Desde la conversión definitiva de la Magdalena hasta la degollación de San Juan Bautista – Sección 6

XXVI
El endemoniado mudo y ciego
En Betsaida clamaban dos ciegos por la vista; ellos se
guiaban uno al otro contra lo que se suele decir en el refrán.
Jesús los sanó. Asimismo a varios baldados y sordomudos. Don-
dequiera que iba le traían enfermos. Muchos que alcanzaban a
tocar sus vestiduras, sentíanse sanos. Todos lo esperaban porque
sabían que debía volver antes del Sábado. La historia de los
dos endemoniados y de los cerdos era ya conocida aquí y hubo
mucha admiración y gran conversación sobre ello. Una parte
de los discípulos bautizaban a los sanados en la casa de Pedro.
Como no lo dejasen un momento los enfermos, buscaban los
apóstoles apartar a Jesús para que pudiese comer y descansar.
Como Jesús caminase hacia Cafarnaúm le salió al encuentro
otro endemoniado, que era mudo y ciego. Él lo sanó de inme-
diato. Sobre esta curación se hizo mucho ruido, pues el mudo
empezó a hablar cuando se acercó a Jesús, y exclamó: «Jesús,
Hijo de David, ten piedad de mi». Jesús le untó los ojos y el
ciego vió. Tenía dentro mucho demonios, pues había estado
entre los paganos y caído en sus aberraciones. Los hechiceros
y magos de Gergesa se habían apoderado de él. Ahora lo lleva-
ban atado de sogas de un lado a otro y daban espectáculos a
las gentes que miraban como rompía las ataduras y hacía otras
pruebas de su fuerza. Mostraban también cómo, estando él
ciego, hacía cuanto quería, sabía y entendía e iba por cualquier
parte donde le convenía; buscaba y reconocía las cosas por
estos medios diabólicos. Todo esto lo hacía el diablo que estaba
en él. De este modo los de Gergesa que pasaban por las ciuda-
des de la Decápolis usaban del mismo diablo, por medio de
estos posesos, para ganar plata. Cuando pasaban por el mar de
Galilea y ellos iban en la barca, hacían que el poseso nadase
junto a la barca, como un perro que nada en las aguas. Nadie
ya se ocupaba de este pobre hombre que se tenía por perdido.
No tenía de ordinario donde albergarse y vivía en las tumbas
y cavernas, y los que usaban de él lo maltrataban también. Ya
hacía tiempo que estaba en Cafarnaúm y no encontraba a nadie
que lo presentase a Jesús, y ahora él mismo encontró modo de
acercarse y fue librado y sanado.
Antes de empezar el Sábado mientras estaba Jesús en el
patio de la casa de Pedro enseñando se produjo una gran con-
moción en toda Cafarnaúm. Se había esparcido lo acontecido
con los cerdos de Gergesa y la liberación del endemoniado
mudo y ciego. Habían llegado varias barcas con judíos de Ger-
gesa que contaban lo que allí había sucedido. Los fariseos, por
su parte, esparcían la voz de que Jesús echaba a los demonios
por virtud de otro demonio mayor. Esto no lo creyó el pueblo
ni le gustó y se reunió una gran muchedumbre delante de la
sinagoga. El endemoniado ciego y mudo se abrió paso entre la
multitud y se presentó solo delante de Jesús, y muchos lo siguie-
ron para ver lo que sucedería con él. Estaban todos tan conven-
cidos y entusiasmados con las maravillas de Jesús que ahora
estaban irritados contra los fariseos, que siempre salían con eso
de que echaba lo demonios en virtud del mismo demonio. He
visto entre los presentes a muchos que estaban armados; man-
daron a buscar a los fariseos y cercándolos les dijeron que aca-
basen de una vez de burlarse y difamar a Jesús, y que recono-
cieran que jamás antes se había levantado en Israel un profeta
semejante; que si no cesaban y no dejaban de una vez para
siempre su obstinada resistencia, se fueran de allí y dejasen a
Cafarnaúm en paz; que estaban cansados de oír esas detracciones
y ver la ingratitud de ellos hacia Jesús.
