La primera Pascua de Jerusalén – Sección 1

I
Jesús ayuna cuarenta días en el desierto
Jesús partió antes del sábado acompañado por Lázaro desde la
posada de éste hacia el desierto. Le dijo que tornaría después de
cuarenta días. Desde esta posada caminó solo y descalzo y fue al
principio, no en dirección de Jericó, sino hacia el Mediodía, como
quien va a Belén, pasando entre los lugares de los parientes de Ana y
los parientes de José, cerca de Maspha; luego torció hacia el Jordán.
Anduvo por estos lugares, hasta el sitio donde había estado el Arca de
la Alianza y donde había celebrado Juan aquella solemne fiesta. A una
hora de Jericó subió a la montaña y se internó en una amplia gruta.
Esta montaña se extiende desde Jericó, entre Oriente y Mediodía,
sobre el Jordán, hacia Madián. Jesús comenzó su ayuno aquí, en
Jericó; lo prosiguió en diversos lugares, al otro lado del Jordán, y lo
completó aquí, adonde lo trajo el diablo cuando lo tentó.
Esta montaña ofrece, desde su cumbre, una vista muy extensa: en parte
está cubierta de plantas y en parte aparece empinada y árida. La
altura no es tanta como la de Jerusalén, pero está en una comarca más
baja y se levanta solitaria. Cuando miro las montañas de Jerusalén
veo la del Calvario más alta, de modo que está al mismo nivel que la
mayor altura del templo. En dirección a Belén, o sea hacia el Sur,
está Jerusalén, sobre una cumbre empinada y peligrosa; por este lado
no hay entrada ninguna y todo está ocupado con palacios y edificios.
Jesús subió ya de noche a una de las cumbres empinadas de la montaña
del desierto, que llaman ahora de la Cuarentena. Hay como tres
respaldos en esta montaña y tres grutas, una sobre otra. Desde la
superior, adonde subió Jesús, se ve por detrás un abismo rocoso; toda
la montaña está llena de quebradas muy peligrosas. En esta misma
cueva habitó un profeta, de cuyo nombre no me acuerdo, 400 años
antes. También Elías estuvo algún tiempo oculto aquí y agrandó la
cueva. Sin que nadie supiese de donde venía, descendía a veces hasta el
pueblo, ponía paz y profetizaba. Unos 150 años antes habían tenido aquí
su habitación unos 25 esenios. Al pie de este monte estaba el
campamento de los israelitas cuando con el Arca de la Alianza y las
trompetas daban vueltas alrededor de Jericó. En este mismo lugar
está el pozo cuyas aguas dulcificó el profeta Elíseo. Santa Elena hizo
arreglar estas cuevas en forma de capillas, y yo he visto una vez, en
una de estas capillas, un cuadro que representaba la escena de la
tentación. En la parte de arriba hubo también, en otros tiempos, un
convento. Yo no acababa de comprender cómo pudieron llegar los
trabajadores hasta la altura del monte donde estaba ese convento. He
visto que Santa Elena edificó muchas capillas en estos y otros santos
lugares. También levantó una capilla sobre la casa paterna de Ana, a
unas dos horas de Séforis, donde sus padres tenían otra casa. Me causa
mucha tristeza ver que estos santos lugares fueron devastados hasta
perderse el recuerdo de las iglesias y capillas allí existentes. Cuando
yo era niña e iba, antes del amanecer, por entre la nieve a la iglesia
de Koesfeld, veía todos estos lugares, muy claramente; y veía también
que a veces personas piadosas, para evitar que los soldados y guerreros
los devastaran, se interponían y se echaban al suelo delante de sus
espadas.
Las palabras de la Escritura: «Fue llevado por el Espíritu al
desierto», significan: «El Espíritu Santo, que había descendido sobre Él
en el bautismo (ya que Jesús como hombre dejaba que todo sucediese
en Él como tal), lo movió ahora a ir al desierto para prepararse a su
misión y a sufrir como hombre, delante de su Padre celestial».
