La amarga pasión de nuestro Señor Jesucristo – Sección 7

XXVI
Palacio de Pilatos y sus alrededores
Al pie del ángulo Noroeste de la montaña del templo se halla situado el palacio
del gobernador romano Pilatos. Está bastante elevado, pues se sube a él por
muchos escalones de mármol, y domina una plaza espaciosa, rodeada de
galerías ocupadas por mercaderes; un cuerpo de guardia y cuatro entradas al
Poniente, al Levante, al Norte y al Mediodía, interrumpen la plaza, que se llama
el Forum. Esta plaza está a más altura que las calles que salen de ella; el
palacio de Pilatos se ostenta separado de la misma por un patio espacioso.
Tiene este patio por puerta al Oriente un claustro que da sobre una calle que
conduce a la puerta de las Ovejas y al Huerto de los Olivos; al Poniente tiene
otro claustro, por donde se va a Sión por el barrio de Ancra. Desde la escalera
de Pilatos se ve por encima del patio el Forum, a cuya entrada hay columnas y
bancos de piedra vueltos al palacio. Los sacerdotes judíos no pasaron de estos
bancos para no contaminarse entrando en el tribunal de Pilatos. Cerca de la
puerta occidental del patio está construido un cuerpo de guardia, que se junta
al Norte con la plaza, al Mediodía con el pretorio de Pilatos, formando una
especie de vestíbulo entre la Plaza y el Pretorio. Se llamaba Pretorio la parte
del palacio donde Pilatos celebraba los juicios. El cuerpo de guardia estaba
rodeado de columnas; en el centro había un espacio a cielo descubierto, y
debajo mazmorras donde yacían los dos célebres ladrones. Había muchos
soldados romanos. No lejos de ese cuerpo de guardia, cerca de las galerías
que lo rodeaban, erguíase sobre la plaza misma la columna en que Jesús fue
atado; hay otras diversas en el recinto de la plaza; las que están más cerca
sirven para imponer castigos corporales, y las que están más lejos, para atar a
los animales sacados a la venta. Enfrente del cuerpo de guardia, sobre la
plaza, vese una elevación con algunos bancos de piedra; es como un tribunal.
Desde ese sitio, llamado Gabbata, Pilatos pronuncia sus fallos solemnes. La
escalera de mármol que sube al palacio conduce a una azotea descubierta,
desde la cual Pilatos habla a los acusadores sentados en los bancos de piedra
a la entrada de la plaza. Pueden conversar hablando alto y distintamente.
Detrás del palacio de Pilatos hay otras azoteas más altas, con jardines, y una
casa de recreo. Estos jardines unen el palacio del gobernador con la habitación
de su mujer, que se llama Claudia Procla. Detrás de estas habitaciones está un
foso que las separa de la montaña del templo. Al lado de la parte oriental del
palacio de Pilatos figura el tribunal del viejo Herodes, en donde los Santos
Inocentes fueron degollados en un patio interior. Ha habido algún cambio en las
distribuciones; la entrada esta puesta de otro modo. Por aquél lado de la ciudad
hay cuatro calles: tres conducen al palacio de Pilatos y a la plaza, y la cuarta
pasa al Norte de la plaza y conduce a la puerta por la cual se va a Bethsur.
Cerca de esta puerta esta la hermosa casa que posee Lázaro en Jerusalén,
adonde Marta tiene también una habitación. La calle que está más cerca del
templo de esas cuatro, es la que viene de la puerta de las Ovejas, cerca de la
cual se halla, entrando a la derecha, la piscina de las Ovejas. Esta piscina está
apoyada en la muralla, y rodéanla algunas habitaciones. En ella se lavan
primero los corderos antes de conducirlos al templo; se lavan segunda vez
solemnemente en la piscina de Betesda, al Mediodía del templo. En la segunda
calle está una casa que perteneció a Santa Ana, madre de María, donde
habitaban ella y su familia, y preparaban las víctimas cuando venían a
Jerusalén para las fiestas. En esta misma casa, si no me equivoco, se celebró
el casamiento de José y de María.
La plaza, como he dicho, esta más elevada que las calles, y en éstas hay
conductos de agua que van a la piscina de las Ovejas. Otra plaza igual existe
sobre el monte de Sión, delante del antiguo castillo de David. El Cenáculo esta
cerca al Sudoeste, y al Norte los tribunales de Anás y de Caifás. El castillo de
David es una fortaleza abandonada, con patios, salas y cuadras vacías, que se
alquilan a las caravanas para poder acogerse. Este edificio está desierto hace
mucho tiempo; lo vi en ese estado antes del nacimiento de Jesucristo. Los tres
Reyes Magos, con sus numerosas caballerías, se hospedaron en este castillo
al entrar en la ciudad.
Cuando veo en tiempos antiguos palacios y templos destinados a usos tan
viles, me acuerdo siempre de lo que acontece también en los nuestros, en que
tantas obras magnificas de la piedad y de la fe de otra época, tantas iglesias y
tantos conventos yacen destruidos y arruinados, utilizándolos para usos
mundanos, si no criminales. La iglesia pequeña de mi convento, que era para
mi el cielo sobre la tierra, y donde el Salvador en el Santísimo Sacramento se
complacía en habitar con nosotros, miseros pecadores, está ahora sin techo y
sin ventanas. Han quitado todas las urnas sepulcrales que en ella había.
