Desde el fin de la primera Pascua hasta la prisión de San Juan Bautista – Sección 11

LII
Jesús visita la escuela de Rebeca
Cuando Jesús entró en la escuela estaban las jóvenes haciendo un
cálculo sobre la venida del Mesías y todas llegaron con sus cuentas a
determinar el tiempo presente. La entrada de Jesús produjo una impresión
extraordinaria. Jesús enseñó sobre esto mismo y explicó todo claramente. El
Mesías estaba allí y no era reconocido. Habló del Mesías desconocido y del
cumplimiento de las señales que deben hacerlo reconocer. De las palabras:
«Una Virgen dará a luz un Hijo», habló Jesús en términos oscuros: esto les
era difícil comprenderlo ahora. Les dijo que debían considerarse dichosas de
vivir en este momento tan deseado por los patriarcas y los profetas, que no
lo alcanzaron. Habló de las persecuciones y de los sufrimientos del Mesías,
les explicó varios pasajes y les dijo que pusieran atención a lo que había de
suceder en la próxima fiesta de los Tabernáculos, en Jericó. Habló de
prodigios y de un ciego que había de sanar. Les hizo un cálculo del tiempo
del Mesías, habló de Juan y de su bautismo, y preguntó si ellas deseaban
también el bautismo. Les enseñó la parábola de la dracma perdida.
Estas niñas estaban sentadas en la escuela con las piernas cruzadas, a veces
con una rodilla levantada; cada una tenía un banquillo al lado que formaba
un ángulo; de un lado se apoyaban lateralmente y sobre la parte más ancha
ponían sus rollos cuando escribían; a menudo estaban de pie para escuchar
las lecciones. Había en la misma casa una escuela de niños; era una especie
de asilo, una fundación para educar niños huérfanos o niños judíos
rescatados de la esclavitud, que habían crecido lejos de toda enseñanza
judaica. Tenían parte en la enseñanza fariseos y saduceos, y eran recibidas
también niñas pequeñas que eran instruidas por otras mayores.
Cuando entró Jesús en la escuela de los niños, estaban éstos ocupados en
calcular algo sobre la historia de Job y no acababan de salir del paso. Jesús
les explicó lo que no entendían y les puso en la pizarra algunos signos para
aclararlo. Les explicó también algo que trataba de una medida de dos horas
de camino o de tiempo, que ahora no recuerdo, y les habló mucho a los
niños del libro de Job, que era desechado por algunos rabinos como
verdadera historia, porque los edomitas, de cuyo país era Herodes, se
burlaban de los judíos por ser crédulos de la historia de un hombre del país
de Edom, donde nadie lo conocía. Decían que lo de Job sólo era una fábula
o parábola para entretener a los israelitas en el desierto. Jesús explicó a los
niños la historia de Job, cómo sucedió en realidad, y lo explicó al modo de
los profetas y maestros de la niñez, como si viera todo ante sus ojos, como si
fuese su propia historia, como si hubiese Él visto y oído todo, o como si Job
mismo le hubiese contado a Él su historia. Parecíales a los niños que Él
había vivido con Job, o que era un ángel de Dios o el mismo Dios. Y esto no
les extrañaba a aquellos niños: sentían por momentos que era un Profeta, y
sabían algo de Melquisedec de quien nadie sabía lo que era en realidad. Les
habló, en una parábola, del significado de la sal y del hijo pródigo.
Mientras tanto habían llegado los fariseos, los cuales se irritaron porque
Jesús se aplicaba a Sí mismo muchas cosas que decía del Mesías. Por la
tarde anduvo Jesús con esos levitas y con los niños delante de la ciudad. Las
niñas pequeñas, guiadas por las mayores, venían detrás. Algunas veces se
detenía Jesús hasta que llegaran las niñas, mientras los niños caminaban
delante. Les enseñaba, haciendo comparaciones con las cosas que veían en
la naturaleza. De todas las circunstancias sacaba lección: de la vista de los
árboles, de los frutos, de las flores, de las abejas, de los pájaros, del sol, de
la tierra, del agua, del ganado y del trabajo del campo. Les habló
maravillosamente de Jacob y del pozo que cavó en este lugar; y cómo ahora
venía a ellos (a los niños) el agua viva; y lo que significa cegar el pozo,
taparlo con basura, como hacían los enemigos de Abraham y de Jacob, y
aplicó esto a los que intentan desacreditar los prodigios y las enseñanzas de
los profetas, como hacen los fariseos.

