La amarga pasión de nuestro Señor Jesucristo – Sección 14

LXX
Jesús baja a los Infiernos
Cuando Jesús, dando un grito, exhaló su alma santísima, yo la vi, como una
forma luminosa, entrar en la tierra al pie de la cruz; muchos ángeles, entre los
cuales estaba Gabriel, la acompañaban. Vi su divinidad estar unida con su
alma y también con su cuerpo suspendido en la cruz: no puedo expresar como
eso se efectuaba. El sitio donde entró el alma de Jesús estaba dividido en tres
partes: eran como tres mundos. Parecióme observar que eran de forma
redonda, y que cada uno de ellos tenía su esfera separada.
Delante del limbo había un lugar más claro y más sereno; en él veo entrar las
almas libres del purgatorio antes de ser conducidas al cielo. El limbo, donde
estaban los que esperaban la redención, hallábase rodeado de una esfera
parda y nebulosa, y dividido en muchos círculos. El Salvador, radiante de luz,
era conducido en triunfo por los ángeles entre los dos círculos: en el de la
izquierda estaban los Patriarcas anteriores a Abraham; en el de la derecha
hallábanse las almas de los que habían vivido desde Abraham hasta San Juan
Bautista. Cuando Jesús pasó así, no lo conocieron; mas todo se llenó de gozo
y de deseo, y hubo como una dilatación en esos lugares estrechos donde
estaban apretados. Jesús pasó entre ellos como el aire, como la luz, como el
rocío de la redención, mas con la rapidez de un viento impetuoso. Penetró
entre esos dos círculos hasta un sitio cubierto de niebla, donde estaban Adán y
Eva; les habló, y ellos le adoraron con gozo indecible. El Señor, acompañado
de los dos primeros seres humanos, entró a la izquierda en el circulo de los
Patriarcas anteriores a Abraham: era una especie de purgatorio. Entre ellos
había malos espíritus, que atormentaban e inquietaban el alma de algunos. Los
ángeles llamaron y mandaron abrir, pues había una especie de puerta que
estaba cerrada: me pareció que los ángeles decían: «Abrid las puertas». Y
Jesús entró en triunfo. Los malos espíritus se alejaron, gritando: «¿Qué hay
entre Tú y nosotros? ,¿Qué vienes a hacer aquí? ¿Quieres crucificarnos?» Los
ángeles los encadenaron y los echaron delante. Las almas que estaban en ese
lugar no tenían más que un leve presentimiento y un conocimiento oscuro de
Jesús: el Salvador se presentó a ellas, y cantaron sus alabanzas. El alma del
Señor, hacia el limbo propiamente, encontró el alma del buen ladrón conducida
por los ángeles al seno de Abraham, y la del mal ladrón que los demonios
llevaban a los infiernos. El alma de Jesús, acompañada de los ángeles, de las
almas libertadas y de los malos espíritus cautivos, entró en el seno de Abraham.
Ese lugar me pareció más elevado; como cuando se sube de una iglesia
subterránea a la iglesia superior. Los demonios encadenados resistían, y no
querían entrar; mas los ángeles les obligaron a ello. Allí se hallaban todos los
Santos israelitas; a la izquierda los Patriarcas, Moisés, los Jueces y los Reyes;
a la derecha los Profetas, los antecesores de Jesús y sus parientes, como
Joaquín, Ana, José, Zacarías, Isabel y Juan. No había malos espíritus en ese
lugar: la sola pena que en él se padecía era el deseo ardiente del cumplimiento
de la promesa, el cual estaba satisfecho. Una alegría y felicidad indecibles
entraron en esas almas, que saludaron y adoraron al Redentor. Algunos de
ellos fueron enviados sobre la tierra para tomar momentáneamente sus
cuerpos y dar testimonio de Jesús. Entonces fue cuando tantos muertos se
aparecieron en Jerusalén. Se me aparecían como cadáveres errantes, y
depusieron otra vez sus cuerpos en la tierra, como un enviado de la justicia
deja su capa de oficio cuando ha cumplido con la orden de sus superiores.
Después vi a Jesús, con su acompañamiento triunfal, entrar en una esfera más
profunda, donde se hallaban los paganos piadosos que habían tenido un
presentimiento de la verdad y la desearon. Había entre ellos malos espíritus,
pues tenían ídolos. Vi a los demonios obligados a confesar su fraude, y esas
almas adoraron al Señor con grande alegría. Los demonios fueron
encadenados y llevados cautivos. Vi también a Jesús atravesar como libertador
muchos lugares donde había almas encerradas; pero mi triste estado no me
permite contarlo todo.
En fin, vi a Jesús acercarse con rostro severo al centro del abismo. El infierno
se me apareció bajo la forma de un edificio inmenso, tenebroso, alumbrado con
una luz metálica: a su entrada había enormes puertas negras con cerraduras y
cerrojos. Un aullido de horror se elevaba sin cesar; las puertas se hundieron, y
apareció un mundo horrible de tinieblas.
La celestial Jerusalén se me aparece ordinariamente como una ciudad donde
las moradas de los bienaventurados se presentan bajo la forma de palacios y
de jardines llenos de flores y de frutos maravillosos, según su condición de
beatitud; lo mismo aquí, creí ver un mundo entero, una reunión de edificios y de
habitaciones muy complicadas. Pero en las moradas de los bienaventurados
todo esta formado bajo una ley de paz infinita, de armonía eterna: todo tiene