Nuestro pobre claustro, en que era yo más feliz con mi silla rota en la celda que
el Rey sobre su trono, pues veía la parte de la iglesia en que estaba el
Santísimo, ¿adónde irá a parar dentro de algún tiempo? Pronto se desconocerá
el sitio en que personas consagradas a Dios rezaron durante muchos años por
el mundo entero y por las pobres almas abandonadas. Pero Dios lo sabrá, que
no cabe en Él olvido, por cuanto lo pasado y lo futuro están presentes a su
mente; y así como en espíritu veo todo lo que antes fuera, tanto el bien en
sitios hoy olvidados, como mal cometido en sitios que hoy se profanan, estarán
siempre vivos en el día de la cuenta en que todo se pagará rigurosamente.
Delante de Dios no hay distinción de sitios ni de personas; cuida hasta de la
viña de Nabot. He oído decir que nuestro convento se fundó por dos pobres
religiosas, con un cántaro de aceite y un saco de habas. Todos los intereses,
producto de ese capital, figurarán en el día del juicio. Suele decirse con
frecuencia que el alma incurre en pena por dos monedas injustamente
adquiridas y no restituidas: Dios conceda el reposo eterno a aquellos que
nunca usurparon los bienes de los pobres y de la Iglesia.

 

 

XXVII
Jesús delante de Pilatos
Eran poco más o menos las seis de la mañana, según nuestro modo de contar,
cuando la tropa que conducía a Jesús llegó delante del palacio de Pilatos.
Anás, Caifás y los miembros del Consejo se pararon en los bancos que
estaban entre la plaza y la entrada del tribunal. Jesús fue arrastrado hasta la
escalera de Pilatos. Hallábase éste sobre la azotea avanzada, recostado sobre
una especie de canapé, y delante tenía una mesa de tres pies. Rodeábanle
oficiales y soldados y cerca se ostentaban en alto las insignias del poder
romano. Cuando vio llegar a Jesús en medio de un tumulto tan grande, se
levantó y habló a los judíos en tono de desprecio, como pudiera hacerlo un
orgulloso general a diputados de una pobre ciudad. «¿Qué venís a hacer tan
temprano? ¿Tan pronto comenzáis a desollar vuestras víctimas?» Los de la
turba gritaron a los verdugos: «¡Adelante, conducidlo al tribunal!» y después
respondieron a Pilatos: «Escuchad nuestras acusaciones contra ese pícaro: no
podemos entrar en el tribunal so pena de caer en impureza». Proferidas estas
palabras en alta voz, un hombre de grande estatura y de aspecto venerable
gritó en medio del pueblo que se agrupaba detrás en la plaza: «No, no debéis
entrar en el tribunal, pues esta santificado con sangre inocente; Él solo puede
entrar; sólo Él entre los judíos está puro, como los inocentes que fueron
degollados allí». Y hablado que hubo así con mucha energía, se perdió entre la
multitud. Llamábase Sadoc. Era hombre rico, primo de Obed y marido de
Serafia, llamada después Verónica; dos hijos suyos fueron del número de los
santos inocentes degollados por orden de Herodes en el patio del tribunal.
Desde aquel día había renunciado al mundo, y su mujer y el habían vivido en la
continencia, según lo practicaban los esenios. Había visto y oído a Jesús una
vez en casa de Lázaro. Cuando le vio arrastrar tan miserablemente al pie de la
escalera de Pilatos, el vivo recuerdo de sus hijos sacrificados se despertó en su
corazón, y dio ese testimonio manifiesto de la inocencia del Salvador. Pero los
acusadores de Jesús tan irritados estaban de ver su entereza, y tanto les
humillaba la actitud que tenían que guardar en su presencia, que apenas si se
fijaron en las palabras de Sadoc.
Los alguaciles hicieron subir a Jesús los escalones de mármol, y lleváronle así
detrás de la azotea desde donde Pilatos hablaba a los sacerdotes judíos,
Pilatos había oído hablar mucho de Jesús. Al verle tan horriblemente
desfigurado por tales tropelías, y conservando siempre en el aspecto su tan
admirable expresión de dignidad, el desprecio de Pilatos hacia los príncipes de
los sacerdotes subió de punto; les dio a entender que no estaba dispuesto a
condenar a Jesús sin pruebas, y les dijo en tono imperioso: «¿De qué acusáis a
este hombre?» Ellos le respondieron: «Si no fuera un malhechor, no te lo
hubiéramos presentado». «Lleváoslo, repuso Pilatos, y juzgado según vuestra
ley». Los judíos replicaron: «Bien sabes que nuestros derechos son muy
limitados en materia de pena capital». Los enemigos de Jesús ardían en odio e
impaciencia, y a todo trance ansiaban acabar con Jesús antes del tiempo legal
de la fiesta, para poder sacrificar el cordero pascual. No advierten que el
verdadero Cordero pascual era el que habían conducido al tribunal del juez
idólatra donde temían contaminarse.
Cuando el gobernador romano les mandó que presentasen sus acusaciones, lo
hicieron de tres principales, apoyada cada una por diez testigos, y se
esforzaron, sobre todo, en hacer ver a Pilatos que Jesús habla violado los
derechos del Emperador. Le acusaron primero de ser un seductor del pueblo,
que perturbaba la paz pública y excitaba a la sedición, y de ella exhibieron
testimonios. Luego, que tenía grandes reuniones de hombres; que violaba el
sábado, y que curaba en él. Aquí Pilatos los interrumpió en son de burla:
«Vosotros no estáis enfermos sin duda, porque si no no estaríais tan
encolerizados contra esas curas». Añadieron que seducía al pueblo con
horribles doctrinas, diciéndole que debían comer su carne y beber su sangre
para alcanzar la vida eterna. Pilatos miró a sus oficiales sonriéndose, y dirigió a
los judíos estas palabras: «Parece que vosotros seguís también su doctrina en
lo de alcanzar la vida eterna, cuando queréis ahora poco menos que comer su
carne y beber su sangre».