LIII
Jesús va de Abelmehola a Bezech
Cuando Jesús a la mañana siguiente volvió a la sinagoga, estaban todos
los fariseos y saduceos presentes con mucho pueblo. Jesús abrió los
rollos y explicó a los profetas. Los fariseos disputaron con Jesús
obstinadamente, pero Él los avergonzó a todos. Se había introducido en la
sinagoga un hombre con el brazo y las manos baldadas; había deseado tanto
tiempo poder acercarse y ahora esperaba que Jesús al salir lo viera junto a la
puerta de la sinagoga. Algunos fariseos se irritaron contra él y le mandaron
se apartase, y como él se resistiese. intentaron sacarlo a empujones. Él se
plantó lo mejor que pudo en la puerta y miraba con aire de piedad a Jesús,
bastante distante, por la mucha gente, en un sitial alto. Jesús se volvió al
enfermo y le dijo: «¿Qué pides de Mi?» Habló entonces el enfermo: «Señor,
te pido que me sanes, porque sé que lo puedes, con tal que lo quieras». Jesús
le dijo: «Tu fe te ha salvado; extiende tu mano sobre el pueblo». Y en el
mismo momento le vino salud al hombre desde distancia. Extendió sus
manos a lo alto y clamó, alabando a Dios. Jesús le dijo: «Vete a tu casa y no
hagas tumulto». El hombre contestó: «Señor, ¿cómo podré ocultar un favor
tan grande que he recibido?» Salió fuera y publicó por todas partes el
prodigio. Acudieron entonces muchos enfermos delante de la sinagoga, y
Jesús, al pasar, los sanó. Después de esto estuvo con los fariseos en una
comida, porque a pesar de su irritación y de su rabia interna, lo trataron con
cortesía exteriormente, para tener ocasión de espiar mejor sus palabras y sus
hechos. Por la tarde lo vi todavía sanando enfermos.
Durante la mañana estuvo Jesús en la escuela de los niños. Por último lo vi
rodeado de las más pequeñas, que estaban juntitas a Él, tocando sus
vestidos y tomándole de las manos. Jesús se mostró muy cariñoso con ellas
y las exhortó a ser obedientes y a temer a Dios. Las mayores estaban detrás
de las pequeñas. Los discípulos, a distancia, estaban extrañados y deseaban
que se retirase de ellas. Ellos pensaban, al modo de los judíos, que tal
familiaridad no era conveniente para un profeta, y que podría dar que
hablar. Jesús desestimó sus vanos temores, y después que hubo exhortado a
todos los niños, animado a los más crecidos y fortalecido a los maestros,
mandó a uno de sus discípulos que hiciera a cada niña un regalito.
Recibieron monedas unidas una con otra, creo que un par de dracmas.
Luego bendijo a todas las niñas, abandonó con sus discípulos el lugar y se
encaminó al Este, en dirección del Jordán.
En el camino enseñó a grupos de labradores y pastores, y llegaron a eso de
las cuatro de la tarde frente a Bezech, que está como a dos horas al Este de
Abelmehola, en dirección al Jordán. Hay allí dos lugares a ambos lados del
río. La comarca es montañosa y quebrada y las casas están desparramadas.
Bezech está formada más bien por dos poblaciones. Los habitantes viven
como aislados y no tienen mucho comercio; la mayor parte son labradores
que trabajan en un terreno pedregoso con mucha fatiga y se ocupan de
fabricar instrumentos de labranza, que llevan al mercado, y hacen toscas
mantas y telas para tiendas de campaña. Como a hora y media de allí hace el
Jordán una vuelta hacia el Oeste, como si quisiese correr hacia el Huerto de
los Olivos; pero da luego media vuelta y forma así una península en la
ribera Oriental, sobre la cual hay una hilera de casas. Cuando vino Jesús de
Galilea a Abelmehola tuvo que pasar un río; ahora desde Bezech hasta
Ainón podrá haber cuatro horas de camino al otro lado del río. Delante de la
ciudad, Jesús entró en un albergue, el primero de los que las mujeres de
Betania habían destinado para Jesús y sus discípulos cuando andaba por
esos contornos. Estaba al cuidado del albergue un hombre piadoso y bien
intencionado, el cual salió al encuentro de los viajeros, les lavó los pies y les
sirvió alimento. Jesús entró en la ciudad donde los jefes de la escuela le
recibieron en la calle y entró en las casas de algunos enfermos, dándoles la
salud. Se han reunido como unos treinta discípulos en torno de Jesús. Con
Lázaro han venido varios discípulos de Jerusalén y de los alrededores y
otros de Juan. Algunos venían ahora de Macherus, con un mensaje de Juan
para Jesús. Juan le pedía que dijese claramente que era el Mesías y se
presentase públicamente. Entre los mensajeros estaba un hijo del viudo
Cleofás. Entiendo decir Cleofás de Emaús, pariente del otro Cleofás, marido
de la sobrina de María Santísima, y que por eso se llama María Cleofás.