Jesús oraba en esa cueva arrodillado, con los brazos extendidos a su
Padre celestial, para tener fuerza y consuelo en todos los sufrimientos
que le estaban reservados. Veía delante de Sí todos los futuros
sufrimientos y pedía fuerzas a su Padre para cada uno de ellos. Tuve en
esta ocasión cuadros de sus dolores y he visto que recibía fuerza,
constancia y mérito para cada uno de ellos. Una gran nube blanca,
del tamaño de una iglesia, se posó sobre Él y por cada una de sus
oraciones bajaban ángeles que tomaban forma humana; le honraban,
le daban ánimo, consuelo y promesa de ayuda. Conocí que Jesús pidió
aquí y consiguió para cada uno de nosotros toda ayuda, constancia,
victoria y consuelo en nuestras penas y tentaciones; que compró para
nosotros, con sus oraciones, el mérito y la victoria; que preparó allí
todo el mérito de las mortificaciones y ayunos; y que ofreció a Dios
Padre todos sus trabajos y padecimientos para dar mérito y valor a
todos los padecimientos y penas de espíritu de los que creerían en Él.
Conocí el tesoro que Jesús instituyó para la Iglesia y que se abrió en
los cuarenta días de su ayuno. Vi a Jesús sudar sangre en esta
oración.
Jesús bajó de nuevo de esta montaña hacia el Jordán, entre Gilgal y el
lugar del bautismo de Juan, que estaba más al Sur, como a una hora de
camino. Pasó solo en una balsa el río, que era estrecho en este punto,
y caminó dejando a su derecha a Bethabara y varios caminos reales
que llevaban al Jordán. Seguía por senderos de montaña a través del
desierto, internándose entre el Este y el Mediodía. Llegó a un valle
que va hacia Kallinohe, pasando un riachuelo, y se dirigió a una ladera
de la montaña, más al Oeste, donde está Jachza, en un valle. En este
lugar habían los israelitas vencido al rey amonita Sichón. En esta
guerra había tres israelitas contra diez y seis enemigos; pero sucedió
un prodigio. Vino sobre los amonitas una tormenta y un ruido
espantoso, que los puso en fuga y los derrotó. Jesús estaba ahora sobre
una montaña muy agreste. Era todo aquí más salvaje que en la
montaña cercana a Jericó, que estaba como enfrente. Dista del
Jordán nueve horas de camino.

II
Tentaciones interiores de Jesús
Está oculta a Satanás la divinidad de Jesús y su misión. Las
palabras; «Este es mi Hijo amado en quien me he complacido»,
las entendió como dichas a un hombre, a un profeta. Jesús está ahora
apesadumbrado en su interior. La primera tentación que tuvo fue esta:
«Este pueblo está demasiado pervertido. ¿Tendré Yo que padecer todo
esto por él y no poder conseguir el pleno efecto de mi obra? … » Jesús
venció esta tentación, a pesar de prever todos sus dolores, con
inmensa bondad y amor a los hombres, Jesús rezaba en la cueva, a
veces de rodillas, a veces de pie y a veces postrado echado sobre su
rostro. Estaba con sus acostumbrados vestidos, pero los tenía más
sueltos. No llevaba la correa y estaba descalzo. En el suelo estaban su
manto, algunos bolsillos y el ceñidor. Cada día era el trabajo de su
oración diferente, porque todos los días nos conseguía otras gracias; y
así veía que no volvían las cosas que ya había vencido. Sin esta lucha y
merecimiento de Jesús por nosotros no hubiera podido ser meritoria
nuestra resistencia contra las tentaciones ni posible nuestra victoria.
Jesús no comía ni bebía; pero he visto que los ángeles lo confortaban y
fortalecían.
No había adelgazado por el largo ayuno: su rostro aparecía más pálido.
En esta cueva, que no estaba en plena cumbre, había una abertura por
la cual entraba un aire helado; y en este tiempo del año ya hacía frío
y el día era nebuloso. El interior era de piedras coloridas, de modo que
si hubiese sido pulido pudiera parecer pintado de varios colores. Los
alrededores de la cueva tenían muy poca vegetación. Era tan amplía
que Jesús podía estar hincado o echado en una parte de ella sin
quedar bajo esa abertura.
Lo he visto echado sobre su rostro. Sus pies desnudos estaban
sangrando, heridos por las caminatas que había hecho, pues había ido
al desierto con los pies descalzos. A veces se levantaba en pie; otras
veces se echaba sobre su rostro. Estaba rodeado de luz. De pronto hubo
adentro una conmoción y un ruido; la cueva se llenó de luz y apareció
una multitud de ángeles que traían variados objetos. Yo me sentí tan
agobiada y oprimida que me parecía estar metida dentro de la
misma roca de la cueva; y con la impresión de que me hundía y me
perdía, comencé a clamar: «¡Yo me hundo; yo debo hundirme junto
a mi Jesús!»