La segunda acusación era que Jesús excitaba al pueblo a no pagar tributo al
Emperador. Aquí Pilatos, lleno de cólera, los interrumpió con la certeza propia
de un hombre encargado especialmente de esto; y les dijo: «Es un grandísimo
embuste; yo debo saber eso mejor que vosotros». Entonces los judíos pasaron
a la tercera acusación. «Este hombre oscuro, de bajo origen, se ha hecho un
gran partido, y ha predicho la ruina de Jerusalén; esparce por el pueblo
parábolas ambiguas sobre un Rey que prepara las bodas de su hijo. Un día, la
multitud, que convocó sobre una montana, quiso hacerle rey; pero pensando
que era demasiado pronto, se escondió. Ahora obra más a las claras: ha hecho
su entrada triunfal en Jerusalén, al grito de: «¡Hosanna al Hijo de David!
iBendito sea el reino de nuestro padre David que llega!» Con esto, usurpa los
honores reales, pues enseña que es el Cristo, el ungido del Señor, el Mesías,
el Rey prometido a los judíos, y se hace llamar así». Todo lo cual fue también
apoyado por diez testigos.
Cuando dijeron que Jesús se hacía llamar el Cristo, el Rey de los judíos, Pilatos
pareció pensativo. Fue desde la azotea a la sala del tribunal que estaba aliado;
echó, de paso, una mirada atenta sobre Jesús, y mandó a los guardias que se
lo condujeran a la sala. Era Pilatos un pagano supersticioso, de espíritu ligero,
y voluble en sus ideas. Había oído hablar de los hijos de sus dioses, que
habían vivido sobre la tierra: tampoco ignoraba que los profetas de los judíos
les habían anunciado, ya de muy antiguo, un ungido del Señor, un Rey
libertador y Redentor, y que muchos judíos lo esperaban. También sabían que
del Oriente vinieron unos reyes a ver al viejo Herodes para rendir homenaje a
cierto Rey recién nacido que decían serlo de los judíos, y que Herodes en esta
ocasión había mandado degollar gran número de niños. Sabedor de estas
tradiciones sobre un Mesías, un Rey de los judíos, no les daba, como buen
pagano, crédito, sin embargo; y a haber querido formarse idea sobre ellas, se
hubiera figurado un Rey victorioso y poderoso, como lo hacían los judíos
instruidos de su tiempo y los herodianos. Por eso le pareció tan ridículo que
acusaran a aquel hombre que se le presentaba en tal estado de abatimiento,
fingiéndose aquel Mesías y soñado Rey. Pero como los enemigos de Jesús
presentaran esto como una usurpación de los derechos del Emperador, mandó
traer a Jesús a su presencia para interrogarle.
Miróle Pilatos con admiración, y le dijo: «¿Así que eres Tú el Rey de los
judíos?»; y Jesús respondió: «¿Lo dices tú por ti mismo, o porque otros lo han
dicho de Mí?» Pilatos, sentido de que Jesús pudiera creerle tan extravagante de
que por sí le dirigiese pregunta tan rara, le dijo: «¿Soy yo acaso un judío que
me ocupe en semejantes necedades? Tu pueblo y sus sacerdotes te traen a
mis manos, porque has merecido la muerte. Dime lo que has hecho». Jesús
repuso con majestad: «Mi reino no es de este mundo; si mi reino fuese de este
mundo, Yo tendría servidores que combatirían por Mi, para no dejarme caer en
manos de los judíos; pero mi reino no es de este mundo». Pilatos se sintió
perturbado con estas graves palabras, y le dijo en tono más serio: «¿Tú eres
Rey?» Jesús respondió: «Como tú lo dices: Yo soy Rey. He nacido y venido a
este mundo para dar testimonio de la verdad. El que es de la verdad, escucha
mi voz». Pilatos lo miró, y dijo, levantándose: » ¡La verdad! ¿Qué es la verdad?»
Hubo otras palabras, de que no me acuerdo bien.
Pilatos volvió a la azotea: no podía comprender a Jesús, pero vio que no era un
Rey que pudiera dañar al Emperador, pues no quería ningún reino de este
mundo. Y al Emperador le preocupaban poco los reinos del otro mundo. Y así
gritó a los príncipes de los sacerdotes desde lo alto de la azotea: «No hallo
ningún crimen en este hombre». Los enemigos de Jesús se irritaron, y de todas
partes salió un torrente de acusaciones contra Él. Pero el Salvador estaba
silencioso, y oraba por los míseros hombres: y cuando Pilatos se volvió a Él,
diciéndole: «¿No respondes nada a esas acusaciones?», Jesús no dijo una
palabra. De modo que Pilatos, sorprendido, hubo de decirle: «Veo claro que no
dicen más que mentiras contra Ti». Los acusadores continuaron vociferando
miles de culpas, y dijeron: «¡Como! ¿No halláis crimen en Él? ¿Acaso no lo es
sublevar al pueblo y extender su doctrina en todo el país, desde Galilea
hasta aquí?»
