La amarga pasión de nuestro Señor Jesucristo – Sección 5

XV
Ojeada sobre Jerusalén
La grande y populosa ciudad y las tiendas de los extranjeros que habían venido
para la Pascua estaban sumergidas en el reposo y en el sueño, cuando la
noticia de la prisión de Jesús despertó a todos sus enemigos y amigos, y por
todos los puntos de la ciudad se vio ponerse en movimiento a las personas
convocadas por los mensajeros de los príncipes de los sacerdotes. Iban a la luz
de la luna o de antorchas por las calles, desiertas a aquella hora, pues la mayor
parte de las casas tenían las ventanas y la puerta a un patio interior. Todos
suben hacia Sión. Se oye acá y allá llamar a las puertas, para despertar a los
que duermen; surgen en muchos sitios el ruido y el tumulto; abren a los que
llaman, los interrogan, y se accede a la convocación. Los curiosos y los criados
van a ver lo que pasa, para contarlo a los que quedan; óyese cerrar y atrancar
puertas, pues algunas personas se inquietan y temen una sublevación; se
improvisan mil conversaciones diversas, como éstas: «Lázaro y sus hermanas
van a ver a Quién se han entregado. – Juana, mujer de Chusa, Susana y
Salomé, se arrepentirán demasiado tarde de su imprudencia. – Serafia, mujer
de Sirac, tendrá que humillarse delante de su marido, que tantas veces le ha
reprochado su entrañable adhesión al Galileo. – Todos los partidarios de ese
Agitador parecían burlarse de los que no pensaban como ellos, y ahora más de
cuatro no saben dónde esconderse. -Ya no hay nadie que tienda a los pies de
su caballería mantos y palmas. -Esos hipócritas, que siempre quieren ser
mejores que los demás, van a recibir lo que merecen, pues están todos
implicados en los negocios del Galileo. – La cosa es mayor de lo que se creía. –
Yo quisiera saber cómo saldrán Nicodemo y José de Arimatea; hace mucho
tiempo que se desconfía de ellos; están de acuerdo con Lázaro, pero son muy
diestros: todo se va a aclarar ahora».
Así se oye hablar a algunas gentes irritadas contra algunas familias que fiaran
en Jesucristo, y sobre todo contra las santas mujeres. En otras partes la noticia
es recibida de un modo más conveniente; algunos se aterran, otros gimen
secretamente, o buscan algún amigo cuyos sentimientos sean conformes a los
suyos, para poderse desahogar con él. Pocos son los que se atreven a
expresar altamente el interés que tienen por Jesucristo.
No toda la ciudad está despierta aún; sólo lo está en los sitios adonde los
mensajeros llevan las convocatorias del Gran Pontífice, y adonde los fariseos
van a buscar a sus testigos. Parece que se ve en diferentes puntos de
Jerusalén saltar chispas de odio y de furor, que circulan por las calles,
encontrándose con otras a las que se juntan, y que creciendo sin cesar, suben
hasta Sión, y van a parar al tribunal de Caifás como un río de fuego. Los
soldados romanos no toman ninguna parte en este suceso. Pero sus puestos
están reforzados y sus cohortes están reunidas, observando con cuidado lo
que pasa. Están casi siempre en observación en el tiempo de las fiestas de
Pascua, a causa de la gran afluencia de extranjeros. Los judíos flanquean los
alrededores de sus cuerpos de guardia, porque los fariseos se incomodan de
tener que responder al ¿quién vive? Los príncipes de los sacerdotes no se han
descuidado en comunicar a Pilatos la ocupación de Ofel y de una parte de Sión
Pero entre ellos hay desconfianza recíproca. Pilatos no duerme; recibe partes y
da ordenes. Su mujer está acostada; su sueño es profundo, pero agitado.
Suspira y llora como si tuviera en sueños penosos.
En ningún punto de la ciudad se revela mayor compasión que en Ofel respecto
a los padecimientos de Jesús, lo mismo en casa de los pobres criados del
templo, que entre los pobres jornaleros que allí habitan. ¡Han despertado
súbitamente en medio de una noche tranquila, para contemplar a su Maestro,
su bienhechor, el que los ha curado y consolado, lleno de injurias y de malos
tratamientos! Después vieron pasar a la dolorida Madre de Jesús, y a su vista
su aflicción se redobla. Era un espectáculo que partía el corazón ver a María y
sus amigas andar por las calles a aquella hora llenas de dolor y de angustias.
