De la Natividad de la Virgen a la muerte del patriarca San José- Sección 18

LXXXVII
Santa Isabel vuelve por tercera vez al desierto con el niño Juan
Mientras estaba la Sagrada Familia en Egipto, el pequeño Juan había
vuelto secretamente a su casa de Juta, porque he visto que fue llevado
nuevamente al desierto cuando tenía cuatro o cinco años. Zacarías no estaba
presente cuando salieron de la casa; creo que había partido para no presenciar
la despedida, porque amaba mucho a su hijito; pero antes de salir le
había dado su bendición, como bendecía siempre a Isabel y a Juan antes que
saliesen de camino. El pequeño Juan usaba por vestido una piel de carnero,
que saliéndole del hombro izquierdo caíale sobre el pecho y los costados y
volvía unirse sobre el lado derecho. No usaba más que esta piel. Sus cabellos
eran castaños y más oscuros que los de Jesús. Llevaba el bastoncito
blanco que había tomado al dejar la casa. Así lo vi mientras su madre lo llevaba
de la mano. Isabel era una mujer de edad, alta, de ágiles movimientos,
cabeza pequeña y rostro agradable. El niño Juan corría a menudo, adelantándose
a la madre. Tenía toda la inocencia propia de su edad, pero no la
irreflexión. Al principio se dirigieron hacia el Norte, teniendo a su derecha
un pequeño arroyo; luego los vi atravesar la corriente sobre una pequeña
balsa de madera, porque no había puente. Isabel era una mujer decidida y
dirigía la balsa con una rama de árbol. Más allá del arroyo siguieron camino
hacia el Oriente, entrando en un desfiladero de rocas, desnudo y árido en su
parte alta, el fondo lleno de zarzales, de frutas silvestres y de fresas, que el
niño recogía y comía. Después de hacer un trecho en aquel desfiladero, Santa
Isabel se despidió del niño, lo bendijo, lo estrechó contra su corazón, lo
besó en ambas mejillas y en la frente, y regresó, volviéndose varias veces,
llorando, para mirarlo. El niño no sentía inquietud alguna: caminaba con
pasos seguros por el desfiladero.
Como durante estas visiones me sentía muy enfenna, el Seilor me consoló
haciendo que asistiese a todo lo que sucedía como si yo fuese una niña. Me
parecía tener la misma edad que Juan, y por eso me afligía viendo que se
alejaba tanto de su madre. Creía que no iba a poder encontrar la casa paterna;
pero una voz me tranquilizó, diciendo: «No te inquietes; el niño sabe
muy bien lo que hace». Me pareció entrar en el desierto con el niño, como
compañera de juegos infantiles. De este modo pude ver varias veces lo que
le sucedía. El niño me contó varios episodios de su vida en el desierto: cómo
se mortificaba y violentaba sus sentidos en toda forma y se volvía cada vez
más clarividente, y cómo era instruido en todo lo que necesitaba saber. Nada
de lo que me contaba me sorprendía, porque yo misma, cuando siendo pe-
queña cuidaba las vacas, había vivido en el desierto con el niño Juan. Cuando
deseaba verlo lo llamaba desde los matorrales: »Niño San Juan, ven a
buscarme con tu bastón y la piel sobre tus hombros». Y Juan venia con su
bastoncito y su piel de cordero; y jugábamos como niños; y él me enseñaba
toda clase de cosas útiles.
No me asombraba que supiese tantas cosas de los animales y de las plantas
del campo. Yo también, cuando andaba por el campo, por los bosques y las
praderas, siendo niña, estudiaba, como en un libro, en cada hoja o en cada
flor, al recoger las espigas y al arrancar el césped, y estas plantas, como los
animales que veía pasar, eran para mí motivos de enseñanza y de reflexión.
Las formas de las hojas, sus colores y la disposición de las plantas me sugerían
pensamientos profundos. Las personas a quienes los comunicaba me
escuchaban con asombro, pero se reían de mi en la mayoría de los casos.