Ahora he visto que los ángeles se inclinaban ante Jesús, le honraban y
le preguntaban si podían presentarle los instrumentos de su misión, y
si era su voluntad aún padecer por los hombres como hombre, como
había sido esta su voluntad cuando descendió de su Padre y tomó carne
en el seno de In Virgen. Como Jesús renovase de nuevo su
resolución, levantaron ante Él los ángeles una cruz muy grande cuyas
partes habían traído. Esta cruz tenia la forma que siempre veo y
constaba de cuatro partes, como veo también las prensas del vino. La
parte superior de la cruz, que se alzaba entre los dos trozos de madera
de los lados, estaba también aparte. Cinco ángeles llevaban la parte
inferior de la cruz, tres ángeles la parte superior, tres el brazo izquierdo
y tres el derecho; tres llevaban el pedazo de madera donde
descansaban los pies de Jesús; tres traían una escalera; otro un canasto
con sogas y utensilios; otro la lanza, la caña, los azotes, la vara, la
corona de espinas, los clavos, los vestidos de burla, y, en fin, todas
aquellas cosas que fueron causa de sus dolores en su pasión. La cruz era
hueca, de modo que se podía abrir como un armario, y adentro se
veía toda clase de instrumentos de martirio. En medio de ella, donde
correspondía al corazón abierto de Jesús, se veía un entrelazamiento
de figuras de tormento con los más diversos objetos. El color de la
cruz era de sangre que conmovía. De este modo, todas las partes de la
cruz eran de diversos colores, con los cuales se podía conocer los
diversos dolores que debía padecer Jesús; y los rayos de estas partes
iban hacia la imagen del corazón, que estaba en el medio. En cada parte
había instrumentos diversos que indicaban futuros sufrimientos. Se veía
igualmente en esa cruz vasos con hiel y vinagre; otros con mirra y áloe,
que se usaron después de la muerte del Salvador. Había además
adentro una cantidad de bandas como cintas, del ancho de la mano, de
diversos colores, donde había grabadas varias formas de padecimientos
y dolores. Los diferentes colores denotaban distintos grados y maneras
de oscuridad y tinieblas que debían ser iluminadas y transparentadas
por los dolores de Jesús. De color negro aparecía lo que se daba por
perdido; pardo lo que era triste, duro, seco, mezclado y sucio; de color
rojo aparecía lo que era pesado, terrenal, sensual; y de color amarillo lo
muelle, demasiado delicado y cómodo. Había algunas bandas, entre
amarillas y coloradas, que tenían que ser emblanquecidas e
iluminadas. Había también otras bandas blancas, de un blanco de
leche, con escrituras luminosas y transparentes. Esto significaba lo
ganado, lo vencido, lo completado y perfeccionado. Estas bandas eran
como señales y representaciones, la cuenta de todos los trabajos y
dolores que Jesús tenía que sobrellevar en su carrera mortal, con sus
discípulos y con los hombres. También se le presentaron al Señor
todas aquellas personas que más le debían hacer sufrir: la
obstinación de los fariseos, la traición de Judas y la crueldad de los
judíos durante los dolores de su pasión y muerte. Todas estas cosas las
desarrollaban los ángeles delante de la vista de Jesús con mucha
reverencia y en cierto orden, como procedería un sacerdote en sus
ceremonias; y cuando todo este aparato de dolores le fue presentado,
he visto a Jesús, y a los ángeles con Él, derramando lágrimas.
Otro día vi que los ángeles representaban a Jesús la ingratitud de los
hombres, las dudas, las burlas, las traiciones y negaciones de amigos y
enemigos, hasta su amarga muerte y aún después; y todo lo que de sus
dolores y penas se perdería para los hombres. Le mostraron también lo
que se ganaba, para su consuelo. Todo esto se representaba en cuadros
y vi a los ángeles señalando esos cuadros y representaciones. En todas
estas representaciones yo veía la cruz de Jesús, como siempre, de
cinco clases de maderas, con los brazos encajados adentro, con las
cuñas debajo y un madero para descanso de los pies. El pedazo de
madera para poner el título lo vi añadido arriba, porque no había
espacio sobre la cabeza para ponerlo. Este trozo de madera estuvo
sobrepuesto, como una tapa sobre un costurero .