Los fariseos, viéndose en apreturas, se mostraron corteses
con el pueblo. Salió de entre ellos un hombre grueso y comenzó
a razonar, diciendo que era verdad: nunca se había visto ni
oído en Israel tales cosas; ningún profeta había obrado como
Éste; pero pedía al pueblo que reflexionase lo que debían pen-
sar sobre el caso de los gergesanos y del endemoniado de hoy,
que pertenecía también a los Gergesanos; que en juzgar de tales
hechos no hay prudencia bastante. Entonces hizo una relación
larga del reino de los demonios y de los malos espíritus, como
están en diversos órdenes y diversas graduaciones, y unos tie-
nen más poder que otros y unos obedecen a otros, y como Jesús
tiene de su parte a uno de los más poderosos. “Si no, pregun-
taba el astuto fariseo, ¿por qué no sanó ya de antes Jesús a este
endemoniado? ¿Por qué, si es el Hijo de Dios, no echó a los
demonios desde aquí y tuvo que ir primero a Gergesa? ¿Veis?
Tuvo que ir primero a Gergesa y allí entenderse con el princi-
pal demonio del lugar y hacer un trato con él. Tuvo que darle
a él los cerdos, en cambio, puesto que aquél era más inferior
que Beelzebub, aunque era ya uno importante. Y sólo cuando
pudo complacer al demonio de Gergesa, pudo entonces librar
a este de aqui». Todo esto lo dijo con finura y elocuencia y ter-
minó rogando al pueblo que aguardase el fin y viese por los
frutos lo que era todo eso; que mirasen como en los días de
trabajo ya casi nadie trabajaba, para correr tras de Él, para
oír lo que dice y ver milagros y prodigios, y en el Sábado todo
es desorden y tumulto de gentes y de enfermos que van y vie-
nen. Que se acordasen de lo que había dicho en este día; se
retirasen tranquilos a sus casas y se preparasen a la cercana
fiesta. De este modo consiguió introducir la división entre los
del pueblo y muchos se dejaron fácilmente convencer de estas
charlas sin substancia.
Era ya la víspera de la fiesta de la consagración del templo.
En las casas y escuelas ardían las lámparas en forma de pirá-
mides, según costumbre; también en los jardines, patios, y en
los pozos ardían lámparas y antorchas formando diversas figu-
ras en la disposición. Jesús llegó a la sinagoga con sus discípu-
los y pudo enseñar sin ser molestado, pues los fariseos temían
al pueblo. Jesús conocía sus pensamientos y lo que habían expli-
cado al pueblo; volvió sobre eso mismo y les dijo: “Todo reino
que está desunido entre sí será destruido, y así si Satanás echa
a Satanás está desunido entre si mismo y no puede subsistir.
Si yo echo a los demonios por virtud de Beelzebub, ¿por medio
de quién los echan vuestros hijos?» Con estas palabras redujo al
silencio a los fariseos y salió de la sinagoga sin mayores resis-
tencias de parte de aquéllos. Pasó la noche en casa de Pedro.

XXVII
Jesús visita a Jairo. Estado de Magdalena
Algunos días después Jesús visitó a la familia de Jairo, a
la cual exhortó y consoló. Ellos son ahora humildes. Han cam-
biado completamente y repartido sus haberes en tres partes:
una para los pobres, otra para la comunidad de Jesús y la ter-
cera para ellos. La madre está de modo particular cambiada.
La hija no apareció, sino cuando fué llamada: vino cubierta con
el velo y muy humilde. Está crecida, camina derecha y tiene el
aspecto de persona sana.
También visitó Jesús la familia de Cornelio el centurión;
la exhortó y consoló, y fué con él a ver a Zerobabel. En esta
casa cayó la conversación sobre la fiesta del natalicio de Hero-
des y se habló de Juan. Ambos personajes, Cornelio y Zerobabel,
fueron invitados como todos los grandes del reino a ir a su fiesta
y preguntaban a Jesús si convenía ir. Jesús les dijo que podían
ir si sentían de no participar de las cosas que allí sucederían;
que si podían excusarse, sería mejor no ir. Ellos lamentaron el
adulterio de Herodes y su mala vida, y la prisión de Juan, y
tenían por seguro que ese día daría la libertad al Bautista.
Jesús visitó a su Madre, en cuya casa estaban Susana de
Alfeo, María hija de Cleofás de Nazaret, Susana de Jerusalén,
Dina la Samaritana y Marta hermana de Lázaro. Les dijo que
mañana pensaba partir. Marta estaba muy triste por la recaída
de Magdalena y por su estado de endemoniada. Preguntó si
convenía ir a verla y Jesús le contestó que esperase aún. He
visto el estado de Magdalena. Ahora está como loca, rabiosa y
orgullosa; hiere y maltrata a sus criadas; está siempre vestida
con excesivo lujo. He visto que pegaba también al hombre que
vive con ella y ejercía el dominio sobre todos; y he visto cómo el
hombre la castigaba a ella. Después cae en espantosa tristeza;
llora y se lamenta; corre por la casa buscando a Jesús, y excla-
ma: “¿Dónde está el Maestro? ¿Dónde está Él? ¿Por qué me
ha abandonado?» Le siguen luego convulsiones como de epi-
léptica. Se puede pensar en la tristeza de Marta al ver a una
criatura de tales dotes y de tan distinguida familia en ese estado
tan lamentable.