Esto fue causa de que más tarde guardase silencio sobre estas cosas, porque
pensaba, y pienso todavía, que a todos los hombres les pasa lo mismo, y que
en ninguna parte aprende mejor que en este libro de la naturaleza escrito por
el mismo Dios. Cuando en mis contemplaciones posteriores seguí al niño
Juan por el desierto, he visto sus gestos, sus actitudes y sus acciones; lo vi
jugando con los animales y las flores y entreteniéndose con las plantas. Los
pájaros, especialmente, estaban familiarizados con él: se posaban sobre su
cabeza o sus hombros cuando caminaba o rezaba. A veces ponía su bastoncito
atravesado sobre las ramas de los árboles y pájaros de todas variedades
acudían a su llamado y se posaban sobre su bastón unos traas otros. Él les
hablaba y los miraba con familiaridad, los trataba como si les estuviera enseñando.
Otras veces lo vi seguir a los animales hasta sus cuevas y darles
allí de comer, observándolos con toda atención.

LXXXVIll
Muerte de Zacarías e Isabel
Una vez que Zacarías fue al templo a llevar víctimas para el sacrificio,
Isabel aprovechó su ausencia y fue a visitar a su hijo en el desierto.
Juan tendría unos seis años entonces. Zacarías no había ido a ver al niño
nunca: de modo que si Herodes le preguntaba por el niño podía, sin mentir,
responder que lo ignoraba. Pero para satisfacer el gran cariño de sus padres
y por el deseo de verlos, visitó varias veces el niño secretamente, de noche,
la casa de sus padres, permaneciendo allí algún tiempo. Sin duda su Ángel
de la Guarda lo guiaba para que evitara los peligros que lo amenazaban.
Siempre lo vi guiado y protegido por espíritus celestiales y muchas veces vi
figuras luminosas que lo rodeaban.
Juan estaba predestinado a vivir así en la soledad, apartado de los hombres y
privado de los socorros humanos ordinarios para ser mejor guiado por el espíritu
de Dios. La Providencia divina dispuso las cosas de tal manera que
aún por las circunstancias exteriores tuviera que retirarse al desierto. También
se hallaba como impulsado por un insinto irresistible, pues desde su
niñez lo veía siempre pensativo y solitario. Cuando fue llevado el Niño Jesús
a Egipto, Juan, su precursor, estaba escondido en el desierto por advertencia
divina, ya que también él se hallaba en peligro. Se había hablado mucho
de él desde los primeros días de su vida: era conocido su nacimiento
maravilloso y mucha gente afirmaba haberlo visto rodeado de resplandor.
Por esta causa Herodes quería apoderarse de él para matarlo. Repetidas veces
Herodes había preguntado a Zacarías dónde se escondía el niño, sin
atreverse entonces a prenderlo. Pero ahora, yendo Zacarías al templo, fue
asaltado y maltratado por los soldados encargados de vigilarlo, delante de la
puerta de Jerusalén, llamada de Belén, en un lugar del camino bajo desde
donde no se divisaba la ciudad. Lo llevaron a una prisión, en el flanco de la
montaña de Sión, donde pude ver más tarde a los discípulos de Jesús cuando
iban al templo. El anciano fue torturado para que descubriese el lugar donde
se ocultaba su hijo y como no pudieron obtener lo que deseaban, terminaron
por matarlo por orden de Herodes. Sus amigos, más tarde, lo enterraron no
lejos del templo.
Este Zacarías no era aquél muerto entre el templo y el altar, que vi salir de
los muros del templo cerca del oratorio del anciano Simeón, cuando los difuntos
aparecieron después de la muerte de Jesús. La tumba de este Zacarías,
que se hallaba dentro del muro, se derrumbó junto con otras ocultas en el
templo. Este Zacarías fue muerto entre el templo y el altar con motivo de
una lucha acerca del linaje del Mesías y de los derechos que pretendían tener
ciertas familias en el templo y los lugares que ocupaban en él. Vi, por
ejemplo, que no todas las familias tenían derecho de hacer educar a sus hijos
en el templo. Recuerdo haber visto a un niñito de familia real confiado a la
educación de la profetisa Ana. En la lucha murió sólo Zacarías, hijo de Baraquías.
