Desde el fin de la primera Pascua hasta la prisión de San Juan Bautista – Sección 15

LXXI
Visión de Elías y Eliseo. La idolatría moderna
He visto en esta ocasión, con motivo de la lectura que se hacía en el
templo, que Elías escribió después de su muerte una carta al rey
Joram. Los judíos no lo querían creer: lo explicaban como si Elíseo, que
llevó la carta a Joram, la hubiese obtenido antes de la muerte de Elías, como
una carta profética que ahora presentaba al rey. A mí me parecía también
una cosa extraña esta carta escrita después de la muerte de Elías. De pronto
me sentí llevada hacia el Oriente, y vi allí el Monte de los Profetas cubierto
de nieve y de hielo. Había, sin embargo, torres allí: quizás era una figura de
como estaba en tiempos de Joram. Llegué luego más al Este, al Paraíso
terrenal, y vi a los admirables animales que caminaban allí dentro y jugaban,
y he vuelto a ver a esas murallas brillantes que vi otras veces, y he visto
adentro a Elías y a Enoch enfrente, que descansaban y dormían. Elías veía
en espíritu todo lo que sucedía en Palestina. Un ángel trajo y puso delante de
él una pluma de caña y un rollo fino, y Elías se levantó y escribió sobre sus
rodillas. He visto un carro pequeño como un asiento sobre una colina o
gradas, a un lado, cerca de la puerta, y que venía hacia Elías; era llevado por
tres hermosos y blancos animales. Elías subió sobre su carro y descendió
como sobre un arco iris, con ligereza, a Palestina. Llegó sobre una casa en
Samaria y se detuvo. Vi que dentro estaba Eliseo orando, mirando arriba, y
que Elías dejó caer la carta junto a Eliseo, y que Eliseo llevó esta carta a
Joram. Los tres animales del carro de Elías estaban uncidos, uno delante y
dos por la parte de atrás. Eran animales indescriptiblemente hermosos y
amables, delicados como pequeños corzos, blancos como la nieve, de pelos
largos y finos como seda. Las patas eran delgadas; las cabezas pequeñas y
movibles, y sobre la frente tenían un gracioso cuernito algo retorcido. Con
semejantes animales vi que estaba uncido su carro cuando subió a los cielos.
He visto también la historia de Elíseo con la Sunamita. Obró aún mayores
maravillas que el mismo Elías. Elíseo era más fino y delicado en sus
vestidos y en su modo de obrar que Elías. Elías era un hombre de Dios, y no
según el modo común de los hombres; era como Juan Bautista, a cuya clase
pertenecía por su misión y oficio. He visto también como el siervo de
Elíseo, Giezi, corrió detrás de aquel hombre a quien había sanado de la lepra
(Naaman). Era de noche; Elíseo dormía; lo alcanzó cerca del Jordán, y pidió
regalos en nombre de su señor. Al día siguiente trabajaba tranquilo este
siervo, como si nada supiera, en maderas, para hacer tabiques y
separaciones de cámaras de dormir. Elíseo le preguntó: «¿Dónde estuviste?».
Y le recordó todo lo sucedido durante la noche. Desde ese momento el
siervo fue herido de lepra, que pasó a sus hijos.
Cuando me fue mostrada la idolatría de los hombres, la adoración de los
animales y de los ídolos de esos primeros tiempos, y la frecuencia con que
los Israelitas caían en la idolatría. y al mismo tiempo la gran misericordia de
Dios a través de los profetas, y me maravillaba de que los hombres pudiesen
adorar semejantes ídolos. Me fue enseñado cómo aún ahora subsistía esta
misma abominación, aunque de manera diferente , es decir, en cuanto a
ídolos espirituales e intelectuales. He visto, en efecto, incontables cuadros
de esta idolatría en todo el mundo, y cómo se llevaba a cabo, y lo he visto
ahora bajo la figura de como se hacía entonces. He visto, así, sacerdotes que
adoraban a serpientes administrando los sacramentos: sus propias pasiones
semejaban estos animales y serpientes. He visto cómo entre los grandes y
nobles se practicaba la idolatría bajo diversos animales que eran adorados
según era la despreocupación que tenían de la religión estos señores. Entre
personas de baja condición, pobres y desgraciados pecadores, he visto que
adoraban a los sapos y otros animales asquerosos. He visto comunidades
que adoraban a estos animales, como una religión reformada del Norte, que
he visto, con un altar vacío, oscuro y detestable, sobre el cual había cuervos
negros. Ellos, naturalmente, no veían semejantes animales; pero los
adoraban, porque seguían sus pasiones, representadas en esos animales. He
visto a eclesiásticos que al volver las hojas del breviario, volvían perritos,
gatitos y otros mamarrachos. A otros he visto que adoraban en realidad
idolillos que tenían entre sus libros y sobre la mesa como Moloch, Baal y
otras figurillas, y que hasta les echaban besos; estos mismos eran los que,
por otra parte, se burlaban de las personas piadosas y religiosas. De este
modo he visto que ahora es como entonces y aún peor: y he visto que estas
figuras de los antiguos ídolos no eran simples figuras, sino que si hoy la
idolatría, la impiedad e irreligión tomasen cuerpo como entonces, se
adorarían las mismas representaciones de ídolos que antes, y estarían de
moda los mismos ídolos de aquellos tiempos.