Otro de estos discípulos era José Barsabas pariente de Zacarías de Hebrón.
Sus padres habían vivido primeramente en Nazaret y ahora en Cana. Entre
estos discípulos de Juan acuden otros a mi memoria. Los hijos de María
Helí, la hermana mayor de María Santísima, eran discípulos de Juan: habían
nacido tan después de su hermana María Cleofás, que apenas eran mayores
que los hijos de ésta. Éstos fueron discípulos de Juan y le siguieron hasta la
muerte del Bautista; luego se pasaron a Jesús. Los esposos que cuidaban el
albergue de Bezech eran piadosos y vivían, según voto que habían hecho, en
continencia, aunque no eran esenios. Eran parientes lejanos con la Sagrada
Familia.
Jesús habló varias veces a solas con estas personas. Todos los discípulos
presentes comieron y durmieron en este albergue. Había allí, dispuestos por
Lázaro y las mujeres de Betania, utensilios de cocina, mantas, alfombras,
camillas, tabiques de separación, suelas, vestidos. Marta tenía, en una casa
junto al desierto de Jericó, todo lo necesario para estos albergues. Había allí
viudas pobres y algunas arrepentidas que trabajan en eso y se mantenían
ellas mismas. Todo esto se hacía en silencio, sin llamar la atención. Pero no
era poco trabajo tener todo lo necesrio para tantas personas y vigilar
continuamente estos lugares, enviar mensajeros o ir personalmente para
ordenar y proveer. Jesús hizo un gran sermón a la mañana sobre una
colinita, en un lugar donde los habitantes habían dispuesto un sillón para
Jesús. Se habían reunido muchas personas para oír a Jesús, entre ellas unos
diez fariseos de los alrededores para espiarlo.
Enseñó, con gran mansedumbre y amor hacia el pueblo, que era de buena
índole y que por haber oído a Juan y haber sido bautizado por él, ya estaba
convertido y mejorado. Los exhortó a permanecer contentos en su estado de
pequeñez, a ser compasivos y trabajadores. Habló del tiempo de la gracia,
del reino, del Mesías y más claramente de su misma Persona. Habló de
Juan, de su testimonio, de su persecución y prisión. Habló del adulterio de
los reyes por cuya causa estaba Juan en la prisión. Contrapuso la severidad
de los fariseos que habían ejecutado en Jerusalén a algunos adúlteros, que al
fin no cometían el pecado tan escandalosamente como los reyes. Todo lo
dijo claramente, sin reticencias. Exhortó a cada uno, según su estado, sexo,
condición y edad. Un fariseo preguntó si Él entraba ahora en lugar de Juan,
si Él era Aquél del cual Juan hablaba. Jesús contestó en general y le hizo
notar su doblez y fingimiento.
Jesús tuvo aquí una conmovedora instrucción para los niños y niñas. Los
exhortó a la paciencia: si otro maltrata, no responder con golpes, sino
llevarlo con paciencia, apartarse y perdonar al ofensor. Nada devolver al
malo, sino amor doble, y hasta a los enemigos debían quererlos bien. Les
dijo que no tocasen los bienes ajenos ni los deseasen, y si otro niño deseaba
tener sus plumas, sus útiles de escribir, sus juegos, sus frutas. que les diesen
lo que deseaban y aún más, para dejarlos contentos, siempre que pudieran
lícitamente dar esos objetos. Sólo los mansos, los compasivos y
misericordiosos tendrán asiento en su reino. Y este asiento lo pintó a los
niños muy hermosamente, como un trono. Habló de los bienes de la tierra
que hay que abandonar para obtener los bienes del cielo. A las niñas les
recomendó especialmente no envidiar los trajes de vanidad, la obediencia,
respeto y amor a los padres, mansedumbre y temor de Dios.
Acabada la enseñanza pública dirigió una alocución a sus discípulos en
particular consolándolos con mucho amor y exhortándolos a llevar con Él
todo con paciencia y no tener preocupación por las cosas de la tierra. Les
dijo que su Padre en el cielo los recompensaría abundantemente y que
poseerían el reino con Él. Habló de la persecución que sufrirían Él y ellos, y
les dijo claramente: «Si los fariseos, saduceos o herodianos os alaban,
entonces pensad que os habéis apartado de mi enseñanza y que ya no sois
mis discípulos». Nombró estas sectas con los nombres que les
correspondían. Alabó a los habitantes del lugar por su misericordia y
compasión, porque toman a menudo a su servicio unos pobres de
Abelmehola y trabajadores necesitados. Los alabó también por la sinagoga
nueva que habían edificado costeando ellos mismos los gastos, aunque les
habían ayudado gentes buenas de Cafarnaúm. Después sanó a muchos
enfermos y fue con los discípulos al albergue. Por la tarde se dirigió a la
sinagoga, porque había comenzado el sábado.

