De la Natividad de la Virgen a la muerte del patriarca San José – Sección 3

X
Cuadros de la Inmaculada Concepción
Vi salir de la tierra una hermosa columna como el tallo de una flor. A
semejanza del cáliz de una flor o la cabeza de la amapola que surgen
de un pedúnculo, así salía de la columna una iglesia octogonal, resplandeciente,
que permaneció firme sobre la columna. Esta subía hasta el centro de
la iglesia como un pequeño árbol, cuyas ramas, divididas con regularidad,
llevaban las figuras de la familia de la Santísima Virgen, las cuales, en esta
representación de la fiesta, eran objeto de veneración particular. Estaban
como sobre los estambres de una flor. Santa Ana estaba colocada entre Joaquín
y otro, quizás su padre. Debajo del pecho de Santa Ana vi una cavidad
luminosa, como un cáliz y en ella la figura de un niño resplandeciente que
se desarrollaba y crecía. Sus manecitas estaban cruzadas sobre el pecho; de
su cabecita inclinada partían infinidad de rayos que se dirigían hacia una
parte del mundo. Me parece que no era en todas direcciones. Sobre otras
ramas circundantes había varias figuras vueltas hacia el centro en actitud
respetuosa. En la iglesia vi un número infinito de santos en fila, rodeándola
o formando coros, que se inclinaban, a rezar, hacia la Santa Madre. Se exteriori-
zaba el fervor más dulce y notábase una íntima unión en esta fiesta, que
sólo podría compararse a la de un cantero de flores muy variadas, que agitadas
por el aura suave girasen hacia el sol, como para ofrecer sus fragancias y
sus colores al astro del cual recibían sus propios dones y su propia vida. Por
encima de este cuadro simbólico de la festividad de la Inmaculada Concepción,
se alzó el pequeño árbol luminoso con un nuevo vástago en la extremidad,
y en esta segunda corona de ramas pude contemplar la celebración
de una segunda etapa de la fiesta. Aquí María y José estaban hincados de
rodillas y algo más abajo, delante de ellos, Santa Ana. Todos adoraban al
Niño Jesús, sentado, con el globo del reino en la mano, en lo más alto del
tallo, rodeado de un resplandor maravilloso. En torno de este cuadro veíanse
a corta distancia varios coros: los de los Reyes Magos, de los pastores, de
los apóstoles y discípulos, mientras otros santos formaban círculos algo más
alejados del centro. Observé en las alturas algunas formas más difusas: los
coros celestiales. Más alto aún, el brillo como de un medio sol penetraba
atravesando la cúpula de la iglesia. Parecía indicar este segundo cuadro la
proximidad de la fiesta de la Natividad que sigue a la Inmaculada Concepción.
Cuando apareció el primer cuadro me pareció hallarme fuera de la iglesia,
bajo la columna, en un país circundante; después me encontré dentro de ella.
Vi a la pequeña María creciendo en el espacio luminoso, debajo del corazón
de Santa Ana. Me sentía penetrada de la íntima convicción de la ausencia
absoluta de toda mancha original en la concepción de María. Leí esto con
toda claridad como se lee un libro y lo comprendí entonces perfectamente.
Me fue dicho que en otros tiempos hubo en este lugar una iglesia levantada
en memoria de esta gracia inestimable otorgada por Dios; pero que fue entregada
a la destrucción a causa precisamente de las muchas disputas y escándalos
que se suscitaron a raíz de las controversias acerca de la Inmaculada
Concepción de María. Entendí también estas palabras: «En cada visión
permanece un misterio hasta que se haya realizado».
La Iglesia triunfante sigue celebrando allí mismo la fiesta de la Inmaculada
Concepción.

XI
Misterios de la vida de María
A menudo oí a María contar a algunas mujeres de su confianza, Juana
Chusa y Susana de Jerusalén, diferentes misterios relativos a Nuestro
Señor y a ella misma, que sabía por iluminación interior del cielo o por lo
que le había narrado Santa Ana. Le oí decir a Susana y a Marta que durante
el tiempo que llevaba a Jesús en su seno jamás había sentido el más pequeño
sufrimiento, sino un continuo regocijo y felicidad indecible. Contaba que
Joaquín y Ana se habían encontrado bajo la Puerta Dorada en una hora también
dorada; que en aquel sitio habían recibido la plenitud de la gracia divina
en virtud de la cual ella sola había recibido la existencia en el seno de su
madre por efecto de la santa obediencia y del puro amor de Dios, sin mezcla
de impureza alguna. Les hacía comprender también que, sin el pecado original,
la concepción de todos los hombres hubiera sido igualmente pura.
