Desde la segunda Pascua hasta el regreso de la isla de Chipre – Sección 1

I
Jesús en Aìnón. María de Suphan
Desde Jogbeha fué Jesús, a través de Sukkoth, hasta Ainón.
El camino desde Sukkoth era como de una hora por una her-
mosa comarca animada por el paso de las caravanas que iban
al bautismo de Sukkoth. Todo estaba lleno de largas hileras
de chozas de palmas y plantas, en las cuales estaban las gentes
ocupadas en arreglos, porque con la conclusión del Sábado co-
menzaban ya las fiestas de los Tabernáculos. Jesús enseñaba
en diversos lugares de este camino. Delante de Ainón había una
hermosa tienda de campaña preparada por María de Suphan,
para hacer un honroso recibimiento a Jesús. Estaban allí pre-
sentes los principales de la ciudad, los sacerdotes y María de
Suphan con sus hijos y sus amigas. Los hombres lavaron los
pies a Jesús y a sus discípulos, y les presentaron una bebida y
un alimento más delicado que el de costumbre. Los hijos de la
Sufanita estaban con los otros ocupados en servir a Jesús y las
mujeres se echaron, velados sus rostros, delante de Jesús. Él
saludó a todos cariñosamente y los bendijo. María lloraba, siem-
pre llena de contento y de agradecimiento, e invitó a Jesús a
entrar en su casa. Cuando Jesús entró en la ciudad, los hijos de
la Sufanita, dos niñas y un niño, con otros niños, llevaban gran-
des cintas atando hermosas flores y procediendo unos delante de
otros, en fila, y algunos junto a Jesús. Éste entró en el patio de
la casa de María con otros discípulos y se detuvo debajo de una
enramada. María se echó de nuevo a sus pies, llena de agrade-
cimiento y con lágrimas de alegría, y lo mismo hicieron sus
hijos a los cuales Jesús besó amablemente. Contó María que
Dina la Samaritana había estado allí y que el hombre con el
cual había vivido hasta entonces se había bautizado. La Sufa-
nita conocía a este hombre, pues su marido había vivido en
Damasco con sus tres hijos legítimos. Habían hablado mucho
de Jesús y alabado su bondad. Estaba llena de contento y ense-
ñó a Jesús muchas preciosas vestiduras sacerdotales y una
mitra muy costosa que había hecho para el templo. Era muy
diestra en estos trabajos y era rica y de muchos bienes, que
empleaba en estas obras. Jesús se mostró lleno de bondad con
ella y le habló de su marido: de que convenía volviera a él,
porque allí podría hacer mucho bien y que a sus hijos ilegiti-
mos procurase colocarlos bien en alguna parte conveniente.
Le dijo enviase primero un mensaje a su marido, llamándolo.
Desde aquí Jesús se dirigió al lugar de los bautismos y
desde una cátedra enseñó a los oyentes. Habían llegado a esta
fiesta del Sábado, Lázaro, José de Arimatea, Verónica, los hijos
de Simeón y otros discípulos de Jerusalén. Estaban también
Andrés, Juan y otros discípulos de Juan. Santiago el Menor no
estaba. El Bautista había enviado mensajeros a Jesús diciéndole
que fuera a Jerusalén y dijera claramente a todo el mundo
quién era Él. El Bautista está como impaciente y angustiado
de no poder él mismo decir a todo el mundo quien es Jesús:
tal es su ansia de hacer conocer al Mesías.
Cuando comenzó el Sábado enseñó Jesús en la sinagoga
acerca de la creación del mundo, de las aguas, del primer pe-
cado, y, claramente, del Mesías. Y sobre las palabras de Isaías
(42-5-43) habló admirablemente, y con claridad sobre su per-
sona, y del pueblo. Después del Sábado hubo una comida en una
sala de festines que había ordenado y costeado María de Suphan.
Toda la casa como asimismo las mesas estaban adornadas de
plantas, flores y lámparas, y había muchos comensales y tam-
bién algunos de los que el mismo Jesús había sanado de sus
enfermedades. Las mujeres tomaron parte en la comida en la
sala, dividida por unos tabiques. La Sufanita llegó en medio
de la comida y, entrando con sus hijos, depositó hierbas muy
costosas y perfumes sobre la mesa y derramó perfumes sobre
la cabeza de Jesús y se echó luego a sus pies. Jesús se mostró
muy amable y contó parábolas. Ninguno de los presentes repro-
chó la acción de la mujer: todos la querían bien a causa de la
mucha caridad que tenía a los pobres. Jesús sanó en la mañana
a muchos enfermos, enseñó en la sinagoga y en lugares públicos,
donde se juntaron los paganos que habían recibido el bautismo
y otros que iban para recibirlo a Ainón. En estos lugares y con
los paganos habló del hijo pródigo, de tal manera, que El pa-
recía el padre de ese hijo. Decía con fuerza y viveza, levantando
los brazos: «Mirad, allí viene de vuelta. . . hemos de prepararle
una fiesta.. .”. Contó todo esto con tanta naturalidad que las
gentes miraban a una y otra parte cual si esperasen ver volver
al hijo pródigo. Cuando llegó al punto de la ternera que debía
matarse para festejar al hijo pródigo, dijo cosas misteriosas,
más o menos como éstas: “Qué amor el del Padre celestial que,
para salvar al hijo perdido, entrega a su propio Hijo como víctima».