He visto, más tarde, que se hallaron sus huesos, pero ya no recuerdo
los detalles del hecho.
Santa Isabel volvió del desierto a la ciudad de Juta para esperar la llegada de
su marido, acompañada en una parte del camino por el niño Juan. Isabel lo
besó en la frente y lo bendijo, y el niño volvió al desierto. La madre al entrar
en su casa conoció la triste noticia de la muerte de su esposo. Su dolor fue
muy grande y parecía inconsolable. Retomó al desierto, quedándose allí con
el niño, hasta su muerte, que aconteció poco tiempo antes que la Sagrada
Familia volviera de Egipto. Aquel esenio que cuidaba al niño Juan, sepultó a
Isabel en las arenas del desierto. Después de esto, Juan se internó más en el
desierto: abandonando el desfiladero de rocas se fue a un lugar más despejado
y se estableció junto a un pequeño lago. En la playa había mucha arena
blanca. Lo he visto avanzar bastante aguas adentro, mientras los peces nadaban
alrededor de él sin temor. Allí vivió mucho tiempo, porque lo vi fabricarse
una cabaña o glorieta en medio de los arbustos, para pasar la noche:
era pequeña y baja de modo que apenas podía acostarse en ella para dormir.
Allí como en otras partes veía formas luminosas que trataban con él sin
temor e inocente piedad: parecía que lo instruían y le hacían notar diferentes
cosas. Vi también que tenia una varilla atravesada en su bastoncito, de modo
que f0rmaba una cruz. Había una tira de corteza atada al cabo del bastoncito,
como una banderilla que flotaba al viento mientras jugaba con ella. La
casa de Isabel en Juta la ocupó una hija de la hermana de Isabel. Era una
casa muy bien cuidada, en perfecto orden y limpieza. Siendo ya grande,
volvió Juan otra vez en secreto a ella, regresando inmediatamente al desierto
hasta el momento de su aparición entre los hombres.

LXXXIX
Vida de la Sagrada Familia en Matarea
En Matarea los habitantes no tenían más agua que la turbia del Nilo.
María, con sus oraciones, halló una fuente. Cuando se establecieron
tuvieron mucho que sufrir, porque no tenían para comer más que algunas
frutas y bebían el agua mala del Nilo. Como hacía tiempo que no tenían
agua buena, José pensaba ir con sus herramientas y su asno al desierto, hasta
el manantial del jardín de los balsameros; pero estando María en oración
apareciósele un ángel, quien le indicó que detrás de la casa encontraría una
fuente de agua. Se encaminó al otro lado del muro, donde estaba su habitación,
y vio un espacio libre, más abajo, en medio de escombros donde se
levantaba un árbol muy viejo y muy grueso. Llevaba en la mano un bastón
con una palita en el extremo, semejante a la que usan las personas que viajan
en tales lugares. Llena de alegría María llamó a José, el cual después de
cavar descubrió que había habido allí anteriormente una fuente revestida de
mampostería, ahora tapada por los escombros. José limpió y restauró aquello.
Encontró cerca de la fuente, por el lado donde había venido María, una
piedra de gran tamaño que parecía un altar y creo que en realidad lo había
sido en otra época; pero no recuerdo más detalles sobre esto. En esa fuente
María hacía beber al Niño, lo bañaba, lavaba su ropa; y así quedó para uso
exclusivo de la Sagrada Familia, siendo desconocida para los demás, hasta
que el Niño Jesús, ya crecido, pudo él mismo ir por agua y ayudar a María.