Vi en seguida de nuevo todo lo relacionado con la gracia acordada a los padres
de María, desde la aparición del ángel hasta su encuentro bajo la Puerta
Dorada. Bajo ella he visto a Joaquín y a Ana rodeados de una multitud de
ángeles que resplandecían con luz celestial. También ellos eran luminosos y
puros, casi como espíritus. Hallábanse en el estado sobrenatural en que ninguna
pareja humana se hubo hallado antes. Creo que era bajo la Puerta Dorada
donde tenían lugar las pruebas y ceremonias de la absolución para las
mujeres acusadas de adulterio, así como otras expiaciones. Debajo del templo
había cinco pasajes subterráneos de esa clase y existía además otro bajo
el lugar donde habitaban las vírgenes. Estos pasajes servían para ciertas expiaciones.
Ignoro si otras personas pasaron por este camino antes que Joaquín
y Ana; pero fue este un caso muy raro. No recuerdo si lo usaban para
los sacrificios que se ofiecían por las personas estériles: pero sé que en esta
circunstancia les fue ordenado a los sacerdotes disponer las cosas en la forma
sucedida.

XII
Víspera del nacimiento de María

¡Qué alegría tan grande hay en toda la naturaleza!. .. Oigo cantar a los
pajaritos, veo a los corderitos y cabritos saltar de alegría, y a las palomas
rondar en bandadas de un lado a otro con inusitado alborozo, allí
donde estuvo antes la casa de Ana. Ahora no existe nada: el lugar es todo
desierto. Tuve una visión de peregrinos de muy antiguos tiempos que, recogidos
sus vestidos, con turbantes en las cabezas y largos bastones de viaje,
atravesaban esta comarca para dirigirse al monte Carmelo. Ellos también
notaron esta alegría extraordinaria de la naturaleza. Cuando manifestaron su
extrañeza y preguntaron a las personas con las cuales se hospedaron, la razón
de tal suceso, les respondieron que tales contentos y manifestaciones de
alegría se notan todas las vísperas, desde el nacimiento de María y que allí
había estado la casa de Ana. Hablaron entonces de un varón santo, de tiempos
antiguos, que había observado esta renovación de la naturaleza, que fue
la causa de que se celebrase entonces la fiesta del nacimiento de María en la
Iglesia Católica.
Doscientos cincuenta años después del tránsito de María al cielo vi a un piadoso
peregrino atravesar la Tierra Santa y visitar y anotar todos los lugares
por donde había estado Jesús en su peregrinación sobre la tierra, para venerados
y recordarlos. Este hombre gozó de una inspiración sobrenatural que
le guiaba. En algunos lugares se detenía varios días, probando especial dulzura
y contento, y recibía revelaciones mientras estaba en oración y meditación
piadosas. Había tenido siempre la impresión de que del 7 al 8 de septiembre
había una grande alegría en la naturaleza en Tierra Santa y oía en
ese tiempo armoniosos cantos de pájaros. Finalmente obtuvo, después de
mucho pedir en oración, la revelación de que esa era la fecha del nacimiento
de María. Tuvo esta revelación en el camino al monte Sinaí y el aviso de
que allí había una capilla murada dedicada a María, en una gruta del profeta
Elías. Se le dijo que debía decir estas cosas a los solitarios que habitaban en
las faldas del monte Sinaí, adonde le he visto llegar. Donde ahora están los
monjes, había ya ermitaños que vivían aislados: el lugar era entonces tan
agreste del lado del valle, como ahora, necesitándose un aparato para poder
subir. Observé que, según sus indicaciones, se celebró allí la festividad del
nacimiento de María el 8 de septiembre del año 250 y que luego pasó esta
fiesta a la Iglesia universal. Vi también que los ermitaños, juntos con el peregrino,
escudriñaron la gruta de Elías buscando la capilla murada de María.
No era cosa fácil encontrarla, pues había muchas grutas de antiguos ermitaños
y de los esenios, entre jardines y huertas agrestes, donde aún crecían
hermosas frutas. El vidente dijo que trajeran a un judío, y la gruta de la cual
el judío fuera arrojado afuera, sería la señal de que ésa era la de Elías. Le fue
dicho esto en una revelación. Tuvo luego la visión de cómo buscaron a un
viejo judío y lo llevaron a la gruta del monte, y como éste era siempre arrojado
afuera de una gruta, que tenía una puerta angosta amurallada, a pesar
de que él se esforzaba por entrar. Por este prodigio reconocieron la gruta de
Elías, dentro de la cual encontraron una segunda cueva amurallada, que
había sido la capilla donde el profeta había orado a la futura Madre del Salvador.