LIV
Jesús enseña en la sinagoga. Se declara Mesías
Jesús enseñó sobre Isaías, 51, 12: «Yo soy vuestro Consolador». Habló
contra el respeto humano: que no tuviesen temor de los fariseos y de
otros molestadores y pensasen que Dios los ha creado y los mantiene a cada
uno. Las palabras: «Yo pongo mi palabra en tu boca», las explicó en el
sentido de que Dios mandó al Mesías y que esta palabra de Dios está ahora
en la boca del pueblo suyo, ya que el Mesías dice las palabras de Dios, y
ellos son el pueblo del Mesías. Todo esto lo explicó tan abiertamente que
los fariseos murmuraban entre sí: «Se despacha por el Mesías». Jesús
continuó: que Jerusalén despierte de su somnolencia y borrachera, que la ira
había pasado y la Gracia estaba allí. Dijo que la sinagoga infructuosa no
daba hijos, y nadie rige y guía al pobre pueblo; pero que ahora los
destructores, los hipócritas y los opresores serían castigados e irían a la
perdición. ¡Que Jerusalén se despierte y Sión se levante! Todo lo declaró en
sentido espiritual con respecto a las gentes piadosas, a los penitentes, a los
que a través del bautismo del Jordán entran en la tierra prometida de
Canaán, que es el reino de su Padre celestial; que ningún impuro, ninguno
que no refrene sus pasiones, ningún pecador, pervierta ya a su pueblo.
Enseñó de la redención y del nombre de Dios, que será anunciado ahora
entre ellos; luego habló de Moisés V, 16, 18, sobre los jueces y empleados,
sobre el torcer la justicia y el cohecho y reprobó severamente a los fariseos.
Después sanó a muchos enfermos delante de la sinagoga. Al día siguiente
volvió a la sinagoga a enseñar de Isaías, 51 y 52, y sobre Moisés V, 16 hasta
3 1. Habló de Juan y del Mesías, de las señales del Mesías en otra forma, y
dio a entender claramente que Él era el Mesías. puesto que aquí hablaba a
muchos que ya estaban preparados por el bautismo y la predicación de Juan.
Trató de Isaías, 52-13 hasta 15, y dijo que el Mesías los había de juntar, que
estaría lleno de sabiduría, que sería levantado y honrado, y les dijo que así
como muchos se maravillaban de ver a Jerusalén pisoteada y devastada por
los paganos, así aparecerá el Mesías entre los hombres, perseguido y
despreciado. Él bautizará a muchos paganos y los purificará; los reyes
callarán delante de Él cuando sean instruidos y aquéllos a los cuales no llegó
su noticia tomarán su enseñanza y le verán. Les recordó todas sus obras y
prodigios desde su bautismo, y las persecuciones que padecía en Jerusalén y
en Nazaret, el desprecio de los espías y las burlas de los fariseos. Recordó
los prodigios de Cana, los ciegos, los sordos, los mudos, los baldados
curados y la resurrección de la hija de Jairo de Phasael. Señaló el lugar y
dijo: «No es lejos de aquí; id y preguntad y veréis que es así». Les dijo:
«Vosotros habéis visto a Juan y le habéis conocido; él os ha dicho que era el
preparador de los caminos, el anunciador y precursor. ¿Era Juan acaso
muelle, delicado, distinguido? ¿O era uno venido del desierto? ¿Vivía en
palacios, comía viandas delicadas, llevaba vestidos finos y hablaba palabras
cultas y halagadoras?» Les dijo que Juan era el precursor: «¿No lleva
entonces el siervo los vestidos de su Señor? Si el Mesías que esperáis
debiera ser un rey poderoso, brillante. rico y vencedor ¿hubiera tenido por
precursor a un tal Juan? Vosotros tenéis al Salvador entre vosotros y no
queréis reconocerlo. No es según vuestra soberbia idea, y porque no es así, no
lo queréis reconocer como Mesías».
Después enseñó mucho tiempo aún sobre Moisés V, 18, 19. «Yo les
despertaré un profeta de entre sus hermanos, y quien no escucha su palabra
en mi nombre, de ése tomaré yo cuenta». Fue una exposición fuerte, y nadie
se atrevió a contradecirle. Dijo: «Juan estuvo en el desierto y no iba con
nadie. Esto no os agradó. Yo voy ahora de pueblo en pueblo, enseño y sano
a los enfermos, y esto tampoco os agrada. ¿Qué clase de Mesías queréis
entonces? Cada uno de vosotros quiere otra cosa. Sois como los niños que
andan por las calles, que cada uno se fabrica un instrumento diferente para
soplar dentro; uno toma un caño profundo de corteza y otro una caña vacía».