Una vez lo vi con varios niños junto a la fuente para darles de beber en el
hueco de una hoja grande. Estos niños contaron a sus padres lo del agua, y
de este modo acudieron otros a usar de la fuente, aunque estaba para uso
casi exclusivo de la comunidad judía del lugar. Cierta vez que María rezaba
arrodillada en medio del camino de su casa, vi al Niño Jesús que iba a la
fuente con un recipiente para buscar agua. Era la primera vez que hacía esto.
María se emocionó profundamente cuando lo vio, y, siempre de rodillas, le
rogó que no lo hiciera más por el peligro de caer al agua. El Niño contestó
que tendría mucho cuidado, porque su deseo era sacar agua siempre que ella
lo necesitase.
El Niño Jesús ayudaba a sus padres en todo lo que podía, siendo muy atento
y cuidadoso con todas las cosas. Cuando José trabajaba cerca de la casa y se
olvidaba alguna herramienta, yo veía al Niño llevársela, poniendo mucha
atención en lo que hacía. La alegría que daba a sus padres compensaba a
éstos de los muchos sacrificios que hacían en Egipto. Más de una vez vi al
Niño dirigirse hasta la aldea de los judíos, a una milla de Matarea, para traer
el pan que María recibía a cambio de los trabajos que hacía. Los animales
dañinos, abundantes en aquel país, no le hacían mal y se mostraban familiares
con él: cierta vez lo vi jugando con unas serpientes. La primera vez que
lo vi ir a esa aldea solo, tendría de cinco a siete años y llevaba un trajecito
color pardo con flores amarillas, que le había hecho María. Lo vi arrodillarse
en el camino para rezar, cuando aparecieron dos ángeles que le anunciaron
la muerte de Herodes. Jesús no dijo nada de esto a sus padres, no sé si
por humildad, o por indicación de los ángeles, o porque no era aún el momento
de salir de Egipto. Otra vez lo vi yendo a la aldea con otros niños judíos
y al volver a casa lloraba por la degradación en que veía sumidos a esos
israelitas de Egipto.

XC
Origen de la fuente de Matarea. Historia de Job
La fuente de Matarea no tuvo origen por la oración de María: ella sólo
la hizo brotar de nuevo. La fuente ya existía, revestida de mampostería,
aunque oculta bajo los escombros. Vi que Job había estado en Egipto
antes que Abraham y que había vivido en este lugar, donde halló la fuente y
ofreció sacrificios sobre la gran piedra que allí estaba aún. En esta ocasión
supe que Job fue el menor de trece hermanos y que su padre era un gran jefe
de tribu cuando fue levantada la torre de Babel. De un hermano de este
hombre descendía la familia de Abraham. Los descendientes de ambos hermanos
se casaban entre sí con frecuencia. La primera mujer de Job fue de la
raza de Faleg. Cuando después de varias aventuras fue Job a habitar en el
tercer lugar, se había casado sucesivamente con tres mujeres de la raza de
Faleg. De una de ellas tuvo un hijo, éste una hija, la cual casándose dentro
de la misma familia, dio a luz a la que fue madre del patriarca Abraham. De
modo que Job venía a ser bisabuelo de la madre de Abraham.
El padre de Job se llamó Joctán, era hijo de Heber y habitaba al norte del
Mar Caspio, junto a una cadena de montañas en una de cuyas laderas había
bastante calor, mientras en la otra, cubierta de nieve, hacía mucho frío. He
visto muchos elefantes en este país. La comarca donde había estado al principio
Job era pantanosa y no hubiera sido favorable para los elefantes. Ese
país está al norte de una cadena de montañas, entre dos mares. Uno de estos
dos mares, el del Occidente, había sido una alta montaña, según he visto antes,
donde habitaban los gigantes y hombres poseídos por malos espíritus
antes del diluvio.