Tienen que esconderse al acercarse una soldadesca grosera e insolente,
porque las llenan de injurias como a mujeres de mala vida; con frecuencia oyen
conversaciones llenas de deleite cruel que les atormenta el corazón, y rara vez
una palabra de consuelo sobre Jesús. Al fin, al llegar a su casa, caen rendidas,
llorando y juntando las manos; se sostienen y se abrazan, vérselas doblegadas
sobre las rodillas, cubierta la cabeza con un velo. Si llaman a la puerta,
escuchan con inquietud. Llaman despacio y tímidamente, no es un enemigo el
que así llama; abren temblando; es un amigo, o el criado de un amigo de su
Maestro; lo rodean, acósanlo a preguntas, y sus respuestas son nuevos
dolores. No pueden sosegar, salen de nuevo a la calle, y vuelven con doble
tristeza.
La mayor parte de los apóstoles y de los discípulos andan asustados por los
valles que rodean a Jerusalén, y se esconden en las grutas del monte de los
Olivos. Tiemblan al encontrarse; se piden noticias en voz baja, y el menor ruido
interrumpe sus tímidas comunicaciones. Mudan sin cesar de sitio , y se acercan
a la ciudad. Muchos suben al monte de los Olivos; miran con inquietud las
hachas que se ven cruzar por Sión; escuchan el ruido a lo lejos, se pierden en
mil conjeturas diversas, y bajan al valle con la esperanza de saber alguna
noticia positiva.
El ruido aumenta cada vez más alrededor del tribunal de Caifás. Esta parte de
la ciudad está inundada de luz con las hachas y los faroles. Alrededor de
Jerusalén óyese el grito discordante de los muchos animales que los
extranjeros han traído para sacrificarlos. Inspiraba un sentimiento de
compasión el balido de los innumerables corderos que debían ser inmolados en
el templo al día siguiente. Uno solo se deja sacrificar sin siquiera abrir la boca;
semejante a la oveja que llevan a la carnicería, al cordero que se calla en
presencia del esquilador: éste es el Cordero de Dios, puro y sin mancha; es
Jesucristo.
Sobre todas estas escenas se extiende un cielo cubierto de señales
maravillosas; la luna, con aspecto amenazador, está cubierta de manchas
extrañas: parece que está alterada y tiembla de llegar a su plenitud, pues Jesús
morirá en ese momento. Al Mediodía de la ciudad corre Judas lscariote,
agitado por su conciencia; solo, huyendo ante su sombra, impulsado por el
demonio. El infierno está desatado, y excita por todas partes a los pecadores.
La rabia de Satanás se redobla para aumentar la carga del Cordero. Los
ángeles están entre el dolor y la alegría: quisieran orar ante el Trono de Dios, y
poder socorrer a Jesús; pero no pueden sino adorar en su admiración el
milagro de la justicia y de la misericordia divinas, que estaba en el cielo desde
la eternidad, y que comienza a cumplirse en el tiempo; pues los ángeles
también creen en Dios Padre Todopoderoso, Creador del cielo y de la tierra, y
en Jesucristo, su único Hijo, nuestro Señor, que fue concebido por el Espíritu
Santo, y nació de Santa María Virgen; que padecerá esta noche bajo Poncio
Pilatos; que mañana será crucificado, morirá y sera sepultado; que subirá a los
cielos, adonde está sentado a la diestra de Dios Padre Todopoderoso; desde
allí ha de venir a juzgar a los vivos y a los muertos; creen también en el Espíritu
Santo, la Santa Iglesia Católica, la comunión de los santos, el perdón de los
pecados, la resurrección de la carne y la vida eterna.

 

XVI
Jesús delante de Anás
A media noche Jesús fue introducido en el palacio de Anás, y lo llevaron a una
sala muy grande. Enfrente de la entrada ocupaba su silla Anás rodeado de
veintiocho consejeros; el sitial elevábase del suelo algunos escalones. Jesús, a
quien rodeaban aún varios de los que le prendieran, vióse empujado por los
alguaciles hasta los primeros peldaños. El resto de la sala estaba lleno de
soldados, de populacho, de criados de Anás, de falsos testigos, que fueron
después a casa de Caifás. Anás esperaba con impaciencia la llegada del
Salvador. Veíase lleno de odio y de astucia, animado de una alegría cruel.