Y nombró varios juegos de niños, y cómo cada uno pide que le toquen en
una u otra forma, en uno u otro tono y a cada uno le gusta sólo su modo
propio.
Hacia la tarde, cuando salió de la sinagoga, se había reunido una gran
cantidad de enfermos. Muchos yacían sobre camillas y se había extendido
una techumbre sobre ellos. Jesús iba de uno a otro con sus discípulos, y los
sanaba. Había algunos endemoniados, que clamaban y se irritaban. Jesús los
libró del demonio mandándoles callar y pasando entre ellos. Había
baldados, tísicos, hidrópicos. otros con granos en la garganta, mudos y
sordos. Sanó a todos, en particular, imponiéndoles las manos o tocándolos,
aunque su modo de obrar era diferente en cada caso. Los curados se sentían
bien en seguida, sólo algo cansados y la curación se seguía pronto según la
clase de la enfermedad y la disposición de cada enfermo. Los sanados se
alejaban cantando salmos de David. Había, empero, tantos enfermos que
Jesús no podía llegar a cada uno, y entonces los discípulos ayudaban con
alzar, levantar, desatar vendas de los enfermos. Jesús puso entonces sus
manos sobre las cabezas de Andrés, Juan y Judas Barsabas, y tomando las
manos de ellos en su mano les mandó que hicieran en su nombre con
algunos enfermos lo que Él hacía. Ellos lo hicieron así y sanaron a muchos
enfermos.
Después de esto fue Jesús con sus discípulos al albergue y comieron solos.
Jesús apartó una gran parte de los alimentos que sobraron, los bendijo y los
mandó repartir a los paganos pobres que estaban en Bezech. Estas caravanas
de paganos fueron catequizadas por los mismos discípulos. Procedentes de
ambas orillas del Jordán se había amontonado gran multitud de gente en
Bezech. Todos los que antes habían oído a Juan querían ahora escuchar a
Jesús. Una caravana de paganos, que había querido ir a Ainón, se detuvo
para escuchar la enseñanza de Jesús. Bezech está como a tres cuartos de
hora del Jordán, junto a una rápida corriente de agua que divide en dos
partes el lugar.

LV
Jesús deja Bezech y va a Ainón
Jesús continuó enseñando y sanando delante del albergue. Los que se
iban a bautizar, la caravana de los paganos y muchos otros se dirigieron
al Jordán para pasar al otro lado. El pasaje estaba a una hora y media al Sur
de Bezech, cerca de la ciudad de Zarthan, junto al Jordán , a una hora de
Bezech. Del otro lado, entre Bezech y Zarthan, hay un lugarejo llamado
Adam. Cerca de Zarthan es donde se paró el Jordán cuando pasaron los
hijos de Israel. Alli hizo fundir Salomón cacharros y utensilios; hay todavía
algunas de estas industrias y al Oeste de la vuelta que da el Jordán existe un
taller instalado en una montaña que se extiende hacia Samaria. Encuentran
ahí algo como cobre y bronce. Jesús enseñaba durante el camino. Cuando le
preguntaron si pararía en Zarthan, contestó que otros lugares lo necesitan
más, que Juan había estado aquí con frecuencia, y que le pregunten a él si
había comido sabrosamente en buena mesa y si se había divertido en este
lugar. Había allí un vado amplio para pasar el Jordán; después tuerce el
Jordán hacia el Oeste. Del otro lado caminaron como dos horas haca~ el
Oriente, a la parte Norte de un arroyo que se echa en el Jordán, no lejos de
allí. Llegaron a un arroyo junto a Sukkoth, a la izquierda. Descansaron entre
Sukkoth y Ainón, a cuatro horas de distancia, bajo tiendas. Cuando pasaron
el Jordán pudieron ver a Salem, del otro lado, que hasta ese momento lo
había cubierto la ribera montañosa: estaba en medio de la desembocadura
Oeste del Jordán, frente a Ainón. En Ainón había una gran multitud de
gente. Los paganos se habían extendido entre la colina de Ainón y el Jordán.