por principio la beatitud, en lugar de que en el infierno todo tiene por principio la
ira eterna, y discordia y la desesperación. En el cielo son edificios de gozo y de
adoración, jardines llenos de frutos maravillosos que comunican la vida. En el
infierno son prisiones y cavernas, desiertos y lagos llenos de todo lo que puede
excitar el disgusto y el horror; la eterna y terrible discordia de los condenados;
en el cielo todo es unión y beatitud de los Santos. Todas las raíces de la
corrupción y del error producen en el infierno dolor y el suplicio en número
infinito de manifestaciones y de operaciones. Cada condenado tiene siempre
presente este pensamiento: que los tormentos a que están entregados son el
fruto natural y necesario de su crimen; pues todo lo que se ve y se siente de
horrible en este lugar, no es más que la esencia, la forma interior del pecado
descubierto, de esa serpiente que devora a los que la han mantenido en su
seno. Todo esto se puede comprender cuando se ve; mas es casi imposible
expresarlo con palabras.
Cuando los ángeles echaron las puertas abajo, fue como un mar de
imprecaciones, de injurias, de aullidos y lamentos. Algunos ángeles arrojaron a
ejércitos enteros de demonios. Todos tuvieron que reconocer y adorar a Jesús,
y éste fue el mayor de sus suplicios. Muchos fueron encadenados en un círculo
que rodeaba otros círculos concéntricos. En el medio del infierno había un
abismo de tinieblas: Lucifer fue precipitado en él encadenado, y negros vapores
se extendían sobre él. Todo esto se hizo según ciertos arcanos divinos. He
sabido que Lucifer debe ser desencadenado por algún tiempo, cincuenta o
sesenta años antes del año 2000 de Cristo, si no me equivoco. Otros muchos
nombres de que no me acuerdo, fueron designados. Algunos demonios deben
quedar sueltos antes para castigar y tentar al mundo. Algunos han sido
desencadenados en nuestros días, otros lo serán pronto. Me es imposible
contar todo lo que me ha sido mostrado; es demasiado para que yo pueda
coordinarlo. Además, estoy muy mala; y cuando hablo de esos objetos, se
representan delante de mis ojos, y su vista podría hacerme morir.
Vi multitud innumerable de almas rescatadas elevarse del purgatorio y del
limbo detrás del alma de Jesús, hasta un lugar de delicias debajo de la
Jerusalén celestial. Ahí he visto, hace poco tiempo, a uno de mis amigos que
ha muerto. El alma del buen ladrón vino, y vio al Señor en el Paraíso, según su
promesa. No puedo decir cuanto duró todo eso, y en qué tiempo; hay muchas
cosas que yo no comprendo, hay otras que serían mal entendidas si las
contara. He visto al Señor en diferentes puntos, sobre todo en el mar: parecía
que santificaba y libertaba toda la creación: por todas partes los malos espíritus
huían delante de Él y se precipitaban en el abismo. Vi también su alma en
diferentes sitios de la tierra. La vi aparecer en el interior del sepulcro de Adán,
debajo del Gólgota: las almas de Adán y de Eva vinieron con Él, y les habló. Lo
vi visitar con ellas los sepulcros de muchos Profetas, cuyas almas vinieron a
juntarse con él sobre sus huesos. Después, con esas almas, entre las cuales
estaba David, lo vi aparecerse en muchos sitios señalados con alguna
circunstancia de su vida, explicándoles con amor inefable las figuras de la Ley
antigua y su cumplimiento.
Esto es lo poco que puedo recordar de mis visiones sobre la bajada de Jesús a
los infiernos y la libertad de las almas de los justos. Pero además de este
acontecimiento cumplido en el tiempo, vi una figura eterna de la misericordia
que ejerce hoy con las pobres almas. Cada aniversario de este día echa una
mirada libertadora en el purgatorio: hoy mismo, en el momento en que he
tenido esta visión, ha sacado del purgatorio las almas de algunas personas que
habían pecado cuando su crucifixión. Hoy he visto la libertad de muchas almas
conocidas y no conocidas, mas no las nombraré.
El descendimiento de Jesús a los infiernos es la plantación de un árbol de
gracia destinado a comunicar sus méritos a las almas que padecen. La
redención continua de esas almas es el fruto que da este árbol en el jardín
espiritual de la Iglesia. La Iglesia militante debe cuidar ese árbol y recoger sus
frutos para comunicarlos a la Iglesia paciente, que no puede hacer nada por sí
misma. Lo mismo sucede con todos los méritos de Cristo; para participar de
ellos hay que trabajar para Él. Debemos comer nuestro pan con el sudor de
muestra frente. Todo lo que Jesús ha hecho por nosotros en el tiempo, da
frutos eternos: pero hay que cultivarlos y recogerlos en el tiempo; si no, no
podríamos gozar de ellos en la eternidad. La Iglesia es un padre de familia; su
año es el jardín completo de todos los frutos eternos en el tiempo. Hay en un
año bastante de todo para todos. ¡Desgraciados los jardineros perezosos e
infieles si dejan perder una gracia que hubiera podido curar a un enfermo,
fortificar a un débil, satisfacer a un hambriento! Darán cuenta de la más
insignificante hierbecita el día del juicio.