La enseñanza era especialmente sobre la penitencia,
y sobre los bautizados y los paganos que volvían como hijos
pródigos.
Todos los oyentes estaban llenos de alegría y de amor de
unos a otros. Tuvo esta predicación mucho fruto en la fiesta
de los Tabernáculos, pues fueron los paganos mejor tratados y
recibidos amigablemente. Cuando Jesús por la tarde caminaba
con sus discípulos y mucha gente a orillas del Jordán, donde
había tantas y hermosas flores y plantas y verdor, todos habla-
ban del hijo pródigo, y se mostraban contentos y llenos de con-
sideración los unos para con los otros.

II
La fiesta de los Tabernáculos
Se hizo la conclusión del Sábado antes de lo acostumbrado.
Jesús enseñó y luego sanó a muchos enfermos. Después todos
se dirigieron fuera de la ciudad, aunque aún se podía considerar
parte de la misma, pues todo estaba lleno de jardines, parques y
lugares de recreo. Había allí una gran fiesta en tres hileras de
chozas y pabellones, adornados con plantas, árboles, flores y
toda clase de figuras, cintas y muchas lámparas. En las hileras
del medio estaba sentado Jesús con sus discípulos, los sacerdo-
tes y los principales de la ciudad, en diversos grupos; en las
hileras de los lados, en una estaban las mujeres y en otra los
niños de la escuela, divididos entre niños y niñas, y en tres
grupos, y en cada uno de ellos sentados los maestros; estaban
allí los alumnos de toda la comarca. Cada grupo tenía sus
cantores. Estos mismos alumnos, adornados con coronas y guir-
naldas de flores, pasaban de mesa en mesa tocando músicas con
sus flautas, arpas, címbalos y campanillas, y cantando al son
de sus instrumentos.
He visto que los hombres tenían en sus manos ramas de
palmas donde había pequeños brotes, y mimbres y sauces con
hojas delgadas y ramas de un árbol que entre nosotros se cul-
tiva en tarros: el mirto. En la otra mano tenían las hermosas
manzanas de Esrog. Movían estas ramas y cantaban al mismo
tiempo. Hacían esto al principio, a la mitad de la fiesta y a la
conclusión. Esta planta no crece en la Palestina, sino que viene
de otros países más calurosos. Se ve en algunas regiones cálidas
de Palestina, pero no se desarrolla con fuerza. Ellos la recibían
de las caravanas que venían de países más cálidos. Es una fruta
amarilla como un melón pequeño: tiene arriba una pequeña
corona y es plana, con nerviaciones. En el medio la fruta está
cruzada por lineas coloradas y dentro hay cinco pequeñas se-
millas juntas y apretadas, pero sin recipiente de semilla. El
tallo es algo doblado y la flor, blanca, en forma de una rama,
como entre nosotros la lila. Las ramas se inclinan hacia la tierra
por el peso de las hojas gruesas y echan raíces en el suelo, dando
origen a nuevos árboles, de modo que forman enramadas; los
frutos están entre las hojas.
También los paganos tuvieron parte en esta fiesta: tenían
sus chozas, y los paganos bautizados, muy cerca de las de los
judíos. Fueron tratados amigablemente por los judíos. Todo
estaba aún lleno de las impresiones sobre la parábola del hijo
pródigo. La comida duró hasta muy entrada la noche. Jesús
iba y venía por las mesas enseñando y exhortando, y donde
veía que faltaba algo lo hacía traer por sus discípulos. Era un
movimiento indecible y alegre en toda la comarca, interrum-
pido por la oración y el canto. Ahora todo el contorno está
ardiendo de luces, y los techos y azoteas de Ainón se ven lle-
nos de tiendas, porque las gentes dormían sobre las azoteas.
En las chozas en torno de la ciudad dormían los guardianes de
estos lugares y otras personas de servicio cuando se terminaban
los festejos y se retiraban a descansar.

III
Las confesiones judaicas
Desde Ainón fue Jesús a la vecina Sukkoth acompañado por
los discípulos y mucha gente; la mayor parte del camino estaba
cubierto de chozas y de tiendas de campaña, porque muchos de
los contornos celebraban la fiesta, y las caravanas que solían
pasar por este lado ahora estaban silenciosas por tal motivo.
