida que tomaron en vasos peque-
ños. A cierta distancia se veía una montaña y una ciudad. Creo
que era en el país de los amoritas. Desde aquí torcía el camino
hacia abajo. Los vi andando todo el día y llegar por la tarde
a un vìllorrio de casas desparramadas, donde había un albergue
y mucha gente se agolpó en tomo de ellos curiosamente. No
sabían casi nada de Jesús, pero eran buenos y sencillos. Relató
la parábola del buen pastor. De aqui se dirigieron a otro al-
bergue donde comieron y pasaron la noche.
El Señor les dijo que pensaba seguir solo, con los tres jó-
venes, por el país de Caldea, al país de Ur, donde nació Abra-
ham; y después, a través de Arabia, a Egipto. Mandó a sus dis-
cípulos que fueran por los pueblos cercanos enseñando, que Él
haría lo mismo en los países que visitaría. Les recordó el punto
donde volverían a verlo después de tres meses. Entre los discí-
pulos he visto a Simeón, Cleofás y Saturnino. Con el nuevo día
Jesús se despidió de los apóstoles y discípulos, dándole la mano
a cada uno. Estaban muy tristes porque no quisiera llevar más
que a esos tres jóvenes, que serían de dieciséis a dieciocho años,
y muy distintos de los judíos, esbeltos y resueltos, de largos
vestidos. Son como niños en compañía de Jesús y le sirven ama-
blemente. No bien llegan a alguna fuente o pozo se apresuran
a lavarle los pies. Durante el camino van de un lado a otro,
traen frutas, bayas, flores y cuanto encuentran. Jesús les enseña
amablemente y les declara en parábolas todo lo que ha sucedido
hasta ahora. Los padres de estos jóvenes pertenecieron al sé-
quito del rey mago Mensor. Habían venido con los Reyes Magos
a Palestina y se quedaron entre los pastores después que los
Reyes huyeron de Belén. Vivieron allí, casándose con hijas de
los pastores y tenían su pastoreo entre Samaria y Jericó. El
más joven se llama Eremenzear, y más tarde Hermas. Era el
niño a quien sanó Jesús, a ruego de su madre, después del diá-
logo con la Samaritana, junto al pozo de Jacob, en Sichar. El
mediano se llama Sela o Silas; y el mayor Eliud, y en el bau-
tismo se llamó Siricius. Les dicen los discípulos discretos y más
tarde se juntaron con Tomás, Juan y Pablo. Eremenzear escribió
la relación de este viaje.
Jesús llevaba una túnica oscura, que caía en amplios plie-
gues; por encima un vestido largo y blanco, de anchas mangas
y faja ancha que sujetaba el vestido; tenía un paño blanco con
que se cubría la cabeza de noche para dormir. Jesús era más
alto que los apóstoles. Dondequiera que estuviese, caminando
o parado, se destacaba, con su frente amplía y serena, entre los
demás. Caminaba derecho, no era ni delgado ni grueso, sino
proporcionado, noble, esbelto, con la flexibilidad del hombre
sano, de hombros anchos y pecho robusto. Sus músculos eran
desarrollados, como los del hombre hecho a la fatiga y al andar,
aunque sin las señales ni las rudezas que deja el trabajo.
El camino que tomó Jesús con los tres jóvenes, después
que se despidió de los apóstoles, descendía hacia Oriente, a una
región arenosa, bordeada de árboles, cedros y palmeras. Al
frente se levantaban las montañas de Galaad. Quería estar para
el Sábado en la última ciudad de esa dirección: Kedar. Durante
el camino comieron frutas y bayas. Los jóvenes traían una bolsa
con panecillos y vasitos con bebidas y llevaban bastones de
viaje. Alguna vez Jesús llevaba bastón, mas luego lo dejaba.
Por calzado sólo llevaba sandalias. A la noche entraron en una
vivienda, donde había gente sencilla, pero grosera. Jesús no se
dió a conocer en ninguna parte, aunque enseñaba con parábolas
diversas, especialmente la del buen pastor. La gente preguntaba
sobre Jesús de Nazaret, pero Jesús no les decía que era Él.