Presidía el tribunal encargarlo de vigilar la pureza de la doctrina, y de acusar
delante de los príncipes de los sacerdotes a los que la infringían. Jesús estaba
de pie delante de Anás, pálido, desfigurado, silencioso, con la cabeza baja. Los
alguaciles tenían la punta de las cuerdas que apretaban sus manos. Anás,
viejo, flaco y seco, de barba rala, lleno de insolencia y orgullo, mostrábase con
sonrisa irónica, haciendo como que nada sabía y que extrañaba que Jesús
fuese el preso que le habían anunciado. He aquí lo que dijo a Jesús, o a lo
menos el sentido de sus palabras: «¿Cómo, Jesús de Nazaret? Pues ¿adónde
están tus discípulos y tus numerosos partidarios? ¿Adónde está tu reino? Me
parece que las cosas no han respondido a lo que Tú creías: se ha visto que ya
bastaba de insultos a Dios y a los sacerdotes, de violaciones del sábado.
¿Quiénes son tus discípulos? ¿Adónde están? ¿Callas? Habla, ahora, agitador,
seductor. ¿No has comido el cordero pascual de modo inusitado, en tiempo y
sitio en que no debías hacerlo? ¿Quisiste introducir una nueva ley? ¿Quién te
ha dado derecho para enseñar? ¿Adónde has estudiado? Habla: ¿cuál es tu
doctrina?»
Entonces Jesús levanto su cabeza fatigada, miró a Anás, y dijo: «He hablado en
público, delante de todo el mundo: siempre enseñé en el templo y en las
sinagogas, donde se juntan los judíos. Jamás he dicho nada en secreto. ¿Por
qué me interrogas? Pregunta a los que me han oído lo que les he dicho. Mira a
tu derredor; ellos saben lo que he dicho».
A estas palabras de Jesús, el rostro de Anás expresó el resentimiento y la
cólera. Un infame ministro que estaba cerca de Jesús lo advirtió, y el miserable,
con su mano cubierta de guante de hierro, pegó una bofetada en el rostro del
Señor, diciendo: «¿Así respondes al Sumo Pontífice?» Jesús, a la violencia del
golpe, cayó de lado sobre los escalones, y la sangre corrió de su cara. La sala
se llenó de murmullos, de risotadas y de ultrajes. Levantaron a Jesús,
maltratándolo, y el Señor dijo tranquilamente: «Si he hablado mal, dime en qué;
pero si he hablado bien, ¿por qué me pegas?»
Exasperado Anás por la tranquilidad de Jesús, mandó a todos los que estaban
presentes que dijeran lo que le habían oído decir. Entonces se levantó una
explosión de clamores confusos y de groseras imprecaciones. «Ha dicho que
era rey; que Dios era su padre; que los fariseos eran unos adúlteros ; subleva al
pueblo; cura, en nombre del diablo, el sábado; los habitantes de Ofel rodeánle
y siguen fanatizados; le apellidan su Salvador y su Profeta; se deja llamar Hijo
de Dios; dícese enviado suyo; no observa los ayunos; come con los impuros,
los paganos, los publicanos y los pecadores; se relaciona con mujeres de mal
vivir; de la puerta de Ofel dijo a un hombre que le daba de beber, que Él le
daría el agua de la vida eterna, después de lo cual nunca tendría sed; seduce
al pueblo con palabras de doble sentido, etc., etc.»
Todos estos cargos los hacían a la vez: los acusadores se los echaban en
cara, mezclándolos con las más groseras injurias, y los alguaciles,
maltratándole a cada paso, decíanle que respondiera. Anás y sus consejeros
añadían mil burlas a estos ultrajes, repitiendo: «¡Esa es tu doctrina! ¿Qué
respondes? Rey, da tus soberanas órdenes: enviado de Dios, enseña tu misión
¿Quién eres Tu? (continuó Anás con frío desdén). ¿Quién te ha enviado?,
¿Eres el hijo de un carpintero oscuro, o eres Elías, que ha sido elevado en un
carro de fuego? Dicen que aún vive, y que Tú puedes, a tu voluntad, hacerte
invisible. Cierto que hallaste medio de escapar algunas veces. ¿Eres acaso
Malaquías, de cuyas palabras usas con frecuencia para prevalerte de ellas?
Dicen que este Profeta no tuvo padre, que había sido un ángel, y que no se ha
muerto. Buena ocasión para un embustero que pretende pasar por él. ¿Qué
clase de Rey eres Tú? Has dicho ser más que Salomón. Descuida: no te
rehusaré el título de tu dignidad real».