Todo el camino parecía un lugar de esparcimiento. Había allí
sitios con recipientes, bajo arboledas, donde se podía comprar
cosas de comer. Jesús empleó varias horas en hacer este camino,
porque en todas partes era saludado y se detenía para enseñar;
de modo que recién pudo llegar al anochecer a la sinagoga de
Sukkoth. Esta ciudad está en la orilla norte del río Jabok y se
presenta hermosa con una linda sinagoga. Aquí se celebraba
otra fiesta además de la de los Tabernáculos: la reconciliación
de Esaú con Jacob. Todo el día duraron estos festejos, y habían
concurrido gentes de toda la comarca. En Ainón habían estado
muchos alumnos huérfanos de la escuela de Abelmehola, y
éstos llegaron hoy también a Sukkoth. Era precisamente el día
aniversario de la reconciliación de Jacob con Esaú, según la
tradición de los judíos. La sinagoga, que era la mejor de cuan-
tas yo había visto hasta ahora, estaba adornada con guirnaldas
de flores, hojas, coronas e innumerables lámparas. Tiene ocho
columnas y es muy alta. A ambos lados del edificio hay corre-
dores que llevan a largos departamentos donde están las habi-
taciones de los levitas y las aulas escolares. Una parte de la
sinagoga se halla más levantada, y hacia el medio, adelante, hay
una columna adornada con cajones donde se guardan los rollos
de las Escrituras; detrás hay una mesa y por medio de una
cortina corrediza se forma un lugar aparte. Hay una serie de
asientos para los sacerdotes y en el centro un lugar más levan-
tado para el maestro. Detrás de este asiento hay un altar de
incienso, sobre el cual se ve una abertura, y detrás del altar,
al final del edificio, hay mesas dónde se depositan las ofrendas.
En el medio de la sinagoga están los hombres, según sus cate-
gorías, y a la izquierda, algo levantado, el lugar con rejas para
las mujeres, mientras a la derecha están los niños de las escue-
las, dividios por sexos y clases.
Era hoy un día de reconciliación con Dios y con los hombres.
Hubo una confesión de los pecados, que se hacía en público o
en privado como cada uno quisiera. Todos desfilaban en torno
del altar de los inciensos y ofrecían sus dones como perdón,
recibían una penitencia y hacían votos particulares. Todo recor-
daba nuestra confesión de los pecados. El sacerdote enseñaba
sobre Jacob y Esaú, que en el día de hoy se reconciliaron con
Dios y entre ellos, y también como Labán y Jacob se amigaron
y ofrecieron sacrificios; y luego los exhortaba a la penitencia.
Muchos de los presentes estaban preparados de antemano por la
predicación de Juan, y por haber oído a Jesús días antes, y
esperaban esta festividad para hacer su confesión. Los hombres
que se sentían culpables pasaban por las rejas, junto al atril de
la ley y detrás del altar y deponían sus ofrendas que eran reci-
bidas por un sacerdote. Después se presentaban delante del
sacerdote, detrás del armario de la ley y allí confesaban públi-
camente sus pecados, 0 pedían a uno de los sacerdotes que ellos
querían. Iba con ese sacerdote, detrás de la cortina, junto a la
mesa, confesaba allí secretamente sus pecados, y el sacerdote
le imponía una penitencia. Se ofrecía incienso sobre el altar, y
según veían que iba el humo del incienso hacia afuera, creían
los penitentes que sus pecados eran perdonados, o no lo eran
según su contrición y arrepentimiento. Mientras se hacía esto,
los demás judíos oraban y cantaban. Los penitentes decían tam-
bién una fórmula de credo sobre la ley, de su perseverancia en
Israel y su fidelidad al templo y al Santuario. Se echaban por
tierra, y, con lágrimas muchas veces, confesaban sus pecados.
Las mujeres venían después de los hombres; sus ofrendas eran
recibidas y luego llamaban a un sacerdote que, a través de una
rejilla, las confesaba. Las acusaciones eran sobre la no observan-
cia de las prescripciones mosaicas y sobre los pecados contra los
diez Mandamientos. He visto también que tenían una costumbre
algo extraña en sus confesiones, que ahora no puedo expresar
debidamente. Se acusaban de los pecados de sus antepasados y
hablaban de un alma pecadora que habían recibido de ellos y
de un alma santificada que recibieran de Dios y era el todo
como si hablaron en realidad de dos almas. A los maestros les
he oído explicar esto en una forma como si dijesen que sus
almas pecadoras no permanecen en nosotros, y permanece el
alma santa. Era una doctrina a través de almas que están dentro
y que salen afuera, de una pecadora y de otra santa, que ahora
no puedo explicar debidamente. Jesús enseñó luego en otra for-
ma, diciendo que el alma, antes pecadora, no debía ya perma-
necer en nosotros sino santificada. Dijo en esta ocasión que Él
debía satisfacer por todas las almas. Al confesarse y decir los
pecados de sus antepasados creían y confesaban que todos los
males les venían por causa de los pecados antiguos y de ahora y
que por los pecados de sus antepasados estaban ellos también
en la costumbre mala de pecar. Jesús llegó un poco tarde, cuando
la función del perdón había ya comenzado; fue recibido delante
de la sinagoga y permaneció algún tiempo a un lado, mientras
otro predicaba, mezclado entre los sacerdotes y doctores. Eran
como las cinco de la tarde cuando llegó. Las ofrendas de los
penitentes consistían en toda clase de frutos, en monedas, reta-
zos de telas para las vestiduras sacerdotales, borlas de seda,
franjas, fajas y especialmente esencias para incensar.