Habían acudido diez fariseos. de Ainón algunos, otros de diversos lugares,
entre ellos el hijo del fariseo Simeón, de Betania. Con todo había entre
ellos prudentes y moderados. En la parte Norte de la montaña hacia arriba
está Ainón, como pequeña ciudad, como suelen ser las casas de lugares de
recreo. En esta parte de la ciudad estaba la desembocadura de la fuente del
estanque de los bautismos stluada al Oriente de la montaña. La fuente de
agua era llevada en canales de hierro. Esta desembocadura se había cerrado
y se abría sólo según la necesidad. Había una casa para el cuidado de la
fuente. Delante del lugar vinieron los fariseos, entre ellos el hijo de Simón el
leproso, al encuentro de Jesús. Lo recibieron amigablemente, con deferencia
y respeto. Llevaron a una tienda a Jesús y a sus discípulos, les lavaron los
pies, sacudieron sus vestidos y los refocilaron con pan, miel y bebida. Jesús
manifestó que estaba contento, que había allí gente bien intencionada; pero
le pesaba que pertenecieran a esa secta de fariseos. Siguió con ellos a la
ciudad y entró en un patio donde le esperaba gran multitud de enfermos,
extranjeros y del país. Yacían en parte bajo tiendas y en parte en las galerías
de la casa. Algunos podían caminar. Jesús sanó a todos con la imposición de
las manos y con exhortaciones. Los discípulos ayudaban a traer enfermos, a
levantarlos, a desatarlos de sus vendas. Varias mujeres con flujo de sangre
estaban a distancia pálidas y veladas. Cuando Jesús terminó con los
enfermos, fue hacia ellas, les impuso las manos y las sanó. Había baldados,
hidrópicos, tísicos, con granos en el cuello y en el cuerpo, que no eran
impuros, además de mudos, sordos y dolientes de todas clases. Este patio
terminaba en un corredor de columnas, donde había una entrada. Había
muchos espectadores, los fariseos y algunas señoras. Jesús estaba con los
fariseos aquí, porque había entre ellos algunos moderados y lo habían
recibido bien y sinceramente; por eso les dio aquí ciertas preferencias.
Quería mostrarles que no tenían razón en decir que sólo se juntaba con
publicanos, pecadores y mendigos. Quería también mostrarles que les daba
el honor que les era debido siempre y en todas partes donde se portaban
correctamente. Aquí se empeñaron ellos mismos en mantener el orden entre
los enfermos y Jesús dejó que hicieran todo como les parecía a ellos.

LVI
María de Suphán
Mientras Jesús estaba ocupado en sanar a los enfermos, entró por la
puerta trasera del gran corredor una apuesta señora, de mediana
edad, vestida a modo de extranjera. Llevaba cubierta la cabeza y los cabellos
con un velo delicado, cuajado de perlas. La parte superior la cubría desde el
cuello un corpiño que terminaba en forma de corazón abierto por los lados.
Este corpiño estaba sobrepuesto como un escapulario, ajustado al cuerpo y
cerrado con preciosas correas y adornos de perlas en el cuello y el pecho. De
allí caían dos sacos plegados hasta los pies, el uno más corto que el otro,
ambos de lana blanca, con adornos de hermosas flores. Las mangas eran
anchas y en el hombro traía prendido un manto corto que caía sobre ambos
brazos. Cubríase todo con un manto largo de lana blanca. Se acercó muy
triste y angustiada, llena de confusión y de pesar; su rostro delgado indicaba
llanto y su mirada era extraviada. Quería llegar hasta Jesús, y no podía por
la multitud. Los atareados fariseos le salieron al encuentro, y ella les dijo:
«Llevadme hasta el Profeta, para que me perdone mis pecados y me sane».
Los fariseos contestaron: «Mujer, vete a casa. ¿Qué quieres aquí? Él no
querrá hablar contigo. ¿Cómo podrá Él perdonar tus pecados? Él no querrá
tratar contigo: eres una adúltera». Cuando la mujer oyó esto, palideció, se
entristeció en extremo, se echó en tierra, rasgó su manto de arriba abajo, se
quitó violentamente su velo, y gritó: «¡Ah, entonces estoy perdida! ¡Ahora
vuelven a posesionarse de mi!. .. ¡Me desgarran!… ¡Allí están ellos!. .. » Y
nombró a cinco diablos que entraron en ella: el diablo de su marido y los de
cuatro otros amantes. Era un espectáculo espantoso. Unas mujeres que
estaban allí la levantaron y llevaron a la desolada mujer a su casa.
Jesús, que sabía todo esto, no quiso, sin embargo, avergonzar aquí a los
fariseos; dejó que hicieran según querían y continuó su enseñanza y sus
curaciones con los demás. Su hora aún no había llegado. Se dirigió con sus
discípulos, acompañado del pueblo a través de la ciudad, subiendo luego a
la altura, al lugar de enseñanza de Juan, en la colina rodeada de casitas y
vallados, a cuyo lado estaba situado el castillo medio derruido que había
habitado Herodes cuando la predicación de Juan. Todo el contorno de la
colina estaba lleno de pueblo que esperaba a Jesús. Éste subió al lugar de la
predicación, cubierto con lonas por arriba y abierto por los cuatro costados.