Allí dentro hallaron huesos sagrados de profetas y de antiguos padres,
como también biombos tejidos y utensilios que habían servido antiguamente
para el servicio divino. El lugar donde estuvo la zarza se llama,
según el lenguaje de la región, «Sombra de Dios», y es visitado por los peregri-
nos, que se descansan antes. La capilla de Elías estaba hecha con hermosas
piedras de colores y floreadas. Hay en las cercanías una montaña de
arena rojiza, en la falda de la cual se cosechan hermosas frutas.

XIII
Oraciones para la fiesta de la Natividad de Maria
Vi muchas cosas relacionadas con Santa Brígida y tuve conocimiento
de varias comunicaciones hechas a esta santa sobre la Concepción
Inmaculada y la Natividad de María. Recuerdo que la Virgen Santísima le
dijo que cuando las mujeres embarazadas santifican la víspera del día de su
Nacimiento, ayunando y recitando con devoción nueve veces el Ave María,
en honor de los nueve meses que ella había pasado en el seno de su madre, y
cuando renuevan con frecuencia este ejercicio de piedad en el curso de su
preñez y la víspera de su alumbramiento, acercándose con piedad a los sacramentos,
lleva ella esas oraciones ante Dios y les obtiene un parto feliz,
aunque las condiciones se presenten dificiles.
En cuanto a mí, se me acercó la Virgen y me dijo, entre otras cosas, que
quien en el día de hoy, por la tarde, recite con devoción nueve veces el Ave
María en honor de su permanencia de nueve meses en el seno de su madre y
de su nacimiento, y continúe durante nueve días este ejercicio de piedad, da
a los ángeles cada día nueve flores destinadas a formar un ramillete que ella
recibe en el cielo y presenta a la Santísima Trinidad, con el fin de obtener
una gracia para la persona que ha dicho esas mismas oraciones. Más tarde
me sentí transportada a la altura, entre el cielo y la tierra. Debajo estaba la
tierra, oscura y esfumada. En el cielo, entre los coros de los ángeles y santos,
vi a la Santísima Virgen ante el trono de Dios. Pude ver construir, para
ella, con las oraciones y las devociones de los fieles del mundo dos puertas
o tronos de honor que crecían hasta formar iglesias, palacios y ciudades enteras.
Me admiró que estos edificios estuvieran hechos totalmente de plantas,
flores y guirnaldas, expresando, las diversas especies, la naturaleza y el
mérito de las oraciones, dichas por los individuos o por las comunidades. Vi
que para conducirlo hasta el cielo los ángeles y santos tomaban todo esto de
entre las manos de quienes decían tales oraciones.

XIV
Nacimiento de Maria Santísima
Con varios días de anticipación había anunciado Ana a Joaquín que se
acercaba su alumbramiento. Con este motivo envió ella mensajeros a
Séforis, a su hermana menor Marta; al valle de de Zabulón, a la viuda Enue,
hermana de Isabel; y a Betsaida, a su sobrina María Salomé, llamándolas a
su lado. Vi a Joaquín, la víspera del alumbramiento de Ana, que enviaba
numerosos siervos a los prados donde estaban sus rebaños, yendo él mismo
al más cercano. Entre las nuevas criadas de Ana, sólo guardó en su casa a
aquéllas cuyo servicio era necesario. Vi a María Heli, la hija mayor de Ana,
ocupándose en los quehaceres domésticos. Tenía entonces unos diez y nueve
años, y habiéndose casado con Cleofás, jefe de los pastores de Joaquín,
era madre de una niñita llamada María de Cleofás, de más o menos cuatro
años en aquel momento. Joaquín oró, eligió sus más hermosos corderos, cabritos
y bueyes y los envió al templo como sacrificio de acción de gracias.
No volvió a casa hasta el anochecer.