Preguntaba sobre sus trabajos y sus negocios. Ellos lo tenían
por un pastor viajero que buscaba lugares de pastoreo, como
sucedía frecuentemente entre los pastores de Palestina. No lo
he visto sanar ni hacer milagros aquí. Por la mañana anduvo
hasta quedar a pocas millas de Kedar, que se halla en una
altura, mientras la montaña está detrás. Desde aquí, la patria
de Abraham, está, creo, más lejos, al Noreste, y la patria de los
Reyes Magos, hacia el Oriente, pero más al Sur.
Parte de los discípulos había vuelto a sus casas, y parte se
había repartido, enseñando y misionando. Zaqueo de Jericó,
que habia estado también con los discípulos, volvió a su casa,
dejó su oficina y su negocio, vendió todo, lo repartió a los po-
bres y se retiró a una pequeña aldea, donde vivió en continen-
cia con su mujer.
Nueve semanas había fijado Jesús a sus discípulos hasta
su próxima reunión en Sichar. El tumulto en Jerusalén, por
causa de la resurrección de Lázaro, fue muy grande. Jesús se
ausentó precisamente para ser olvidado, mientras la noticia y
las averiguaciones en torno de la verdad del hecho ayudaban
a la conversión de muchos judíos. Cuando Jesús volvió de su
viaje, estaba demacrado. Nada hay escrito de este viaje de Je-
sús, porque ningún apóstol estuvo con Él, y algunos ni sabrían
a punto fijo adónde se dirigió en su ausencia. Yo vi estos luga-
res por primera vez entonces. Jesús iba caminando con sus tres
acompañantes, siempre hacia el Sudeste, aunque haciendo al-
gunos rodeos. Pasaron la noche en una choza de pastores aislada.
La gente es buena, sin malicia ni malas intenciones: miran y
tratan a Jesús con admiración y lo quieren mucho. Él les cuenta
varias parábolas de las que contó en Palestina y le escuchan
con mucha atención y gusto. No lo he visto hacer curaciones ni
tampoco bendecir. Cuando le preguntan sobre Jesús de Nazaret,
hablaba de los que le siguen y entrelazaba esto con parábolas y
comparaciones. Lo tienen, en general, por un pastor que busca
ovejas o praderas para apacentarlas.

 

VIII
Jesús en Kedar
Antes del Sábado llegó Jesús con sus tres jóvenes a Kedar.
No anduvieron por el camino real, sino por caminos vecinales.
Era ya demasiado tarde para entrar en la ciudad: pernoctaron
afuera, en un gran galpón, donde otros caminantes encontraron
también refugio. Había ciertas comodidades para pasar la noche
y el edificio estaba rodeado de un patio cerrado. El cuidador
abrió la puerta del recinto y se retiró a la ciudad. Cuando volvió
a la mañana siguiente, recibió de los viajeros una modesta paga.
Los caminantes se dispersaron y el cuidador tomó a Jesús y a
sus compañeros y los llevó a su casa. La ciudad está en una
ladera del monte, se extiende a uno y a otro lado del río: consta
de una parte vieja y otra nueva, divididas por el río, que viene
del Oriente y corre hacia Palestina. La orilla es barrancosa y
sobre el río hay dos arcos amuralledos. De este lado presenta
un aspecto pobre: está habitado por judíos pastores que se
ocupan además de varios trabajos. Del otro lodo la ciudad pa-
rece mejor y está habitada por paganos. Estos hombres ya no
visten del todo a la usanza de la Palestina. Hay una sinagoga
y una fuente cercana de verdor y de arena. Es este el mejor lugar
de la población. Jesús con sus tres jóvenes y el cuidador
se dirigieron a la sinagoga y celebraron el sábado en intimidad.
Al final de la oración preguntó Jesús si podía contar algo y
como maniiestaran mucha alegría y deseo de oirle, contó la
parábola del Hijo pródigo. Le escucharon con mucha atención
y admiración, ignorando Quién era el que lea estaba hablando.
Se llamaba a Si mismo el buen pastor que busca a sus oveja
perdidas para llevarlas a buenos pastos. Lo tenían por un Pro-
feta y lo llevaban a sus casas, donde Él enseñaba. Al día si-
guiente enseño junto a la fuente, mientras hombres y mujeres
estaban sentados a sus pies, escuchando. Él recibía a los niños
y los estrechaba a su pecho. Les contaba cómo Zaqueo había sus
bldo al árbol para verlo mejor, cómo luego dejó todo para ee-
guirlo, y habló de aquellos dos que fueron a rezar y el uno
decía: «Bien, que yo no soy como el publicano»; y el otro, gol-
peándose el pecho: “Señor, ten piedad de mi, que soy un pobre
pecador». La gente quería mucho al Señor y no tenía recelo en
su compañía.