Tuvo lugar una gran predicación. Jesús habló de la gran misericordia de
Dios con su pueblo, en especial, y con todos, y repasó los textos de los
profetas, mostrando la providencia de Dios y demostrando que todo se
cumplía ahora en este tiempo y momento. Con todo, no dijo tan claramente
que Él era el Mesías, como en Bezech. Habló también de Juan, de sus
trabajos y de su prisión. Las muchedumbres eran llevadas y alejadas de allí,
por turno, para oírle. Jesús preguntó a algunos grupos por qué querían ser
bautizados, por qué habían esperado hasta ahora, qué entendían por el
bautismo. Los dividió en clases que debían bautizarse primero y luego los
que debían esperar hasta después de recibir mayor instrucción. Recuerdo la
contestación de un grupo a la pregunta de por qué habían esperado hasta
ahora. Dijo uno: «Porque Juan siempre enseñaba que vendría Uno que era
más grande que él y así hemos esperado para recibir mayor gracia». Sobre
esto levantaron la mano todos los que eran de la misma idea y formaron así
un grupo que recibió de Jesús algunos avisos y la indicación del tiempo en
que debían bautizarse. Por la tarde, a las tres, se dio por terminada esta gran
enseñanza.
Jesús fue con sus discípulos y los fariseos a la ciudad, donde le habían
preparado una gran comida en una sala del albergue. Pero cuando Jesús
llegó a la sala del festín, no entró, y dijo; «Yo tengo otra hambre», y
preguntó, aunque lo sabía perfectamente, por la casa donde vivía la mujer
que habían alejado de allí en la mañana. Le señalaron la casa, que no estaba
lejos, y dejando Jesús a los demás, entró en el vestíbulo de esa casa. Yo he
visto, cuando se acercó Jesús, el terror de la mujer. El demonio que la poseía
la arrojaba de un rincón a otro de la pieza: parecía un animal que trataba de
esconderse. Cuando Jesús entró al patio y se acercaba adonde estaba la
infeliz, salió volando desde su casa y se metió en un sótano, ocultándose en
un especie de barril, que era más angosto arriba, y al querer ocultarse, se
partió el recipiente con mucho estrépito. porque era un gran tonel de barro
cocido. Jesús, al fin, habló, y dijo: «María de Suphán, mujer de … (aquí
pronunció el nombre del marido, que yo he olvidado): Yo te mando, en
nombre de Dios, que vengas junto a Mi». Vino entonces la mujer, toda
envuelta desde la cabeza a los pies. como si el diablo la forzase a envolverse
en su propio manto. como un perro que se acerca, esperando ser apaleado;
acercóse a Jesús arrastrándose sobre manos y pies. Jesús le dijo: «Ponte en
pie». Se levantó en seguida. pero apretó su velo sobre la cabeza y el cuello
tan estrechamente como si intentase estrangularse. Díjole entonces el Señor:
«Descubre tu rostro». Ella levantó el velo. Tenía los ojos bajos extraviados,
como si la forzase el diablo a apartarlos de Jesús. Jesús acercó
su rostro al de ella y dijo: «Mírame». Y ella lo hizo así. Jesús sopló sobre
ella, y un denso vapor salió de la infeliz a todos lados. Ella cayó de rodillas
ante Jesús. Las criadas habían acudido por el ruido del recipiente hecho
pedazos y estaban ahora a cierta distancia mirando la escena. Jesús les
mandó llevar a la mujer a su casa en una camilla y la siguió con sus
discípulos.

La encontró allí hecha un mar de lágrimas. Jesús se acercó a ella, le puso las
manos sobre la cabeza y le dijo: «Tus pecados te son perdonados». Ella
lloraba a mares, y se puso de pie. Luego vinieron sus tres hijos a la pieza: un
niño de doce años y dos niñas de nueve y de siete años; éstas tenían un
vestido amarillo con adornos y mangas cortas. Jesús se dirigió a los niños,
les habló cariñosamente, les preguntó y les enseñó. La madre dijo: «Dad
gracias al Profeta; Él me ha curado». Entonces se echaron los niños en tierra,
delante de Jesús. Jesús los bendijo y, según su edad, llevó a cada uno de
ellos junto a su madre y puso las manos de los niños en las de la madre, y
me pareció que con eso quitaba de ellos un baldón, y que ahora eran niños
legítimos, pues eran hijos tenidos en su extravío. Jesús consoló a la mujer
diciéndole que podía todavía reconciliarse con su marido, y la exhortó a
perseverar en la penitencia y en el arrepentimiento y a vivir ordenadamente.
Después se fue con sus discípulos a la cena con los fariseos.