Entonces Anás hizo que le trajeran una especie de cartel, de una vara de largo
y tres dedos de ancho; y escribió en él varias y grandes letras, como acusación
contra el Señor Después lo envolvió y lo introdujo en una calabacita vacía, que
tapó con cuidado, y ató después a una caña, y presentándosela a Jesús le dijo
con sarcasmo: «Este es el cetro de tu reino; ahí están tus títulos, tus dignidades
y tus derechos. Llévalos al Sumo Sacerdote para que reconozca tu misión y te
trate según tu dignidad. Que le aten las manos a ese Rey, y llévenlo delante del
Sumo Sacerdote».
Maniataron de nuevo a Jesús; sujetáronle también a ellas el simulacro de cetro,
que contenía las acusaciones de Anás, y le condujeron a casa de Caifás, en
medio de la risa, del escarnio, y de los malos tratamientos de la multitud.
La casa de Anás estaría a trescientos pasos de la de Caifás. El camino, que
era a lo largo de paredes y de pequeños edificios dependientes del tribunal del
Sumo Pontífice, estaba alumbrado con faroles y lleno de judíos, que
vociferaban en gran tumulto. Los soldados apenas podían abrirse paso por
medio de la multitud. Los que habían ultrajado a Jesús en casa de Anás
repetían sus improperios delante del pueblo; y el Salvador fue escarnecido y
maltratado todo el camino. Vi a hombres armados rechazar algunos grupos que
parecían compadecer al Señor, dar dinero a los que se distinguían por su
brutalidad contra Jesús, y franquearles la entrada en el patio de Caifás.

 

XVII
Tribunal de Caifás
Para llegar al tribunal de Caifás se atraviesa un primer patio exterior; después
se entra en otro patio, que llamaremos interior, y que rodea todo el edificio. La
casa tiene doble de largo que de ancho. Delante hay una especie de vestíbulo
descubierto, rodeado de tres órdenes de columnas, formando galerías
cubiertas. En el cuarto, detrás de columnas no muy altas, hay una sala como la
mitad del vestíbulo, adonde están las sillas de los miembros del Consejo, sobre
un espacio en forma de herradura, a que conducen muchos escalones. La silla
del Sumo Sacerdote ocupa en el medio el lugar más eminente. El reo está en el
centro del hemiciclo. De un lado y de otro, y detrás de él, se ve el sitio de los
testigos y de los acusadores. Detrás de los jueces hay tres puertas que dan
paso a otra sala rodeada de sillas, donde se verifican las deliberaciones
secretas. Entrando en esta sala desde el tribunal, se encuentran a derecha e
izquierda puertas que comunican al patio interior, que tiene la forma redonda,
como el exterior del edificio. Saliendo de la sala por la puerta de la derecha, se
ve en el patio, a la izquierda, la entrada de una prisión subterránea, que está
debajo de esta última sala. Hay en ella muchos calabozos: Pedro y Juan
pasaron una noche en uno de ellos cuando curaron al cojo del templo después
de Pentecostés.
Todo el edificio y los alrededores estaban llenos de hachas y faroles, y había
tanta claridad como si fuese de día. En medio del vestíbulo estaba encendida
una gran lumbre en cóncavo hogar, y a los lados había dos conductores para el
humo. El fuego estaba rodeado de soldados, de empleados subalternos y de
testigos de la ínfima clase, todos sobornados. Entre ellos había también
mujeres que daban de beber a los soldados cierto licor rojizo, y les hacían
cocer panes, que se los vendían. La mayor parte de los jueces estaban ya
sentados alrededor de Caifás; los otros fueron llegando sucesivamente. Los
acusadores y los testigos falsos llenaban el vestíbulo. Había una inmensa
multitud, que era preciso contener por la fuerza.
Un poco antes de la llegada de Jesús, Pedro y Juan, vistiendo aún el traje de
mensajeros, entraron en el patio exterior. Juan, con ayuda de un empleado del
tribunal que conocía, pudo penetrar hasta el segundo patio, cuya puerta
cerraron detrás de él a causa de la mucha gente. Pedro, que se había
rezagado un poco, encontró la puerta cerrada, y la portera no quiso abrirle. No
hubiera pasado más adelante, a pesar de los esfuerzos de Juan, si Nicodemo y
José de Arimatea, que llegaban en aquel instante, no le hubiesen hecho entrar
con ellos. Los dos apóstoles, habiendo devuelto los vestidos que les habían
prestado, confundiéronse entre la multitud que llenaba el vestíbulo, y en sitio
desde donde podían ver a los jueces. Caifás estaba sentado en medio del
semicírculo. A su alrededor lo estaban los setenta miembros del gran Consejo:
a los lados, los funcionarios públicos, los ancianos, los escribas, y detrás de
ellos falsos testigos. Desde la entrada hasta el vestíbulo por donde Jesús debía
ser conducido, colocáronse los soldados.