Le pidieron se quedase hasta otro Sábado y enseñase en la
escuela. Como le preguntaran por Jesús de Nazaret, contó al-
gunas cosas de Él y de su doctrina. Después salió con sus acom-
pañantes, caminando hacía el Sur, por una hermosa comarca
de palmas y praderas llamada Edón; visitó una casa donde el
padre y la madre estaban enfermos, con varios niños que iban
y venían. Eran gente buena. Preguntáronle por Jesús de Na-
zaret, del cual habían oído decir tantas cosas. Jesús habló de
Él: que le perseguirían, que volvería al reino de su Padre y
que haría partícipe de su reino a todos aquellos que le siguen.
Esto lo expuso con la parábola de un rey con su hijo. En ese
momento vi un cuadro de sus padecimientos, de su Ascensión
al cielo, a su trono, y de su reinado sobre el mundo, al lado
del Padre, rodeado de ángeles y de aquellos que le habían se-
guido. Oí la relación de su reino, mientras narraba la parábola,
el cual les quedaba impreso en el corazón como recuerdo de
su presencia. Como les preguntara si creían eso, tal cual les
contaba, y si querían seguir a ese buen Rey, y ellos respon-
dieran que sí, les prometió que Dios los premiaría, les daría
la salud y lo acompañarían a Él hasta Edón. En efecto, sanaron
de repente, con maravilla de todos, y lo acompañaron hasta
Edón. Este hombre se llamaba Benjamín y descendía en línea
directa de Ruth. Creo que Tito era un hijo o pariente de estos
dos curados allí. Tenía entonces 14 ó 16 años, había estado en
Kedar y en otros lugares de esta comarca, donde enseñó Jesús,
para oír su predicación y oir a otros contar las cosas de Jesús.
Marcos, cuya ciudad natal estaba más cerca de la Palestina, y
Silas, eran también conocidos de esta familia.
Jesús anduvo, con un bastón retorcido de pastor en su dies-
tra, por unos campos amenos, llenos de palmeras, camino de
Edón. Se celebraba allí un casamiento. La casa era una sala
grande, que tenía cocina y lugares para dormir de tres en tres,
separados por un tabique. Los hombres y las mujeres, la novia
y el novio, adornados con coronas, se hallaban en una gran sala
donde ardía una lámpara en pleno día. Niños y niñas tocaban
con flautitas y otros instrumentos, y cantaban. Estas piadosas
personas esperaban a Jesús, a quien tenían por un gran Profeta.
Habían oído hablar de sus parábolas y de su doctrina en Kedar,
y lo habían invitado a su fiesta. Lo recibieron contentos, llenos
de reverencia, y les lavaron los pies a Él y a sus compañeros,
secándolos con sus vestidos. Tomaron su bastón, lo colocaron
en un rincón y prepararon una mesa con pescados, panecillos,
un panal de miel y bayas coloradas. Pusieron pequeños reci-
pientes, vasos y unas escudillas de barro pulido, de las cuales
sacaban algo que echaban en los vasos para beber. Se acomo-
daron a la mesa sobre sillones con apoyos. A Jesús le dieron el
sitio de honor entre el novio y la novia; las mujeres estaban
en el extremo de la mesa. Jesús bendijo la comida y la bebida,
y habló de Aquél que en las bodas de Caná convirtió el agua en
vino. Como en ese momento llegasen los dos esposos curados
antes, se llenaron todos de admiración al verlos sanos. Narra-
ron lo que el Forastero les había dicho del Rey y del reino, y
cómo creyendo ellos al Profeta, les había prometido hacerlos
partícipes de ese reino de igual modo que se sanarían de su
enfermedad. Jesús repitió la parábola y les dijo que ahora había
como una muralla entre ellos y ese reino; pero que la muralla
se caería en cuanto ellos vencieran sus propias pasiones. Así
pasó casi toda la noche y a la mañana se retiraron a descansar.
Jesús pernoctó detrás del comedor con sus tres compañeros.