III
Jesús tentado por Satanás
Satanás no tenía certeza ni conocimiento de la Divinidad de
Cristo: lo creía un profeta. Había observado la santidad de su
infancia y juventud, y la santidad de su Madre, a quien nunca pudo
llegar con sus tentaciones, pues ella no las recibía. No había en María
ninguna materia por donde pudiese Satanás tentar. Era María la más
hermosa Virgen; pero no tuvo a sabiendas relaciones con ningún
pretendiente, fuera de la elección que de Ella se hizo en el templo por
la señal de la vara florida. Le intrigaba a Satanás ver que Jesús,
profeta según su parecer, no tenía los modos farisaicos y severidades
de ley en los usos y costumbres con sus discípulos; lo tenía por un
hombre, ya que veía que ciertas cosas exteriores escandalizaban a
los fariseos.
Como viera que Jesús se mostraba a menudo con celo, quiso
tentarlo, como sí fuese un discípulo que le quería seguir; y como lo
veía tan bondadoso, lo quiso tentar en forma de un anciano débil y
disputar con Él como sí fuese un esenio. Por esto he visto una vez a
Satanás en la entrada de la cueva, bajo la forma de un joven hijo de
una viuda, sabiendo que Jesús amaba a ese joven. Hizo Satanás un
ruido en la entrada para mover a displicencia a Jesús, en cuanto ese
discípulo se llegaba hasta su retiro contra lo que Él había dicho que no
lo siguieran. Jesús ni siquiera volvió su rostro para mirarlo. Satanás
anduvo por la cueva y hablaba de Juan el Bautista que, según él, debía
estar muy contrariado contra Jesús que había hecho bautizar en
diversos lugares, cosa que no le correspondía a Él sino a Juan solo.
Después de esto, Satanás envió arriba la figura de siete o nueve de sus
discípulos, uno tras otro. Venía uno por vez a la cueva y decía que
Eustaquio les había dicho que Él estaba en esta cueva; que lo habían
estado buscando con grande ansia; que Él no debía arruinar su salud
en este lugar, abandonándolos a ellos. Añadían que se hablaba mucho
de Él y que no debía permitir corrieran tantas voces sobre su modo de
proceder. Jesús nada contestó a todas estas representaciones y, al fin,
dijo: «Vete de aquí, Satanás; ahora no es tiempo». Con esto
desaparecieron todas las figuras de discípulos.
Más tarde apareció de nuevo Satanás en figura de un anciano esenio
muy venerable, que venía cansado de subir por la montaña. Aparecía
tan cansado que yo misma tuve compasión del que parecía venerable
anciano. Se acercó a la cueva, cayendo de cansancio a la puerta
misma, dando quejidos de dolor. Jesús ni siquiera miró al que
acababa de entrar. Entonces se levantó el fingido esenio y dijo que era
uno del Monte Carmelo, que había oído hablar de Jesús y que, por
verlo, se habla venido hasta allí, desfalleciendo casi por el cansancio.
Le rogaba se sentase un momento en su compañía, para hablar de
cosas de Dios. Dijo que sabía lo que era ayunar y rezar; y que si se
unen dos en oración sirve de edificación mutua. Jesús solo contestó
algunas palabras, como: «Apártate de mi, Satanás, no es llegado el
tiempo». Sólo entonces vi que había sido Satanás el aparecido, puesto
que al alejarse y desaparecer se puso negro, tenebroso y lleno de ira. Me
causó risa ver que se echó al suelo como desfallecido y al fin tuvo que
levantarse solo.
Cuando Satanás apareció de nuevo para tentar a Jesús se apareció en
figura del anciano Eliud. Debió haber sabido que a Jesús se le había
mostrado la cruz con todos los sufrimientos que le esperaban, porque
comenzó diciendo que había tenido una visión de los graves dolores
que debía sufrir Jesús y que había sentido la impresión de que no habría
podido soportar semejantes sufrimientos. Dijo que tampoco podría estar
ayunando los cuarenta días y que por eso venía él para verle de
nuevo y pedirle que le dejase participar de su soledad y tomar sobre
sí una parte de su promesa y resolución. Jesús no miró siquiera al
tentador, y levantando sus manos al cielo, dijo : «Padre mío, quita esta
tentación de Mí». Al punto Satanás desapareció, lleno de rabia y
despecho.