Al oír la palabra Galilea, Pilatos reflexionó un instante, y preguntó: «¿Este
Hombre es galileo y súbdito de Herodes?» «Sí, responden ellos: sus padres han
vivido en Nazaret, y su residencia actual es Cafarnaúm». «Si es súbdito de
Herodes, replicó Pilatos, conducirle a su presencia; ha venido aquí para la
fiesta, y puede juzgarle». Entonces mandó salir a Jesús fuera del tribunal, y
envió un oficial a Herodes avisándole que iban a presentarle a Jesús de
Nazaret, súbdito suyo. Pilatos estaba satisfecho con rehuir así la obligación de
juzgar a Jesús, pues era un negocio desagradable para él. Deseaba también hacer una
fineza a Herodes, con quien estaba reñido y el cual quería ver a Jesús.
Los enemigos del Salvador, furiosos de ver que Pilatos los arrojaba de sí en
presencia de todo el pueblo, extremaron su rencor contra Jesús. Atáronle de
nuevo, y arrastrado y lleno de insultos y de golpes, en medio de la multitud que
cubría la plaza, fue conducido hasta el palacio de Herodes, que no estaba muy
distante. Algunos soldados romanos se habían agregado a la escolta.
Claudia Procla, mujer de Pilatos, le mandó a decir que deseaba muchísimo
hablarle; mientras se llevaban a Jesús a casa de Herodes, subió secretamente
a una galería desde donde pudo presenciar aquella tragedia con harta
agitación y angustia.

 

XXVIII
Origen del Vía Crucis
A todo esto, la Madre de Jesús, Magdalena y Juan permanecieron en una
esquina de la plaza, mirando y escuchando con profundo dolor. Cuando Jesús
fue llevado a Herodes, Juan condujo a la Virgen y a Magdalena por todo el
camino recorrido por Jesús. Así volvieron a casa de Caifás, a la de Anás, a
Ofel, a Getsemaní, al Huerto de los Olivos; y en todos los sitios donde el Señor
se había caído o había sufrido, se paraban en silencio, lloraban y sufrían con Él.
La Virgen se prosternó más de una vez, y besó la tierra en los parajes en
donde Jesús se había caído. Magdalena se retorcía las manos, y Juan lloraba,
las consolaba, las levantaba, y seguían andando. Éste fue el principio del Vía
Crucis y de los honores rendidos a la Pasión de Jesús aun antes de que se
cumpliera. La meditación de la Iglesia sobre los dolores de su Redentor
comenzó en la flor más santa de la humanidad, en la Madre virginal del Hijo del
hombre. ¡Oh, qué compasión! ¡Con qué fuerza el filo de la espada penetró en
su corazón! María, que lo había llevado en su seno, que lo había alimentado a
sus pechos; esta bienaventurada criatura que había oído real y
sustancialmente al Verbo de Dios, Dios mismo desde el principio, que lo había
concebido, llevado y sentido vivir en Ella antes que los hombres recibieran su
bendición, su doctrina y la salvación, participaba de todos los padecimientos de
Jesús y de su deseo ardiente de rescatar a los hombres con sus dolores y su
muerte. Así la Virgen, pura y sin mancha, consagró a la Iglesia el Vía Crucis,
para recoger en todos los sitios, como piedras preciosas, los inagotables
méritos de Jesucristo, para recogerlos como flores sobre el camino, y
ofrecerlos a su Padre celestial por todos los que tienen fe. El dolor había
puesto a Magdalena como fuera de si. Tenía un inmenso amor a Jesús; y aun
cuando hubiera querido poner el alma a sus pies como el bálsamo sobre su
cabeza, un abismo horrible se abría entre ella y su Amado. Su arrepentimiento
y su gratitud no tenían limites, y cuando quería elevar hacia Él su amor, como
el humo del incienso, veía a Jesús maltratado, conducido a la muerte a causa
de sus culpas, que había tomado sobre sí. Entonces sus pecados la
penetraban de horror; su alma se le partía, y vacilaba entre el amor, el
arrepentimiento, la gratitud y el aspecto de la ingratitud de su pueblo; y todos
esos sentimientos se revelaban en su conducta, en sus palabras y en sus
movimientos.
Juan amaba y sufría. Conduce por la primera vez a la Madre de Dios por el
camino de la Cruz adonde la Iglesia debía seguirla, y el porvenir se abre ante
sus ojos.

 

 

XXIX
Pilatos y su mujer
Mientras conducían a Jesús a casa de Herodes, vi a Pilatos con su mujer
Claudia Procla. Fueron juntos a una casita situada sobre un alto del jardín,
detrás del palacio. Claudia estaba agitada y muy conmovida. Era una mujer alta
y bella, pero pálida. Llevaba un velo echado atrás; sin embargo, se veían sus
cabellos colocados en derredor de su cabeza, con algunos adornos; tenía
pendientes, un collar, y sobre el pecho una especie de broche que sostenía su
largo vestido. Habló mucho tiempo con Pilatos; le rogó, por todo lo que le era
más sagrado, que no hiciese mal ninguno a Jesús, el Profeta, el Santo de los
Santos, y le contó algo de las visiones maravillosas que había tenido acerca de
Jesús la noche precedente.
Mientras hablaba, experimenté la mayor parte de esas visiones; pero no ne
acuerdo bien de qué modo se sucedían. Ella vio las principales circunstancias
de la vida de Jesús: la Anunciación de María, la Natividad, la Adoración de los
pastores y de los Reyes, la profecía de Simeón y de Ana, la huida a Egipto, la
tentación en el desierto, etc. Se le apareció siempre rodeado de luz, y vio la
malicia y la crueldad de sus enemigos bajo las formas más horribles; vio sus
padecimientos infinitos, su paciencia y su amor inagotables, la santidad y los
dolores de su Madre. Estas visiones le causaron mucha inquietud y mucha
tristeza, pues todos esos objetos eran nuevos para ella; estaba suspensa y
pasmada, y veía muchas de esas cosas, como, por ejemplo, la degollación de
los inocentes y la profecía de Simeón, cosas que acontecían cerca de su casa.