Antes de tomar su descanso el Señor se apartó de ellos y oró
a su Padre, arrodillado, con las manos en alto. Vi como rayos
luminosos salir de su boca y una forma brillante acercarse a
Él. Esto lo vi muchas veces, aún de día, cuando se retiraba a
orar. Yo lo he aprendido desde niña de Él: como veía que El
se apartaba para orar, yo hacía lo mismo. A la Virgen Santí-
sima, hasta la Encarnación, la veía rezar de pie con las manos
sobre el pecho y los ojos bajos. Después la he visto orar de ro-
dillas, casi siempre, con la mirada en lo alto y las manos le-
vantadas.
Al día siguiente, por causa de la muchedumbre, Jesús en-
señó al aire libre, y dijo poco a poco muchas cosas sobre el
matrimonio que la gente había olvidado o ignoraba. Así, por
ejemplo, dos parientes próximos, que querían casarse, pregun-
taron a Jesús, el cual les mostró con la ley de Moisés que eso
estaba prohibido, y prometieron no hacerlo. Le dijeron que en
un lugar cercano un hombre iba a casarse con la sexta hermana
de la primera mujer difunta. Jesús contestó que iría a aquel
lugar. Para el Sábado volvió a Kedar y enseñó todo el día en
la escuela. Contestó a un sinnúmero de preguntas, que las gen-
tes sencillas le hacían sobre la ley, especialmente en asuntos
de casamientos. Reconcilió a algunas familias desunidas.

 

IX
Jesús va a Sichar-Kedar y enseña sobre el misterio
del Matrimonio
Desde Kedar, dirigióse Jesús con mucho acompañamiento
hacia el Norte, donde el país se volvía más llano. Los vi llegar
a un lugar de pastoreo donde había galpones abiertos, largas
hileras de árboles entrelazados y chozas de paja y ramas. Bajo
esas techumbres comían higos, uva y dátiles y se reunían cuando
en la noche calurosa lucían las estrellas en el cielo y brillaban
claras las gotas del rocío. Mientras los acompañantes se despa-
rramaron a sus respectivas viviendas, Jesús, con sus tres jóve-
nes, caminaba, enseñando. A la tarde del siguiente día llegó a
la pequeña ciudad de Sichar-Kedar, en la falda de un monte.
Vinieron algunos a su encuentro y lo llevaron a la casa de fies-
tas, que me recordaba la de Caná de Galilea, donde se había
reunido bastante gente. Unos recién casados habían perdido a
sus padres, muertos casi de repente, y estaban sirviendo a los
que habían acompañado al entierro. Delante de la casa había
un patio cercado con rejas, con fuentes y columnas cubiertas
de enredaderas. Los adornos eran muy hermosos. Les lavaron
los pies y les ofrecieron un refrigerio. Después pasaron a otra
sala donde habían preparado una comida. Jesús quiso servir:
daba el pan, las frutas y la miel, sacaba las bebidas de los gran-
des recipientes. Estas eran de tres colores: una algo verdosa,
otra amarilla y otra blanca. Entretanto enseñaba. Sichar-Kedar
es el lugar donde le dijeron que vivían muchos en condiciones
matrimoniales prohibidas. De los recién casados no estaba más
que el marido, llamado Eliud. Había ido al casamiento de Edén
y al volver encontró muertos a sus dos suegros: habían falle-
cido de pesar, repentinamente, al saber que su hija, la mujer
de Eliud, era adúltera. El mismo Eliud no tenía conocimiento
de esto ni de la causa de la muerte de sus suegros. Después
de la comida, Jesús se hizo llevar a la casa de Eliud: los tres
jóvenes no estaban con Él. Allí habló a solas con la mujer, que
estaba en gran aflicción y confesó, echándose de rodillas a sus
pies, sus pecados. Jesús la dejó y fue a la pieza de Eliud. He
visto que Jesús le decía palabras serias y tiernas y cuando lo
dejó, vi a Jesús orando y luego retirarse a descansar.
A la mañana siguiente Eliud entró muy temprano adonde
estaba Jesús, aún apoyado sobre su brazo, descansando. Traía
una palangana con agua y una rama verde. Jesús se enderezó
y Eliud le lavó los pies, secándolos con su ropa. Luego Jesús
le pidió que lo llevase a su pieza, que Él quería lavarle los pies.