IV
Conversión de una adúltera
Hubo en este momento una escena conmovedora. Mientras
se desarrollaba el acto de la confesión y arrepentimiento de
los penitentes que ofrecían sus ofrendas, he visto a una señora
distinguida que estaba primeramente en un asiento a través
de la reja, en lugar reservado para ella; pero estaba inquieta y
ansiosa. Tenía cerca a su criada y un canasto con sus ofrendas,
que había depositado en un escabel. Ya no podía esperar más
su turno y no le era posible ocultar su dolor y deseo de ser
perdonada; así se adelantó con su criada y con sus dones, y,
velada, se introdujo en un lugar donde estaba el sacerdote y
no era permitido a las mujeres entrar. Los guardianes quisieron
hacerla retroceder; pero la criada no se dejó intimidar y avanzó,
clamando: “Sitio. . . Haced sitio para la señora que quiere ofre-
cer, quiere confesar… Haced lugar, porque quiere purificar su
alma”. Con estas palabras se adelantó la mujer adonde estaban
los sacerdotes, llena de ansiedad y de contrición, y allí delante
de los sacerdotes pidió perdón y reconciliación. Ellos la qui-
sieron alejar, diciendo que no correspondía allegarse hasta alli;
pero un joven sacerdote la tomó de la mano y dijo: “Yo quiero
reconciliarte. Si tu cuerpo no corresponde estar aquí, tu alma
tiene derecho de estar, porque estás arrepentida». Esto diciendo
se dirigió con ella a Jesús, y le dijo: “Rabbí, juzga Tú”. Entonces
la mujer se echó de rodillas, sobre su rostro, delante de Jesús, y
Él dijo: «Sí, su alma tiene su lugar aquí; dejadla hacer peniten-
cia”. El sacerdote se retiró con ella a la celda. Cuando salió se
volvió a echar en tierra y, llena de lágrimas, dijo: “Tocadme con
vuestros pies, pues soy una adúltera”. Los sacerdotes la tocaron
entonces con sus pies. Se llamó después a su marido, que nada
sabía de esto, el cual quedó muy conmovido cuando oyó a Jesús
hablando desde el sitial donde enseñaba. Lloraba el hombre, y
su mujer, cubierta con el velo, se echó a sus pies y confesó su
culpa entre lágrimas: parecía más muerta que viva de dolor.
Jesús se volvió a ella y le dijo: “Tus pecados te son perdonados.
Levántate, oh hija de Dios». El hombre estaba muy conmovido
y le dió su mano. Entonces las manos de la mujer, con el velo,
y las manos del hombre, con la estola que llevaba al cuello, fue-
ron enlazadas, y después de una bendición, se soltaron: esta
ceremonia era como un nuevo casamiento.
La mujer, después de su reconciliación, estaba como fuera
de sí por la emoción y llena de alegría. Antes de ofrecer incienso
había pedido a los presentes: “Rogad, rogad por mi. Ofreced,
sacrificad, quemad incienso para que mis pecados me sean per-
donados». Luego dijo palabras de los salmos y preces, y fue por
los sacerdotes llevada a su anterior lugar. La ofrenda de esta
mujer consistió en muchos preciosos frutos que habían figurado
en las fiestas de los Tabernáculos; estaban colocados artística-
mente y de modo que no se dañaban unos a otros. Ofreció tam-
bién bordados, borlas de seda y flecos para las vestiduras de los
sacerdotes. Hizo quemar varios trajes de seda que habían sido
ocasión de sus extravíos con el amante. Era esta una mujer
fuerte, de elevada estatura, hermosa, de un carácter y tempera-
mento ardiente y vivaz. Por causa de su gran dolor y de su
voluntaria confesión se le perdonó su pecado y su marido se
reconcilió de corazón con ella. No había tenido hijos fuera del
matrimonio. Ella misma había roto relaciones voluntariamente
con el amante y lo llevó también al arrepentimiento. No tuvo
que nombrarlo delante de los sacerdotes y su marido tampoco
debía saber quién era. Le fue prohibido al hombre preguntar su
nombre y a ella el revelarlo. El marido era piadoso de cora-
zón y olvidó todo el pasado. El pueblo no había podido enterarse
de su culpa y sólo oyó su petición de oraciones y vió cuando
avanzaba hacia los sacerdotes, y entendió que algo notable esta-
ba pasando. Todos oraban y se alegraron de la penitencia de
esta mujer. La gente del lugar era muy buena, como en gene-
ral lo eran estos habitantes del lado oriental del Jordán. Tenían
mucho, en su modo de vivir, de los antiguos patriarcas. Jesús
enseñó en forma tierna y conmovedora. Recuerdo que Jesús
les habló de los pecados de sus antepasados y de la parte que
tenían ellos en los mismos, y corrigió algunas de sus creencias
sobre esto. Dijo: “Vuestros padres comieron granos de uva y
a vosotros os han quedado los dientes obtusos”
Los maestros eran preguntados acerca de las faltas de sus
alumnos, y éstos eran luego exhortados a mejorar. Si ellos mis-
mos las confesaban y se arrepentían, les eran perdonadas estas
faltas.