Esta mujer era de Suphán, de la tierra de Moab, y era descendiente de
Orpha, viuda de Cheljón, nuera de Noemí, la que por consejo de Noemí no
fue a Belén, para acompañar a Noemí, como Ruth, la otra viuda de su hijo
Mahalón. Orpha, viuda de Cheljón, hijo de Elimelech, de Belén, casó de
nuevo en Moab y de esta familia era María de Suphán. Era la mujer de un
judío y era rica, pero adúltera, y los tres hijos que tenía no eran de su
marido. Su marido la había repudiado, conservando sus hijos legítimos. Ella
vivía en su casa propia, en Ainón; estaba desde hacía tiempo llena de
arrepentimiento y de dolor, se portaba bien y algunas mujeres buenas de
Ainón se llevaban muy bien con ella. La enseñanza de Juan Bautista y sus
reproches a Herodes por su adulterio la habían confirmado en sus buenos
propósitos. Estaba a menudo poseída por cinco demonios, que se habían
presentado súbitamente cuando la última vez había ido al patio donde Jesús
sanaba, y cuando los fariseos la desecharon, colocándola esa vez al borde de
la desesperación. Por su descendencia de Orpha, cuñada de Ruth, tenía esta
mujer vínculo con la ascendencia de Jesús, desde David. Me fue mostrado
cómo este brazo desviado del río de la descendencia, enturbiado por la
culpa, era ahora purificado, y entraba por esa purificación, por medio de
Jesús, en la Iglesia.
Jesús, como he dicho, entró en la sala del convite con los discípulos, donde
estaban los fariseos, y se sentó a la mesa con ellos. Estaban algo
amostazados porque Jesús hubiese prescindido de ellos y hubiese Él mismo
buscado a la mujer que ellos, delante de tantos, habían rechazado y alejado;
pero guardaron prudente silencio porque temían una reconvención de Jesús.
Jesús los trató durante la comida con toda consideración y enseñó con
parábolas y comparaciones. Hacia la mitad de la comida vinieron los hijos
de la Suphanita vestidos de fiesta y entraron en la sala. Una de las hijitas
traía un recipiente blanco con agua muy olorosa; la segunda, otro recipiente
con esencia de nardo, y el niño otro recipiente. Se adelantaron a la parte
abierta de la mesa, se echaron a los pies de Jesús y pusieron sus regalos
sobre la mesa. La misma mujer entró luego con sus doncellas, aunque no se
atrevía a adelantarse. Llevaba un velo y traía una copa de vidrio transparente y
brillante, donde había plantas aromáticas rodeadas de hierbas vivas. Los
fariseos miraban contrariados a la mujer y a los hijos.
Jesús dijo a la mujer: «Acércate, María». La mujer se acercó humildemente y
sus hijos, a quienes dio el regalo, lo depusieron junto a los demás sobre la
mesa. Jesús agradeció los regalos. Los fariseos murmuraron, como más
tarde con Magdalena pensando: «Esto es desperdiciar; es una prodigalidad,
contra la moderación y en daño de los pobres». Lo decían sólo buscando qué
reprochar en la mujer. Jesús habló muy amigablemente con ella y con los
hijos, a los cuales regaló frutas; y luego salieron. La Suphanita continuaba
siempre humilde, detrás de Jesús, y dijo Jesús a los fariseos: «Todos los
dones vienen de Dios. Para agradecer lo que es costoso hay que dar lo más
costoso también, lo que uno tiene de mejor. Esto no es prodigalidad. La
gente que trabaja en la confección de estas esencias, debe también vivir».
Con todo, mandó a uno de sus discípulos que el precio de los regalos lo
distribuyera a los pobres. Habló todavía del arrepentimiento y la conversión
de esa mujer; reclamó para ella el debido respeto, y la consideración
también de los demás habitantes de la ciudad. La mujer no dijo una palabra:
sólo lloraba de continuo debajo de su velo. Se echó a los pies de Jesús y
salió de la sala.
Jesús enseñó luego acerca del adulterio y añadió: «¿Quién de entre vosotros
se encuentra libre del adulterio espiritual?» Dijo que Juan no pudo convertir
a Herodes; pero que esta mujer estaba convertida; y trató de la oveja perdida
y hallada. Había consolado a la mujer en su casa, deseándole que salieran
buenos estos hijos que Dios le había dado; y le había dado esperanza de
agregarse a las mujeres que estaban con Marta y trabajar para el hospedaje
de los discípulos. Después de la comida he visto a los discípulos repartir
muchas cosas entre los pobres. Jesús se retiró a la parte Oeste de la colina de
Ainón, de donde estaba a cierta distancia el campamento de los paganos.
Creo que había allí un albergue bajo tiendas, donde enseñó a los paganos.
Ainón estaba en el territorio de Herodes, pero pertenecía, como una
posesión al otro lado de los límites, al tetrarca Felipe. A pesar de ello, había
varios soldados de Herodes enviados para espiar.