Caifás era un hombre de apariencia grave: su semblante revelaba algo de
enérgico y amenazador. Tenía una capa larga, bermeja, pero de color oscuro,
adornada de flores y de galones de oro, prendida sobre el pecho y los hombros
y cubierta por delante de chapas de metal luciente. Su sombrero se parecía a
una mitra de Obispo: a los lados tenía aberturas, por donde salían tiras de tela
colgando. Caifás hallábase allí hacía algún tiempo con sus consejeros. Su
impaciencia y enojo eran tales, que bajó de su sitio, corrió, vestido como
estaba, al vestíbulo, y preguntó con ira cuándo llegaba Jesús. Viéndole
aproximarse, se volvió a su sitio.

 

XVIII
Jesús delante de Caifás
Jesús fue introducido en el vestíbulo, en medio de los clamores, de las injurias
y de los golpes. Lo condujeron ante los jueces: al pasar cerca de Juan y de
Pedro, los miró sin volver la cabeza, para no denunciarlos. Apenas estuvo en
presencia del Consejo, cuando Caifás exclamó: «!Ya estás aquí, enemigo de
Dios, que llenas de agitación esta santa noche!» La calabaza que contenía las
acusaciones de Anás fue desatada del cetro ridículo puesto entre las manos de
Jesús. Después que las leyeron, Caifás se desató en invectivas contra el
Salvador. Los alguaciles le pegaron, entre empellones, con unos palos agudos,
diciéndole: «Responde. Abre la boca. ¿No sabes hablar?» Caifás, con mayor ira
que Anás, hizo una porción de preguntas a Jesús, que estaba tranquilo,
paciente, con los ojos fijos en el suelo. Los alguaciles querían obligarle a
hablar, lo empujaban, maltratábanlo, y un perverso le puso el dedo pulgar con
fuerza en la boca, diciéndole que mordiera.
Presto comenzó la audiencia de los testigos. Tan pronto el populacho, excitado,
daba gritos tumultuosos, como se oía hablar a los mayores enemigos de Dios
entre los fariseos y los saduceos reunidos en Jerusalén de todos los puntos del
país. Repetían las acusaciones, a que Él había respondido mil veces: «Que
curaba a los enfermos y echaba a los demonios por arte de éstos; que violaba
el sábado; que sublevaba al pueblo; que llamaba a los fariseos raza de víboras
y adúlteros; que había predicho la destrucción de Jerusalén; que frecuentaba
su trato con publicanos y pecadores; que se hacia llamar Rey, Profeta, Hijo de
Dios; que hablaba siempre de su reino; que desechaba el divorcio; que se
llamaba Pan de vida, etc.» Así sus palabras, sus instrucciones y sus parábolas
se desfiguraban, mezclándolas con calumnias y crímenes. Pero todos se
contradecían y se perdían en sus relatos. El uno decía: «Se intitula Rey». El
otro: «No; sólo se dejar dar ese nombre; y cuando han querido proclamarlo Rey,
se ha escondido». Un tercero gritaba: «Dice que es Hijo de Dios». Un cuarto:
«Se llama Hijo, porque cumple la voluntad del Padre». Algunos referían que los
había curado, pero que habían vuelto a caer enfermos; que sus curas eran
sortilegios. Había muchas acusaciones y testimonios sobre el sortilegio. Los
fariseos de Séforis, con los cuales disputara una vez sobre el divorcio, lo
acusaban de falsa doctrina; y un joven de Nazaret, a quien no quiso admitir por
discípulo, tuvo la bajeza de atestiguar contra Él.
Sin embargo, no podían establecer ninguna acusación sólida y fundada. Los
testigos comparecían más bien para decirle injurias en su presencia que para
citar hechos. Disputaban entre ellos, y mientras tanto Caífás y algunos
miembros del Consejo no cesaban de afrentar a Jesús. «¿Qué Rey eres Tú?
Muéstranos tu poder; llama las legiones de ángeles de que has hablado en el
Huerto de los Olivos. ¿Qué has hecho del dinero de las viudas y de los locos
que has seducido? Responde; habla ante el juez: ¿eres mudo? ¡Más valía que
te hubieras callado delante del pueblo y de la multitud de mujeres que
adoctrinabas! Allí hablabas demasiado».