Después de esto, Jesús se hincó para rezar; y al rato vi que aparecieron
allí aquellos tres jóvenes que habían estado con Él desde un principio
en Nazaret, que habían querido ser discípulos suyos y que luego le
habían dejado. Estos jóvenes se arrojaron a los pies de Jesús y le
dijeron que no podían tener paz y tranquilidad si no les perdonaba; se
mostraron muy compungidos y contritos. Pedían los volviera a recibir
y les dejase ayunar en su compañía, añadiendo que querían ser en
adelante sus más fieles discípulos. Se mostraban muy afligidos; y
entrando en la gran cueva, andaban con toda clase de ruidos en torno
de Él. Jesús se levantó entonces, alzó sus manos al cielo, rogó a su
Padre y al punto desapareció la imagen de esos jóvenes.
Una tarde, mientras Jesús rezaba de rodillas, he visto a Satanás, en
luminosa vestidura, flotando por los aires y subiendo la ladera
escarpada de la montaña. Esta ladera escarpada estaba al Oriente; no
había por ese lado entrada alguna, sino sólo algunos agujeros en las
rocas. Satanás se presentó luminoso, semejante a un ángel; pero
Jesús ni lo miró siquiera. Veo que en estos casos la luz de Satanás
nunca es transparente, sino con un brillo superficial e imitado; y su
mismo traje hace impresión de dureza, mientras veo las vestiduras de
los ángeles transparentes, ligeras y luminosas. Satanás, en forma de
ángel, quedó en la entrada de la cueva, y dijo: «Soy enviado por tu
Padre, para consolarte». Jesús no le dirigió siquiera una mirada.
Después de esto apareció de nuevo en otra parte del monte, junto a una
abertura que era del todo inaccesible y dijo a Jesús que considerase
cómo era un ángel, ya que volaba por esos sitios inaccesibles. Tampoco
esta vez se dignó Jesús dirigirle una mirada. Entonces vi a Satanás
terriblemente rabioso e hizo ademán como si quisiese aterrarlo con sus
garras a través de esa abertura; su rostro y aspecto eran espantosos.
Jesús no le dirigió siquiera una mirada. Satanás desapareció.
He visto aparecer a Satanás en forma de un anciano ermitaño del
monte Sinaí, todo desgreñado y penitente, y entrar en la cueva de
Jesús. Lo he visto trepar cansadamente por la montaña; tenía una
luenga barba y solo una piel por vestidura; pero a pesar de esto lo
reconocí por no poder disimular algo de artero y de puntiagudo en
su rostro.
Dijo que había estado con él un esenio del monte Carmelo, que le
había hablado de su bautismo, de su sabiduría, de sus prodigios y
ahora de su ayuno riguroso. Por esto había venido, a pesar de su
mucha edad, hasta aquí; para que se dignase hablar con él, que tenía
también una larga experiencia en cuestión de ayunos y penitencias.
Le dijo que ya lo hecho bastaba, que dejase lo demás y que él
mismo tomaría una parte de lo que aún faltaba por hacer. Habló en
este sentido muchas cosas, y Jesús, mirando apenas de un lado, dijo :
«Apártate de mí, Satanás». Vi entonces a Satanás precipitarse como
una piedra, desde el monte abajo, con estruendo, como un cuerpo
negruzco.
Yo me preguntaba cómo puede serle desconocido al Demonio que Jesús
era Dios. Recibí entonces una instrucción y conocí claramente el
provecho grande para los hombres de que Satanás, y el mismo
hombre, no lo entendiesen y lo debiese creer. El Señor me dijo estas
palabras: «El hombre no sabía que la serpiente que le tentaba era
Satanás; por esto no debe saber Satanás que es un Dios el que salva
al hombre». He visto en esta ocasión que Satanás recién reconoció la
Divinidad de Cristo cuando Éste bajó a los infiernos a librar las almas
de los santos padres.
En uno de estos días siguientes he visto a Satanás aparecer en forma
de un hombre de aspecto venerable y que venía de Jerusalén y se
acercaba a la cueva de Jesús, que estaba en oración. Dijo que venía
porque le interesaba mucho saber si Él estaba destinado a dar la
libertad a su pueblo de Israel. Contó todo lo que se decía y contaba en
Jerusalén de su persona y añadió que venía para ayudarle y
protegerle. Dijo ser un mensajero de Herodes, que le invitaba a ir con
él a Jerusalén, ocultarse en el palacio de aquél y reunir a sus discípulos,
hasta poner en orden su designio de liberación. Insistía que era
conveniente que viniese de inmediato con él. Todo esto lo dijo con
muchas palabras y por extenso. Jesús no le miró. Rogó con instancia; y
de pronto vi a Satanás alejarse de allí, volviéndose su rostro espantoso
y despidiendo llamas y tinieblas por la nariz.