 

LXXI
La noche antes de la Resurrección
Cuando se acabó el sábado, Juan vino con las santas mujeres, lloró con ellas,
y las consoló. Se fue poco después; entonces Pedro y Santiago el Menor
vinieron a verlas con la misma intención, pero estuvieron poco con ellas. Las
santas mujeres en sus mantos y otra vez su dolor sentándose en la ceniza.
Mientras la Virgen Santísima oraba interiormente, llena de un ardiente deseo
de ver a Jesús, un ángel vino a decirla que fuera a la pequeña puerta de
Nicodemo, porque el Señor estaba cerca. El corazón de María se inundó de
gozo: se envolvió en su manto, y dejó a las santas mujeres sin decir a nadie
nada. La vi ir de prisa a la puerta pequeña de la ciudad por donde había
entrado con sus compañeras al volver del sepulcro.
Podían ser las nueve de la noche: la Virgen se acercaba a pasos precipitados
hacia la puerta, cuando la vi pararse en un sitio solitario. Miró a lo alto de la
muralla de la ciudad, y el alma del Salvador resplandeciente bajó hasta María,
acompañada de una multitud de almas de Patriarcas. Jesús, volviéndose hacia
ellos, y mostrando a la Virgen, dijo: «María, mi Madre». Pareció que la
abrazaba, y desapareció. La Virgen se arrodilló y beso la tierra en el sitio donde
había aparecido. Sus rodillas y sus pies quedaron impresos sobre la piedra, y
se volvió llena de un consuelo inefable a las santas mujeres, que encontró
ocupadas en preparar ungüentos y aromas. No les dijo lo que había visto, pero
sus fuerzas se habían renovado; consoló a las otras, y las fortaleció en la fe.
Cuando María volvió, vi a las santas mujeres cerca de una mesa larga, cubierta
con un paño que llegaba al suelo. Encima había muchos manojos de hierbas
que ellas arreglaban, mezclándolas; tenían botes de bálsamo y agua de nardo,
y además flores frescas, entre las cuales había, me parece, una iris rayada y
una azucena. Mientras la ausencia de la Virgen, Magdalena, María de Cleofás,
Salomé, Juana y María Salomé, habían ido a comprar todo esto a la ciudad. Al
día siguiente querían cubrir con ello el cuerpo del Salvador.

 

LXXII
José de Arimatea puesto en libertad
Poco después de la vuelta de la Virgen Santísima, vi a José de Arimatea
rezando en la cárcel. De pronto la prisión se llenó de luz, y oí una voz que le
llamaba por su nombre. El tejado se levantó, dejando una abertura, y vi una
forma luminosa echarle una sábana, que me recordó la que sirvió para
amortajar a Jesús. José la tomó con ambas manos, y se dejó levantar hasta la
abertura, que cerró detrás de él. Cuando llegó a lo alto de la torre, la aparición
desapareció. No sé si fue el Salvador o un ángel quien lo libertó.
Siguió la muralla hasta cerca del Cenáculo, que estaba en la inmediación de la
meridional de Sión. Entonces bajó, y llamó en el Cenáculo, Los discípulos
juntos habían cerrado la puerta: estaban muy afligidos por la desaparición de
José, creyendo que lo habían echado en una cloaca, porque así se había
corrido la voz. Cuando le vieron entrar, su alegría fue grande, como más tarde
cuando San Pedro fue libertado de la prisión. Contó lo que le había sucedido: le
dieron de comer, y tributaron gracias a Dios. El salió de Jerusalén por la noche,
y se fue a Arimatea, su patria; volvió, sin embargo, cuando supo que ya no
corría peligro.
Vi también al fin del sábado a Caifás y a otros sacerdotes hablar con Nicodemo
en su casa. Le hicieron muchas preguntas con benevolencia fingida. Estuvo
firme en su fe, defendió siempre la inocencia de Jesús, y ellos se retiraron.

 