El hombre no quería consentirlo; pero Jesús le dijo que si no
lo permitía, abandonaría en seguida su casa. Dijo que eso así
debía ser; que si quería seguirlo a Él, debía permitirlo. Enton-
ces el hombre llevó a Jesús a su pieza y trajo agua en la pa-
langana. Jesús lo tomó de las manos, le miró con amor al rostro,
habló de lavarle los pies, y al fin le dijo que su mujer había
sido adúltera, pero que estaba arrepentida y que él debía per-
donarla. Entonces el hombre se echó al suelo sobre su rostro
y se revolcó con muestras de gran dolor. Jesús se apartó un
poco de él y oró. Después que hubo pasado el primer dolor al
hombre, Jesús lo levantó, lo consoló y le lavó los pies. El hombre
se tranquilizó, y Jesús le dijo que llamase a su mujer. Esta se
presentó cubierta con el velo. Jesús tomó su mano, la puso en
la de Eliud, lo bendijo, lo consoló y levantó el velo a la mujer.
Salieron de allí y Jesús mandó traer a los hijos, a los cuales
bendijo, llevándolos a sus padres. Estos esposos se mantuvieron
fieles y ambos prometieron continencia.
En este día Jesús fue a muchos hogares para sacar de sus
errores a numerosas personas. Lo he visto ir de casa en casa,
hablarles y ganarles el corazón. Hay en este lugar largas hile-
ras de cajones para abejas. La falda forma como una terraza,
donde se apoyan muchos cajones de abejas adornadas arriba
con botones. Los cajones se pueden abrir por delante. Todo el
recinto está cercado con una enramada de juncos. Entre una
hilera y otra de cajones de abejas hay un espacio con plantas
y flores y escalones para subir a las diversas hileras.
Como la gente le preguntara a Jesús de dónde venía y quién
era, Él contestaba en parábolas, que escuchaban con sencillez.
Bajo la glorieta donde se hizo la comida, dio un sermón con-
tando la parábola del Hijo de un gran Rey que había venido
a pagar todas las deudas de sus súbditos. Ellos tomaban estas
comparaciones tal como sonaban y manifestaban gran admira-
ción por ese Hijo. Trató de aquel deudor a quien su señor per-
donó una gran deuda y que él, a su vez, no quiso perdonar la
pequeña cantidad que le debía otro compañero. Dijo Jesús que
su Padre le había dado un viñedo; que Él debía cuidarlo, po-
darlo y buscar trabajadores para la viña; que para eso había
venido Él. De esta viña debían echarse muchos peones pere-
zosos, sobrantes, inútiles, como se cortan y podan las viñas.
Explicó lo que significa podar la viña; habló de las hojas, ra-
mas inútiles y de las pocas uvas que representan lo mucho falso
y malo que hay en el hombre por el pecado; cómo esto debe ser
mortificado y cortado para que lleve frutos de buenas obras.
Así llegó al asunto del matrimonio y a la moralidad del mismo.
Al hablar de la viña les recomendó que plantasen viñedos. Como
le dijeran que no era región apta, les contestó que plantaran
donde estaban las abejas, que era tierra buena; luego contó una
parábola sobre las abejas. La gente pensó. “Si Él quiere, esta-
mos dispuestos a ir a trabajar en su viña ‘. Jesús les dijo que
se ausentaba, que iba a pagar las deudas de los viñateros y que
debía dejar fermentar el vino para hacer un vino de vida y
para que pudieran los demás aprender a cultivar viñedos. Al
oír que se alejaba se pusieron tristes, rogándole se quedase con
ellos. Jesús les dijo que si creían en Él les mandaría a uno que
los introduciría en la viña de la que les había hablado.