Habían acudido muchos enfermos, que estaban delante de
la sinagoga, y aunque no era costumbre sacarlos en las fiestas
de los Tabernáculos, con todo Jesús los hizo colocar por los dis-
cípulos entre la sinagoga y las habitaciones de los maestros; y
al final de la fiesta pasó por esos corredores y sanó a muchos
enfermos. La sinagoga estaba iluminada por innumerables lám-
paras. Cuando Jesús entró en este corredor, mandó la mujer
convertida un mensajero pidiendo hablar con Jesús. Jesús fué
y se apartó a un lado con ella. La mujer se echó a sus pies y
dijo: “Señor Maestro; el hombre que pecó conmigo pide que lo
perdones y reconcilies». Jesús dijo a la mujer que después de la
comida llamase al hombre para hablarle.
Después de haber sanado a estos enfermos hubo una comida
en un lugar abierto. Jesús, los discípulos, los levitas y los princi-
pales de la ciudad estaban sentados en una hermosa glorieta y
los demás en otras que había en los alrededores. Los pobres
recibieron una buena parte: cada uno les llevaba algo de lo
mejor que tenía sobre la mesa. Jesús iba de una mesa a otra y
fue también a la mesa de las mujeres. La convertida estaba
sobremanera contenta y las demás le auguraban felicidad de
todo corazón. Cuando vió que Jesús iba así, de una mesa a otra,
ella estaba inquieta pensando que no habría ocasión de ver a su
hombre que quería reconciliarse, recibir la penitencia y darle
el perdón. Sabía que el hombre ya estaba esperando en el lugar
fijado. Mientras así estaba inquieta se acercó Jesús y le dijo que
estuviese en paz, que sabía el motivo de su inquietud y que
todo se haría a su debido tiempo. Cuando después de la comida
todos se retiraron Jesús feé a su vivienda, junto a la sinagoga.
El hombre, que esperaba allí, se echó a los pies de Jesús y con-
fesó su pecado. Jesús lo exhortó a no pecar más y le impuso una
penitencia. Debía, por algún tiempo, dar algo a los sacerdotes
para una obra buena; no había ofrecido nada en público y se
mantuvo con lágrimas de arrepentimiento y de dolor ocul-
tamente.
Cuando Jesús volvió de Sukkoth de nuevo a Ainón, enseñó
allí en el sitial designado para los bautismos, sanó algunos
enfermos y se dirigió adonde estaban los paganos. Fueron bauti-
zados aquí algunos hombres. Había el mismo procedimiento que
había tenido Juan en su tiempo, junto al Jordán; estaba aún la
tienda y la piedra del bautismo. Los bautizandos se apoyaban
a una baranda e inclinaban la cabeza sobre la piedra. Jesús
recibió la confesión de muchos de ellos y decía las palabras de
perdón. También había dado la potestad de perdonar a algunos
discípulos de los más antiguos, como a Andrés. Juan Evangelista
no bautizaba ahora: hacía de testigo y de padrino. Antes de
abandonar Jesús a Ainón habló todavía con María de Suphan
en su casa y la exhortó. Esta mujer está completamente cam-
biada en su interior; está llena de amor, de celo, de humildad y
de agradecimiento, y se ocupa sólo de los pobres y de los enfer-
mos. Jesús había enviado, cuando iba de Ramoth a Basán, des-
pués de su curación, a un discípulo a Betania para avisar a las
santas mujeres la conversión de la Sufanita. Verónica, Juana
Chusa y Marta ya habían estado con ella aquí mismo. Jesús
recibió ricos regalos de la Sufanita y de otras personas antes
de su partida de la ciudad: todo fué reunido en un montón y
se distribuyó a los pobres. Por el lugar donde debía pasar para
salir de la ciudad se habían levantado glorietas y enramadas.
Todos saludaban y bendecían a Jesús y los niños le presenta-
ban guirnaldas y ramos de flores. Lo mismo hacían las mujeres.
Era ésta una costumbre en las fiestas de los Tabernáculos. Le
acompañaron muchas personas de Ainón. El camino iba por dos
horas de este lado del Jordán al Sur; luego, a través del Jor-
dán, al Occidente, por una media hora; y luego al Sur hacia la
ciudad de Akrabis, escondida en un barranco de la montaña.