Todos estos discursos iban acampanados de malos tratamientos de los
empleados subalternos del tribunal. Sólo por milagro pudo resistir a todo esto.
Algunos miserables decían que era hijo ilegítimo: otros, al contrario, opinaban
que su madre había sido una virgen piadosa en el templo, y que la habían visto
casar con un hombre temeroso de Dios. Reprocharon a Jesús y a sus
discípulos el que no sacrificasen en el templo. En efecto: no he visto jamás que
Jesús o los apóstoles llevaran víctimas al templo, excepto los corderos de la
Pascua. Sin embargo, José y Ana, mientras vivieron, sacrificaron con
frecuencia por Jesús. Esta acusación no tenía ningún valor, pues los esenios
no hacían ningún sacrificio, y no estaban por ello sujetos a ninguna pena.
Dirigíanle sin cesar la acusación de sortilegio, y Caifás aseguró muchas veces
que la confusión que reinaba en las deposiciones de los testigos era efecto de
sus hechizos.
Algunos dijeron que solemnizara la Pascua comiendo la víspera, en contra de
la ley, y que el año anterior había hecho innovaciones en la ceremonia. Pero
los testigos se contradijeron tanto, que Caifás y los suyos estaban llenos de
vergüenza y de rabia al ver que no podían justificar nada que tuviera algún
fundamento. Nicodemo y José de Arimatea fueron citados a explicarse sobre
que había celebrado aquella fiesta en una sala perteneciente a uno de ellos, y
probaron con escritos antiguos que de tiempo inmemorial los galileos tenían el
permiso de comer la Pascua un día antes. Añadieron que la ceremonia había
sido conforme a la ley, y que algunos empleados del templo habían concurrido.
Esto descompuso a los jueces; pero sobre todo Nicodemo irritó mucho a los
enemigos de Jesús cuando hizo constar por los archivos el derecho de los
galileos. Este derecho les fue concedido, entre otros motivos, porque
antiguamente había tal afluencia en el templo, que no se hubiera podido acabar
para el sábado si se hubiese tenido que hacer todo en el mismo día. Aunque
los galileos no usaron siempre de este derecho, sin embargo, constaba
perfectamente establecido en los textos que citó Nicodemo; y el furor de los
fariseos contra este último se acrecentó cuando dijo que el Consejo debía estar
poco satisfecho por las chocantes contradicciones de todos esos testigos en un
negocio emprendido con tanta precipitación, la noche víspera de la fiesta mas
solemne. Echaron a Nicodemo miradas centelleantes y continuó la prueba de
los testigos con mas precipitación e impudencia. En fin, se presentaron dos
diciendo: Jesús ha dicho: «Yo derribaré el templo edificado por las manos de
los hombres, y en tres días reedificaré uno que no estará hecho por la mano de
los hombres». No estaban tampoco éstos acordes. El uno decía que quería
construir un nuevo templo, y que había comido la nueva Pascua en otro
edificio, porque quería destruir el antiguo templo. Pero el otro decía que ese
edificio estaba construido por mano de hombre, y que, por consiguiente, no
podía haber hablado de ese.
Caifás estaba lleno de cólera, pues las crueldades ejercidas contra Jesús, las
contradicciones de los testigos y la inefable paciencia del Salvador producían
viva impresión en muchos de los asistentes. Algunas veces silbaban a los
testigos. El silencio de Jesús inquietaba a algunas conciencias, y diez soldados
se sintieron tan penetrados de lo que oían, que se retiraron bajo el pretexto de
que estaban enfermos. Al pasar cerca de Pedro y de Juan, les dijeron: «Este
silencio de Jesús el Galileo, en medio de tan malos tratamientos, parte el
corazón. Pero, decidnos, ¿adonde debemos ir?» Los dos apóstoles,
desconfiando de ellos, o temiendo ser denunciados como discípulos de Jesús,
o ser reconocidos por algunos de los presentes, les respondieron con mirada
melancólica: «Si la verdad os llama, dejaos conducir por ella: lo demás, ello sólo
se hará». Entonces aquellos hombres salieron de la ciudad; encontraron a otros
que los condujeron allende el monte Sión, a las grutas del Mediodía de
Jerusalén, donde hallaron muchos apóstoles escondidos, quienes tuvieron
miedo de ellos, y a los cuales anunciaron lo que sucedía a Jesús.
Caifás, exasperado por los discursos contradictorios de los testigos, se levantó,
bajó dos escalones, y dijo a Jesús: «¿No respondes Tú nada a ese testimonio?»