He visto después que el apóstol Tadeo vino a evangelizarlos
y a hacerlos cristianos y que en la persecución contra los cris-
tianos emigraron de este lugar. Jesús no hizo aquí ninguna pro-
fecía sobre Jerusalén, ni sobre el templo, ni obró milagros. Las
gentes eran llanas, sin malicia, aunque un tanto inciviles en sus
costumbres. Arregló varias desavenencias entre casados sepa-
rados y a aquel que estaba por casarse con la sexta hermana
de su primera esposa, le mandó que no lo hiciera. Habló otra
vez del matrimonio con la comparación de la viña y del podar
y cultivar, llamándome la atención lo que dijo: que donde hay
desunión entre los casados y no hay buenos frutos, la culpa está
principalmente de parte de la mujer. Ella debe tener paciencia,
sufrir, cuidar los frutos, arreglar y educar; con su solicitud y
trabajo espiritual, quitar lo malo y aumentar lo bueno. Todo lo
que ella hace redunda en bien o en daño del fruto. En el ma-
trimonio no se debe hablar de placer ni de satisfacciones, sino
de penitencia, de mortificación, de constante lucha contra las
pasiones por medio del vencimiento y la oración. Este venci-
miento de las pasiones propias trae bendición y provecho a los
mismos hijos. Todo esto lo enseñó el Señor con sencillas pala-
bras y profunda significación. Habló mucho sobre esto y yo
estaba tan conmovida que pensaba entre mí: “¿Por qué no se
escribirá todo esto? ¿Por qué no está aquí algún apóstol que
escriba esta enseñanza para que llegue así a todos los hom-
bres?” Yo estaba como formando parte de los oyentes, e iba y
venía de un lugar a otro con Jesús. Mientras yo estaba pre-
ocupada con estas ideas, se volvió Jesús a mí, y oí estas o se-
mejantes palabras: “Yo doy fuerza al amor y cultivo la viña
donde pueda dar fruto. Si todo esto se escribiera, se perdería
como tantas otras cosas que se escriben, o se entendería mal,
o se negaría o perseguiría lo escrito. Esto y muchas otras cosas
que no se escribieron darán fruto como si estuviese escrito. No
es la ley escrita lo que más debe seguirse. En la Fe, en la Espe-
ranza y en la Caridad está todo encerrado y escrito”.
Lo que Jesús enseñó, tomando ocasión de la viña y de la
naturaleza, fue admirablemente hermoso y persuasivo. Estos
hombres sencillos preguntaban sobre las cosas que no enten-
dían, y Jesús se las declaraba, de tal modo que les quedaban
profundamente impresas en la mente. Un mediodía hubo un
casamiento de gente pobre con la presencia de Jesús. Los dos
eran sencillos y buenos, y Jesús estuvo muy afable con ellos.
Se hizo la procesión a la sinagoga con niños de seis años, ador-
nados según la costumbre, que tocaban flautas y cantaban.
Niñas pequeñas echaban flores al paso y jóvenes tocaban arpas,
triángulos y otros instrumentos raros. El novio vestía casi como
un sacerdote. Los padrinos pusieron sus manos sobre los hom-
bros de los novios. El casamiento lo hizo un sacerdote judío, al
aire libre, junto a la sinagoga. Cuando aparecieron las estrellas,
fueron a la sinagoga para celebrar el Sábado y ayunaron hasta
la tarde del día siguiente, en que celebraron las bodas solemnes
en el salón de fiestas. Jesús narró entre otras la parábola del Hi-
jo pródigo y la de las numerosas moradas del reino de su Padre.
Como el novio no tenía casa propia iría a vivir en la casa de
los padres de la novia. Jesús le dijo que mientras no tuviera
lugar en la casa de su Padre, viviera bajo tienda en el viñedo
que quería edificar en la colina de las abejas.
Enseñó de nuevo muchas cosas sobre el matrimonio. Si los
esposos vivían en orden y moralidad, reconociendo su estado
como de penitencia, sus hijos recibirían parte de estos frutos
y edificarían sus futuras moradas en el reino de su padre. Se
comparó al Novio de una esposa dentro de la cual (la Iglesia)
serían dados a luz innumerables hijos renacidos a la fe. Tam-
bién habló de las bodas de Caná y de Aquél al cual Él conocía,
que había cambiado el agua en vino, que en Judea es tan per-
seguido y a quien al fin habrían de dar muerte. Todo esto lo
escuchaban con sencillez y las parábolas las tomaban como co-
sas que le habían acontecido a Él. Parece que el novio era un
maestro, pues Jesús le mostró cómo debía enseñar: no como
los faríseos, que imponen cargas y leyes, que ellos mismos no
observan, sino con su propio ejemplo.
Habló también de Ismael, pues Kedar y estos lugares están
habitados por los descendientes de Ismael, y la gente se tiene
por inferior a los judíos de Palestina: la mayoría son pastores.
Cuando hablan de los judíos los tienen por el pueblo elegido.
Viven todavía en medio de sus costumbres primitivas, con gran
sencillez. Un jefe tiene una casa grande con vallado; a su alre-
dedor están los campos, los animales y las casas de los pastores
menores, que son como sus trabajadores. Al pozo van sólo los
hombres de ese jefe y los vecinos que se llevan bien. Hay mu-
chos jefes en esta comarca que, por lo demás, no es tan grande.