V
Jesús en Akrabis y en Silo
Jesús fué recibido solemnemente delante de Akrabis, pues
ya sabían que debía llegar. Las chozas y tabernáculos estaban
levantados en torno de la ciudad y en una de ellas, grande y
hermosa, fué recibido Jesús, se le lavó los pies, como también a
sus discípulos y se les dió algo de comer y beber. Akrabis es una
ciudad bastante importante, como a dos horas del Jordán: tiene
cinco puertas y pasa por medio de la ciudad el camino que
conduce a Jericó. Todos los que viajan de aquí para allá deben
pasar por la ciudad, donde hay almacenes de víveres. Delante
de la puerta por donde entró Jesús hay albergues para las
caravanas de los mercaderes. Delante de las cinco puertas habían
instalado chozas y tabernáculos, de modo que cada parte de la
ciudad tenía sus chozas más cercanas a la puerta de ingreso.
Jesús caminó al día siguiente en torno de la ciudad, visi-
tando las chozas levantadas y enseñando. Los pobladores tenían
costumbres especiales: por ejemplo, comían por la mañana
alguna cosa y dejaban aparte una porción para los pobres. Sus
trabajos durante el día eran interrumpidos por oraciones y can-
tos, y los jefes del pueblo les hacían exhortaciones. Ahora era
Jesús quien hacía estos sermones. En el trayecto de ir y volver
por diversos lugares, le acompañaban los niños y las niñas con
guirnaldas de flores. Era una costumbre allí, porque he visto
que con estas guirnaldas y flores también iban y venían unos
grupos de habitantes al lugar de otros, ya para tomar parte en
los sermones, ya para participar en las comidas. Las mujeres
andaban ocupadas en trabajos de las fiestas de los Tabernáculos:
estaban sentadas en las chozas y trabajaban telas, bandas con
inscripciones, bordando flores y adornos; otras fabricaban suelas
y sandalias, tejiendo con pelos gruesos de camellos y de cabras.
Tenían el género sujeto a la cintura cuando hacían estos trabajos
de punto. He visto que debajo de las suelas, atrás y adelante,
ponian unos resaltos a puntas para poder subir mejor por las
montañas. El pueblo recibió a Jesús muy bien; pero los maestros
no eran tan cordiales como los de Ainón y Sukkoth; se mostra-
ban corteses, pero bastantes reservados.
Desde Akrabis se dirigió Jesús a la ciudad de Silo, a sólo
una hora al Sudoeste, en linea recta; pero como hay que caminar
primero en un valle profundo y después subir a la montaña, el
camino se prolonga una hora más. También en Silo las gentes
moraban en las chozas en torno de la ciudad. Como sabían de
la venida de Jesús, lo esperaban en la puerta. Lo vieron bajar
con sus acompañantes desde la montaña, y como no venía de
la puerta de Akrabis, sino como desviado en dirección a la
puerta de Samaria, se apresuraron a anunciar su venida. Le
recibieron en las chozas, le lavaron los pies y le dieron alimento.
En seguida Jesús se dirigió a lo alto, donde estuvo un día el
fundamento de la ciudad, enseñó al aire libre, sentado en un
sitial de piedra. Arriba habían levantado chozas en los lugares
libres y se cocinaba en común: eran hombres los que prepa-
raban la comida, y no me parecieron judíos sino siervos o qui-
zás esclavos. Al día siguiente hubo un festejo dentro de la
fiesta general: no podría decir si era sólo propio de este lugar.
En esta ocasión podía un maestro reprochar al pueblo y a los
demás sus defectos y vicios, sin que fuera permitido contra-
decirle. Jesús había venido precisamente para esta ocasión.
Todos los judíos, hombres, mujeres, jóvenes, doncellas y niños
venían a las chozas en procesión, con guirnaldas, divididos en
clases, sexos y condición. Se había adornado el sitial con guir-
naldas, arcos de plantas y flores, cubierto para defenderlo del
sol y se había hecho como una terraza en torno.
Jesús enseñó hasta la tarde. Habló de todas las misericor-
dias de Dios para con su pueblo, de la ingratitud y pecados del
pueblo, de los castigos sobre Jerusalén, de la destrucción del
templo, y de la última hora de la gracia que no querían recibir,
que después de esta gracia despreciada no tendrían ya otra,
como pueblo, hasta los postreros días, y que sobre Jerusalén
vendría una destrucción mucho más grande que las anteriores.