Cosa admirable es ver a Jesús andar por las calles de Ca-
farnaúm; ya con los vestidos caídos, ya ceñidos, sin muchos
movimientos, pero tampoco tieso, caminando casi como si flo-
tase sobre el suelo, sencillo y natural más que cualquier otra
criatura humana, Nada que llame la atención, nada de exage-
ración, ningún paso en falso, ningún movimiento injustificado,
ninguna mirada de un lado a otro, y con todo una naturalidad
y sencillez en toda su persona que encanta y admira. Marta
había visitado con Susana los diversos albergues desde Galilea
hasta Samaria; ella estaba encargada de una inspección general,
mientras las otras santas mujeres tenían el cuidado de un dis-
trito o región. Se encontraron varias de estas mujeres en estos
albergues y hacían llevar provisiones y comodidades con asnos
a los diversos albergues donde pasaría Jesús con sus discípulos.
Una de las veces que estaba María Sufanitis entre ellas corrió
la voz de que era Maria Magdalena la que andaba entre las
santas mujeres y que seguía también a Jesús. Esta Sufanitis
era bastante parecida a la Magdalena y además no era conocida
de vista de este lado del Jordán. A esto se añade que se llamaba
María, que habia derramado también bálsamo sobre los pies
de Jesús en un banquete en casa de un fariseo y que había
tenido antes mala fama. De este modo se le confundió a veces
con la Magdalena, ahora y después, aún más cuando Magdalena
se convirtió; sólo los muy familiares de la comunidad de Jesús
la distinguían una de otra. Estas mujeres procuraban y pro-
veían de mantas, camas, vestidos de lana, correas, suelas de
zapatos, vasos, recipientes con bálsamo, aceite, etc. Aunque
Jesús bien poco es lo que necesitaba, con todo no quería que los
discípulos fuesen gravosos con su estadía a otras personas que
los recibían y deseaba además evitar la ocasión, cuanto se podía,
para que los fariseos no encontraran motivo de murmurar.

XXVIII
Misión de los apóstoles y discípulos
En la conclusión del Sábado habló nuevamente Jesús sobre
la murmuración de los fariseos, que decían que tenía demonio y
que echaba a éstos por virtud de otro demonio más fuerte. Los
retó a que dijeran si sus obras y su vida no concordaban entre sí,
si no observaba lo mismo que enseñaba. Nada pudieron res-
ponderle. Más tarde enseñó también en casa de Pedro sobre las
bienaventuranzas y los pobres de espiritu, e hizo una aplicación
de los fariseos. Después preparó a los discípulos para ser envia-
dos a su misión. No quería permanecer más tiempo en Cafar-
naúm porque la multitud era muy grande y estaba excitada.
Había muchos gerasenos que habían venido y querían seguirle,
acostumbrados a vagar de un lado para otro y debían ser man-
tenidos por ser pobres. Pensaban éstos: «Será como David o
Saúl, se hará consagrar rey y establecerá su trono en Jerusalén».
Jesús los mandó a sus casas, los exhortó a la penitencia, a obser-
var los Mandamientos y las cosas que habían oído de su predi-
cación. Su reino era muy diferente del que pensaban ellos, y allí
no podrían entrar los pecadores. Después abandonó la ciudad de
Cafarnaúm con sus doce apóstoles y sus treinta discípulos y se
dirigió al Norte del país. Muchos viajeros iban también en la
misma dirección. Jesús se detenía a veces y enseñaba a uno y otro
grupo a medida que se dirigían a sus respectivas casas. De este
modo llegó, a eso de las tres de la tarde, a una hermosa montaña
a tres horas de Cafarnaúm, no lejos del Jordán. Había cinco ca-
minos que se dirigían a cinco pequeños pueblos de los alrede-
dores. Despidió a los que le habían seguido hasta ese momento
y subió con los suyos a la montaña, después de haber tomado
algún alimento.