Yo sé bien hasta qué punto un corazón compasivo puede verse atormentado
por esas visiones, pues el que ha sentido una cosa, debe comprender lo que
sienten los demás.
Había sufrido toda la noche, y visto más o menos claramente muchas verdades
maravillosas, cuando la despertó el ruido de la turba que conducía a Jesús. Al
mirar hacia aquel lado, vio al Señor, el objeto de todos esos milagros que le
habían sido revelados, desfigurado, herido, maltratado por sus enemigos. Su
corazón se trastornó, y mandó en seguida llamar a Pilatos, y le contó, en medio
de su agitación, lo que le acababa de suceder. Ella no comprendía lo que todo
aquello significase, y no podía expresarlo bien; pero rogaba, suplicaba, instaba
a su marido enternecida a lo sumo.
Pilatos estaba atónito y perturbado; unía lo que le decía su mujer con las
noticias recogidas de un lado y de otro acerca de Jesús; se acordaba del furor
de los judíos, del silencio de Jesús y de sus maravillosas respuestas a sus
preguntas. Estaba agitado e inquieto; cedió a los ruegos de su mujer, y le dijo;
«He declarado que no hallaba ningún crimen en ese hombre. No le condenaré;
he reconocido toda la malicia de los judíos». Le habló también de lo que le
había dicho Jesús; prometió a su mujer no condenarle y le dio una prenda como
garantía de su promesa. No sé si era una joya, un anillo o un sello. Así se
separaron.
Pilatos era un hombre corrompido, indeciso, lleno de orgullo y al mismo tiempo
de bajeza: no retrocedía ante las acciones más vergonzosas cuando
encontraba en ellas su interés, y al mismo tiempo se dejaba llevar por las
supersticiones mas ridículas cuando se hallaba en posición difícil. En estas
circunstancias de apuro, consultaba sin cesar a sus dioses, a los cuales ofrecía
incienso en lugar secreto de su casa, pidiéndoles auspicios. Una de sus
practicas supersticiosas era ver comer a los pollos; pero todas estas cosas me
parecían tan horribles, tan tenebrosas y tan infernales, que yo volvía la cara
con horror. Sus pensamientos eran confusos, y Satanás le inspiraba tan pronto
un proyecto como otro. Primero quería libertar a Jesús como inocente; después
temía que sus dioses se vengaran de él: libertado por él, Jesús parecíale una
especie de semidiós que podía hacerle daño. «Quizás, se decía a si mismo, es
una especie de Dios de los judíos; hay muchas profecías de un Rey de los
judíos, que debe reinar en todo el mundo: Ese es el Rey que los Magos de
Oriente han venido a buscar aquí; podría quizás elevarse sobre mis dioses y mi
Emperador, y yo tendría una gran responsabilidad si no muere. Quizás su
muerte será el triunfo de mis dioses». En seguida las visiones maravillosas de
su mujer le asaltaban el pensamiento, y tenían un gran peso en la balanza en
favor de la libertad de Jesús. Acabo decidiéndose por esta ultima opinión.
Quería ser justo, pero no podía serlo, pues había preguntado: «¿Qué es la
verdad?» y no había esperado la respuesta: «La verdad es Jesús de Nazaret,
Rey de los judíos». La mayor confusión reinaba en sus ideas, y él mismo no
sabia lo que quería, pues de no ser así, no hubiera consultado a los pollos. El
pueblo se aglomeraba sobre la plaza y en la calle por donde debían conducir a
Jesús a casa de Herodes. Los grupos se formaban en cierto orden, según el
sitio de donde cada uno había venido a la fiesta, y los fariseos, los más
rencorosos de todos los lugares adonde Jesús había enseñado, estaban con
sus compatriotas trabajando y excitando a los indecisos contra Jesús. Los
soldados romanos eran numerosos en el cuerpo de guardia del palacio de
Pilatos; todos los puestos importantes de la ciudad estaban también ocupados
por ellos.

 

XXX
Jesús delante de Herodes
El palacio del tetrarca Herodes estaba situado al Norte de la plaza, en la parte
nueva de la ciudad: no estaba lejos del de Pilatos. Una escolta de soldados
romanos, la mayor parte originarios de los países situados entre Suiza e Italia,
se había juntado a la de los judíos, y los enemigos de Jesús, furiosos por los
paseos que les hacían dar, no cesaban de ultrajar al Salvador y de maltratarlo.
Herodes, habiendo recibido el aviso de Pilatos, estaba esperando en una sala
grande, sentado sobre cojines que formaban una especie de trono. Muchos
cortesanos y militares le acompañaban. Los príncipes de los sacerdotes
entraron y se pusieron a los lados; Jesús se quedó en la puerta. Herodes
estaba muy engreído al ver que Pilatos le reconocía, en presencia de los
sacerdotes judíos, el derecho de juzgar a un galileo. También se alegraba de
ver en su presencia, en tal estado de abatimiento, a Jesús, quien nunca se
había dignado presentársela. Juan había hablado de él en términos tan
magníficos, y tantas cosas decían las relaciones de los herodianos así como de
los espías, que su curiosidad estaba muy excitada. Disponíase a hacerle sufrir
un interrogatorio delante de los cortesanos y de los príncipes de los sacerdotes,
para mostrar su instrucción. Pilatos le mandó decir que no había hallado ningún
crimen en aquel hombre, y el hipócrita creyó que era un aviso para que tratase
con desprecio a los acusadores, lo que aumentó el furor de éstos. Así que
entraron, produjeron tumultuosamente las acusaciones; pero Herodes miraba a
Jesús con curiosidad, y cuando le vio tan desfigurado, cubierto de golpes, con
el pelo en desorden, la cara ensangrentada, su vestido manchado, aquel
príncipe voluptuoso y sin energía sintió una compasión mezclada de disgusto.