Animada por las palabras de Jesús, la gente fue al lugar de
las abejas, levantó una casita para los nuevos casados y plantó
un viñedo. Cada amigo hizo una especie de tabique que fue
unido con pieles y cerrado y el todo embetunado con una sus-
tancia pegajosa. Cuando tenían hecho un trozo lo llevaban al
lugar; cada uno trabajó en la obra según sus habilidades, y se
repartieron la provisión de lo más necesario. Jesús los guió en
la obra, y ellos se admiraban de que entendiera también de
estos trabajos.
Con ocasión del casamiento enseñó que los ancianos y los
pobres deben ocupar los mejores sitios. Fue hasta el lugar de
las abejas y señaló el mejor lugar para las viñas. Detrás y en
las faldas debían plantar vides. Como llegase la fiesta del No-
vílunio fueron con Jesús a la sala de fiestas. Jesús sabía que
algunos habían dicho entre sí: “Éste no tiene casa y quizás que-
rrá vivir allí con los recién casados”. Por eso Jesús repitió que
Él no se quedaría: que Él no tenía casa aquí, que su reino es-
taba por venir, que tenía que plantar la viña de su Padre y
regarla con su sangre sobre el monte Calvario. Agregó que esto
no podían entenderlo por ahora: que lo entenderían cuando
hubiese regado con su sangre aquel lugar. Les dijo que volve-
ría, que sus mensajeros vendrían para llamarlos y que ellos al
fin abandonarían estos lugares. Les dijo que cuando Él viniere
por tercera vez, llevaría al reino de su Padre a todos los que
hubiesen cultivado bien el viñedo. Agregó que la estadía de
ellos no sería larga aquí; por eso bastaba una tienda liviana
que pudiera ser transportada. Habló mucho del amor de unos
a otros y que echaran el ancla de la unión entre ellos para que
la tormenta que iba a venir no los dispersara uno a uno. Habló
en parábolas de la vida, como quería enseñar a esa pareja a
plantar un viñedo y que luego se iría para plantar el viñedo
de su Padre celestial. Todo esto lo decía tan sencilla y profun-
damente, que ellos creían, en su simplicidad, que hablaba de una
viña verdadera. Les enseñó a reconocer en la naturaleza y en
la vida una ley secreta y santa, que ahora estaba deformada y
profanada por efectos del pecado. La enseñanza duró hasta muy
entrada la noche. Cuando Jesús quiso alejarse, lo detenían, lo
abrazaban y le rogaban les aclarase más las cosas que les había
dicho. Él les dijo que hicieran las cosas como Él se las había
dicho; que les mandaría a uno que les explicaría claramente
todo lo que ahora no entendían. Hubo una modesta comida y
todos bebieron del mismo vaso.
El joven recién casado se llama Salatiel y la mujer suena
como Brainchen 0 Feinchen. Fueron bautizados por el apóstol
Tadeo con la mayor parte de los habitantes. También el Evan-
gelista Marcos estuvo en estas comarcas. A los 35 años de la
muerte de Jesús, salió Salatiel con su mujer y tres hijos, ya
crecidos, y se trasladó a Efeso. Lo he visto en Efeso con aquel
Demetrio que promovió una persecución contra Pablo, que luego
se convirtió y le contó a Salatiel muchas cosas de Pablo y de
su conversión. Pablo ya no estaba entonces en Éfeso. Salatiel,
con sus tres hijos y Demetrio navegaron en pos de Pablo. La
mujer de Salatiel permaneció en Éfeso en una casa donde se
reunieron otros muchos y vivieron allí. La mayoría de los judíos
salieron de Éfeso: Salatiel con sus tres hijos, Demetrio, otro de
nombre Gayo y Silas estaban en aquel barco donde Pablo nau-
fragó cerca de Malta y bajaron con él a la isla. Desde su cárcel,
en Roma, Pablo señaló el apostolado a esos tres hijos de Salatiel.