En la montaña había un sitial de enseñanza y allí Jesús les
habló nuevamente de su misión. Les dijo que debían mostrar
lo que habían aprendido; que dijeran que el reino de Dios se
había acercado, que era el postrer tiempo para la penitencia y
que el fin de Juan Bautista estaba cerca. Les dijo que bautiza-
ran, impusieran las manos y echaran los demonios; les enseñó
cómo debían portarse en caso de disputas, cómo debían conocer
la vanagloria y falsas amistades y cómo debían evitarlas. Les
dijo que ahora nadie era más que el otro; que en los lugares se
albergasen con gentes piadosas y viviesen pobres, no siendo peso
para nadie. Les dijo cómo y dónde debían dividirse y juntarse de
nuevo; que fuesen de a dos apóstoles y algunos discípulos y que
otros fuesen delante para preparar a los oyentes, reunir a las
gentes y traer y llevar mensajes. Los apóstoles llevaban peque-
ños recipientes de aceite consigo y Jesús les enseñó a bendecirlo
y usarlo para los enfermos. (Mar. 6, 7-13; Mat. 10, 1; Luc. 9, 16).
Les repitió todas las enseñanzas que están en el Evangelio, pero
no les habló aún de los peligros; sólo en general les dijo: “Ahora
seréis bien recibidos en todas partes; pero llegará un tiempo en
que os perseguirán”. Se hincaron todos en círculo y Jesús oró y
les impuso las manos sobre la cabeza. A los discípulos sólo los
bendijo. Se abrazaron luego y partieron. Les había señalado la
dirección, el camino y el tiempo que debían durar sus misiones,
para reunirse otra vez con Él, distribuir de nuevo los discípulos
y llevar mensajes. Con Jesús quedaron seis apóstoles: Pedro,
Santiago el Menor, Juan, Felipe, Tomás y Judas, y con ellos
doce discípulos, entre los cuales los tres hermanos Santiago, Sa-
doch y Eliachim, hijos de Maria Helí; además Manahem, Nata-
nael, el pequeño Cleofás y otros de los más jóvenes. Los otros
seis apóstoles tenían dieciocho discípulos consigo, entre ellos
José Barsabas, Judas Barsabas, Saturnino y Natanael Chased.
Natanael, el novio de Caná, no salió con ellos porque tenía otro
encargo que cumplir con la comunidad y trabajaba como Lázaro.
Lloraban cuando se separaban y los que partían se dirigieron
hacia el Este en dirección del Jordán, donde he visto que había
un lugar llamado Lekkum, a un cuarto de hora del Jordán.
Jesús se encontró de nuevo al pie de la montaña rodeado de
multitudes que salían de Cafarnaúm para ir a sus paises.
De allí se dirigió Jesús con los suyos hacia Saphet, al Sur,
sobre una montaña en dirección a un poblado llamado Hukok.
Delante de este lugar le salió al encuentro mucha gente que lo
recibió con grande alegría. Junto a un pozo le esperaba un ciego
y varios baldados que pedían ayuda. Jesús le mando lavarse el
rostro con las aguas del pozo; cuando lo hizo, le ungió con aceite
sus ojos, quebró una ramita de una planta y poniéndola delante
de sus ojos preguntó si veía algo. Dijo: “Veo un árbol muy
grueso”. Jesús ungió de nuevo sus ojos y preguntó lo que veía.
Aquel contestó: «Señor, veo montes, árboles, hombres”, y cayó
de rodillas dando gracias. Hubo grande alegria entre todos y
llevaron al hombre a la ciudad. Jesús curó también a los balda-
dos que estaban con sus muletas. Estas muletas eran de madera
fina, pero muy resistente y tenían tres patas cada una, de modo
que podían quedarse de pie solos y atados tan fuertemente que
los enfermos se podían apoyar sobre ellas con el pecho. Cuando
el ciego sanado entró en la ciudad cantando, salió mucha gente
de la ciudad y con ella el jefe de la sinagoga y los maestros de
la escuela con los niños. Jesús entró con ellos en la escuela y
enseñó sobre las ocho bienaventuranzas, por medio de parábo-
las y comparaciones. Los exhortó a todos a la penitencia, por-
que el reino estaba cerca. Explicó las parábolas. Los discípulos
estaban presentes. Les dijo a ellos que entendieran bien para
que pudieran repetir estas cosas en los pueblos vecinos y en las
casas donde fueren. De este modo aprendían en estas enseñan-
zas lo que debían luego repetir en los diversos lugares; puesto
que se repartían y enseñaban, sanaban y volvían a reunirse por
la noche donde se hallaba Jesús.