LXXIII
La noche de la Resurrección
Pronto vi el sepulcro del Señor; todo estaba tranquilo alrededor; había seis o
siete guardias de pie, o sentados. Casio esta siempre en contemplación. El
santo Cuerpo, envuelto en la mortaja y rodeado de luz, reposaba entre los
ángeles que yo había visto constantemente en adoración a la cabeza y a los
pies del Salvador, desde que se le puso en el sepulcro. Esos ángeles parecían
sacerdotes; su postura y sus brazos cruzados sobre le pecho me recordaban
los querubines del Arca de la Alianza, mas no les vi las alas. El Santo Sepulcro,
todo entero, me recordó muchas veces el Arca de la Alianza en diversas
épocas de su historia. Quizás la luz y la presencia de los ángeles eran visibles
para Casio, pues estaba en contemplación delante de la puerta del sepulcro
como quien adora al Santísimo Sacramento.
Vi el alma del Señor, acompañada de las almas de los Patriarcas, entrar en el
sepulcro por medio del peñasco, y mostrarles todas las heridas de su sagrado
Cuerpo. La mortaja se abrió, y el cuerpo apareció cubierto de llagas; era lo
mismo que si la Divinidad que habitaba en él hubiese mostrado a esas almas
de un modo misterioso toda la extensión de su martirio. Me pareció
transparente, y se podía ver hasta el fondo de sus heridas. Las almas estaban
llenas de respeto mezclado de terror y de viva compasión.
En seguida tuve una visión misteriosa, que no puedo explicar ni contar bien
claramente. Me pareció que el alma de Jesús, sin estar todavía completamente
unida a su cuerpo, salía del sepulcro en Él y con Él ; me pareció ver a los dos
ángeles que adoraban a las extremidades del sepulcro, levantar el sagrado
cuerpo desnudo, cubierto de heridas, y subir hasta el cielo en medio de la
roca que se conmovía; Jesús parecía presentar su cuerpo lacerado delante del
Trono de su Padre celestial, en medio de los coros innumerables de ángeles
prosternados: quizás así como las almas de los profetas entraron
momentáneamente en sus cuerpos, después de la muerte de Jesús, sin volver
a la vida en realidad, pues se separaron de nuevo sin el menor esfuerzo.
En ese momento hubo una conmoción en la peña: cuatro de los guardias
habían ido por algo a la ciudad; los otros tres cayeron casi sin conocimiento.
Atribuyeron eso a un temblor de tierra. Casio estaba conmovido, pues veía algo
de lo que pasaba, aunque no era claro para él. Pero se quedó en su sitio
esperando lo que iba a suceder. Mientras tanto, los soldados ausentes
volvieron.
Vi de nuevo a las santas mujeres, que habían acabado de preparar sus aromas
y se habían retirado a sus celdas. Sin embargo, no se acostaron para dormir;
sólo se reclinaron sobre los cobertores enrollados. Querían ir al sepulcro antes
de amanecer, porque temían a los enemigos de Jesús; pero la Virgen, llena de
nuevo valor desde que se le había aparecido su Hijo, las tranquilizó,
diciéndoles que podían descansar y sin temor ir al sepulcro, que no les
sucedería ningún mal. Entonces se permitieron un poco de reposo. Serían las
once de la noche cuando la Virgen, llevada de amor y por un deseo irresistible,
se levantó, se puso un manto pardo, y salió sola de la casa. Yo decía: «¿Como
dejaran a esta Santa Madre, tan acabada, tan afligida, ir sola entre tanto
peligro?» Fue a la casa de Caifás, al palacio de Pilatos, corrió todo el camino de
la cruz por las calles desiertas, parándose en los sitios donde el Salvador había
sufrido los mayores dolores o pésimos tratamientos. Parecía que buscaba un
objeto perdido; con frecuencia se prosternaba en el suelo, tocaba las piedras o
las besaba, como si hubiese habido sangre del Salvador. Estaba llena de amor
inefable, y todos los sitios santificados se le aparecían luminosos. Yo la
acompañé todo el camino, y sentí todo lo que Ella sintió, según la medida de
mis fuerzas.
Fue así hasta el Calvario, y conforme se iba acercando, se paró de pronto. Vi a
Jesús con su sagrado cuerpo aparecerse delante de la Virgen, precedido de un
ángel, teniendo a ambos lados a los dos ángeles del sepulcro, y seguido de
una multitud de almas libertadas. El cuerpo de Jesús estaba resplandeciente;
yo no veía en Él ningún movimiento; pero salió de Él una voz que anunció a su
Madre lo que había hecho en el limbo, y le dijo que iba a resucitar y a venir a
ella con su cuerpo transfigurado, que debía esperarle cerca de la piedra donde
se había caído en el Calvario.
La aparición se dirigió del lado de la ciudad, y la Virgen se fue a arrodillar al
sitio que le había sido designado. Podía ser media noche, porque la Virgen
había estado mucho tiempo en el camino de la cruz. Vi al Salvador con su
escolta celestial seguir el mismo camino: todo el suplicio de Jesús fue mostrado
a las almas con las menores circunstancias. Los ángeles recogían todas las
partes de su sustancia sagrada que le habían sido arrancadas del cuerpo.
Me pareció después que el cuerpo del Señor reposaba otra vez en el sepulcro,
y que los ángeles le restituían de un modo misterioso todo lo que los verdugos
y los instrumentos del suplicio le habían arrancado. Lo vi otra vez
resplandeciente en su mortaja, con los dos ángeles en adoración a la cabeza y
a los pies. No puedo expresar como sucedió todo eso, pues no lo alcanza
nuestra razón: ademas, lo que me parece claro e inteligible cuando lo veo, se
vuelve oscuro cuando quiero expresarlo con palabras.
Cuando el cielo comenzó a relucir al Oriente, vi a Magdalena, María, hija de
Cleofás, Juana Chusa y Salomé, salir del Cenáculo envueltas en sus mantos.
Llevaban aromas, y una de ellas una luz encendida, pero oculta debajo de sus
vestidos. Las vi dirigirse tímidamente hacia la puerta de José de Arimatea.