Había allí una región estéril y pantanosa, ahora habitada, creo, por una gente
de ojos pequeños, nariz ancha y pómulos salientes. Al volver Job a este lugar
tuvo su primera tribulación y primera prueba. Después de ella emigró
hacia el Mediodía, en el Cáucaso, estableciéndose en esta región. De aquí
hizo un viaje a Egipto, dominado entonces por unos reyes extranjeros que
procedían de pueblos pastoriles de su país. Uno de estos reyes era de la
misma región de Job, mientras el otro provenía del lugar más lejano donde
habitaban los Reyes Magos. Estos reyes pastores sólo eran dueños de una
parte de Egipto, y más tarde fueron desalojados por un Faraón egipcio. He
visto gran cantidad de estos pastores reunidos delante de una ciudad donde
se habían establecido. El rey de los pastores compatriota de Job quería para
su hijo una mujer de la raza vecina del Cáucaso, de donde provenía él. Job,
con numeroso séquito, condujo a Egipto a aquella novia real, que era tam-
bién parienta suya. En el cortejo llevaba treinta camellos y gran cantidad de
servidores con muchos regalos. Era entonces Job un hombre joven, alto, de
tez morena amarillenta, muy agradable y de cabellos más bien rojizos. Los
habitantes de Egipto eran también morenos, pero de color desagradable.
Egipto no estaba entonces muy habitado: sólo se veían, de tanto en tanto,
grandes aglomeraciones de gente. No se veían tampoco esos grandes edificios
que comenzaron a construirse en la época de los israelitas en Egipto. El
rey rindió muchos homenajes a Job, y deseando que se estableciera allí con
toda su tribu, no quería dejarlo partir. Le dio por habitación la ciudad donde
ahora vivía la Sagrada Familia, que entonces era muy diferente. Allí vivió
Job cinco años. Era el mismo lugar donde estaba ahora la Sagrada Familia y
le había sido mostrada la fuente del agua y la piedra donde ofrecía sus sacrificios.
Aunque Job era gentil, era justo y conocía al verdadero Dios, adorándole
como a su Creador, mientras contemplaba los astros, la naturaleza y la luz.
Le agradaba hablar de Dios y de sus obras de la naturaleza, y no adoraba
imágenes de animales monstruosos como hacían los pueblos gentiles. Se
había imaginado una representación del verdadero Dios. Era una figura
humana pequeña, con rayos en torno de la cabeza, y me parece que con alas.
Tenía las manos juntas sobre el pecho y llevaba un globo sobre el cual se
veía un navío navegando sobre las olas. Quizás le recordaba el diluvio.
Cuando ofrecía sacrificios a Dios, el patriarca Job quemaba delante de su
imagen diversas clases de semillas. He visto que más tarde fueron introducidas
en Egipto unas figuras pequeñas, sentadas como en un pulpito coronado
por dosel.
Al llegar Job a Egipto encontró un culto detestable: provenía de las supersticiones
que habían presidido la construcción de la torre de Babel. Poseían un
ídolo con cabeza de buey muy ancha que terminaba en punta y como levantada
en el aire, la boca abierta y los cuernos inclinados hacia abajo. En el
interior del ídolo se encendía fuego y se colocaban niños vivos entre sus
brazos ardientes, y vi que sacaban algo de las aberturas de aquel cuerpo. La
gente de la comarca era muy cruel y la región estaba llena de animales espantosos.
Vi animales negros que parecían arrojar llamas de fuego y volaban
en grandes bandadas envenenándolo todo, puesto que si se posaban en
un árbol éste se secaba de inmediato. Vi animales que tenían las patas traseras
muy largas y las delanteras muy cortas, como topos, que saltaban de un
techo a otro. Había unas bestias horribles que andaban entre las piedras y en
los agujeros y se enlazaban a los hombres y los asfixiaban. En el Nilo vi un
animal grande, con dientes espantosos y grandes patas negras: tenía algo del
cerdo y era del grosor de un caballo. He visto otros animales horribles; pero
el pueblo era aún más abominable, y Job, a quien había visto librar a su país
de origen de las malas bestias, por medio de oraciones, sentía aversión por
vivir entre aquellos hombres y a menudo manifestaba sus quejas a los que le
rodeaban. Prefería vivir entre las malas bestias que entre tales hombres. Lo
vi muchas veces mirar hacia el Oriente, con ojos llenos de ansia, hacia su
patria, al Mediodía del país más alejado aún que habitaban los Reyes Magos.