Jesús enseñó en la casa del jefe de la sinagoga con los dis-
cípulos y luego comieron pescados, miel, pequeños panes y fru-
tas. Hukok está como a cinco horas al Noroeste de Cafarnaúm,
a cinco horas al Sudoeste de la montaña de la despedida para
misionar y a unas tres horas al Sur de Saphet. Aquí hay sólo
judíos y en general bastante buenas gentes. La mayoría ya reci-
bió el bautismo de Juan. Se ocupan en trabajos de telas finas,
de lana, de bandas angostas, y en confeccionar franjas y borlas
de seda. También hacen suelas para zapatos, bajo los cuales
ponen dos tacos; en el medio se pueden doblar y son muy cómo-
dos; el polvo del camino sale por los agujeros que les hacen.
Los apóstoles se reparten la ciudad y van por los alrededo-
res. La ciudad debe de haber sido una fortaleza, pues hay varios
fosos en torno y se entra por un puente. Desde la puerta se ve
adentro la hermosa sinagoga. Los fosos están ahora sin agua.
En torno de la ciudad hay alamedas, de modo que no se ve la
ciudad sino cuando se está muy cerca. La sinagoga es muy her-
mosa, rodeada de columnas, de modo que en ocasiones de mu-
cho concurso se abren sus portales y se agranda; por detrás
termina en semicírculo cerrado. Está sobre un lugar libre al
final de la calle. La ciudad es limpia y bien edificada. Se reu-
nieron todos en la sinagoga. Jesús, antes de entrar, sanó en uno
de los pórticos a una cantidad de enfermos, y en otro a mujeres
enfermas. Trajéronle muchos niños enfermos, en los brazos de
sus padres, a los cuales sanó: a los niños sanos los bendecía. En
la sinagoga enseñó sobre la oración, y habló del Mesías: que
había llegado, que vivían en su tiempo, que enseñaba su doctri-
na. Habló de adorar a Dios en espíritu y en verdad; y yo entendí
que era adorar a Dios en el Espíritu Santo y en Jesucristo; pues
Él era la verdad, el verdadero Dios vivo hecho carne, el Hijo
de Dios concebido por obra del Espíritu Santo. Los maestros le
pidieron, contentos y cortésmente, que dijera quién era Él en
realidad, de donde era y si sus padres eran sus padres y sus
parientes no eran en realidad tales. Le pedían que dijera cla-
ramente si Él era el Mesías, el Hijo de Dios; que era cosa con-
veniente que ellos, los escribas y maestros, supieran bien de
que se trataba en este asunto; que eran los maestros y princi-
pales, y era bueno que ellos supieran bien quien era Él. Jesús
les respondió, evadiendo una respuesta directa: “Si Yo dijere: Yo
soy», no lo creerían y replicarian: “Él es hijo de tal y de tal”.
Que no pregunten de donde venía, sino que meditasen su ense-
ñanza y su obrar; que quien hace la voluntad del Padre ése es
hijo del Padre, pues el Hijo está en el Padre y el Padre en el
Hijo, y quien hace la voluntad del Hijo hace la voluntad del
Padre. Habló tan hermosamente sobre esto y sobre la oración,
que muchos dijeron; “Señor, Tú eres el Cristo. Tú eres la Ver-
dad”. Se echaron al suelo y quisieron adorarle. Él les dijo:
“Adorad al Padre en espíritu y verdad”. Con esto salió de la
ciudad y caminó por los suburbios con el jefe de la sinagoga y
allí pernoctaron Él y sus discípulos. En estos suburbios hay una
escuela y ninguna sinagoga; la escuela es frecuentada y se ense-
ña bien. Todavía se ven las antorchas de la fiesta. En otros días
enseñó Jesús en Hukok con parábolas del sembrador y de los
diversos terrenos y modos de recibir la semilla; luego del buen
pastor que vino a buscar las ovejas perdidas, aunque fuera una
sola que alcance a salvar y poner sobre sus hombros. Añadió:
“Esto hará el buen pastor hasta que los enemigos lo maten. Sus
siervos y los siervos que vendrán después del pastor hagan lo
mismo hasta el fin de los siglos. Aún cuando no se salve más que
una oveja, el Amor está contento». Enseñó todas estas cosas en
modo muy hermoso y amable.