Como Jesús estaba atormentado por el hambre, especialmente por la
sed, se presentó Satanás en forma de un piadoso ermitaño, que le dijo:
«Tengo mucha hambre; te ruego me des de los frutos que están aquí
en la montaña, delante de la entrada, pues no quiero sacar nada sin
permiso del dueño. Nos sentaremos luego amigablemente y
conversaremos de cosas buenas». Había, en efecto, no en la entrada,
sino al lado, hacia el Oriente, a alguna distancia de la cueva, algunos
higos y una clase de frutas como nueces, pero de cáscara blanda como
la tienen los nísperos, y también bayas. Jesús le dijo: «Apártate de Mí;
tú eres el mentiroso desde el principio, y no dejes daño alguno sobre
esos frutos». Vi entonces al fingido ermitaño precipitarse como una
sombra oscura contrahecha del monte abajo y escupir un vapor negro.
Vino Satanás en forma de un viajero y preguntó si no podía él comer
de las hermosas uvas que se veían allí cerca, que eran tan buenas para
apagar la sed. Jesús no contestó nada ni miró hacia el lado donde le
hablaba. Algunos días después le tentó mostrándole una fuente de
agua.

IV
Satanás tienta a Jesús por medio de artificios de magia
Satanás vino de nuevo a la cueva de Jesús, esta vez como un maestro
de artificios y como sabio. Dijo que venía a Él como tal, que algo
podía mostrar de lo que sabía hacer y le invitó a mirar dentro de un
artefacto que traía. Diciendo esto mostró una máquina parecida a una
bola, o mejor a un cesto de pájaros. Jesús no miró hacia él, le volvió
las espaldas y salió de la cueva.
En ese caleidoscopio que traía Satanás se veía una maravillosa
representación de la naturaleza: un jardín delicioso, de exuberante
vegetación, con amena sombra, frescas fuentes, árboles llenos de
hermosas frutas y de ubérrimos racimos de uva. Todo esto se veía tan
cerca que se podía tomar con la mano y con numerosos cambiantes de
paisajes y de objetos deleitosos. Cuando Jesús le dio las espaldas,
Satanás huyó de allí con su aparato.
Esta tentación se produjo en este
momento para hacer quebrantar el ayuno a Jesús, que comenzaba
ahora a sentir más que antes los estímulos del hambre y de la sed.
Satanás no sabe qué hacer con Jesús. Conoce las profecías que hay
sobre Él y siente que tiene Jesús un poder que otros no tienen; pero
no sabe que es Dios, ni sabe de fijo que es el Mesías que no puede ser
tocado en sus obras; porque lo ve en muchas cosas tan humano; lo ve
ayunar, sufrir tentaciones, tener hambre y sed y padecer como los demás
hombres. Satanás es en esto tan ciego, en parte, como los fariseos. Lo tiene
por un hombre santo y justo, a quien conviene tentar para hacerlo caer en
falta y ponerlo en turbación.
Jesús padece hambre y sed. Lo veo con frecuencia delante de la entrada de
la cueva. Hacia la noche vino Satanás en forma de un hombre grande y
fuerte, subiendo la montaña. Había levantado abajo dos piedras del tamaño
de pequeños panes, con ángulos; y mientras subía les había dado forma de
panes en sus manos. Había en él algo de profundo encono cuando subió esta
vez y entró en la cueva. Tenía una piedra en cada mano y dijo más o menos
lo siguiente: «Tienes razón de no haber comido alguna fruta; ellas no sirven
sino de placer. Pero si Tú eres el Hijo querido de Dios, sobre el cual vino
el Espíritu Santo en el bautismo, mira: yo he hecho que estas piedras
parezcan panes; haz Tú ahora que sean panes». Jesús no miró a Satanás; le
oí sólo estas palabras: «El hombre no vive de pan». Estas palabras las entendí
claramente. Entonces Satanás se puso rabioso. Extendió sus garras contra
Jesús y vi las dos piedras en sus manos. Al punto huyó de allí. No pude
menos que reír al ver que tuvo que llevarse las piedras que había traído.