 

LXXIV
Resurrección del Señor
Vi como una gloria resplandeciente entre dos ángeles vestidos de guerreros:
era el alma de Jesús que, penetrando por la roca, vino a unirse con su cuerpo
Santísimo. Vi los miembros moverse, y el cuerpo del Señor, unido con su alma
y con su divinidad, salir de su mortaja, radiante de luz.
Me pareció que en el mismo instante una forma monstruosa salió de la tierra,
de debajo de la peña. Tenía cola de serpiente, cabeza de dragón, que
levantaba contra Jesús; me parece que además tenía cabeza humana. Vi en la
mano del Salvador resucitado una bandera flotante. Pisó la cabeza del dragón,
y pegó tres golpes en la cola con su palo: después el monstruo desapareció.
He visto con frecuencia esta visión en la Resurrección, y he visto una serpiente
igual, que parecía emboscada, en la concepción de Jesús. Me recordó la
serpiente del paraíso; todavía era mas horrorosa. Pienso que esto se refiere a
la profecía: «El Hijo de la Mujer quebrantara la cabeza de la serpiente». Todo
eso me parecía un símbolo de la victoria sobre la muerte; pues cuando vi al
Señor romper la cabeza del dragón, ya no vi el sepulcro.
Jesús, resplandeciente, se elevó por medio de la peña. La tierra tembló: un
ángel parecido a un guerrero se precipitó del cielo al sepulcro sobre ella. Los
soldados cayeron como muertos, y estaban tendidos en el suelo sin dar
señales de vida. Casio, viendo la luz brillar en el sepulcro, se acercó, toco los
lienzos solos, y se retiró con la intención de anunciar a Pilatos lo sucedido. Sin
embargo, esperó un poco, porque había sentido el terremoto, y había visto al
ángel echar la piedra a un lado y el sepulcro vacío, mas no había visto a Jesús.
En el momento en que el ángel entró en el sepulcro y la tierra tembló, el
Salvador resucitado se apareció a su madre en el Calvario. Estaba hermoso y
radiante. Su vestido, parecido a un manto, flotaba tras de Si, y parecía de un
blanco azulado, como el humo visto al sol. Sus heridas estaban
resplandecientes; se podía meter el dedo en las aberturas de las manos: salían
rayos de la palma de la mano a la punta de los dedos. Las almas de los
patriarcas se inclinaron ante la Madre de Jesús. El Salvador mostró sus heridas
a su Madre que se prosternó para besar sus pies; mas Él la levantó, y
desapareció. Se veían relucir faroles a lo lejos, cerca del sepulcro, y el
horizonte se esclarecía al Oriente encima de Jerusalén.

 