XXIX
Jesús en Bethanat-Gálgala
Los apóstoles y algunos discípulos precedieron a Jesús. Él se
dirigió con algunos de sus discípulos hacia el Mediodía, en la di-
rección en que había venido, hacia Bethanat, que está a hora y
media al Sudeste de Saphet. Como a una media hora de Bethanat
le salió al encuentro un ciego conducido por dos niños finamente
vestidos de cortas túnicas amarillas y sombreros como sombrillas
de cortezas. Eran hijos de levitas. El hombre era ya de edad y
de noble condición; había esperado largo tiempo a Jesús. Se apre-
suró, guiado por los niños, ir al encuentro de Jesús, y exclamó:
«Jesús, Hijo de David, ayúdame, ten piedad de mi». Y cuando
estuvo junto a Él, se echó de rodillas, y dijo: «Señor, Tú que
rrás seguramente darme de nuevo la vista. Desde hace tiempo te
esperaba; desde tiempo sentía una voz que me decía que Tú de-
bías venir a ayudarme”. Jesús le dijo: “Si tú crees, hágase según
tu fe». Fue con él a un agua que estaba allí entre las matas y
le dijo que se lavase los ojos. Los ojos de este hombre estaban
como cubiertos, juntamente con parte de la frente, como con
escamas. Cuando se hubo lavado se le cayeron las escamas de los
ojos, y Jesús le ungió con aceite los ojos y la frente. De pronto
el hombre vio y dio gracias. Bendijo también a los dos niños y
dijo que ellos predicarían más tarde la palabra de Dios. Mien-
tras tanto se acercaba a la ciudad donde los apóstoles y los
discípulos se juntaron de nuevo con Jesús. Ya se había reunido
mucha gente de la ciudad y cuando advirtieron que el ciego venía
viendo, el contento de todos fue extraordinario. Este hombre
se llamaba Ktesiphon, empero, no es el Ktesiphon, también cie-
go, que, sanado, fue después discípulo y partió más tarde con
Lázaro hasta las Galias. Jesús se dirigió con sus discípulos y
con los levitas a la sinagoga, donde enseñó.
Duran todavía las fiestas y se ven las antorchas y lámparas
encendidas para esta ocasión. Jesús repitió las parábolas del
sembrado: y del buen pastor. Las gentes aquí eran buenas y se
mostraban muy contentas con la venida de Jesús. Se albergaba
en la casa de los levitas, junto a la escuela. No había en este
lugar fariseos. Estos levitas vivían en comunidad, como en un
convento y desde aquí enviaban a su gente de un pueblo a otro.
Este lugar de Bethanat había estado habitado mucho tiempo por
gentes paganas, porque los hijos de Neftalí las habían dejado allí
haciéndose pagar tributo por ellas; ahora no se encuentra ya
ninguno. Fueron desterrados cuando se reedificó el templo y
Esdras y Neemías obligaron a los judíos a abandonar sus mu-
jeres paganas. Las severas amenazas de Dios pronunciadas por
los profetas contra estos matrimonios con paganas y los que per-
manecieran en ellos, se cumplieron, por no echar del país a los
infieles que eran causa de escándalo para el pueblo. En efecto,
he visto que en torno del monte Tabor y en las montañas entre
Endor y Scytópolis, donde las montañas son tan barrancosas,
donde veo se ha cavado tanto oro y donde no habían echado a
los paganos, se han convertido ahora en lugares áridos y esté-
riles en sumo grado.
Desde Bethanat se dirigió Jesús con los suyos hacia Saphet
y, rodeando esta ciudad, a Gálgala, que es un lugar importante
cruzado por un camino principal. Entró en la sinagoga. Hay
fariseos en esta ciudad. Enseñó severamente, reprochándolos,
y explicó varios textos de Malaquías que hablan del Mesías, del
precursor Juan Bautista y del puro y nuevo sacrificio, diciendo
que ese tiempo había llegado y era el presente.

XXX
Jesús en Elkese y en Saphet
Desde aquí se dirigió al Este, hacia Elkese, al Norte de
Saphet, donde había nacido el profeta Nahum. Enseñó algún
tiempo y en una casa de leprosos sanó a ocho de ellos y les man-
dó presentarse a los sacerdotes de Saphet. Enseñó también a
algunos pastores. Veo pastos muy altos y muchos camellos pas-
toreando en ellos. Estuvo también Jesús en las cavernas de las
montañas donde vivían muchos paganos, y los estuvo adoctri-
nando. Todo el día lo pasó enseñando, sanando y caminando de
un punto a otro; en el trayecto le traían enfermos. Hacia la
noche llegó a Bethan, al Oeste de Saphet, en las montañas, como
a una hora de Bethanat: es un pequeño lugar dependiente de
Bethanat y está tan cerca de la escarpada parte Oeste de Saphet,
que desde arriba se mira adentro de la ciudad. Jesús se hospedó
con sus discípulos entre algunos de sus parientes.
Vivía aquí una hija casada de una hermana de santa Isabel.