Por la noche vi llegar a casa de Ana a sus tres parientas. La visitaron en su
habitación situada detrás del hogar, y la besaron. Después de haberles anunciado
la proximidad de su alumbramiento, Ana, poniéndose de pie, entonó
con ellas un cántico concebido más o menos en estos términos: «Alabad a
Dios, el Sefior, que ha tenido piedad de su pueblo, que ha cumplido la promesa
hecha a Adán en el paraíso, cuando le dijo que la simiente de la mujer
aplastaría la cabeza de la serpiente… «. No me es posible repetir todo con
exactitud. Se encontraba Ana en éxtasis, enumerando en su cántico todas las
imágenes que figuraban a María. Decía: «El germen dado por Dios a Abraham
ha llegado a su madurez en mi misma». Hablaba luego de Isaac, prometido
de Sara, y agregaba: «El florecimiento de la vara de Aarón se ha cumplido
en mi». La he visto penetrada de luz en medio de su aposento, lleno de
resplandores, donde aparecía también, en lo alto, la escala de Jacob. Las
mujeres, llenas de asombro y de júbilo, estaban como arrobadas, y creo que
vieron la aparición. Después de la oración de bienvenida se sirvió a las mujeres
una pequeña comida de frutas y agua mezclada con bálsamo. Comieron
y bebieron de pie, y fueron a dormir algunas horas para reposar del viaje.
Ana permaneció levantada, y oró. Hacia la media noche, despertó a sus
parientas para orar juntas, siguiéndola éstas detrás de una cortina cerca del
lecho. Ana abrió las puertas de una alacena embutida en el muro, donde se
hallaban varias reliquias dentro de una caja. Vi luces encendidas a cada lado;
pero no sé si eran lámparas. Al pie de este pequeño altar había un escabel
tapizado. El relicario contenía algunos cabellos de Sara, a quien Ana
profesaba veneración; huesos de José, que Moisés había traído de Egipto;
algo de Tobías, quizás un trozo de vestido, y el pequeño vaso brillante en
forma de pera donde había bebido Abraham al recibir la bendición del ángel
y que Joaquín había recibido junto con la bendición. Ahora sé que esta bendición
constaba de pan y vino y era como un alimento sacramental. Ana se
arrodilló delante de la alacena. A cada lado de ella estaba una de las dos mujeres,
y la tercera, detrás. Recitó un cántico: creo que se trataba de la zarza
ardiente de Moisés. Vi entonces un resplandor celestial que llenó la habitación,
y que, moviéndose, condensábase en tomo de Ana. Las mujeres cayeron
como desvanecidas con el rostro pegado al suelo. La luz en tomo de
Ana tomó la forma de zarza que ardía junto a Moisés, sobre el monte Horeb,
y ya no me fue posible contemplarla. La llama se proyectaba hacia el interior:
de pronto vi que Ana recibía en sus brazos a la pequeña María, luminosa,
que envolvió en su manto, apretó contra su pecho y colocó sobre el escabel
delante del relicario. Prosiguió luego sus oraciones. Oí entonces que la
niña lloraba. Vi que Ana sacaba unos lienzos debajo del gran velo que la
cubría, y fajándola, dejaba la cabeza, el pecho y los brazos descubiertos. La
aparición de la zarza ardiendo desapareció.
Levantáronse entonces las mujeres y en medio de la mayor admiración recibieron
en brazos a la criatura recién nacida, derramando lágrimas de alegría.
Entonaron todas juntas un cántico de acción de gracias, y Ana alzó a la niña
en el aire como para ofrecerla. Vi entonces que la habitación se volvió a llenar
de luces y oí a los ángeles que cantaban Gloria y Aleluya. Pude escuchar
todo lo que decían: supe que, según lo anunciaban, veinte días más tarde la
niña recibiría el nombre de María. Entró Ana en su alcoba y se acostó. Las
mujeres tomaron a la niña, la despojaron de la faja, la lavaron y, fajándola
de nuevo, la llevaron en seguida junto a su madre, cuyo lecho estaba dispuesto
de tal manera que se podía fijar contra él una pequeña canasta calada,
donde tenía la niña un sitio separado al lado de su madre. Las mujeres llamaron
entonces a Joaquín, el cual se acercó al lecho de Ana, y arrodillándose,
derramó abundantes lágrimas de alegría sobre la niña. La alzó en sus
brazos y entonó un cántico de alabanzas, como Zacarías en el nacimiento
del Bautista. Habló en el cántico del santo germen, que colocado por Dios
en Abraham se había perpetuado en el pueblo de Dios y en la Alianza, cuyo
sello era la circuncisión y que con esta niña llegaba a su más alto florecimiento.