LXXV
Las santas mujeres en el sepulcro
Las santas mujeres estaban cerca de la pequeña puerta cuando nuestro Señor
resucitó; pero no vieron nada de los prodigios que habían sucedido en el
sepulcro. Tampoco sabían que habían puesto guardia, porque no estuvieron la
víspera, a causa del sábado. Se preguntaban entre sí con inquietud: «¿Quién
nos levantará la piedra de la entrada?» Querían echar agua de nardo y aceite
odorífero sobre el cuerpo de Jesús, con aromas y flores: querían ofrecer al
Señor lo más precioso que habían podido encontrar para honrar su sepultura.
La que había llevado más cosas era Salomé. No era la madre de Juan, sino
una mujer rica de Jerusalén, parienta de San José. Resolvieron poner sus
aromas sobre la piedra, y esperar que algún discípulo viniera a levantarla.
Los guardias estaban tendidos en el suelo como atacados de una apoplejía: la
piedra estaba echada a la derecha, de modo que se podía abrir la puerta sin
dificultad. Los lienzos que habían servido para envolver el cuerpo de Jesús
estaban sobre el sepulcro. La grande sábana estaba en su sitio, pero con los
aromas sólo: las vendas estaban sobre el borde anterior del sepulcro. Los
paños con que María había envuelto la cabeza de su Hijo, en el mismo sitio.
Vi a las santas mujeres acercarse al huerto: cuando vieron los faroles y los
soldados tendidos alrededor del sepulcro, tuvieron miedo, y se alejaron un
poco. Pero Magdalena, sin pensar en el peligro, entró precipitadamente en el
huerto, y Salomé la siguió a cierta distancia; las otras dos, menos resueltas, se
quedaron a la puerta. Magdalena, al acercarse a los guardias, tuvo miedo, y se
volvió con Salomé; y las dos juntas, pasando entre los soldados tendidos en el
suelo, entraron en la gruta del sepulcro. Vieron la piedra quitada; pero las
puertas estaban cerradas. Magdalena las abrió llena de emoción, y vio
apartados los lienzos. El sepulcro estaba resplandeciente, y un ángel estaba
sentado a la derecha sobre la piedra. No sé si Magdalena oyó las palabras del
ángel; mas salió perturbada del huerto, y corrió rápidamente adonde estaban
reunidos los discípulos. No sé tampoco si el ángel hablo a María Salomé, que
se había quedado a la entrada del sepulcro: la vi salir muy de prisa del huerto
detrás de Magdalena, y reunirse a las otras dos mujeres, anunciándoles lo que
había sucedido. Se llenaron de sobresalto y de alegría al mismo tiempo, y no
se atrevieron a entrar en el huerto. Casio, que había esperado un rato
alrededor, pensando quizás ver a Jesús, fue a contarlo todo a Pilatos. Al salir,
dijo a las santas mujeres todo lo que había visto, y las exhortó a que fueran a
asegurarse por sus propios ojos. Ellas se animaron, y entraron en el huerto.
Estando en la entrada del sepulcro, vieron dos ángeles vestidos de blanco con
trajes sacerdotales. Las mujeres se asustaron; y cubriéndose los ojos con las
manos, se prosternaron hasta el suelo. Pero un ángel les dijo que no tuvieran
miedo; que no buscaran al Crucificado, porque había resucitado y estaba lleno
de vida. Les enseñó el sitio vacío, les mando que dijeran a los discípulos lo que
habían visto y oído; añadiendo que Jesús les precedería en Galilea, y que
debían acordarse de sus palabras: «El Hijo del hombre sera entregado a las
manos de los pecadores; lo crucificarán, y resucitará al tercer día». Entonces
los ángeles desaparecieron. Las santas mujeres, temblando, pero llenas de
gozo, se volvieron hacia la ciudad: iban conmovidas; no se apresuraban, y se
paraban de cuando en cuando para mirar si veían al Señor o si Magdalena
volvía.
Mientras tanto, Magdalena llegó al Cenáculo; estaba como fuera de sí, y llamó
con fuerza a la puerta. Algunos discípulos estaban todavía acostados
durmiendo; otros se hallaban levantados. Pedro y Juan abrieron. Magdalena
les dijo desde afuera: «Han sacado al Señor del sepulcro; no sabemos adonde
le han puesto». Después de estas palabras, se volvió corriendo al huerto. Pedro
y Juan entraron en la casa, y dijeron algunas palabras a los otros discípulos;
después la siguieron corriendo: Juan más de prisa que Pedro. Magdalena entró
en el huerto, y se dirigió al sepulcro, conmovida de cansancio y de dolor.
Estaba cubierta de rocío; su manto habíase desprendido de la cabeza y de los
hombros, y sus largos cabellos se veían descubiertos y flotantes. Como estaba
sola, no se atrevió a bajar a la gruta, y se paro un instante a la entrada. Se
arrodilló para mirar dentro del sepulcro por entre las puertas, y al echar atrás
sus cabellos, que le caían sobre la cara, vio dos ángeles vestidos de blanco
sentados a las extremidades del sepulcro, y oyó la voz de uno de ellos que
decía: «Mujer, por qué lloras?» Ella gritó en medio de su dolor, pues no veía
más que una cosa, no tenía más que un pensamiento, a saber: que el cuerpo
de Jesús no estaba allí: «Se han llevado a mi Señor, y no sé a donde lo han
puesto». Después de estas palabras, viendo el sepulcro vacío, se salió, y se
puso a buscar acá y allá. Le pareció que iba a encontrar a Jesús: presentía
confusamente que estaba cerca de ella, y la aparición de los ángeles no podía
distraerla: diríase que no veía que eran ángeles, y no podía pensar más que en
Jesús. «¡Jesús no esta allí! ¿A dónde esta Jesús?» La vi errante de un lado a
otro como una persona extraviada en su camino. El cabello le caía por ambos
lados sobre la cara. Una vez tomó todo el pelo con las manos, y después lo
partió en dos, echándolo atrás. Entonces, mirando a su alrededor, vio a diez
pasos del sepulcro, al Oriente, en el sitio donde el huerto sube en dirección a la
ciudad, aparecer una figura vestida de blanco entre los arbustos, a la luz del
crepúsculo, y corriendo de ese lado, oyó estas palabras: «Mujer, ¿por qué
lloras?». Ella creyó que era el hortelano; y, en efecto, el que la hablaba tenía
una azada en la mano, y sobre la cabeza un sombrero ancho, que parecía
hecho de corteza de árbol. Yo había visto bajo esta forma al obrero de la
parábola que Jesús había contado a las santas mujeres en Betania poco antes
de su Pasión. No estaba resplandeciente de luz; pero se parecía a un hombre
vestido de blanco, visto a la luz del crepúsculo. A estas palabras: «¿A quién
buscas?» Ella respondió: «Si tu lo has tomado, dime donde está, y yo iré por Él».
Y en seguida se puso a mirar en derredor. Entonces Jesús le dijo con el timbre
habitual de su voz: «¡María!» Ella conoció el acento, y, olvidando la crucifixión,
muerte y sepultura, le dijo como otras veces: ¡Rabboni! (Maestro)». Se puso de
rodillas, y extendió los brazos a los pies de Jesús. Mas el Salvador,
deteniéndola, le dijo: «¡No me toques, pues aún no he subido hacia mi Padre!
Vete a decir a mis hermanos que subo hacia mi Padre y el suyo, hacia mi Dios
y el suyo». Y desapareció.