Tenía esta mujer cinco hijos, de los cuales la menor contaba
once años. Los hijos tendrían de dieciséis a veinte años. Vivía
esta familia en un lugar separado, con otras de la misma índole,
en una hilera de casas junto a los muros de la ciudad; de modo
que estaban en parte dando a los muros de la ciudad y en parte
a las rocas de la montaña. Pertenecían a aquellos esenios que
contraían matrimonio, y el marido de la sobrina de Isabel era
ahora el jefe de estas familias. Esta familia tenía una posesión
aquí de sus antepasados: eran personas muy piadosas. Hablaron
con Jesús sobre el Bautista, preguntándole si pronto se vería
libre de su prisión. Jesús les dijo cosas sobre él que los pusieron
muy tristes y afligidos, aunque quedaron callados. El Bautista
había estado con ellos cuando salió del desierto para ir a las
aguas del Jordán, y ellos habían sido de los primeros en ir al
bautismo de Juan. Hablaron también con Jesús de sus hijos
diciendo que pensaban ir a Cafarnaúm para la pesca y asociarse
con ellos. Jesús les dijo que esos pescadores habían emprendido
ya otra pesca y que sus hijos también más tarde les seguirían
a ellos en esa misión; fueron después de los 72 discípulos. Jesús
enseñó y sanó a algunos enfermos. Le oí decir aquí que los
apóstoles y demás estaban ahora en los confines de Tiro y Si-
dón, mientras Él pensaba ir a la Judea. He visto que Tomás se
alegró de este viaje porque pensaba que habría allí contradicción
de parte de los fariseos y que él pensaba disputar con ellos y
que había dicho esto a los demás apóstoles, los cuales no estaban
muy contentos con este proyectado viaje. Jesús reprendìó esta
audacia de Tomás y le dijo que día vendría en que ni él mismo
creería. Tomás no pudo, por el momento, persuadirse de esta
posibilidad. Mientras Jesús enseñaba en la escuela sobre las
ocho bienaventuranzas vinieron unos fariseos de Saphet para
invitarlo para el Sábado. Estaba declarando la parábola del sem-
brador con las semillas que caen en diversos terrenos; los fari-
seos no querían admitir la semilla sobre el terreno pedregoso,
y disputaron con Él. Jesús los redujo al silencio y como lo invi-
taran para el Sábado, dijo que quería ir por causa de la oveja
perdida, aunque ellos y los saduceos que había allí se escanda-
lizarían de su enseñanza. Ellos dijeron: «Maestro, deja esto
por nuestra cuenta». Jesús dijo que conocía bien su malicia y
que todo el país estaba lleno de su maldad. Después, acompa~
ñado de muchas gentes, salió de allí y se dirigió a Saphet, que
está de este lado edificado en una altura escarpada, donde el
techo de una casa es como suelo para otra más baja, y los cami-
nos están más bajos que las casas de modo que hay que subir
a las casas por escalones cavados en las rocas. Hay que caminar
como media hora para llegar a lo alto a la sinagoga, donde hay
una explanada más ancha que cae hacia el Noreste.
Delante de la ciudad Jesús fue recibido con fiestas por bue-
nas gentes; venían con palmas y hojas verdes, cantando himnos.
Luego le lavaron los pies a Él y a los apóstoles, y les ofrecieron
un refresco. De este modo llegó a la sinagoga donde estaban
reunidos muchos, porque hoy se clausuraban las fiestas de las
luminarias, y era novilunio y Sábado, y querían oir a Jesús.
Había en Saphet muchos fariseos, saduceos y simples levitas,
como también escribas y doctores de la ley. Había aquí una
especie de escuela de teología y de varias ciencias y artes y
concurrían muchos jóvenes. Tomás había estado también aquí
como estudiante y por esto ahora visitó a su antiguo maestro,
un fariseo, el cual se admiró de encontrarlo en tal compañía.
Tomás, empero, habló con tanto calor y entusiasmo de Jesús y
de sus enseñanzas, que el fariseo tuvo que callar. Se habían
establecido también algunos fariseos y saduceos de Jerusalén,
que habían ganado tanta influencia en la escuela que eran de
peso a los mismos fariseos del lugar. De éstos eran algunos de
los que habían invitado a Jesús. Hablaron con grandes alaban-
zas de su fama y de su gloria, pero le decían que no convenía
hiciera aquí mucho ruido, ya que se habían escandalizado por
el recibimiento tan festivo que le habían hecho. Jesús les res-
pondió delante de todo el pueblo que en realidad el Sábado no
había aún comenzado y habló del escándalo y malos ejemplos
de que se llenaba el país y que ellos mismos daban; no les echó
en cara nada en particular: sólo les dijo que expusieran en con-
creto algo en que no observaba la ley que había venido para
cumplir por orden de su Padre celestial. Mientras así disputaba
con los fariseos sobre el cumplimiento de la ley, vinieron aque-
llos leprosos que había sanado ayer y que debían presentarse a
los fariseos. Jesús dijo: “Ved ahi cómo cumplo la ley. Éstos vie-
nen porque les he mandado, siendo que no es necesario, pues
no han sanado por medicina, sino por orden de Dios y de repen-
te”. No les gustó este encuentro y se fueron de allí para reco-
nocer a esos sanados de lepra. Se les observaba sólo el pecho
para declararlos limpios, y los fariseos tuvieron que declararlos
tales, a pesar de su mala voluntad.