Tuvo visiones proféticas de la llegada de los israelitas a Egipto, y también,
en general, de la salvación del género humano y de las grandes pruebas
por las que debía pasar el hombre. No pudo dejarse persuadir para permanecer
en Egipto, y al cabo de cinco años salió del país con todo su séquito.
Las pruebas de Job sucedieron por intervalos. Primero gozó de tranquilidad
por nueve años, luego por siete y después por doce años. Las palabras del
libro de Job: «Y hablando aún el mensajero», equivalen a decir: se hablaba
aún en el pueblo de la desgracia que le había acontecido, cuando sobrevenía
otra calamidad a afligirlo. Las tres pruebas las sobrellevó en tres distintos
países. La última, que fue seguida de su prosperidad final, le alcanzó cuando
vivía en un país llano, al Oriente de Jericó. Aquel país producía incienso y
mirra, y tenía una mina de oro y se trabajaban los metales. En otra ocasión
tuve nuevas visiones relativas a Job. Recuerdo lo siguiente. Tenía Job dos
confidentes, que eran como intendentes, administradores y secretarios suyos,
y se llamaban Haí y Uis u Oís. Estos recogieron de su boca toda su historia
con las conversaciones que tuvo con Dios, la cual fue trasmitida por
sus descendientes, de uno a otro, hasta los tiempos de Abraham y sus hijos, y
se servían de ella para instruir a sus hijos con la narración. Por medio de los
hijos de Israel llegó la historia a Egipto y Moisés hizo una síntesis de ella,
para consuelo de los israelitas oprimidos por los egipcios y después durante
la estadía en el desierto. En un principio era una historia mucho más larga y
con mayores cosas que los judíos no hubieran comprendido. Más tarde Salomón
la arregló, haciendo un libro de piadosa lectura: de modo que el libro
está lleno de la sabiduría de Job, de Moisés y de Salomón. Es difícil encontrar
ahora allí la verdadera historia de Job, pues han variado los nombres de
los pueblos, introduciéndose otros más cercanos a la tierra de Canaán. Se le
creyó idumeo porque el país donde habitó hacia el final de su historia, estuvo
habitado mucho tiempo antes de su muerte por los descendientes de Esaú
o Edóm. Creo que Job vivía todavía cuando nació Abraham.

XCI
Abraham y Sara en Egipto. La fuente abandonada
Cuando Abraham fue a Egipto instaló allí su campamento y lo he visto
instruyendo al pueblo. Residió allí varios años con Sara, su mujer, y
muchos hijos e hijas, cuyas madres habían quedado en Caldea. También Lot
vivió en aquel país con su familia, aunque ya no puedo precisar el lugar de
su residencia. El patriarca Abraham fue a Egipto una vez, por orden de Dios,
a causa del hambre que se pasaba en el país de Canaán, y volvió por segunda
vez para recuperar el tesoro de familia que una sobrina de la madre de
Sara había trasladado a Egipto. Aquella mujer era de la tribu de pastores de
la raza de Job, que había reinado sobre una parte del Egipto. Habiendo llegado
como criada, casóse con un egipcio. De ellos procedía una tribu cuyo
nombre he olvidado. Una de sus hijas fue Agar, madre de Ismael, que por
esto era de la misma raza que Sara. Aquella mujer había sustraído un tesoro
familiar, a semejanza de Raquel, que robó los ídolos de Labán; lo había
vendido en Egipto por una gran suma de dinero, yendo a parar así a las manos
del Faraón y de los sacerdotes egipcios.