Supe por qué Jesús había dicho: «¡No me toques!»; pero no me acuerdo bien
distintamente. Yo pienso que hablo así a causa de la impetuosidad de
Magdalena, demasiado absorta en el pensamiento de que vivía de la misma
vida que antes, y creía que todo estaba como antes. En cuanto a las palabras
de Jesús: «Todavía no he subido hacia mi Padre», me fue explicado que no se
había presentado aún a su Padre después de su Resurrección, y que todavía
no le había dado gracias por su victoria sobre la muerte y por la obra cumplida
de la Redención. Fue lo mismo que decir que las primicias de la alegría
pertenecían a Dios; que ella debía primero volver en sí y dar gracias a Dios por
el cumplimiento del misterio de la Redención, pues había querido besar sus
pies como antes; no se acordó mas que de su amado, y olvidaba con la
violencia de su amor el milagro que tenía ante sus ojos. Magdalena, después
de la resurrección del Señor, se levantó de prisa, y, como si hubiese visto un
sueño, corrió otra vez al sepulcro. Vio sentados a los dos ángeles, que le
dijeron lo que habían dicho a las otras dos mujeres sobre la resurrección de
Jesús. Entonces, segura del milagro y de lo que había visto, busco a sus
compañeras, y las encontró en el camino que conduce al Gólgota. Ellas
andaban errantes, llenas de temor, esperando la vuelta de Magdalena, y con
vaga esperanza de encontrar a Jesús en alguna parte. Toda esta escena no
duró más que dos minutos. Podían ser las tres y media de la mañana cuando el
Señor se le apareció, y apenas salía del huerto cuando Juan entraba, y
después Pedro. Juan se paró a la entrada del sepulcro; miró por la puerta
entreabierta y vio el sepulcro vacío. Pedro llego entonces, y bajo a la gruta,
adonde vio los lienzos doblados, como se ha dicho. Juan lo siguió; y a esta
vista creyó en la Resurrección. Lo que Jesús les había dicho, lo que estaba en
las Escrituras, veíanlo claro: y hasta entonces no lo habían comprendido. Pedro
tomo los lienzos bajo su capa, y se volvieron corriendo.
Yo he visto el sepulcro con ellos y con Magdalena, y siempre he visto los dos
ángeles sentados a la cabeza y a los pies, como en todo el tiempo que Jesús
estuvo en el sepulcro. Me parece que Pedro no los vio. Mas tarde vi a Juan
decir a los discípulos de Emaús, que mirando desde arriba, había visto un
ángel. Quizás el espanto que le causo esta visión fue causa de que dejase a
Pedro pasar adelante, y quizás no habla de ello en el Evangelio por humildad,
por no decir que había visto más que Pedro.
Entonces vi a los guardias levantarse y recoger sus picas y sus faroles.
Estaban aterrados: salieron pronto del huerto, y llegaron presto a la puerta de
la ciudad. Mientras tanto Magdalena se juntó con las santas mujeres, y les
contó que había visto al Señor en el huerto, y después a los ángeles. Sus
compañeras le respondieron que ellas también habían visto a los ángeles.
Entonces Magdalena corrió a Jerusalén, y las mujeres se volvieron al huerto,
pensando, sin duda, encontrar a los dos apóstoles. Al acercarse, Jesús se les
apareció, vestido de blanco, y les dijo: «Yo os saludo». Ellas se echaron a sus
pies, mas Él les dijo algunas palabras, y parecía indicarles algo con la mano, y
desapareció. Entonces corrieron al Cenáculo, y contaron a los discípulos que
habían visto al Señor. Estos no querían creer ni a ellas ni a Magdalena, y
calificaron cuanto les decían de sueños de mujeres, hasta la vue~a de Pedro y
de Juan.

Al volverse Juan y Pedro, encontraron a Santiago el Menor y a Tadeo, que los
habían seguido, y estaban muy conmovidos, pues el Señor se les había
aparecido cerca del Cenáculo. Yo había visto a Jesús pasar delante de Pedro y
de Juan, y me parece que Pedro lo vio, pues me pareció haber sentido un
terror súbito. No sé si Juan lo conocería.