Cuando Jesús se dirigió con los hombres al lugar de las
abejas para ìndicarles dónde debían plantar las vides, ya estaba
señalado el espacio para la casa y un parral dispuesto. Como
le dijeran que las uvas que crecían aquí eran amargas, explicó
Jesús que eran de mala clase, de mala simiente, que crecían
silvestres y no habían sido podadas: tenían sólo la apariencia
de uvas y de vino, y no su dulzura y su bondad. Las que ahora
quería plantar serían dulces. Con esto volvió a hablar del ma-
trimonio, que sólo con el vencimiento de las pasiones podía dar
fruto bueno. De las varias vides que habían traído, eligió cinco,
las plantó e indicó cómo debían atarlas en cruz al parral. De
este modo, todo lo que decía acerca del modo de obtener buen
fruto de las vides, lo refería a la manera de portarse de los
casados para obtener frutos buenos de su unión. Como después
repitió varias enseñanzas en la sinagoga les habló de la conti-
nencia que debían observar después de la concepción y señaló
la perversión de los hombres que olvidan y no practican cosas
que hasta los elefantes practican. En esta región, existen estos
animales. Les dijo que dentro de poco los iba a dejar: que le
convenía ir a plantar su viña en el Calvario para regarla con
su propia sangre; pero que les enviaría a uno que les aclararía
todas estas cosas y los llevaría a la viña de su Padre celestial.
Como hablase siempre del reino de su Padre y de sus moradas,
preguntaron, con sencillez, por qué no había traído nada de
casa de su Padre y andaba pobremente vestido. Contestó que
ese reino está reservado para aquellos que lo siguen a Él y los
que quieren poseerlo deben merecerlo. Dijo que era un Foras-
tero que buscaba obreros para su viña; que la casa de los recién
casados la había hecho tan provisoria y frágil porque no debían
los que le siguen aficionarse a la tierra. ¿Por qué habrían de
fabricar una casa estable para un cuerpo de por si tan frágil?
Debe conservarse el cuerpo limpio de pecados, santo como un
templo, no mancharlo ni profanarlo, ni satisfacer al cuerpo con
daño del alma. Luego habló del reino de su Padre, del Mesías,
de las señales para reconocerle: cómo ese Mesías debía nacer
de padres nobles, aunque sencillos y que, conforme a los tiem-
pos, el Mesías ya debía estar en el mundo. Les recomendó que
se mantuvieran firmes en creer en Él y en su doctrina. Habló
también del amor fraterno y del buen ejemplo, y dijo a Salatiel
que dejase su casa abierta y que confiase en lo que Él le decía:
viviendo piadosamente Dios guardaría su casa y nadie le qui-
taría nada de lo suyo. Salatiel recibió para su casa mucho más
de lo que necesitaba. Jesús enseñó que no debían tener ambi-
ción y que debían favorecer por amor de Dios a sus semejantes,
Jesús había ganado la confianza de todas estas gentes; de este
modo les fue enseñando, con parábolas y comparaciones, de la
continencia, de la moralidad y de las buenas costumbres, ha-
blándoles de la siembra y de la cosecha.
Fue a ver a dos que estaban por casarse, teniendo paren-
tesco prohibido. Les dijo que su casamiento, motivado más por
interés que por amor, no era permitido. Se asustaron mucho
al oír esto, porque aún no habían hablado de sus intenciones
con nadie: prometieron desistir de su casamiento. Aquí también
se renovó la escena del lavarse los pies uno a otro y la mujer
quiso secar los pies de Jesús con su velo o parte de su vestido.
Ambos reconocieron en Jesús algo más que un profeta, lo si-
guieron y se convirtìeron. Luego fue a otra casa donde se pre-
paraba otro casamiento prohibido: es decir, la madrastra quería
casarse con el hijastro, y éste nada sabía. Jesús le dijo a este
joven que saliese de la casa y fuese a vivir con Salatiel, ha-
ciéndose allí su casita. El joven obedeció al punto. Jesús le lavó
los pies. Esta mujer, a la cual Jesús reprendió, se irritó mucho,
no quiso reconocer su pecado ni hacer penitencia, y se perdió.
Las gentes de aquí debían haber tenido bastante relación con
el Tabernáculo de la Alianza, pues preguntaron al Señor dónde
había ido a parar el Arca de la Alianza y qué había dentro de
ella. Les contestó que de ella habían recibido ahora los hombres
tanto, que pasó todo a ellos. Precisamente el hecho de que ya
no había Arca de la Alianza era una señal más de que el Mesías
había venido. Muchos habitantes de aquí creen que el Mesías
había nacido, pero que fue muerto cuando la matanza de los
Inocentes.