Jesús enseñó en la sinagoga, además del primer libro de
Moisés y del primer libro de los Reyes, sobre los diez Manda-
mientos, y señaló varios puntos en los cuales solían los fariseos
y saduceos faltar mayormente. Habló del cumplimiento de la
promesa y del advenimiento de la salud, y del castigo que ven-
dría sobre todos los que no recibirían esta exhortación a la peni-
tencia. Habló de la destrucción del templo y de la ruina de mu-
chas ciudades. Habló de los verdaderos preceptos que ellos no
entendían y de los preceptos de ayer, como los llamó, que Él
dejaba como sin valor.
Yo tuve la idea de que se refería algo así como a los libros
de ahora de los judíos, como el Talmud, que ellos mismos esti-
maban y estudiaban. Después de la sinagoga se fue con los discí-
pulos a la casa de uno de los fariseos que tenía un albergue
común para los rabinos del lugar y donde se reunían los demás
fariseos. En esta comida Jesús les reprochó a los fariseos por
qué reprendían a los discípulos por no lavarse las manos y otras
observancias vanas que tenían con las comidas y las viandas,
por qué observaban a los que traían las viandas toda mancha o
defecto que notaban en los recipientes y en los alimentos. A la
mañana siguiente trajeron con mucho trabajo por los caminos
tortuosos de la ciudad a muchos enfermos ancianos al patio don-
de estaba Jesús. El comenzó a sanarlos pasando por las hileras
donde estaban estacionados. Eran sordos, mudos, ciegos, gotosos,
baldados y enfermos de todas clases. Los sanaba con oración,
con imponer las manos, con aceite bendito y con mayores cere-
monias que otras veces. Habló con los discípulos diciéndoles que
usaran de estas diversas maneras de sanar, y exhortó a los enfer-
mos según sus necesidades.
Los fariseos y saduceos venidos de Jerusalén se escandali-
zaban mucho de todo esto; quisieron alejar a varios enfermos,
y comenzaron a discutir y a pelear. No querían de ninguna ma-
nera permitir lo que llamaban desorden en Sábado; se armó un
gran tumulto, de modo que Jesús intervino y preguntó qué pre-
tendían. Empezaron a discutir con El sobre su enseñanza, como
hablaba siempre de su Padre y del Hijo cuando se sabía per-
fectamente de quien El era hijo. Jesús les dijo que quien hacia
la voluntad de su Padre ése era hijo del Padre y que el que no
observa los Mandamientos no tenía derecho de juzgar aquí, sino
estar contento de no ser echado como forastero de la casa. Como
continuaran disputando acerca de que no debía curar, de que no
se había lavado antes de comer y de que no se sentían conven-
cidos de no observar los Mandamientos, se llegó a tal grado que
Jesús se vió obligado, con gran vergüenza y espanto de ellos, a
escribir, en caracteres que ellos sólo entendían, sus pecados se-
cretos en la pared. Les preguntó si querían que eso quedase allí
y se conociese públicamente, o si preferían dejarlo seguir sanan-
do sin molestarlo y así se borrarían las letras. Se llenaron de
grande espanto. Con esto siguió sanando, salió de allí y ellos
borraron la escritura. Habían usado varias trampas y enredos
con donaciones públicas para viudas y necesitados, y habían
edificado y usado mal esos dineros. Saphet tenia muchas de esas
donaciones, y sin embargo abundaban los pobres y miserables
en la ciudad. Por la noche terminó Jesús sus enseñanzas en la
sinagoga y pernoctó en la misma casa de antes. Junto a la sina-
goga hay una fuente de donde brota agua. La montaña de Saphet
es hermosa, llena de verdor, con muchos árboles y jardines en
derredor. Hay muchos mirtos que esparcen agradable perfume.
Hay muchas edificaciones cuadradas y fundamentos para cons-
truir sobre ellos tiendas de campaña. Los habitantes confeccio-
nan vestiduras sacerdotales. La ciudad está llena de estudiantes,
de escribas y doctores de la ley.