Oí decir en el cántico que aquellas palabras del profeta: «Un vástago
brotará de la raíz de Jessé», cumplíase en este momento perfectamente. Dijo
también, con mucho fervor y humildad, que después de esto moriría contento.
Noté que María Heli, la hija mayor de Ana, llegó bastante tarde para ver
a la niña. A pesar de ser madre ella misma, desde varios años atrás, no había
asistido al nacimiento de María quizás porque, según las leyes judías, una
hija no debía hallarse el lado de su madre en tales circunstancias. Al día siguiente
vi a los servidores, a las criadas y a mucha gente del país reunidos
en tomo de la casa. Se les hacía entrar sucesivamente, y la niña María fue
mostrada a todos por las mujeres que la atendían. Otros vecinos acudían
porque durante la noche había aparecido una luz encima de la casa, y porque
el alumbramiento de Ana, después de tantos años de esterilidad, era considerado
como una especial gracia del cielo.

XV
El nacimiento de María en el Cielo, en el Limbo y en la naturaleza
En el instante en que la pequeña María se hallaba en los brazos de Santa
Ana, la vi en el cielo presentada ante la Santísima Trinidad y saludada
con júbilo por todos los coros celestiales. Entendí que le fueron manifestados
de modo sobrenatural todas sus alegrías, sus dolores y su futuro destino.
María recibió el conocimiento de los más profundos misterios, guardando,
sin embargo, su inocencia y candor de niña. Nosotros no podemos comprender
la ciencia que le fue dada, porque la nuestra tiene su origen en el
árbol fatal del Paraíso terrenal. Ella conoció todo esto como el niño conoce
el seno de la madre donde debe buscar su alimento. Cuando terminó la contemplación
en la cual vi a la niña María en el cielo, instruida por la gracia
divina, por primera vez pude verla llorar. Vi anunciado el nacimiento de
María en el Limbo a los santos Patriarcas en el mismo momento penetrados
de alegría inexplicable, porque se había cumplido la promesa hecha en el
Paraíso. Supe también que hubo un progreso en el estado de gracia de los
Patriarcas: su morada se hacía más clara, más amplia y adquirían mayor influencia
sobre las cosas que acontecían en el mundo. Era como si todos sus
trabajos, todas sus penitencias de su vida, todos sus combates, sus oraciones
y sus ansias hubiesen llegado, por decirlo así, a su completa madurez produciendo
frutos de paz y de gracia.
Observé un gran movimiento de alegría en toda la naturaleza al nacimiento
de María; en los animales, y en el corazón de los hombres de bien; y oí armoniosos
cantos por doquiera. Los pecadores se sintieron como angustiados
y experimentaron pena y aflicción. Vi que en Nazaret y en las regiones de la
Tierra Prometida varios poseídos del demonio se agitaban en medio de convulsiones
violentas. Corrían de un lado a otro con grandes clamores; los
demonios bramaban por boca de ellos clamando: «¡Hay que salir!. .. ¡Hay
que salir! … «.
He visto en Jerusalén al piadoso sacerdote Simeón, que habitaba cerca del
templo, en el momento del nacimiento de María, sobresaltado por los clamores
desaforados de locos y posesos, encerrados en un edificio contiguo a
la montaña del templo, sobre el cual tenía Simeón derechos de vigilancia.
Lo vi dirigirse a media noche a la plaza, delante de la casa de los posesos.
Un hombre que allí habitaba le preguntó la causa de aquellos gritos, que interrumpían
el sueño de todo el mundo. Uno de los posesos clamó con más
fuerza para que lo dejaran salir. Abrió Simeón la puerta y el poseso gritó,
precipitándose afuera, por boca de Satanás: «Hay que salir … Debemos salir…
Ha nacido una Virgen … ¡Son tantos los ángeles que nos atormentan
sobre la tierra, que debemos partir, pues ya no podemos poseer un solo
hombre más … !». Vi a Simeón orando con mucho fervor. El desgraciado
poseso fue arrojado violentamente sobre la plaza, de un lado a otro; y vi que
el demonio salía por fin de su boca. Quedé muy contenta de haber visto al
anciano Simeón. Vi también a la profetisa Ana y a Noemí, hermana de la
madre de Lázaro, que habitaba en el templo y fue más tarde la maestra de la
niña María. Fueron despertadas y se enteraron, por medio de visiones, de
que había nacido una criatura de predilección. Se reunieron y se comunicaron
unas a otras las cosas que acababan de saber. Creo que ellas conocían ya
a Santa Ana.