Profirió el nombre de Dios, volvió la cara con repugnancia, y dijo a los
sacerdotes: «Lievadlo, limpiadlo; ¿cómo traéis a mi presencia un hombre tan
asqueroso y tan lleno de heridas?» Los alguaciles llevaron a Jesús al vestíbulo,
trajeron agua en un baño, y lo limpiaron, sin cesar de maltratarlo.
Herodes reprendió a los sacerdotes por su crueldad; parecía que quería imitar
la conducta de Pilatos, pues también les dijo: «Bien se ve que ha caído entre
las manos de los carniceros; comenzáis las inmolaciones antes de tiempo». Los
príncipes de los sacerdotes reproducían con empeño sus quejas y sus
acusaciones. Cuando volvieron a presentar a Jesús delante de Herodes,
fingiendo compadecerse mandó que le trajeran un vaso de vino para reparar
sus fuerzas; pero Jesús meneó la cabeza, y no quiso beber. Herodes habló con
énfasis y largamente; repitió a Jesús todo lo que sabía de Él, le hizo muchas
preguntas, y le pidió que hiciera un prodigio. Jesús no respondía una palabra, y
estaba delante de él con los ojos bajos, lo que irritó a Herodes. Sin embargo,
disimuló el enojo y continuó sus preguntas. Primero quiso halagarle: «Duéleme
ver que acusaciones tan graves pesen sobre Ti; he oído hablar mucho de Ti;
sabes que me has ofendido en Tirza cuando libertaste, sin mi permiso, los
presos que había hecho allí; pero sin duda lo hiciste con buena intención.
Ahora que el gobernador romano te envía a mi para juzgarte, ¿qué tienes que
responder a todas esas acusaciones? ¿Te callas? Me han hablado mucho de
la sabiduría de tus discursos y de tus doctrinas; quisiera oírte responder a tus
acusadores. » ¿Qué dices? ¿Es verdad que eres el Rey de los judíos? Eres Tú
el Hijo de Dios? ¿Quién eres? Dicen que has hecho grandes milagros; haz
alguno delante de mí. Está en mi mano el darte la libertad. ¿Es verdad que has
dado la vista a ciegos de nacimiento, resucitado a Lázaro de entre los muertos,
y dado de comer a millares de hombres con unos cuantos panes? ¿Por qué no
respondes? Créeme: haz alguno de tus prodigios; eso te será de provecho».
Como Jesús continuaba callado, Herodes prosiguió con mas volubilidad:
«¿Quién eres Tú? ¿Quién te ha dado ese poder? ¿Por qué no lo posees ya?
Eres Tú ese hombre cuyo nacimiento se cuenta de una manera maravillosa?
Reyes del Oriente han venido a mi padre en demanda de ver a un Rey de los
judíos recién nacido: ¿es verdad, como cuentan, que ese niño eras Tú? ¿Y
cómo escapaste de la muerte que fue dada a tantos niños? ¿Cómo ha
sucedido eso? ¿Cómo transcurrió tanto tiempo sin hablarse de Ti? ¡Responde!
¿Qué especie de Rey eres Tu? ¡En verdad que no veo nada de regio en Ti!
Dicen que hace poco fuiste conducido en triunfo hasta el templo; ¿qué
significaba eso? ¡Habla, respóndeme!»
Todo ese flujo de palabras no obtuvo ninguna respuesta de parte de Jesús. Me
fue explicado que Jesús no le habló porque estaba excomulgado, a causa de
su casamiento adúltero con Herodías y de la muerte de Juan Bautista. Anás y
Caifás se aprovecharon del disgusto que le causaba el silencio de Jesús, y
comenzaron otra vez sus acusaciones: añadieron que había llamado a Herodes
zorra; y también trabajado mucho tiempo en desprestigio de su familia; que
había querido establecer una nueva religión, y celebrado la Pascua la víspera.
Herodes, aunque irritado contra Jesús, era siempre fiel a sus proyectos
políticos. No quería condenar a Jesús, porque sentía ante Él un terror secreto,
y tenía con frecuencia remordimiento de la muerte de Juan Bautista; además,
detestaba a los príncipes de los sacerdotes, que no habían querido excusar su
adulterio, y lo habían excluido de los sacrificios a causa de ese crimen.
Y, sobre todo, no quería condenar al que Pilatos había declarado inocente, y
era conveniente mostrarse obsequioso hacia el gobernador en presencia de los
príncipes de los sacerdotes. Llenó a Jesús de desprecios, y dijo a sus criados y
a sus guardias, cuyo número se elevaba a doscientos en su palacio: «Agarrad a
ese Insensato, y rendid a ese Rey burlesco los honores que merece; es más
bien un loco que un criminal».
Condujeron al Salvador a un gran patio, donde fue víctima de nuevos atropellos
y objeto de escarnio. Este patio lo formaban las paredes del palacio, y Herodes
veía aquel escándalo desde lo alto de una azotea. Anás y Caifás lo excitaron
otra vez a condenar a Jesús; pero Herodes les dijo, de modo que lo oyesen los
romanos: «Sería un crimen para mi el juzgarlo». Quería decir sin duda: «Un
crimen contra el juicio de Pilatos, que ha tenido la política de mandármelo».