LXXII
Jesús entra en la ciudad de Jogbeha
Cuando Jesús dejó a Dión, vinieron desde la ciudad de los paganos
algunos muy temerosos a Jesús, porque habían oído las curaciones de
Gadara y traían los niños enfermos que Él curó de sus males. Exhortó a los
padres a que fueran al bautismo. Después anduvo con sus discípulos unas
cinco horas hacia el Sur, pasando el río que baja del valle de Ephron. A una
media hora de este río, hacia el Mediodia, está escondida en un barranco,
detrás de un bosque, la pequeña ciudad de Jogbeha. Es un lugar pequeño y
olvidado. Principió esta población por un profeta y mensajero de Moisés y
de Jetró, cuyo nombre suena como Malachai. No es el último de los profetas
llamado Malachías. Jetró, el suegro de Moisés, lo tenía como siervo: era
muy fiel y prudente, y Moisés lo envió a esta comarca. Estuvo aquí unos
años antes que llegase Moisés y recorrió todos estos lugares hasta el lago, y
daba luego cuenta de todo. Vivía todavía Jetró hacia el Mar Rojo y recién
después de las noticias de su siervo se trasladó a Arga con la mujer de
Moisés y los hijos. Este Malachai fue luego descubierto como espía,
perseguido y se le quiso dar muerte. No había todavía ciudad alguna aquí;
sólo vivían algunos en tiendas de campaña. El perseguido saltó a una
cisterna o pantano, del cual lo sacó un ángel, que lo ayudó. El mismo ángel
le trajo una orden escrita sobre una larga cinta en la cual decía que debía
quedar aún tres años por allí, para informar. Los habitantes de estos lugares
lo vistieron con sus trajes: llevaban largas túnicas coloradas y sacos rojos.
Este hombre llegó hasta Betharamphta para dar informes y vivía entre los
pobladores de las tiendas de Jogbeha y ayudaba a esas gentes con su
destreza. En el barranco había una fuente de agua cerrada y una larga
excavación para el agua cubierta de juncos, donde se ocultaba Malachai.
Más tarde brotó el agua de la fuente y despedía mucha arena: a veces salía
vapor y arrojaba pequeñas piedrecillas; poco a poco se formó así una
colinita alrededor de esta fuente. Este pantano se cubrió luego con los
escombros y derrumbes de una montaña, y sobre todo ello se edificó la
ciudad. De este modo se vino a edificar en torno de esa fuente la ciudad de
Jogbeha, y la fuente se cubrió con una techumbre. El nombre de la ciudad
significa: «Se ha de levantar». Ya mucho antes debió haber estado edificada
aquí alguna población en torno de esta cisterna, porque hay restos de
murallas llenas de moho y en los muros hay excavaciones para mantener
pescados. Parecían ruinas de algún castillo y fundamentos para tiendas de
campaña. Malachai les enseñó a las gentes a edificar con ladrillos unidos
con betún negro que había en estos lugares.
Jesús fue recibido cariñosamente en esta pequeña Jogbeha. Vivían aquí
separados de los demás algunos de la secta de los Karaitas. Llevaban largos
escapularios amarillos, vestidos blancos y delantales de pieles; los niños
llevaban vestidos cortos y las piernas envueltas. Ahora eran unos
cuatrocientos hombres: antes habían sido muchos más, pero fueron muy
oprimidos. Descienden de Esras y por un descendiente, de Jetró. Una vez
tuvo una gran disputa uno de sus maestros con uno de los grandes fariseos.
Se atenían severamente a la letra de la ley y rechazaban las explicaciones
verbales; vivían en mucha sencillez y pobreza y tenían sus bienes en común,
y ninguno salía a viajar con dinero o bienes. No había entre ellos ninguno
pobre o necesitado, se mantenían unos a otros y aún a los que venían de
otros lados. Respetaban mucho a los viejos y había algunos de mucha edad.
Los jóvenes eran muy respetuosos y tenían guardianes sobre ellos a los que
llamaban «mayores». Eran contrarios declarados de los fariseos que
defendían las explicaciones verbales de la ley y las añadiduras. En algunos
puntos tenían algo de los saduceos, aunque no las costumbres, que eran muy
puras. Había entre ellos uno casado una vez con una mujer de la tribu de
Benjamín y lo habían desterrado de aquí: era en tiempo de la pelea contra
los de Benjamín. No sufrían ninguna imagen, pero tenían el error de creer
que las almas de los difuntos pasaban a otros y aun a los animales, y se
gozaban allá con hermosos animales en el paraíso. Esperaban en el Mesías y
suspiraban por Él; pero también ellos esperaban un Mesías guerrero y
triunfador temporal. A Jesús lo estimaban por profeta. Eran muy limpios,
pero no observaban las purificaciones de los fariseos ni el desechar las
fuentes y cosas que no estaban en la ley. Vivían según la ley estricta, pero
con interpretación más amplia que los fariseos. Vivían aquí muy silenciosos
y apartados, no padecían ninguna vanidad ni lujo y se mantenían de su
trabajo. Tenían praderas, tejían canastos y trenzaban utensilios domésticos.
Tenían muchos colmenares. Fabricaban mantas rústicas y recipientes de
madera muy livianos. Los he visto trabajar en común en largas habitaciones.
Ya estaban prontas las chozas delante de la ciudad para las fiestas de los
Tabernáculos. Obsequiaron a Jesús con una refección que consistió en panes
al rescoldo y miel. Jesús enseñó y ellos lo escucharon muy reverentes. Les
dijo que deseaba se fueran a vivir a Judea; les alabó la reverencia de los
hijos a los padres, de los discípulos a los maestros y el respeto
especialmente a los ancianos. También alabó su gran compasión a los
pobres y enfermos, que cuidaban muy bien en casas destinadas a ese efecto.