El tesoro era una especie de árbol genealógico de los hijos de Noé, en particular
de los descendientes de Sem hasta el tiempo de Abraham, hecho con
piezas triangulares de oro sujetas unas a otras formando una balanza con sus
brazos. Las placas triangulares se hallaban enfiladas; otras indicaban las ramas
laterales. Sobre esas placas estaban los nombres de los miembros de la
familia y toda su serie: partiendo del centro de una tapa se reunían en el platillo
de la balanza cuando se hacía descender la tapa por encima. La balanza
entera se podía encerrar de este modo en una caja. Las placas principales
eran amarillas y grandes, mientras que las de los intervalos eran más delgadas
y blancas, como la plata. Oí decir cuanto pesaba todo esto en sidos, representando
una suma respetable. Aunque los sacerdotes de Egipto habían
relacionado diversos – cálculos con este árbol genealógico, ellos estaban
muy lejos de la verdad. Mediante sus astrólogos y sus pitonisas supieron
algo de la llegada de Abraham a Egipto: supieron que era de origen noble,
como su mujer, y que de ellos debía salir una descendencia muy elegida. En
sus adivinaciones querían descubrir los linajes nobles para unirse a ellos por
medio de casamientos. Satanás introducía de este modo el libertinaje y la
crueldad para degradar los linajes más nobles que aún subsistían. Abraham
temía que los egipcios lo mataran por causa de la belleza de Sara; por eso la
hacía pasar por hermana, y esto no era mentira, pues en realidad era su hermana
sanguínea por ser hija de su padre Tharé, de otra madre. El Faraón
hizo llevar a Sara a su residencia para tomarla por mujer. Esto los afligió
mucho y rogaron a Dios que los socorriese, y Dios castigó al rey. Todas sus
esposas y la mayoría de las mujeres de la ciudad cayeron enfermas. Asustado
el Faraón, indagó la causa y descubrió que Sara era mujer de Abraham.
Se la devolvió y le rogó que saliera de Egipto lo antes posible al reconocer
que los dioses lo protegían. Los egipcios eran un pueblo muy singular, por
un lado eran muy orgullosos y se creían los más grandes y sabios del mundo,
y por otro, increíblemente serviles y cobardes, cediendo en seguida
cuando creían encontrar una fuerza superior a la suya. Esto provenía de que
no estaban seguros de su ciencia y de que no conocían las cosas sino por
medio de adivinaciones oscuras y equivocas, que les anunciaban toda clase
de sucesos contradictorios y complejos. Cuando el acontecimiento no respondía
a sus cálculos, se asustaban de inmediato, por ser muy supersticiosos
e inclinados a ver lo maravilloso.
Abraham se dirigió al Faraón muy humildemente pidiéndole trigo, como a
padre de los pueblos, y le ganó la voluntad, de modo que le hizo muchos
regalos. Cuando le devolvió a Sara y le rogó que abandonara el país, Abraham
le respondió que no podía salir sin antes recobrar un tesoro que le pertenecía,
y le habló del árbol genealógico sustraído y llevado a Egipto. El rey
reunió a los sacerdotes, y éstos consintieron en devolverlo, siempre que se
les permitiera sacar una copia, cosa que Abraham concedió sin dificultad.
Hecho esto, regresó el patriarca al país de Canaán.
Vi luego varias cosas referentes a la fuente de Matarea hasta nuestra época.
En tiempos de la Sagrada Familia los leprosos usaban del agua por parecer
que tenia una virtud particular, la que aumentó más tarde cuando se levantó
una pequeña capilla sobre la habitación de María, con una entrada junto al
altar mayor para descender a una cueva donde vivió la Sagrada Familia durante
algún tiempo. Vi entonces a la fuente rodeada de habitaciones, y que el
agua era empleada como remedio contra la lepra: se bañaban en ella para
curarse las enfermedades de la piel. Esto sucedía cuando los mahometanos
eran dueños del país: los turcos tenían siempre una lámpara encendida en la
iglesia, sobre la habitación de María, temiendo que les sucediera alguna
desgracia si abandonaban el cuidado de la lámpara. En la época moderna vi
a la fuente en pleno abandono y soledad, a gran distancia de los lugares
habitados. La ciudad había desaparecido del primitivo sitio y en los alrededores
crecían plantas con frutas silvestres.