Los príncipes de los sacerdotes y los enemigos de Jesús, viendo que Herodes
no participaba de su sentir y propósitos, enviaron algunos de los suyos al barrio
de Ancra, a fin de que muchos fariseos que había en él acudiesen con sus
partidarios a los alrededores del palacio de Pilatos: distribuyeron también
dinero a la multitud para excitarla a pedir tumultuosamente la muerte de Jesús.
Otros se encargaron de amenazar al pueblo con la ira del cielo, si no obtenían
la muerte de aquel blasfemo sacrílego. Decíanseles también que si Jesús no
moría se uniría a los romanos para exterminar a los judíos, y que ese era el
imperio de que había hablado siempre. Además, esparcían la voz de que
Herodes le había condenado, pero que el pueblo debía expresar su voluntad;
que se temía a los partidarios de Jesús; que si le ponían en libertad, la fiesta
sería turbada por ellos y por los romanos, con cuya ayuda ejercerían una cruel
venganza. Esparcieron también los rumores más contradictorios y propios para
exacerbar los ánimos y sublevar al pueblo. Algunos de ellos, mientras tanto,
daban dinero a los soldados de Herodes para que maltratasen a Jesús hasta
hacerle morir, pues deseaban que perdiese la vida antes que Pilatos le diera
libertad. Mientras los fariseos maquinaban así, Nuestro Señor sufría las
brutalidades de una soldadesca desenfrenada y grosera, en cuyas manos
Herodes lo había entregado. Empujábanlo en el patio, y uno de ellos trajo un
gran saco blanco que estaba en el cuarto del portero, y que había tenido
algodón. Le hicieron un agujero con una espada, y con grandes risotadas se lo
echaron sobre la cabeza a Jesús. Otro soldado trajo un pedazo de tela
colorada, y se la pusieron al cuello. Entonces se inclinaban delante de Él, y a
empellones, lo injuriaban, le escupían, dábanle en la cara, porque no había
querido responder a su Rey. Le hacían mil saludos irrisorios, le arrojaban lodo,
tiraban de Él como zarandeándole y, habiéndolo echado al suelo, lo arrastraron
hasta un arroyo que rodeaba el patio, de modo que su sagrada cabeza pegaba
contra las columnas y los ángulos de las paredes. Después lo levantaron, y
comenzaron otra vez los oprobios.
Había cerca de doscientos criados y soldados de Herodes, y cada cual tenia a
gala inventar algún nuevo ultraje contra Jesús. En algunos era tal la inquina
que iban dispuestos a pegarle palos en la cabeza. Mirábalos Jesús con
sentimientos de compasión. El dolor le arrancaba suspiros y gemidos, pero les
servían de motivo para burlarse, y nadie tenia piedad de Él. Su cabeza estaba
ensangrentada, y lo vi caer tres veces bajo los golpes; y vi también a los
ángeles que lo ungían: me fue revelado que sin este socorro del cielo los
golpes que le daban hubieran sido mortales. Los filisteos que atormentaron a
Sansón en la cárcel de Gaza eran menos violentos y crueles que aquellos
hombres.
El tiempo urgía, los príncipes de los sacerdotes tenían que ir al templo, y
cuando supieron que todo estaba dispuesto según sus ordenes, pidieron otra
vez a Herodes que condenara a Jesús; pero él, en sus ideas relativas a Pilatos,
le mandó a Jesús cubierto con su vestido de escarnio.

 

XXXI
Jesús conducido de Herodes a Pilatos
Los enemigos de Jesús le condujeron de Herodes a Pilatos. Estaban
avergonzados de tener que volver al sitio adonde fuera ya declarado inocente.
Pero decídense en breve, y tomando otro camino mucho mas largo preséntanle
en medio de su humillación a otra parte de la ciudad, con lo que además dan
tiempo a sus agentes para que agiten los grupos, según sus proyectos. Ese
camino era áspero y desigual, y todo el tiempo que duró no cesaron de
maltratar a Jesús. La ropa que le habían puesto le impedía andar, se cayó
muchas veces en el lodo, y lo levantaron a patadas hiriéndole en la cabeza;
con ultrajes infinitos, tanto de parte de los que le conducían, como del pueblo
que se juntaba en el camino. Jesús pedía a Dios no morir, para que así se
cumpliesen en uno su pasión y nuestra redención.
Eran las ocho y cuarto cuando llegaron al palacio de Pilatos. La multitud era
muy numerosa; los fariseos corrían en medio del pueblo y lo excitaban; Pilatos,
acordándose de la sedición de los celadores galileos en la última Pascua,
disponía de mil hombres que ocupaban el Pretorio, el cuerpo de guardia, las
entradas de la plaza y las de su palacio.
La Virgen, su hermana mayor María, hija de Helí; María, hija de Cleofás,
Magdalena y otras muchas santas mujeres, hasta veinte, estaban en un sitio
donde lo podían oír todo. Juan estaba también al principio. Jesús, cubierto con
su ropa de irrisión, iba insultado por el pueblo; pues los fariseos habían juntado
la canalla más insolente y más perversa del populacho. Un fámulo de Herodes
vino a decirle a Pilatos que su amo estaba lleno de gratitud por su fineza, y que
no habiendo visto en el célebre Galileo más que un loco, lo había tratado como
a tal, y se lo devolvía. Pilatos quedó satisfecho al ver que Herodes obrara como
él, no condenando a Jesús. Diole la enhorabuena, y reanudaron la amistad, de
enemigos que eran desde que el acueducto se había hundido.