 

LXXVI
Relación de los guardias del sepulcro
Casio fue a ver a Pilatos una hora después de la Resurrección. El gobernador
romano estaba aún acostado, y mandó entrar a Casio. Le contó con grande
emoción todo lo que había visto: le habló de la conmoción de la peña, de la
piedra alzada por un ángel, y de los lienzos allí aislados en que Jesús fuera
envuelto; añadió que Jesús era ciertamente el Mesías, el Hijo de Dios, y que
había resucitado verdaderamente. Pilatos escuchó esta relación con terror
secreto; pero, sin demostrarlo, dijo a Casio: «Tú eres un supersticioso; has
hecho una necedad en ponerte cerca del sepulcro del Galileo; sus dioses se
han apoderado de ti, y te han hecho ver todas esas visiones fantásticas: te
aconsejo que no cuentes eso a los príncipes de los sacerdotes, porque podría
costarte caro». Hizo como si creyera que el cuerpo de Jesús había sido
escondido por los discípulos, y que los guardias contarían la cosa de otro
modo, sea por excusarse de su negligencia, o ya por haberse dejado engañar
con hechizos. Habiendo hablado así, Casio salió, y Pilatos fue a sacrificar a sus
dioses.
Presto vinieron cuatro soldados a hacer la misma relación a Pilatos; mas no se
explicó con ellos, y los mando a Caifás. Vi parte de la guardia en un gran patio
cerca del templo, donde se habían juntado muchos judíos ancianos. Después
de algunas deliberaciones, tomaron a los soldados uno por uno, y a fuerza de
dinero o de amenazas, los forzaron a que dijeran que los discípulos se habían
llevado el cuerpo de Jesús mientras dormían. Los soldados respondieron que
sus compañeros, que habían ido a casa de Pilatos, podrían desmentirlos, y los
fariseos les prometieron que lo compondrían todo con el gobernador. Mas
cuando los cuatro guardias llegaron, no quisieron negar lo que habían dicho en
casa de Pilatos. Se había extendido la voz de que José de Arimatea había
salido milagrosamente de la prisión: y como los fariseos daban a entender que
esos soldados habían sido sobornados para dejar llevar el cuerpo de Jesús,
éstos respondieron que ni ellos podían presentar su cuerpo, ni los guardias de
la prisión podían presentar a José de Arimatea. Perseveraron en lo que habían
dicho, y hablaron tan libremente del juicio inicuo de la antevíspera y del modo
como se había interrumpido la Pascua, que los pusieron en la cárcel. Los otros
esparcieron la voz de que los discípulos se habían llevado el cuerpo de Jesús,
y este embuste fue extendido por los fariseos, los saduceos y los herodianos, y
divulgado por todas las sinagogas, acompañándolo de injurias contra Jesús.
Sin embargo, la intriga no tuvo efecto generalmente, pues después de la
resurrección de Jesús, muchos justos de la ley antigua se aparecieron a
multitud de sus descendientes que eran capaces de recibir la gracia, y los
excitaron a que se convirtiesen a Jesús. Muchos discípulos, dispersados por el
país y atemorizados, vieron también apariciones semejantes, que los
consolaron y los confirmaron en la fe.
La aparición de los muertos que salieron de sus sepulcros después de la
muerte de Jesús, no se parecía en nada a la resurrección del Señor. Jesús
resucitó con su cuerpo renovado y glorificado, que no estaba sujeto a la
muerte, y con el cual subió al Cielo en presencia de sus amigos. Mas esos
cuerpos que habían salido del sepulcro eran cadáveres sin movimiento, dados
por vestido a las almas que de ellos se cubrieran, para volverlos a dejar en la
tierra hasta que resuciten, como nosotros todos, el día del juicio. Estaban
menos resucitados que Lázaro, que vivió realmente y murió por segunda vez.

 

LXXVII
Fin de estas meditaciones para la Cuaresma
El domingo siguiente, si no me equivoco, vi a los judíos lavar y purificar el
templo. Ofrecieron sacrificios expiatorios, sacaron los escombros, y tapando las
señales del terremoto con tablas y alfombras, continuaron las ceremonias de la
Pascua, que no se habían podido acabar el mismo día. Declararon que la fiesta
se había interrumpido por la asistencia de los impuros al sacrificio, y aplicaron,
no sé como, a lo que había pasado, una visión de Ezequiel sobre la
resurrección de los muertos. Ademas, amenazaron con penas graves a los que
hablaran o murmuraran; sin embargo, no calmaron sino a aquella parte del
pueblo más ignorante y más inmoral: los mejores se convirtieron primero con
sigilo, y después de Pentecostés abiertamente. Los príncipes de los sacerdotes
perdieron una gran parte de su osadía al ver la rápida propagación de la
doctrina de Jesús. En el tiempo del diaconado de San Esteban, Ofel y la parte
oriental de Sión no podían contener a la comunidad cristiana, y tuvo que ocupar
el espacio que se extiende desde la ciudad hasta Betania.
Vi a Anás como poseído del demonio; lo encerraron, y no volvió a aparecer.
Caifás estaba como loco furioso: ¡tal era la violencia de la ira secreta que lo
devoraba!
El jueves, después de Pascua, Ana Catalina dijo:
Hoy he visto a Pilatos hacer buscar inútilmente a su mujer. Estaba escondida
en casa de Lázaro, en Jerusalén. No podían adivinarlo, pues ninguna mujer
habitaba en aquella casa. Esteban, que no era conocido por discípulo, le
llevaba la comida y las noticias de fuera. Esteban era primo de Pablo: ambos,
hijos de dos hermanos.
(*) Aquí concluye la Época Undécima, con la DOLOROSA PASIÓN DE
NUESTRO SEÑOR JESUCRISTO, cuya relación duró desde el 18 de Febrero
hasta e1 6 de Abril de 1823.