Era una enseñanza de tono temible y aterradora. Todos escu-
chaban silenciosos y espantados, pues Jesús dijo bastante claro
que era Él quien traía la salud, porque explicó las profecías,
aplicándolas a este tiempo y a su Persona. Los fariseos de aquí,
que no valían gran cosa, y que como los de Akrabis le habían
recibido costésmente sólo en lo exterior, estaban callados y ad-
mirados, pero irritados en su interior, mientras el pueblo estaba
conmovido, y alababa a Jesús. Habló también de los escribas que
desvirtuaban las Escrituras con sus interpretaciones falsas y sus
añadiduras. Por la tarde hubo una comida en las chozas de
arriba, pero Jesús bajó a las del pueblo, en la llanura, y allí
consoló y exhortó, En este lugar, como los fariseos no estaban
presentes para espiar, vinieron muchas gentes a Jesús, se echa-
ban a sus pies, le honraban, exponían sus necesidades y confe-
saban sus culpas y pecados. Jesús consolaba a todos y daba con-
sejos. Era un cuadro conmovedor ver todo esto entre las lám-
paras que brillaban en la noche. Estas lámparas estaban cubier-
tas contra el viento, pero el resplandor amarillo de las luces se
reflejaba tenuamente dentro y fuera de las chozas y sobre el
verdor del suelo, los frutos y las personas. Era un espectáculo
sumamente bello, Desde las alturas de Silo se podían ver los
alrededores iluminados por las luces de las fiestas y se oían los
cantos de las chozas cercanas y de las más alejadas. Jesús no
sanó aquí a los enfermos, porque los fariseos los alejaban, y el
pueblo temía a los fariseos. Tanto en Akrabis como en Silo la
consigna de los fariseos era: “¿Qué quiere de nuevo este hom-
bre aquí? ¿Qué novedad nos trae ahora? ¿Qué piensa hacer
aquí? . . .”.

VI
Jesús en Korea
Desde Silo se dirigió Jesús por el Sudeste, camino de media
hora, a la ciudad de Korea, que se puede ver desde Silo. Esta
ciudad no tenía muros ni fosos alrededor. Salieron al encuentro
de Jesús los fariseos de Korea trayendo a un ciego de naci-
miento, ya hombre, con el cual pensaban tentar a Jesús. Este
ciego tenía sobre sus vestidos, desde los hombros, un amplio
género, que cubría también su cabeza. Era un hombre bien for-
mado y esbelto. Cuando Jesús se acercó, el ciego dirigió su ca-
beza hacia Él, de lo cual todos se maravillaron; de pronto se
echó a los pies de Jesús. Jesús lo levantó y le preguntó sobre su
religión, los mandamientos de Dios y las profecías. El ciego
habló cuerdamente de todas estas cosas, contra lo que era de
esperarse: parecía que por boca de él se profetizaba algo. Habló
de las persecuciones que se tramaban contra Jesús; que no con-
venía aún ir a Jerusalén, porque allí se tramaba contra su vida.
Los presentes estaban consternados. Se había reunido mucha
gente. Jesús le preguntó si deseaba ver las chozas de Israel, las
montañas, el Jordán, a sus parientes y amigos, el templo, la
ciudad santa, y a Él, Jesús, que estaba delante de él. El ciego
dijo que él lo veía, veía sus vestidos, describiéndolos, y su rostro,
y dijo que empezó a verlo desde que Jesús se acercó allí. Añadió
que deseaba ver todo eso, y que sabía que Jesús podía hacerlo,
si lo quería. Jesús puso entonces su mano sobre su frente, oró y
le hizo una cruz sobre sus ojos ciegos y elevó sus párpados hacia
arriba. Entonces dejó el ciego su amplio manto, miró, maravi-
llado, a todos lados, lleno de contento, y exclamó: “Grandes son
las obras del Todopoderoso”. Luego se echó a los pies de Jesús,
que lo bendijo.
Los fariseos quedaron silenciosos, mientras los parientes
tomaron al hombre en medio de ellos y muchos de los presentes
entonaron cánticos de alegría y salmos con el ciego, que alababa
a Dios hablando y cantando en modo profético sobre Jesús y el
cumplimiento de las profecías. Jesús entró luego en la ciudad
y sanó allí a muchos enfermos y a otros ciegos que vivían en
las casas y en los alrededores de la ciudad. Delante de la ciudad,
en las chozas, le fueron lavados los pies y le dieron una refección
y una bebida. El ciego habló a lo largo del camino por donde
había venido Jesús, siempre en tono profético, del Jordán,
del Espíritu Santo que había descendido sobre Él y de la voz
que se había oído desde lo alto del cielo. Por la tarde enseñó
Jesús en la sinagoga, por la entrada del Sábado, sobre la des-
cendencia de Noé, la fabricación del arca, la vocación de Abraham
y varios pasajes de Isaías que recuerdan la alianza de Dios con
Noé y del arco iris (Isaías, 54-55). En esta ocasión he visto en
cuadros todo lo que Jesús decía: la vida de los patriarcas y su
descendencia, y de las ramas que se apartaban de ellos, y cómo
vino la idolatría por ellos. Cuando veía estas cosas, todo me
parecía claro y manifiesto; pero cuando vuelvo de las visiones
a la vida natural me entristecen estas aberraciones de la idola-
tría, y ya no las puedo contar ordenadamente. Jesús habló
también de la mala interpretación de la Escritura y del falso
cálculo del tiempo. Él mismo calculó cómo se debía y dijo que
todo estaba bien como aparecía en la Escritura. Yo no puedo
comprender cómo se introdujo tanta confusión en todas estas
cosas y se olvidó lo que debía ser.