Estaba muy irritado porque Jesús no le miraba. Entonces los alguaciles,
asiéndole por los cabellos, le echaron la cabeza atrás y diéronle puñadas bajo
la barba; pero ni aun así hubo de levantar los ojos. Caifás elevo las manos con
viveza, y dijo en tono airado: «Yo te conjuro por el Dios vivo que nos digas si
eres el Cristo, el Mesías, el Hijo de Dios». Había un profundo silencio, y Jesús,
con voz llena de majestad indecible, con la voz del Verbo Eterno, dijo: «Yo lo
soy, tu lo has dicho. Y Yo os digo que veréis al Hijo del hombre sentado a la
derecha de la Majestad Divina, viniendo sobre las nubes del cielo». Mientras
que Jesús profería estas palabras, le vi resplandeciente: el cielo estaba abierto
sobre Él, y en una intuición que no puedo expresar, vi a Dios Padre
Todopoderoso: vi también los ángeles, y la oración de los justos que subía
hasta su Trono. Debajo de Caifás vi el infierno como una esfera de fuego entre
tinieblas, llena de horribles figuras. Él estaba encima, y parecía separado solo
por una gasa. Vi toda la rabia de los demonios concentrada en él. Todo aquel
espectáculo me pareció un infierno salido de la tierra. Cuando el Señor declaró
solemnemente que era el Cristo, Hijo de Dios, el infierno tembló a su voz, y
después vomitó todos sus furores en aquella casa. Todo lo que veo se me
representa con formas y figuras; este lenguaje es para mi más exacto, más
breve y más expresivo que ningún otro, porque los hombres son formas, no
puras palabras y abstracciones. Vi la angustia y el furor de los infiernos
manifestarse bajo mil imágenes horribles, que parecían salir de diversos sitios.
Me acuerdo, entre otras cosas, de una multitud de pequeñas figuras negras,
parecidas a perros, que corrían sobre las patas de atrás, y estaban armados de
uñas largas: yo no puedo decir qué especie de mal se me mostrara bajo esta
forma. Vi multitud de espectros horrendos entrar en la mayor parte de los
asistentes: a veces se sentaban sobre su cabeza o sobre sus hombros. Vi en
ese mismo momento fantasmas horribles salir de los sepulcros del otro lado de
Sión. Yo creo que eran espíritus malignos. Vi otras muchas apariciones
alrededor del templo, y entre ellas muchas figuras que parecían arrastrar
cadenas como cautivos. No sé si estas últimas eran también demonios o almas
que bajaban al limbo. Estas cosas no quisiera que escandalizaran a los que las
ignoran; pero se sienten cuando se ven, y los cabellos se erizan sobre la
cabeza. Creo que Juan vio algo de este espectáculo, pues le oí hablar de él
mas tarde. Todos los que no eran enteramente réprobos, sintieron con
profundo terror cuanto hubo de horrible en este instante, y los malos sintieron
redoblar su odio y su furor.
Caifás, inspirado por el infierno, tomó el borde de su capa, sajólo con su
cuchilla, y lo rasgó en un ímpetu de cólera diciendo en alta voz; «¡Ha
blasfemado! ¿Para qué necesitamos testigos? ¿Le oísteis? ¡blasfemó! ¿Cuál
es vuestra sentencia?»
Entonces todos los asistentes gritaron con voz de trueno: «¡Es digno de muerte!
¡Digno es de muerte!»}
Durante esta horrenda gritería, el furor del infierno llegó a lo sumo. Los
enemigos de Jesús estaban poseídos de Satanás, lo mismo que sus
aduladores y sus agentes. Parecía que las tinieblas celebraban su triunfo sobre
la luz. Todos los circunstantes que conservaban algo bueno, sintiéndonos
penetrados de tal horror, que muchos se cubrieron la cabeza y huyeron. Los
testigos mas ilustres, con la conciencia agitada, salían de la sala, donde ya no
eran necesarios. Los otros se colocan en el vestíbulo, alrededor del fuego,
donde les dan dinero, de comer y de beber. El Sumo Sacerdote dijo a los
alguaciles: «Os entrego este Rey; rendid al blasfemo los honores que merece».
En seguida se retiró con los miembros del Consejo a la sala redonda, situada
detrás del tribunal, donde no podían verles desde el vestíbulo.