Vuelto Jesús de nuevo a la casa de Pilatos, los alguaciles le hicieron subir la
escalera con la brutalidad ordinaria; pero se enredó en su vestido, y cayó sobre
los escalones de mármol blanco, que se tiñeron en sangre de su cabeza
sagrada. Los enemigos de Jesús habían tomado sus sitios a la entrada de la
plaza; el pueblo reía de su caída, y los soldados le golpeaban para levantarlo.
Pilatos estaba apoyado sobre su silla, especie de canapé, y la mesita colocada
delante de él; rodeábanle oficiales y escribientes. Se adelantó sobre la azotea,
y dijo a los acusadores de Jesús: «Me habéis traído a este hombre como a un
agitador del pueblo; le he interrogado delante de vosotros, y no le hallo
culpable del crimen que le imputáis; Herodes tampoco le juzga criminal. Por
consiguiente, voy a mandar que le azoten, y a darle suelta». Violentos
murmullos se elevaron entre los fariseos, y las distribuciones de dinero en el
pueblo se hicieron con mas actividad. Pilatos recibió con sumo desprecio aquella
demostración de protesta, y aún hubo de proferir alguna frase mordaz.
Por aquel entonces acudía el pueblo a él en solicitud de que, antes de la
celebración de la Pascua, y según una antigua costumbre, diese libertad a un
preso. Los fariseos, por medio de sus emisarios, imbuyeron a la multitud que
en modo alguno pidiesen la libertad de Jesús, sino su suplicio. Pilatos esperaba
que pedirían la libertad de Jesús, y tuvo la idea de darles a escoger entre Él y
un insigne criminal, llamado Barrabás, que horrorizaba a todo el pueblo. Había
cometido una muerte en una sedición; yo le he visto cometer otros muchos
crímenes: fue autor de sortilegios, y hasta había arrancado a algunas mujeres
el fruto que llevaban en sus entrañas. Se me ha olvidado lo demás. Hubo un
movimiento entre el pueblo en la plaza: un grupo se adelantó, llevando a su
cabeza oradores, que gritaron a Pilatos: «Haz lo que has hecho siempre por la
fiesta». Pilatos les dijo: «Es costumbre que liberte a un criminal en la Pascua.
¿Quién queréis que sea: Barrabás, o el Rey de los judíos, Jesús, que dicen que
es el ungido del Señor’?»
Pilatos, siempre indeciso, llamaba a Jesús Rey de los judíos, porque este
orgulloso romano quería mostrarles su desprecio atribuyéndoles un rey tan
pobre; pero dábale también ese nombre, porque abrigaba cierta persuasión de
que Jesús era, en efecto, el Rey milagroso, el Mesías prometido a los judíos;
después cedía a ese presentimiento que tenía de la verdad, viendo a las claras,
por otra parte, que los príncipes de los sacerdotes estaban llenos de envidia
contra Jesús. A la pregunta de Pilatos hubo alguna duda en la multitud , y varias
voces gritaron: «iBarrabás!» Pilatos, llamado en aquel instante por un criado de
su mujer, salió de la azotea, y éste, presentándole la prenda que él antes diera,
díjole: «Claudia Procla te recuerda la promesa de esta mañana». Mientras tanto
los fariseos y los príncipes de los sacerdotes bullían con grande agitación; las
turbas mostrábanse sobreexcitadas, amenazadoras. María, Magdalena, Juan y
las santas mujeres estaban en una esquina de la plaza, trémulas y llorando.
Aunque la Madre de Jesús sabía que su muerte era el único medio de
salvación para los hombres, sentíase llena de angustia y del deseo de
arrancarle al suplicio, y sufría todos los dolores que puede sentir una madre.
María oraba para que un crimen tan enorme no se consumara. Decía como
Jesús en el Huerto de los Olivos: «Si es posible, que este cáliz se aleje».
Aliéntala alguna esperanza, porque en el pueblo corría la voz de que Pilatos
intentaba libertar a Jesús. No lejos de Ella agitábanse grupos de gente de
Cafarnaúm que Jesús había curado y enseñado; hacen como que no lo
conocen, y miraban a escondidas a las infelices mujeres cubiertas con los
velos. Pero María creía, y todos pensaban como Ella, que éstos a lo menos
rechazarían a Barrabás para libertar a su Bienhechor y su Salvador. Mas no fue
así.
Pilatos devolvió la prenda a su mujer, ratificándole el cumplimiento de su
promesa. Avanzó de nuevo sobre la azotea, y sentóse al lado de la mesita. Los
príncipes de los sacerdotes ocupaban sus asientos, y Pilatos volvió a gritar: «¿A
cuál de los dos queréis que salve?» Entonces resonó un grito unánime en la
plaza: «No queremos a ése, sino a Barrabás». Pilatos dijo: «¿Qué queréis que
haga con Jesús, que se llama Cristo?» Todos gritaron tumultuosamente;
«iCrucifícalo! ;Crucifícalo!» Pilatos preguntó por tercera vez: «Pero ¿qué mal ha
hecho? Yo no encuentro en Él crimen que merezca la muerte; voy a mandar
azotarlo y dejarlo». Pero el grito: «iCrucifícalo! iCrucifícalo!» se alzó por todas
partes como una tempestad infernal ; los príncipes de los sacerdotes y los
fariseos se agitaban vociferando como frenéticos. Entonces el débil Pilatos dio
libertad al malhechor Barrabás, y condenó a Jesús a la flagelación.