Una parte de la ciudad de Korea está situada arriba, en la
montaña, como sobre una terraza; la otra parte está metida en
un barranco al Este y unida entre sí por una estrecha serie de
casas. De Silo han venido aquí muchos fariseos y enfermos.
Aunque Korea está más al Oeste de Akrabis, con todo está más
cerca del Jordán, pues el río tuerce hacia la ciudad. Ésta no es
grande y los habitantes viven pobremente. Se ocupan de tejer
canastos, divisiones de esteras, algunas más finas y otras más
groseras. Este junco lo eligen y lo trabajan, para estas obras.
He visto que hacían grandes divisiones de esteras para separar
dormitorios. Veo por aquí otros pequeños pueblos. Las mon-
tañas son empinadas y barrancosas. Enfrente de Akrabis, al
otro lado del Jordán, está la región por donde anduvo Jesús
el año pasado con ocasión de la fiesta de los Tabernáculos
cuando recorrió un valle hacia Dibón. Jesús enseñó por la ma-
ñana en la sinagoga y mientras los judíos hacían su camino de
Sábado, sanó a muchos enfermos traídos a una sala cercana.
Después de la conclusión del Sábado tuvo, durante la comida,
una disputa con los fariseos. Se refería a las palabras proféticas
del ciego. Decían que había profetizado algunas cosas que no
se habían cumplido. Jesús les dijo que entonces no tenia el
espíritu de Dios. Hablando así vinieron a tratar de Ezequiel,
como si él tampoco hubiese profetizado bien sobre Jerusalén.
Jesús les respondió que el espíritu de Dios vino al profeta
recién a la orilla del río Chobar, en Babilonia, cuando tuvo que
tragar algo, y así cerró la boca a los fariseos.
Mientras tanto el ciego andaba por la ciudad alabando a
Dios, cantando salmos y profetizando. Ya ayer mismo había
entrado en la sinagoga, con una amplia faja, y había hecho el
voto de nazareno ante un sacerdote. Creo que este hombre ter-
minará por juntarse con los discípulos. Jesús estuvo también
en casa de los padres del ciego, que le habían invitado. Son
esenios, de esos que viven en matrimonio, parientes lejanos de
Zacarías, y tienen parte en las reuniones de los esenios en
Maspha. Tenían otros hijos e hijas, y este ciego de nacimiento
era el más joven. Viven en un lugar apartado de la ciudad,
donde hay varias familias de esenios que poseen hermosas pra-
deras en la ladera de la montaña y cultivan trigo y avena. De
sus cosechas no guardan más que la tercera parte, pues una
parte la reciben los pobres y la otra la comunidad de Maspha.
Estos esenios vinieron gozosos al encuentro de Jesús y le reci-
bieron con fiestas, delante de sus viviendas.
El padre del ciego entregó a Jesús a su hijo y le dijo que
lo llevase para que fuera el último servidor de sus discípulos,
para que vaya él delante y prepare el albergue para los demás.
Jesús lo recibió y en seguida lo mandó con Silas y otro discí-
pulo de Hebrón a la ciudad de Betania. Creo que quiere Jesús
dar una alegría a su amigo Lázaro, enviándole a aquél a quien
había conocido como ciego de nacimiento. El padre de este
ciego se llamaba Syrus o Cyrus, como un rey del tiempo de la
cautividad de los judíos. El nombre del ciego era Manahem.
Había llevado siempre un cinturón sobre sus carnes, y ahora
lo llevaba encima de sus vestidos después de haber hecho un
voto por determinado tiempo. Tenía el don de la profecía; du-
rante la predicación de Juan estaba siempre sentado y había
recibido el bautismo. En Korea había reunido a muchos que le
escuchaban y profetizaba hablando de Jesús. Sus padres lo que-
rían mucho por su piedad y su celo, y estaba siempre decente-
mente vestido. Cuando Jesús lo sanó de su ceguera, díjole: “Te
doy una doble vista: una exterior y otra interior». Ahora los
fariseos lo trataban burlonamente, por causa de sus profecías,
que calificaban de sueños de su fantasía y le echaban en cara
que era vanidoso por sus buenos vestidos. Ellos mismos lo ha-
bían llevado ante Jesús, pareciéndole que nada podría hacer con
él, pues nunca se le había visto posibilidad de que pudiera ver.
Ahora, que estaba con vista, decían: “No estaba en realidad
ciego; es un esenio y quizás había hecho un voto de aparecer
ciego por algún tiempo”. Los fariseos que disputaron con Jesús
sobre Ezequiel no apreciaban a este profeta: decían que era un
simple siervo de Jeremías y que en la escuela de los profetas
había tenido sueños muy oscuros; que sus profecías no eran
tales, puesto que habían sucedido las cosas muy otras de lo que
él había dicho. Manahem habló también cosas profundas de
Melquisedec, de Malaquías y de Jesús.