Juan, en medio de su profunda aflicción, se acordó de la pobre Madre de
Jesús. Temió que la terrible noticia llegara a sus oídos de una manera más
dolorosa por boca de algún enemigo; miró al Señor, diciéndose entre si: ‘Tú
sabes por qué me voy»; y se fue a la Virgen, como si hubiese sido enviado por
Jesús mismo. Pedro, lleno de inquietud y de dolor, y sintiendo más vivamente
el frío penetrante de la mañana, se acercó tímidamente a la lumbre, donde se
calentaba la vil canalla. No sabía qué hacerse, pero no podía alejarse de su
Maestro.

 

XIX
Nuevos ultrajes en casa de Caifás
Cuando Caifás salió de la sala del tribunal con los miembros del Consejo, una
multitud de miserables se precipitó sobre Nuestro Señor, como enjambre de
avispas irritadas. Mientras se hizo el interrogatorio de los testigos, los
alguaciles y otros ruines habían arrancado puñados de la barba y del pelo de
Jesús: toda aquella chusma le había escupido, abofeteado, dándole con palos,
hasta herirle con agujas. Ahora se entregan sin freno a su rabia insana. Le
ponen sobre la cabeza coronas de paja y de corteza de árbol, y se las vuelven
a quitar injuriándole. Decíanle: «Ved aquí el Hijo de David con la corona de su
padre. -Ved aquí al que es más que Salomón. – Es el Rey que da una comida
de boda para su Hijo». Así se burlaban de las verdades eternas, que Él
presentaba en parábolas a los hombres que venía a salvar; y no cesaban de
pegarle con los puños o con varas, y de escupirle al rostro. Le ciñen otra vez
una corona de paja, y quítanle su vestidura. Le arrancan también el escapulario
que le cubre el pecho, y echándole sobre las espaldas una capa vieja, hecha
pedazos, que por delante deja la pierna descubierta, pónenle al cuello larga
cadena de hierro, acabada en dos pesados anillos llenos de puntas, que le
ensangrientan las rodillas cuando anda. Le ataron de nuevo las manos sobre el
pecho, le entregan una caña, y escúpenle a la faz. Habían vertido toda especie
de inmundicias sobre su cabeza, sobre su pecho y sobre la parte superior del
ridículo manto. Le vendaron los ojos con asqueroso trapo, y le pegaban
diciendo: «Gran Profeta, adivina quien te ha dado». Jesús no despegaba sus
labios; pedía por ellos interiormente, y suspiraba. Habiéndole puesto en este
estado, le arrastraron con la cadena a la sala donde se había retirado el
Consejo. «Adelante el Rey de paja, gritaban pegándole con palos nudosos;
debe presentarse en el Consejo con las insignias de majestad que ha recibido
de nosotros». Al entrar, redoblaron la befa y las alusiones sacrílegas a las
cosas mas santas. Cuando le escupían y le echaban lodo en la cara, decíanle:
«Esta es tu unción de rey, tu unción de profeta. -¿Cómo te atreves a
presentarte en ese estado delante del Gran Consejo? Tú quieres siempre
purificar a los otros, y Tú mismo no estás limpio: pero ya te purificaremos».
Entonces toman un vaso lleno de agua sucia e infecta, se lo vierten sobre la
cara y los hombros, haciendo alusión al acto pío de Magdalena: «Esta es tu
unción preciosa, exclaman, tu agua de nardo que costó treinta dineros; tu
bautismo de la piscina de Betesda».
Esta última burla indicaba, sin intención, la semejanza de Jesús con el cordero
pascual, pues las víctimas de hoy habían sido lavadas primero en el estanque
vecino de la puerta de las Ovejas, y después las llevaron a la piscina de
Betesda, donde recibieron una aspersión ceremonial antes de ser sacrificadas
en el templo. Ellos hacían sólo alusión al enfermo de treinta y ocho años
curado por Jesús cerca de la piscina de Betesda, pues yo vi a este hombre
lavado o bautizado en este sitio; digo lavado o bautizado, porque esta
circunstancia no esta bien presente en mi memoria.

Después arrastraron a Jesús alrededor de la sala, delante de los miembros del
Consejo, que lo llenaban de ultrajes y de improperios. Vi que todo estaba lleno
de figuras diabólicas; todo tenebroso, desordenado y horrendo. Veía con
frecuencia una luz alrededor de Jesús, desde que había dicho que era Hijo de
Dios. Muchos de los circunstantes parecían tener un presentimiento de ello,
más o menos confuso; sentían con inquietud que todas las ignominias, todas
las afrentas, no podían hacerle perder su indecible majestad. La luz que
rodeaba a Jesús parecía redoblar el ciego furor de sus enemigos.